8
Una bendición disfrazada
El miércoles por la tarde, después de acabar mi clase de pintura para adultos, entré en un café con acceso gratuito a internet cerca de la estación de Odawara, y busqué en Google el nombre Menshiki. No apareció una sola persona con ese apellido, tan solo un listado de artículos que incluían los términos «carnet de conducir» y «discromatopsia». Nada sobre él, como si el mundo no supiera nada de su existencia. Para él, según me había dicho, el anonimato era importante, y daba la impresión de ser cierto. Podía ocurrir, también, que su verdadero apellido no fuera Menshiki, pero no me parecía que mintiera hasta ese extremo. No era lógico que me dijera dónde vivía pero no su verdadero nombre. Además, si quería inventarse uno imaginario, podía haber elegido uno más corriente y no precisamente ese.
En cuanto llegué a casa, llamé a Masahiko Amada. Conversamos un rato sobre cosas generales y después le pregunté si sabía algo sobre un hombre llamado Menshiki que vivía al otro lado del valle. Le di algunos detalles sobre la casa de hormigón pintada de blanco en lo alto de la montaña. Tenía una vaga imagen de ella.
—¿Menshiki? —preguntó Masahiko—. ¿Qué clase de apellido es ese?
—Se escribe con los ideogramas de «eximirse» y de «color».
—Parece como si me estuvieras hablando de una de esas pinturas antiguas hechas con tinta negra.
—Bueno, el blanco y el negro también se pueden considerar colores —le dije.
—Desde un punto de vista lógico, puede que tengas razón, pero Menshiki… Nunca he oído semejante apellido. Da igual. No conozco a nadie que viva en esa parte de la montaña. Ni siquiera conozco a los que viven más cerca. ¿Y qué tiene que ver contigo esa persona?
—Nos hemos conocido en circunstancias singulares. Me preguntaba si sabías algo de él.
—¿Has buscado en internet?
—En Google, pero no aparece nada.
—¿Y en Facebook o en otras redes sociales?
—No. No acabo de entender cómo funcionan esas cosas.
—Mientras tú estabas en la inopia, el mundo ha avanzado mucho, pero no importa. Buscaré yo. En cuanto descubra algo te llamaré.
—Te lo agradezco.
Masahiko se quedó en silencio de repente al otro lado del teléfono, como si pensara en algo.
—Espera un momento, ¿dices que se llama Menshiki?
—Eso es, Menshiki.
—Menshiki… Me parece haber escuchado ese apellido en alguna ocasión, aunque tal vez solo sean imaginaciones mías.
—Es muy poco frecuente y, por tanto, fácil de recordar.
—Quizá por eso lo tengo guardado en algún rincón de la memoria, aunque en este momento no recuerdo cuándo lo he oído, o en qué circunstancias. Es como si tuviera una espina clavada en la garganta.
Le pedí que me avisara en cuanto se acordase y él me prometió que lo haría.
Colgué el teléfono y fui a la cocina a comer algo ligero. Volvió a sonar el teléfono y, en esa ocasión, era mi amante para preguntarme si podía venir al día siguiente por la tarde. Le dije que sí.
—Por cierto —aproveché para preguntarle—, ¿sabes algo de un tal Menshiki? Vive cerca de aquí.
—¿Menshiki? ¿Es el apellido?
Le expliqué cómo se escribía.
—No lo he oído en mi vida.
—¿Recuerdas la casa de hormigón blanco al otro lado del valle? Vive ahí.
—Ah, sí. Esa casa tan llamativa que se ve desde la terraza, ¿verdad?
—Eso es.
—¿Vive ahí?
—Sí.
—¿Y qué pasa con él?
—Nada. Solo quería saber si le conocías.
Su voz se apagó por unos instantes.
—¿Y qué tiene que ver conmigo?
—Nada, nada.
Suspiró aparentemente aliviada.
—Bueno, iré a tu casa mañana por la tarde. Sobre la una y media.
Le dije que la esperaba a esa hora, colgué el teléfono y terminé de comer.
Al cabo de un rato volvió a sonar el teléfono. Era Masahiko de nuevo.
—Parece que todas las personas que se apellidan Menshiki viven en la prefectura de Kagawa. Tal vez ese que dices tenga algún pariente por allí, pero no he encontrado nada en concreto sobre él. ¿Cuál es su nombre de pila?
—Aún no me lo ha dicho. Ni siquiera sé a qué se dedica. Solo sé que su trabajo está relacionado con el manejo de información, y que al parecer el negocio marcha bien. No sé nada más. Ni siquiera su edad.
—En ese caso… La información es un bien muy preciado, y si uno sabe mover bien el dinero, también sabe borrar sus huellas. Dices que trabaja con información, o sea, que le debe de resultar fácil hacerlo.
—¿Quieres decir que borra sus huellas a propósito?
—Sí, es muy posible. He consultado infinidad de páginas y no he encontrado nada de nada. Es un apellido peculiar, llamativo y, a pesar de todo, no aparece nada. Es muy raro, la verdad. Tú prefieres vivir al margen del mundo actual y no lo sabes, pero para cualquiera que se dedique a una actividad pública, sea la que sea, resulta casi imposible no aparecer en alguna parte. Tú y yo, por ejemplo. En mi caso concreto, de hecho, hay cosas que ni siquiera yo mismo sabía, y eso que somos seres insignificantes, pero, ya ves, a pesar de todo ahí estamos. Resulta casi imposible esconderse del todo, y menos a gente de cierta relevancia. Así es el mundo en el que vivimos, te guste o no. ¿Has buscado alguna vez información sobre ti mismo?
—No, nunca.
—En ese caso, es mejor que no lo hagas.
Le aseguré que no tenía ninguna intención de hacerlo.
Menshiki me había dicho que obtener información de una manera eficaz era una parte sustancial de su trabajo. Era el negocio al que se dedicaba. Si era posible acceder a cualquier tipo de información, tal vez también era posible eliminarla.
—Por cierto, me dijo que había visto alguno de mis retratos en internet —le dije a Masahiko.
—¿Y?
—Por eso se decidió a encargarme uno. Le gustaron mucho.
—Pero has decidido dejar los retratos, ¿verdad? ¿Lo has rechazado?
No dije nada.
—¿Has aceptado? —preguntó sorprendido.
—No lo he rechazado.
—¿Y eso por qué? ¿No habías tomado una decisión firme?
—Paga muy bien y me pareció que podía hacer uno más.
—¿Por dinero?
—Es una razón poderosa, sin duda. Desde hace tiempo, mis ingresos son casi nulos y quizá ya sea hora de pensar en mantenerme. No tengo muchos gastos, pero el dinero se evapora entre unas cosas y otras.
—Mmm… ¿Y de cuánto dinero estamos hablando?
Le dije la cantidad y al otro lado del teléfono se oyó un silbido.
—Es impresionante —admitió sorprendido—. Quizá valga la pena aceptar el encargo. ¿A ti también te sorprendió cuando te dijo la cantidad?
—Por supuesto.
—Igual no debería decirlo, pero a lo mejor no hay nadie más en este mundo tan caprichoso como para estar dispuesto a pagar semejante cantidad por uno de tus retratos.
—Lo sé.
—No me malinterpretes, por favor. No pongo en duda tu talento como pintor. Eres un excelente retratista y gozas de una buena reputación. De entre los compañeros de universidad, eres el único que se gana la vida con ello. No sé exactamente qué quiere decir eso, pero, en cualquier caso, es digno de admiración. De todos modos, resulta evidente que no eres Rembrandt ni Delacroix ni Andy Warhol.
—Lo sé, no hace falta que me lo recuerdes.
—Entonces, entenderás que ese dinero es algo fuera de lo normal. Es de sentido común.
—Por supuesto que lo entiendo.
—Y por casualidad, ese hombre vive cerca.
—Eso es.
—Hablar de casualidad quizá sea demasiado.
Me quedé callado.
—Me parece que hay algo más al margen de la casualidad, ¿no crees?
—Ya lo he pensado, pero qué.
—No lo sé. De todos modos, has aceptado, ¿verdad?
—Sí. Empiezo pasado mañana.
—¿Lo haces solo porque paga bien?
—El dinero es una razón muy poderosa, pero no se trata solo de eso. Tengo otras. Curiosidad por ver cómo evoluciona todo esto, por ejemplo. Esta también es una razón importante. Tengo interés por descubrir por qué está dispuesto a pagar ese montón de dinero. Me gustaría llegar al fondo de este asunto, sea lo que sea.
—Entiendo. —Masahiko se quedó en silencio—. Avísame si hay alguna novedad —dijo al fin—. A mí también me pica ahora la curiosidad. Es una historia muy peculiar.
De pronto me acordé del búho.
—Casi me olvido de decírtelo: en el desván de esta casa vive un búho. Es un animal pequeño de color gris y duerme durante el día en una viga del tejado. Sale de caza por la noche por un hueco que hay en la rejilla de ventilación. No sé cuánto tiempo lleva ahí, pero desde luego vive en la casa.
—¿En el desván?
—Oía ruidos por la noche, y un día decidí subir a ver de qué se trataba.
—Ni siquiera sabía que se podía subir al desván.
—Hay una trampilla de acceso muy estrecha en el armario de la habitación de invitados. Es un desván pequeño. El espacio justo para que viva un búho.
—Eso está bien —dijo Masahiko—. Si hay un búho, quiere decir que no entrarán ni ratones ni serpientes. Además, he oído que cuando un búho vive en una casa es un buen augurio.
—A lo mejor le debo a él que me hayan encargado un retrato tan bien pagado.
—A lo mejor —dijo Masahiko divertido—. ¿Conoces la expresión inglesa blessing in disguise?
—Se me dan mal los idiomas.
—Literalmente se podría traducir como «bendición disfrazada», aunque sería más exacto decir «no hay mal que por bien no venga». Una forma distinta de felicitarse. Es una expresión que se utiliza cuando algo malo termina por convertirse en todo lo contrario. Blessing in disguise. «En teoría», también puede darse todo lo contrario.
En teoría, me repetí a mí mismo.
—Ten cuidado —me advirtió Masahiko.
Le dije que no se preocupase.
A la una y media de la tarde del día siguiente, mi amante vino puntual, como de costumbre, y enseguida nos acostamos. Apenas hablamos. Al cabo de un rato empezó a llover. Fue un chaparrón intenso más propio del verano que del otoño. Grandes gotas arrastradas por el viento golpeaban la ventana del dormitorio. Se oyeron incluso algunos truenos. Cuando las nubes grises y compactas se alejaron del valle, escampó y los colores en la montaña se volvieron aún más intensos. Los pájaros que se habían puesto a resguardo reaparecieron y comenzaron a cantar alborotados todos al mismo tiempo. Se afanaban buscando gusanos y todo tipo de bichos. La lluvia brindaba para ellos una de las mejores oportunidades para alimentarse. El sol apareció entre las nubes e iluminó las gotas en las hojas de los árboles. Durante el chaparrón estuvimos entusiasmados con el sexo y no prestamos mucha atención. Terminamos casi en el mismo momento en que dejó de llover, como si estuviéramos sincronizados.
Nos quedamos en la cama tumbados completamente desnudos, cubiertos con un fino edredón. La conversación giró en torno a las notas de sus hijas. La mayor estudiaba mucho y le iba bien. Era una niña tranquila sin grandes problemas, pero a la pequeña no le gustaba estudiar y buscaba cualquier excusa para levantarse de la mesa. La parte positiva es que tenía un carácter alegre y era muy guapa. No era nada tímida, todo el mundo la quería y se le daban muy bien los deportes. Su madre no sabía si era mejor dejar de insistir en los estudios e intentar ofrecerle otras alternativas. Incluso se planteó matricularla en una escuela de arte dramático.
De pronto me di cuenta de que había algo extraño en aquella situación. Estaba tumbado junto a una mujer a la que conocía desde hacía tres meses apenas, me hablaba de sus hijas, a las que ni siquiera conocía, e incluso pedía mi opinión respecto a lo que debían estudiar. Por si fuera poco, estábamos desnudos. Sin embargo, no me importaba saber cosas íntimas de la vida de alguien a quien apenas conocía; entrar parcialmente en contacto con personas con las que no tendría contacto alguno en el futuro. Todo ese paisaje humano lo tenía ante mis ojos y, al mismo tiempo, se hallaba muy lejos de mí. Me hablaba de esas cosas sin dejar de tocarme el pene flácido, que no tardó mucho en recuperar la erección.
—¿Pintas algo últimamente? —me preguntó.
—No, nada especial —admití sin ambages.
—¿No te ves con ánimo para la creación?
Le di una respuesta ambigua.
—De todos modos, mañana empiezo con un encargo.
—¿Tienes un encargo?
—Sí. Necesito ganar dinero de vez en cuando.
—¿Y de qué se trata?
—De un retrato.
—¿Un retrato? ¿De ese Menshiki del que me hablaste ayer?
—Sí.
Era una mujer a la que no se le escapaba una, y nunca dejaba de sorprenderme.
—Por eso querías saber cosas de él, ¿verdad?
—Por el momento me resulta un personaje de lo más enigmático. Solo hemos hablado una vez, pero aún no sabría decir de qué tipo de persona se trata. Tengo un interés profesional por saber cómo es la persona a la que voy a retratar.
—¿Y por qué no se lo preguntas a él directamente?
—Aunque lo haga, lo más probable es que no sea sincero conmigo y solo me diga lo que le conviene.
—Si quieres puedo investigar un poco —se ofreció.
—¿Tienes forma de hacerlo?
—Se me ocurren algunas cosas.
—He buscado en internet y no he encontrado nada.
—Eso no funciona en la selva. La selva tiene su propia red de comunicación. Golpear los tambores, por ejemplo, o atar mensajes al cuello de los monos.
—Yo no sé nada de la selva.
—Cuando las máquinas de la civilización no funcionan bien, quizás ha llegado el momento de recurrir al tambor y a los monos.
Bajo los suaves movimientos de sus dedos, mi pene había recuperado la dureza. No tardó en usar sus labios y la lengua, y un profundo silencio cargado de sentido nos envolvió. Los pájaros seguían empeñados en sus quehaceres y nosotros pasamos al segundo acto de los nuestros.
Tras un largo intercambio con apenas una pausa, nos levantamos de la cama, recogimos pesadamente nuestra ropa y nos vestimos. Salimos a la terraza, y mientras tomábamos una infusión caliente, contemplamos la casa grande de hormigón blanco al otro lado del valle. Nos sentamos juntos en la tumbona de madera descolorida y disfrutamos del aire húmedo y fresco de la montaña. Entre los bosques hacia el sudoeste se vislumbraba el destello del mar, un pedazo del inmenso Pacífico. La epidermis de las montañas se había teñido ya con los colores del otoño: una gradación sutil de rojos con vetas de amarillo, salpicada aquí y allá de masas de árboles de hoja perenne. Entre esa mezcla de colores intensos, la blancura de la casa de Menshiki se realzaba aún más. Era un blanco casi inmaculado, que parecía mirarlo todo con desdén, aparentemente inmune a una simple mota de polvo, a una gota de lluvia, a las marcas del viento o al paso del tiempo. «El blanco también es un color», pensé de repente. No es que fuera la ausencia de color, era un color. Nos quedamos allí sentados mucho tiempo sin decir nada. El silencio existía en ese lugar como un elemento más de la naturaleza.
—El señor Menshiki, que vive en una gran casa blanca —dijo ella al cabo de un rato—. Parece el principio de un cuento de hadas.
Obviamente, yo no tenía ante mí un divertido cuento de hadas, tampoco una bendición disfrazada. Cuando todo empezó a aclararse, ya no estaba a tiempo de dar marcha atrás.