12
Como aquel cartero anónimo
Llovía desde por la mañana temprano y no paró hasta las diez. El cielo empezó a despejarse entonces poco a poco. El viento marino cargado de humedad empujó las nubes hacia el norte. A la una en punto del mediodía, Menshiki se presentó. Las señales horarias de la radio y el timbre de la puerta sonaron al mismo tiempo como si estuvieran sincronizados. Conocía a muchas personas puntuales, pero a pocas tanto como él. No se trataba de que hubiera esperado delante de la puerta el momento justo de tocar el timbre. Su coche apareció por la cuesta, aparcó en el mismo lugar de la ocasión anterior, caminó con la misma cadencia hasta la entrada y, en ese preciso instante, la radio dio la una. Fue algo sorprendente.
Le invité a pasar al estudio y le pedí que se sentara en la misma silla. Puse El caballero de la rosa en el tocadiscos y coloqué la aguja. Quería retomarlo donde lo habíamos dejado. Todos nuestros gestos se repetían en el mismo orden, con la única diferencia de que en esa ocasión no le ofrecí nada para beber y le pedí que posara de determinada manera: sentado y mirando de soslayo, con la cara en diagonal hacia la izquierda.
Atendió mis indicaciones de buena gana, pero tardó un buen rato en acertar con la postura. No encontrábamos el ángulo preciso, esa mirada suya peculiar que pretendía captar, y la luz tampoco era la adecuada. Normalmente no usaba modelos, pero si lo hacía, les pedía muchas cosas. Menshiki respondió con paciencia a todas mis peticiones. No hubo en él un solo gesto de desagrado, una sola queja. Aguantaba bien las inconveniencias, como si estuviera acostumbrado a sufrir alguna penitencia.
Cuando al fin encontramos la postura, le dije:
—Eso es. Exacto. Procure moverse lo menos posible.
No dijo nada. Tan solo asintió con un ligero gesto de los ojos.
—Trataré de acabar lo más rápido posible. Sé que es duro estar así, pero aguante un poco, por favor.
Repitió el mismo gesto con los ojos. A partir de ese momento, ni siquiera volvió a moverlos. De hecho, no movió un solo músculo de su cuerpo. Literalmente. Parpadeaba de vez en cuando, como es natural, pero no notaba que respirase. Parecía de piedra, como una escultura. Me admiró esa capacidad suya. Incluso a un modelo profesional le hubiera resultado difícil permanecer así de quieto.
Mientras posaba allí sentado, haciendo un alarde de paciencia, procuré avanzar rápido sobre el lienzo y emplearme a fondo Me concentraba para medir bien sus proporciones, movía el pincel guiado por la intuición que su imagen suscitaba en mí. Fui añadiendo volumen al croquis de la cara que había perfilado con una simple línea negra. Ni siquiera me daba tiempo de cambiar de pincel. Debía plasmar cuanto antes los rasgos más significativos de su rostro y, en determinado momento, empecé a trabajar como si tuviera puesto el piloto automático. Era crucial dejar de lado la conciencia, y coordinar el movimiento de la mano con el de los ojos. Apenas tenía tiempo para procesar conscientemente todo lo que captaba mi vista.
Era un esfuerzo que demandaba de mí algo distinto con respecto al resto de los retratos que había pintado hasta entonces (me refiero a los retratos puramente alimenticios ejecutados a mi ritmo basándome en una foto y en la memoria). En apenas quince minutos completé su esbozo del pecho a la cabeza. No dejaba de ser un tosco bosquejo a medio acabar, pero al menos se notaba ya un pálpito de vida, como si hubiera logrado captar un movimiento interior que dotaba de sentido a la existencia de Wataru Menshiki. Si hablase en términos del cuerpo humano, diría que me encontraba en la fase del esqueleto y de los músculos. Había descubierto algo en su interior y ahora tocaba darle una forma concreta, cubrirlo de piel y de carne.
—Gracias —dije—. Buen trabajo. Por hoy hemos terminado. Ya puede ponerse cómodo.
Menshiki sonrió y se relajó. Estiró los brazos hacia el techo, respiró profundamente. Para desentumecer la tensión de los músculos de su cara, se masajeó las mejillas con los dedos. Yo también inspiré y espiré mientras subía y bajaba los hombros. Tardé en recuperar el ritmo normal de la respiración. Estaba agotado, como si acabase de correr una carrera de velocidad, con la máxima rapidez y concentración. No me había visto obligado a semejante esfuerzo desde hacía mucho tiempo. Debía despertar ciertos músculos adormecidos, ponerlos a trabajar a pleno rendimiento. Estaba agotado, sí, pero era un cansancio agradable.
—Tenía razón —dijo Menshiki—. Posar es mucho más duro de lo que imaginaba. Cuando piensas que te están dibujando, tienes la sensación de que te están vaciando por dentro poco a poco.
—En el mundo del arte no se suele decir que se está vaciando nada, sino que se está trasladando a otro lugar.
—¿Quiere decir a un lugar más permanente?
—Sí, pero solo en el caso de las obras de arte que se ganan el derecho de ser consideradas como tales.
—¿Como, por ejemplo, el cartero anónimo que aún habita en el cuadro de Van Gogh?
—Exactamente.
—Imagino que jamás se le ocurrió que ciento diez o ciento veinte años después de ser retratado, gente de todo el mundo contemplaría el cuadro en los libros de arte con gesto serio, o que incluso se tomaría la molestia de viajar hasta el museo donde se expone para verlo en persona.
—No, desde luego, no creo que se le pasara por la cabeza.
—En principio solo fue un cuadro original, distinto, obra de la mano de un hombre al que nadie juzgaba normal, y que lo había pintado en un rincón de la cocina de una casa en algún lugar perdido y miserable.
Asentí.
—Es extraño —continuó Menshiki—. Alguien que por sí mismo no optaría a la perpetuidad se gana, gracias a un encuentro casual, semejante derecho.
—Es algo que ocurre pocas veces.
Me acordé de La muerte del comendador. El hombre que moría asesinado en la escena del cuadro ¿alcanzaría también una suerte de vida eterna gracias a la mano de Tomohiko Amada? ¿Quién era ese hombre?
A Menshiki le ofrecí entonces un café, y aceptó de buen grado. Fui a la cocina a prepararlo. Él se quedó sentado en la silla del estudio escuchando la ópera, y cuando la cara B estaba a punto de terminar, el café ya estaba listo. Nos trasladamos al salón para tomárnoslo.
—¿Qué tal ha ido? —me preguntó mientras sorbía de su taza con gesto elegante—. ¿Cree que podrá terminarlo sin problemas?
—Aún no lo sé —admití con toda honestidad—. No puedo asegurarle nada por el momento. Ni siquiera tengo una idea clara de si me irá bien o mal, porque se trata de algo muy diferente a todo lo que he hecho hasta ahora.
—¿Diferente por pintar con el modelo real?
—Tal vez, pero no se trata solo de eso. Por alguna razón, ya no puedo seguir pintando retratos como he hecho hasta ahora. No puedo continuar trabajando de esa forma tan convencional. Necesito encontrar una nueva técnica, un nuevo orden que me permita cambiar de estilo, pero aún no lo he descubierto, sigo buscando. En este momento me siento como si avanzase a tientas en la oscuridad.
—O sea, que está en plena transformación —comentó, tomándose un tiempo antes de continuar—: Como ya le dije, por mi parte puede tomarse toda la libertad que quiera. A mí, personalmente, me gustan los cambios. No espero de usted un retrato al uso. No me importa el estilo, el concepto. Solo deseo que plasme usted tal cual lo que su mirada capta en mí. La técnica, el orden o la disposición están en sus manos. Yo no pretendo pasar a la historia del arte como aquel cartero anónimo de Arlés. Mis pretensiones no llegan a tanto. Se trata más bien de una curiosidad sana. La curiosidad de saber qué tipo de obra nacerá de su mano.
—Me alegra oír eso —le dije—, pero hay una cosa que me gustaría pedirle. Una sola. Si no quedo verdaderamente convencido con el resultado, sintiéndolo mucho me gustaría anular mi compromiso con usted.
—¿Quiere decir que no me entregaría el cuadro?
Asentí.
—En ese caso —continué—, le devolvería íntegro el adelanto.
—De acuerdo. Dejo la decisión en sus manos. Yo, por mi parte, estoy convencido de que eso no va a ocurrir.
—Ese es también mi deseo —le dije mirándole directamente a los ojos.
—Pero supongamos que no termina el retrato. Si al menos le he servido de ayuda en su evolución artística, para mí será un motivo de alegría. Se lo digo de todo corazón.
—Por cierto —me atreví a decirle—, hay una cosa que me gustaría comentarle. Se trata de una cuestión personal sin relación con el retrato.
—Le escucho. Si puedo ayudarle, lo haré encantado.
—Es una historia extraña. —Suspiré—. Tal vez no sea capaz de explicárselo bien, con cierto orden, de una manera clara.
—Tómese su tiempo y cuéntemelo como le parezca oportuno. Después podemos reflexionar juntos sobre ello. Quizá se nos ocurra algo.
Empecé desde el principio. Le conté que me había despertado sobre las dos de la madrugada por culpa de un extraño ruido en medio de la oscuridad de la noche. Era un ruido lejano, le dije, apenas audible, pero que se oía porque los insectos se habían callado. Un ruido como si alguien hiciera sonar una campanilla. Le conté que me había levantado de la cama para ir a ver de dónde venía, y que descubrí que salía de entre los huecos de unas piedras que formaban un túmulo en un claro del bosque detrás de la casa; que aquel enigmático ruido se había prolongado durante unos cuarenta y cinco minutos a intervalos irregulares y que después había cesado de repente. Había ocurrido dos noches seguidas. Le dije que tal vez alguien estaba haciendo sonar una campanilla debajo de aquellas piedras. Tal vez enviaba una señal de auxilio. Pero ¿era posible? No sabía qué pensar, no tenía claro si estaba cuerdo o no. ¿Padecía acaso una especie de alucinación auditiva?
Menshiki me escuchó en silencio sin decir una sola palabra, y, cuando terminé de hablar, continuó callado. Por su gesto comprendí que se tomaba muy en serio lo que le había contado, y que le estaba dando vueltas.
—Es una historia interesante —comentó al fin—. Como usted bien dice, no es algo corriente. Me gustaría ir a echar un vistazo, si no le importa. ¿Puedo venir esta noche?
Su reacción me pilló por sorpresa.
—¿Va a tomarse la molestia de venir hasta aquí a media noche?
—Sí. Si yo también lo oigo, eso demostrará que no es una alucinación suya. Creo que es el primer paso que deberíamos dar. Si de verdad existe ese sonido, podríamos ir al bosque para ver de dónde sale. Después ya pensaremos qué hacer.
—Tiene razón, pero…
—Si no tiene inconveniente, vendré a las doce y media. ¿Le parece bien?
—Por supuesto, pero no pretendía causarle tantas molestias…
Menshiki sonrió con un gesto simpático.
—No se preocupe, será un placer ayudarle. Además, soy muy curioso y, ahora que me lo ha contado, me gustaría saber qué es ese sonido, quién lo produce. ¿Quedamos así, entonces?
—De acuerdo.
—En ese caso, volveré esta noche. Todo este asunto me recuerda a algo.
—¿Le recuerda a algo?
—Ya le hablaré de ello en otra ocasión. Primero debo asegurarme por si acaso.
Menshiki se levantó del sofá, estiró la espalda y me tendió la mano derecha. Como era costumbre en él, me apretó con firmeza. Se le notaba más feliz de lo habitual.
Después de que se marchara, me pasé toda la tarde cocinando. Tenía por costumbre dedicar un día a preparar la comida para el resto de la semana. Después lo guardaba todo en la nevera y lo consumía a medida que lo necesitaba. Era el día que me tocaba hacerlo. Para cenar esa noche preparé macarrones con salchichas y col hervida. También una ensalada de tomate, aguacate y cebolla. Cuando anocheció, me tumbé en el sofá, como de costumbre, y leí un rato mientras escuchaba música. Al cabo de un rato dejé el libro y pensé en Menshiki.
¿Por qué se había entusiasmado tanto? ¿Realmente se alegraba de poder ayudarme? ¿Por qué? No lo entendía. Yo no era más que un pintor pobre sin nombre. Mi mujer me había abandonado después de seis años de vida en común. No tenía buena relación con mis padres, no tenía casa propia, tampoco nada que pudiera considerar bienes materiales, y en aquel momento vivía de forma provisional en la casa del padre de un amigo. Comparado con eso (aunque fuera innecesario hacerlo), Menshiki era un hombre que había triunfado de joven en los negocios y había ganado suficiente dinero para permitirse una vida sin estrecheces. Al menos eso es lo que me había contado. Tenía unas facciones equilibradas, cuatro coches ingleses en el garaje y, sin trabajar en nada concreto, se pasaba los días en su elegante casa en lo alto de las montañas. ¿Por qué iba a interesarse en mí una persona como él? ¿Por qué se tomaba la molestia de dedicarme su tiempo a aquellas horas de la noche?
Sacudí la cabeza y volví a la lectura. Pensar no servía de nada. Por muchas vueltas que le diera, no llegaba a ninguna conclusión. Era como pretender terminar un puzle sin todas las piezas, y, sin embargo, no podía evitarlo. Suspiré. Dejé otra vez el libro sobre la mesa, cerré los ojos y me concentré en la música. Sonaba el Cuarteto de cuerda número 15 de Schubert grabado en el Wiener Konzerthaus.
Desde que vivía en aquella casa escuchaba música clásica casi todos los días. Al pensar en ello, caí en la cuenta de que casi toda era música alemana y austriaca. La mayor parte de la colección de discos de Tomohiko Amada era de música germana. También tenía grabaciones de Chaikovski, Rajmáninov, Sibelius, Vivaldi, Debussy o Ravel, casi como por obligación; y dado que era aficionado a la ópera, también tenía alguna cosa de Puccini y de Verdi, aunque comparado con el catálogo de óperas alemanas, no era nada del otro mundo. Se notaba cierta falta de entusiasmo.
Quizá los recuerdos que tenía Tomohiko Amada de su época de estudiante en Viena eran demasiado intensos. Tal vez era esa la razón de su afición por la música germana. O tal vez sucedía lo contrario. Quizá siempre le había gustado esa música y, precisamente por eso, había elegido Viena para estudiar en lugar de Francia, por ejemplo. Sin embargo, no tenía forma de saberlo.
De todos modos, no podía quejarme por que en aquella casa se le diera un trato preferente a la música clásica alemana. Yo solo vivía allí de forma temporal, y eso me daba la oportunidad de escuchar su colección de discos. Disfruté mucho con la música de Bach, de Schubert, de Brahms, de Schumann y de Beethoven. Por supuesto, no podía faltar Mozart. Era una música preciosa, profunda y elegante. Hasta aquel momento, nunca había tenido oportunidad de escucharla con la debida calma, pues siempre me había sentido presionado por el trabajo diario, por las cuestiones económicas. Después de instalarme en aquella casa, decidí escucharla toda sistemáticamente. En ese momento sí se daban las circunstancias adecuadas para hacerlo.
Pasadas las once me quedé dormido en el sofá con la música puesta. Debí de dormir unos veinte minutos, y, al despertar, el disco había terminado, la aguja había regresado a su sitio y el plato se había parado. En el salón había dos tocadiscos, uno automático y otro manual. Por seguridad, o sea, para poder dormirme cuando quisiera, normalmente usaba el automático. Guardé el disco en su funda y lo coloqué de nuevo en la estantería. Por la ventana abierta se colaba el coro de insectos. Si cantaban, significaba que la campanilla no sonaba.
Calenté un poco de café y comí unas galletas. Presté atención al alboroto de los insectos nocturnos que inundaba las montañas. Poco antes de las doce y media oí el rugido del Jaguar subiendo despacio la cuesta. Al tomar una curva, las luces del coche atravesaron los cristales de las ventanas. Poco después, el motor se detuvo y oí el ruido característico de la puerta al cerrarse. Respiré profundamente. Tomé un sorbo de café sin levantarme del sofá y esperé a que sonase el timbre de la puerta.