19

¿Ves algo detrás de mí?

A la una de la tarde del sábado vino mi amante en su Mini rojo. Salí a recibirla. Llevaba unas gafas de sol de color verde y, encima de su sencillo vestido beige, una chaqueta gris.

—¿Prefieres en el coche o en la cama? —le pregunté.

—¡Tonto! —dijo ella con una sonrisa.

—En el coche no estuvo nada mal. Me gustó tener que apañármelas en un lugar estrecho.

—Lo haremos otro día.

Nos sentamos en el salón y tomamos un té. Le conté que había terminado el retrato (o lo que parecía un retrato) que había empezado hacía poco. Le hablé también de que era muy distinto a todo lo que había hecho hasta entonces. Al escucharme, sintió curiosidad.

—¿Puedo verlo?

—Llegas un día tarde —dije tras negar con la cabeza—. Me habría gustado conocer tu opinión, pero Menshiki se lo ha llevado. La pintura no se había secado del todo, pero estaba impaciente por tenerlo. Parecía preocuparle la posibilidad de que alguien pudiera llevárselo.

—Eso quiere decir que le ha gustado, ¿no?

—Eso me ha dicho, y yo no veo razón alguna para dudar de sus palabras.

—Has acabado el trabajo y el cliente está satisfecho. Por lo tanto, todo ha salido bien.

—Eso creo. Tengo la impresión de que he hecho un buen trabajo. Nunca había pintado un retrato así y me parece que he encontrado nuevas posibilidades.

—¿Te refieres a un nuevo estilo?

—No lo sé. En esta ocasión lo he logrado teniendo a Menshiki como modelo. Quiero decir que, tal vez, a partir de un hecho formal como es pintar un retrato he llegado a esto casi por casualidad. No sé si sería capaz de repetir este método. Puede que haya sido algo especial, fruto de una especie de poder o de magnetismo que me haya transmitido Menshiki. Ahora lo más importante es que vuelvo a tener ganas de pintar.

—Bueno, en cualquier caso, enhorabuena.

—Gracias. Al menos eso significa que voy a cobrar mucho dinero.

—¡Qué hombre tan generoso!

—Me ha invitado a cenar a su casa el martes. Vamos a celebrar que hemos terminado.

Le conté algunos detalles de la cena, los dos solos atendidos por un cocinero y un camarero. No le dije, obviamente, que habíamos invitado también a la momia.

—Por fin vas a tener la oportunidad de entrar en esa mansión blanca —dijo ella—, en esa casa misteriosa donde vive una persona misteriosa. ¡Qué suerte! Fíjate bien en todo, ¿de acuerdo?

—Lo haré.

—Y no te olvides de tomar nota de lo que te sirvan para comer.

—Lo intentaré, no te preocupes. Por cierto, ¿no dijiste que te habías enterado de algo nuevo sobre él?

—Sí, ya sabes, los rumores de la selva.

—¿Y de qué se trata?

Ella hizo un gesto como si dudase. Alcanzó la taza y dio un sorbo a su té.

—¿Por qué no hablamos de eso más tarde? Me gustaría hacer algo antes.

—¿Qué quieres hacer?

—Cosas que a una mujer le da reparo decir en voz alta.

Fue así como cambiamos del escenario del salón al de la cama, como teníamos por costumbre.


Durante los seis primeros años de mi matrimonio con Yuzu (el primer periodo de nuestra vida matrimonial, podría decirse) nunca tuve relaciones sexuales con otra mujer que no fuera ella. Eso no significa que me faltaran las oportunidades, pero, en esa época, a mí me interesaba más una vida tranquila a su lado que aventuras inciertas. Mi apetito sexual estaba satisfecho con mi mujer.

Sin embargo, en determinado momento ella se confesó sin previo aviso (o eso me pareció al menos): «Lo siento mucho, pero no me siento capaz de seguir viviendo contigo». Sus palabras denotaban una decisión firme y no dejaban margen alguno a la negociación o a la transacción. Estaba muy confundido y no supe cómo reaccionar. No encontraba las palabras, pero entendí que no podía quedarme allí ni un minuto más.

Recogí las cosas imprescindibles, las metí en mi viejo Peugeot 205 y me marché a vagabundear por la región de Tohoku y por Hokkaido, donde aún hacía frío a pesar de ser principios de primavera, hasta que el coche dijo basta. Mientras viajaba, me acordaba todas las noches del cuerpo de Yuzu, de todos y cada uno de los pliegues y rincones de su piel. Recordaba sus reacciones cuando la tocaba en determinados lugares, de los distintos tonos de su voz. No quería acordarme, pero no podía evitarlo. De vez en cuando, llegué incluso a eyacular estimulado solo por el recuerdo, a pesar de que tampoco quería hacerlo. Durante todo el viaje, solo tuve un encuentro sexual con una mujer. Pasé una noche con una desconocida debido a una extraña e incomprensible circunstancia. No lo busqué.

Sucedió en una pequeña ciudad costera de la prefectura de Miyagi. Creo recordar que estaba muy cerca del límite con la prefectura de Iwate, pero no estoy seguro, porque entonces me movía mucho y pasaba por ciudades más o menos parecidas de las que no retenía el nombre. Había un puerto grande, eso sí, aunque en casi todas ellas había uno. Y también olía a pescado y a diésel por todas partes.

Vi que en la carretera nacional había, a las afueras de la ciudad, un restaurante abierto las veinticuatro horas y entré a cenar. Debían de ser las ocho de la tarde. Pedí curry de langostinos y la ensalada de la casa. No había muchos clientes. Estaba cenando sentado a una mesa junto a la ventana y leyendo un libro de bolsillo, cuando de pronto se sentó a mi mesa una joven. Ocupó la silla de plástico sin titubear y sin pedirme permiso, como si fuera lo más natural del mundo.

La miré sorprendido. No la conocía de nada. Era la primera vez en mi vida que la veía, y todo sucedió tan de repente que no llegué a entender la situación. A nuestro alrededor había muchas mesas vacías y no tenía ninguna necesidad de compartir una. ¿Era algo normal en aquella ciudad? Dejé el tenedor en la mesa, me limpié con la servilleta de papel y la observé distraído.

—Haz como si me conocieras —dijo ella escuetamente—, como si hubiéramos quedado aquí.

Tenía la voz ronca, puede que fuera su voz natural, o puede que fuera consecuencia de los nervios. Hablaba con un ligero acento de Tohoku.

Coloqué el punto de lectura entre las páginas y cerré el libro. Debía de rondar los veintitantos años. Llevaba una blusa blanca de cuello redondo y una chaqueta de punto azul marino. Ninguna de las dos prendas parecía de buena calidad, y tampoco es que estuvieran de moda. Era una ropa normal y corriente, como para ir a comprar al supermercado. Llevaba el pelo corto con flequillo y poco maquillaje. Sobre el regazo tenía un bolso negro de tela.

Su cara no tenía ningún rasgo peculiar. En general, no estaba mal, pero la impresión que daba era un tanto anodina, el tipo de cara en la que uno no se fija si se cruza con ella por la calle, una cara que se olvida enseguida. Tenía los labios finos y delgados, la boca grande. Respiraba por la nariz un tanto agitada. Sus orificios nasales se dilataban y contraían. Tenía la nariz pequeña, y al compararla con la boca, el equilibrio se rompía, como si un escultor se hubiera quedado de repente sin arcilla y hubiese decidido arreglárselas con una nariz más pequeña de lo previsto.

—¿Has entendido? —insistió—. Actúa como si me conocieras. No pongas esa cara de sorpresa.

—De acuerdo —dije sin entender qué ocurría.

—Sigue comiendo como si nada. Finge que somos íntimos.

—¿Y de qué hablamos?

—¿Eres de Tokio?

Asentí. Cogí el tenedor y me llevé a la boca un tomate cherry. Después di un sorbo de agua.

—Lo sé por tu forma de hablar —dijo ella—. ¿Qué haces en un lugar como este?

—He entrado por casualidad.

Una camarera con uniforme de color jengibre se acercó con la carta del menú. Tenía el pecho tan sorprendentemente grande que parecía que los botones del uniforme fueran a estallar en cualquier momento. La chica rechazó la carta. Ni siquiera miró a la camarera. Se limitó a pedir un café y tarta de queso sin quitarme los ojos de encima, como si me lo pidiese a mí en realidad. La camarera asintió sin decir nada y se marchó con la carta.

—¿Estás metida en algún asunto turbio? —le pregunté.

No contestó. Se limitó a mirarme como si examinase mi cara.

—¿Ves algo detrás de mí? —me preguntó después—. ¿Hay alguien?

Eché un vistazo detrás de ella. Tan solo había gente normal que estaba cenando y no había llegado ningún cliente nuevo.

—No —dije—. No hay nadie.

—Sigue observando y dime si pasa algo. Mientras tanto, habla conmigo.

Desde la mesa donde estábamos sentados se veía el aparcamiento. Veía mi viejo y pequeño Peugeot cubierto de polvo. Además del mío, había dos coches más aparcados: uno pequeño y plateado y un monovolumen negro que parecía nuevo. Llevaban un buen rato allí. No había ningún otro vehículo. Supuse que ella había llegado andando o que alguien la había acompañado en coche.

—¿Estás aquí por casualidad? —me preguntó.

—Sí.

—¿De viaje?

—Algo así.

—¿Qué libro estabas leyendo?

Se lo enseñé. Era La familia Abe, de Mori Ogai.

La familia Abe —dijo y me lo devolvió—. ¿Por qué lees una cosa tan antigua?

—Estaba en la recepción de un hostal de Aomori donde me alojé hace poco. Lo hojeé, me pareció interesante y lo cogí. A cambio, dejé unos cuantos libros que ya me había leído.

—No lo he leído. ¿Es interesante?

Me lo había acabado ya y lo estaba releyendo; en parte, porque la historia era interesante, pero también porque no llegaba a entender para qué y desde qué punto de vista había escrito Mori Ogai aquella novela. Sin embargo, no me veía con ánimo de explicarle todos esos detalles. No estábamos en un club de lectura. Además, ella solo parecía interesada en conversar para fingir naturalidad (como mínimo, para que la gente de alrededor lo interpretase así).

—Creo que merece la pena leerlo —dije.

—¿A qué se dedica?

—¿Quién? ¿Mori Ogai?

—No —frunció el ceño—, me da igual Mori Ogai. Me refiero a ti. ¿A qué te dedicas?

—De repente me has hablado de usted y me he confundido. Pinto cuadros.

—Pintor.

—Algo así.

—¿Qué tipo de cuadros pintas?

—Retratos.

—¿Te refieres a esos cuadros que hay siempre colgados en las paredes de los despachos de los directores de empresa? ¿Esos cuadros de gente importante que pone siempre cara de importancia?

—Eso es.

—¿Te dedicas solo a eso?

Asentí.

Ya no volvió a tocar el tema de la pintura. Quizá ya había perdido el interés, y no me extrañó nada. A la mayoría de la gente no les interesan los retratos aparte del protagonista.

En ese momento se abrió la puerta automática del restaurante y entró un hombre alto de mediana edad. Llevaba una chaqueta de cuero negro, una gorra también negra con el logotipo de una marca de golf. Miró a su alrededor y eligió una mesa que se hallaba dos mesas más allá de donde estábamos sentados nosotros. Se sentó de cara a mí. Se quitó la gorra, se pasó la mano un par de veces por el pelo y miró atentamente el menú que le había dado la camarera del pecho grande. Tenía el pelo entrecano, corto. Era delgado y moreno, y en su frente se veían unas profundas arrugas onduladas.

—Ha entrado un hombre —le dije.

—¿Cómo es?

Le expliqué a grandes rasgos su aspecto.

—¿Puedes dibujarlo?

—¿Quieres decir un retrato?

—Sí. Eres pintor, ¿no?

Saqué un pequeño cuaderno de mi bolsillo y esbocé la cara del hombre con un portaminas. Incluso le añadí algunas sombras. Mientras dibujaba, ni siquiera me hizo falta mirarle. Soy capaz de entender y memorizar los rasgos de una persona de un solo vistazo. Le entregué el dibujo a la chica. Lo cogió, entornó los ojos y lo observó un rato, como un empleado de banca examinando en detalle una firma sospechosa en un cheque. Después lo dejó encima de la mesa.

—Dibujas muy bien —dijo aparentemente impresionada.

—Es mi trabajo. ¿Conoces a ese hombre?

No dijo nada. Se limitó a mover la cabeza de un lado a otro. Siguió con los labios apretados sin cambiar de expresión. Dobló el dibujo en cuatro y se lo guardó en el bolso. No entendía por qué lo hacía. Hubiera bastado con arrugar el papel y tirarlo por ahí.

—No le conozco —dijo.

—Pero ¿te sigue o algo así?

No contestó.

La camarera trajo el café y la tarta de queso. La chica no dijo nada hasta que se marchó. Separó un trozo de la tarta moviendo el tenedor a derecha e izquierda varias veces encima del plato, como un jugador de hockey sobre hielo calentando antes de empezar un partido. Luego se metió el trozo en la boca y masticó sin gesticular, echó un poco de leche en la taza y dio un sorbo al café. Apartó el plato con la tarta como si ya no quisiera más.

En el aparcamiento había un coche nuevo, un todoterreno de color blanco. Era un coche alto y robusto, con unas buenas ruedas. Debía de ser del hombre que acababa de entrar. Estaba aparcado de frente. La rueda de repuesto colgada del maletero llevaba una funda con el logo del modelo: SUBARU FORESTER. Terminé de comerme el curry con langostinos. La camarera se acercó a retirar el plato y pedí un café.

—¿Viajas desde hace mucho?

—Sí, hace tiempo.

—¿Es interesante viajar?

No viajaba porque fuera interesante. Esa era la respuesta adecuada, pero si le decía eso, tendría que enredarme en una explicación larga y complicada.

—Más o menos —dije.

—Hablas poco. —Me miraba como si tuviese delante un animal extraño.

Dependía de con quién hablase. Esa era, de nuevo, la respuesta correcta. Y una vez más, decírselo tal cual me habría exigido extenderme en explicaciones.

La camarera me sirvió el café y me lo tomé. Sabía a café, pero no estaba bueno. Para consolarme, me dije que era café y que estaba caliente. No entró ningún cliente más. El hombre de pelo entrecano con la chaqueta de cuero pidió una hamburguesa con arroz. Tenía una voz penetrante.

Por los altavoces sonaba Fool on the Hill interpretada por una orquesta de cuerda. No recordaba si la canción la había compuesto John Lennon o Paul McCartney. Supuse que había sido John Lennon. Me dedicaba a pensar en cosas irrelevantes. No sabía qué hacer.

—¿Has venido en coche? —me preguntó ella.

—Sí.

—¿Cuál es?

—El Peugeot rojo.

—¿De dónde es la matrícula?

—De Shinagawa.

Al oírlo, frunció el ceño como si tuviera recuerdos desagradables asociados a un Peugeot rojo con matrícula de Shinagawa. Estiró las mangas de su chaqueta de punto y comprobó que los botones de la camisa estaban cerrados. Después se limpió los labios con la servilleta de papel.

—¡Vámonos! —dijo de repente.

Bebió medio vaso de agua y se levantó de la mesa. Dejó el café y la tarta a medias, como si hubiera ocurrido algo grave antes de terminárselos.

No sabía adónde iba, pero me levanté tras ella. Cogí la cuenta que estaba encima de la mesa y pagué en la caja. Me hice cargo de su consumición sin que me diera las gracias. Tampoco hizo gesto de ir a pagar.

Cuando nos íbamos del restaurante, el hombre de mediana edad con pelo entrecano comía su hamburguesa sin mostrar especial interés por ella o por mí. Levantó la cabeza y nos miró, pero nada más. Enseguida volvió a concentrarse en su plato y siguió comiendo con cara inexpresiva. La chica no le miró en ningún momento.

Cuando pasaba por delante del Subaru Forester blanco, me llamó la atención una pegatina con el dibujo de un pez en el parachoques trasero. Supuse que era un pez espada. No me podía imaginar la razón de poner una pegatina de un pez espada en el coche. Quizás era un pescador o un aficionado a la pesca.


No dijo adónde quería ir. Tan solo se sentó a mi lado y se limitó a darme sencillas indicaciones. Parecía conocer bien el lugar, como si fuese su ciudad natal o viviese allí desde hacía mucho tiempo. Seguí sus indicaciones. Después de circular por la carretera nacional durante un rato llegamos a un hotel de citas anunciado con llamativas luces de neón. Aparqué y apagué el motor.

—Esta noche voy a dormir aquí —dijo ella como si hiciese una declaración—. No puedo volver a casa. Ven conmigo.

—Ya tengo una habitación reservada. Me he registrado y he dejado mis cosas allí.

—¿Dónde?

Le di el nombre de un pequeño hotel de negocios cerca de la estación de tren.

—Este está mucho mejor. Seguro que es una habitación anodina y pequeña como un armario. —Tenía razón. Era una habitación sin gracia solo un poco más grande que un armario—. Además, no puedo entrar aquí sola porque me tomarán por una puta. Ven conmigo.

«Como mínimo no es una prostituta», pensé.

Pagué una noche en la recepción (cosa que tampoco mereció ni un gesto de agradecimiento por su parte) y me entregaron la llave. Nada más entrar, llenó la bañera de agua caliente, encendió el televisor y reguló la luz. El baño era amplio y, sin duda, la habitación resultaba mucho más cómoda que la de una de esos hoteles de negocios. Parecía que había estado allí en otras ocasiones, o al menos en lugares parecidos. Se sentó en la cama y se quitó la chaqueta de punto. Después, la camisa blanca, la falda cruzada e incluso las medias. Llevaba ropa interior blanca y sencilla. No se veía especialmente nueva ni para una ocasión especial. Se desabrochó el sujetador con un gesto ágil, lo dobló y lo dejó cerca de la almohada. No tenía el pecho ni grande ni pequeño.

—Acércate —dijo—. Ya que hemos venido a este lugar, aprovechémoslo.


Aquella fue mi única experiencia sexual durante mi largo viaje (o, más bien, mientras deambulaba de aquí para allá). Fue un sexo mucho más intenso de lo que había esperado. Ella tuvo cuatro orgasmos, y, por increíble que pueda parecer, todos eran de verdad. Yo eyaculé dos veces, aunque, por alguna razón, no sentí mucho placer. Mientras hacía el amor con ella, mi cabeza parecía estar en otra parte.

—Llevabas tiempo sin acostarte con nadie, ¿verdad? —me preguntó.

—Varios meses —confesé con toda honestidad.

—Se nota. ¿Y a qué se debe? Estoy segura de que tienes éxito con las mujeres.

—Tengo mis razones.

—Pobre —dijo mientras me acariciaba el cuello—. Pobrecito.

«Pobrecito», repetí para mis adentros. Al decírmelo de ese modo, realmente tuve la impresión de ser un pobrecito. Estaba en una ciudad desconocida, en un lugar incomprensible, y me había acostado con una mujer joven de la que ni siquiera sabía el nombre y no tenía ni idea de por qué lo hacía.

Entre coito y coito, nos bebimos unas cuantas cervezas del minibar. Debimos de quedarnos dormidos a eso de la una de la madrugada. Al día siguiente, nada más despertarme, vi que la mujer se había ido. No había dejado ninguna nota ni nada parecido. Me hallaba solo en una cama demasiado grande para mí. El reloj marcaba las siete y media y al otro lado de la ventana ya había amanecido. Abrí las cortinas y vi la carretera nacional que discurría paralela a la costa. Grandes camiones frigoríficos cargados de pescado iban y venían ruidosamente. En el mundo hay muchas cosas vacuas, pero no creo que ninguna lo sea tanto como despertarse solo por la mañana en la habitación de un hotel de citas.

De pronto, se me ocurrió mirar los bolsillos de mis pantalones. Todo estaba en su sitio: el dinero en efectivo, las tarjetas de crédito, la libreta del banco y el carnet de conducir. Sentí un profundo alivio. De haberme robado la cartera, no habría sabido qué hacer. Podía haber sucedido perfectamente. Debería haber tenido más cuidado.

Debió de marcharse mientras yo dormía a pierna suelta. ¿Cómo había vuelto a la ciudad (o adondequiera que viviese)? ¿Había regresado a pie o había tomado un taxi? En realidad me daba igual. No servía de nada darle vueltas a eso.

Devolví la llave en la recepción, pagué las cervezas y conduje en dirección a la ciudad. Tenía que recoger mis cosas del hotel cerca de la estación y pagar la cuenta. Pasé por delante del mismo restaurante donde había cenado la noche anterior. Decidí pararme a desayunar. Tenía mucha hambre y me moría por un café solo muy caliente. Cuando iba a aparcar, vi un poco más adelante un Subaru Forester blanco. Estaba aparcado de cara al local, y tenía una pegatina de un pez espada en el parachoques trasero. Sin duda, era el mismo coche de la noche anterior aparcado en otro sitio. Lógico. Nadie pasaría una noche entera en semejante lugar.

Entré en el restaurante, volvía a estar vacío. Como había imaginado, el hombre de la noche anterior desayunaba sentado a una mesa. Quizás había elegido la misma. Llevaba la chaqueta de cuero. Encima de la mesa estaba la gorra de golf negra con el logo de Yonex. La única diferencia respecto a la noche anterior era que había un periódico doblado. El hombre tenía delante un plato con una tostada y unos huevos revueltos. Debían de habérselo servido hacía poco, porque la taza de café aún humeaba. Cuando pasé por su lado, levantó la cabeza y me miró. Sus ojos me parecieron mucho más fríos y penetrantes que la noche anterior. Incluso noté cierto reproche en ellos. O al menos eso fue lo que sentí.

«Sé perfectamente dónde estabas y lo que estabas haciendo», parecía decirme.

Esa fue mi experiencia en una pequeña ciudad costera de la prefectura de Miyagi. Sigo sin entender qué quería de mí aquella mujer joven de nariz pequeña y dentadura perfecta. Tampoco sabía si el hombre de mediana edad del Subaru Forester blanco la seguía y si ella intentaba huir de él. Fuera como fuese, yo estaba allí por casualidad, había entrado en aquel pomposo hotel de citas con una desconocida por un giro inesperado de los acontecimientos, y había mantenido relaciones sexuales con ella solo durante aquella noche. Quizás ese sexo había sido el más intenso que había tenido en toda mi vida y, a pesar de todo, no recordaba el nombre de la ciudad.


—¿Podrías traerme un vaso de agua? —me pidió mi amante.

Acababa de despertarse de un breve sueño después de hacer el amor.

Era media tarde y estábamos en la cama. Mientras ella dormía, yo me había acordado, mientras miraba al techo, de las cosas extrañas que me habían ocurrido en aquella ciudad. Solo habían pasado seis meses, pero me daba la impresión de que habían ocurrido hacía mucho tiempo.

Fui a la cocina. Serví agua en un vaso grande y volví a la cama. Se bebió más de la mitad de un solo trago.

—Si te parece, ahora podemos hablar de Menshiki —dijo mientras dejaba el vaso en la mesilla.

—¿De Menshiki?

—Las novedades que tengo sobre él. Te lo dije antes.

—¡Ah, sí! Los rumores de la selva.

—Eso es. —Dio otro trago de agua y continuó—: Al parecer, tu amigo Menshiki pasó una buena temporada en una cárcel de Tokio.

Me incorporé y la miré a los ojos.

—¿En una cárcel de Tokio?

—Sí, una que hay en el barrio de Kosuge.

—¿Por qué? ¿Qué delito cometió?

—Desconozco los detalles, pero fue por algo relacionado con dinero, con evasión de impuestos, lavado de dinero, información privilegiada, o por todo ello a la vez. Le detuvieron hará unos seis o siete años. ¿Te ha dicho a qué se dedica?

—Sí, a algo relacionado con la información. Montó su propia empresa y al cabo de varios años la vendió por un buen precio. Me ha dicho que ahora vive del capital que ganó con la operación.

—Un trabajo relacionado con la información es una forma muy ambigua de hablar. Si lo piensas, en el mundo en que vivimos apenas hay trabajos que no estén relacionados con la información.

—¿Quién te lo ha contado?

—Una amiga cuyo marido trabaja en algo que tiene que ver con las finanzas, pero no sé hasta qué punto la información es fiable. Tal vez solo sea un rumor, algo que alguien le ha dicho a alguien y esa persona me lo ha contado a mí, pero, por el tipo de historia que es, no creo que haya salido de la nada.

—Si ha estado en la cárcel de Tokio, eso quiere decir que le detuvo la fiscalía de allí.

—Al final le declararon inocente, pero estuvo detenido durante mucho tiempo y le investigaron a fondo. Prorrogaron varias veces su encarcelamiento y no le concedieron la libertad bajo fianza.

—Pero ¿ganó el juicio?

—Sí, le acusaron, pero no lograron demostrar su culpabilidad. Mantuvo un silencio absoluto durante toda la investigación.

—Por lo que sé, la fiscalía de Tokio es un cuerpo brillante, y está muy orgullosa de su trabajo. Cuando apuntan a alguien, buscan las pruebas, lo detienen y lo acusan. El porcentaje de culpables una vez concluidos los procesos judiciales es muy alto. Los interrogatorios en la cárcel no son un trago fácil de pasar. La mayor parte de los acusados se desmoronan en algún momento y terminan por firmar la declaración que les ofrecen. Mantener un silencio absoluto y salir indemne de ese proceso es imposible para una persona normal.

—Pero él fue capaz de superarlo. Tiene una voluntad de hierro y es inteligente.

Sin duda, Menshiki no era una persona corriente. Tenía una voluntad de hierro y era inteligente.

—La historia no acaba de convencerme —dije—. Ya se trate de un delito de evasión de impuestos o de blanqueo de dinero, una vez que la fiscalía de Tokio detiene a alguien, los periódicos no tardan en hacerse eco y en publicar la noticia. Un apellido tan peculiar como el suyo no se me habría pasado por alto Hasta hace poco leía los periódicos a diario.

—No sé qué decirte. Y otra cosa más. Creo que ya te lo conté, pero compró esa mansión en la montaña hace tres años de una manera un tanto oscura, casi forzada. Los anteriores propietarios no tenían ninguna intención de venderla porque acababan de construirla. Sin embargo, él consiguió echarles de la casa a base de dinero o de otras artimañas, quién sabe, y se instaló en ella como un cangrejo ermitaño.

—Un cangrejo ermitaño no echa a nadie de su concha. Solo usa conchas ya vacías dejadas por otros cangrejos ya muertos.

—Pero no puedes asegurar que no exista algún tipo de cangrejo malo que sí vaya por ahí echando a sus congéneres de sus casas, ¿verdad?

—No te entiendo. —Quería evitar una posible discusión sobre cangrejos ermitaños—. En caso de ser así —continué—, ¿qué razón podía tener para empeñarse en esa casa en concreto, para obligar a sus propietarios a marcharse de allí? Hacer eso debió de costarle mucho dinero y esfuerzos. Desde mi punto de vista, es una casa demasiado lujosa y llamativa. Es cierto que resulta imponente, pero no me parece que a él le pegue.

—Y encima es demasiado grande. No tiene servicio, vive solo y apenas recibe visitas. ¿Para qué necesita un lugar tan grande? —Se bebió el agua que aún quedaba en el vaso y añadió—: Tal vez la eligió por una razón concreta, pero la desconozco.

—Sea como fuere, me ha invitado el martes. Cuando vaya, quizá sepa algo más.

—No te olvides de mirar en la habitación secreta, como la del castillo de Barbazul —dijo ella—. De todos modos, me alegro por ti.

—¿Te alegras de qué?

—Has acabado el retrato, le ha gustado y has ganado mucho dinero.

—Eso parece. Yo también me alegro y me siento aliviado.

—Enhorabuena, pintor.

No mentía al decir que me sentía aliviado. Había terminado el retrato, a Menshiki le había gustado y sentía que había hecho un buen trabajo. Como resultado de todo ello, ciertamente, había recibido mucho dinero. Sin embargo, no tenía muchas ganas de celebrarlo porque habían quedado demasiadas cosas sin resolver y sin respuesta. Cuanto más intentaba simplificar mi vida, más me parecía que perdía el hilo de las cosas.

En busca de respuesta, alargué los brazos casi inconscientemente y la abracé. Su cuerpo era suave, estaba caliente y mojado por el sudor.

«Sé perfectamente dónde estabas y lo que estabas haciendo», dijo el hombre del Subaru Forester blanco.