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Ha llovido hasta Sestos

Las olas han estado todo el día mojando la cubierta mientras que el feroz viento, al cual los marinos llaman Helespóntido, agitaba la nave de un extremo a otro. Si es cierto que sopla de esa parte del mundo nos habría resultado imposible hacer nada, tal y como dijo el capitán, pues habría venido directamente sobre nuestra proa junto con las olas. No sucedió así, aunque en realidad procede de esas comarcas del norte que, según dicen, las abejas hacen inhabitables. Pero poniendo la vela tan a estribor como nos fue posible acabamos atravesando el mar encrespado como si fuera grasa caliente, en tanto que la Nausica se debatía como un carro en plena competición, rebasando la isla a la cual los marineros llaman Bote un poco después del amanecer.

Si se trata de un bote debe de ser un bote en llamas, pues aquí es donde se dice que tiene su taller el Dios Herrero, y la vela del Bote no es sino el humo que se alza de su fragua. Dicen también que ese dios construyó hace mucho un hombre metálico para proteger la Isla de los Mentirosos, pero que su maravillosa creación fue destruida por los hombres que venían en un barco de La que Tiene Cien Ojos.

Excepto el capitán, unos cuantos marineros y yo mismo, todos los demás sufrieron la enfermedad del mar. El capitán me aseguró que no se trataba de nada serio y que se curarían apenas el mar se hubiera calmado un poco, pues esa enfermedad es sólo un ardid del Dios del Mar para conservar las provisiones de los buenos barcos asegurándose de que sus codiciosos pasajeros no coman más de la cuenta y puedan así hacerle ofrendas.

Sea cierto o no, la enfermedad del mar afectó a todos los Cordeleros, al igual que a Io y a la dama Drakaina, así como a gran parte de la tripulación. Con tan pocos hombres capaces de trabajar todos éramos necesarios, y me uní a los marineros que aún podían ocuparse de la nave, ayudándoles a veces con el remo que nos dirige o trepando al mástil (lo cual era difícil dado lo resbaladizo que estaba) para recoger la vela o arriarla del todo; e incluso más de una vez tuve que subir por los cordajes para una cosa u otra. Todo esto tuve que hacerlo mientras que la Nausica se debatía como Pegaso, o quizá mejor aún como un jabalí furioso, convirtiendo lo que de otro modo no habría sido más que una pesada labor en un combate prodigioso contra el mar. Entonces pensé cuán feliz debía de ser la vida del marino, y sentí el deseo de que me fuera posible unirme a la tripulación para vivir igual que ellos; pero no le dije nada de todo esto al capitán.

Hubo un momento en el que el mar pareció dispuesto a tratarme con excesiva severidad. Me encontraba subido a la borda y estaba intentando soltar uno de los cabos de la vela, que se había enredado en el mástil, cuando de pronto sentí que el barco desaparecía bajo mis pies y me vi arrojado al agua. Pero una ola me levantó de inmediato, arrojándome a la cubierta un poco más lejos de donde estaba antes. Tuve la buena suerte de caer sobre mis pies y la tripulación me ha tratado desde entonces con un respeto considerable. Sin embargo, temía que eso pudiera repetirse y que el mar, viendo que me había vuelto orgulloso, me dejara caer esta vez de cabeza o de espaldas; por ello me cuidé mucho de obrar con todos tan humildemente como pude, alabando la salvaje majestad del mar cada vez que teníamos oportunidad de hablar y ofreciéndole una moneda que hallé dentro de una esquina de mi chitón, en la que había hecho un nudo. Es el más viejo de los que tengo y lo llevaba por sugerencia de Io dado el mal tiempo que hacía.

Un poco después de que el sol hubiera llegado a su cenit el viento nos trajo una fuerte lluvia. El capitán vino para hablar conmigo y entonces se me ocurrió mencionarle la moneda, y le dije que aun no siendo más que una pieza de cobre poco valiosa el Dios del Mar debía de haberla aceptado.

Estuvo de acuerdo conmigo y me contó entonces la historia del rey Polícrates, la cual anoto aquí esperando me sirva de advertencia en días futuros. Dicho rey era tan afortunado que podía conquistar todo lugar que deseara y era capaz de vencer a todos los ejércitos que se le enfrentaban. Además, era aliado del rey de la Tierra del Río, quien era en esos tiempos el monarca más poderoso del mundo y a quien le unía gran amistad. El rey de la Tierra del Río acabó preocupándose por él y le dijo:

—Polícrates, amigo mío, los dioses nunca ensalzan a un hombre si no es para derribarle mejor luego, al igual que los muchachos suben jarras a lo alto de una torre para luego lanzarlas al suelo. Tarde o temprano deberás tener un poco de mala suerte. De todas tus posesiones, ¿cuál te es más preciada?

—Este anillo de esmeraldas —respondió Polícrates—. Procede de mi padre y a causa de su belleza todos los habitantes de mi isla me consideraron como un gran hombre desde la primera vez que lo llevé. Me pidieron que les gobernara en sus asuntos, y eso hago desde entonces con el éxito y la buena fortuna que ya conoces.

—Siendo así, debes arrojarlo al mar para contentar a los dioses —le aconsejó el rey de la Tierra del Río—. Puede que si lo haces consientan en otorgarte una vejez tranquila.

Polícrates estuvo pensando en tal consejo durante el viaje de vuelta; acabó quitándose el anillo y, musitando una plegaria, lo arrojó a las olas. Cuando llegó a su hogar le acogieron con una gran fiesta en su honor y le entregaron muchos regalos procedentes del botín obtenido en las ciudades que había incendiado y los barcos que había logrado capturar; hubo quien le entregó una espléndida armadura, mientras que otro le dio un collar de oro y jacinto, y un tercero le obsequió con una capa de biso. Sus súbditos fueron desfilando ante él con sus regalos hasta llegar al último, un pobre pescador.

—Majestad —le dijo éste—, no tengo nada que ofreceros salvo este pez, el mejor de todos los que he capturado en el día de hoy; pero os suplico que lo aceptéis por ser muestra del espíritu con que acudo a vos.

—Lo haré —repuso Polícrates cortésmente—. Esta noche, anciano, tú y yo comeremos en mi salón del trono, y podrás ver tu pez encima de mi mesa.

Al oír sus palabras el viejo pescador sintió una gran alegría. Se hizo a un lado, sacó su cuchillo y abrió el pez disponiéndose a limpiarlo para los cocineros del rey; pero apenas abrió su vientre del interior cayó un precioso anillo de esmeraldas que rodó por el suelo hasta detenerse frente a los pies de Polícrates.

Al verlo todos prorrumpieron en vítores, creyendo que era una prueba más de que su rey era el favorito de los dioses. Pero Polícrates lloró, sabiendo que su sacrificio había sido rechazado. Muy pronto los hechos probaron que estaba en lo cierto pues uno de los sátrapas del Gran Rey, que por aquel entonces no había conquistado aún la Tierra del Río y consideraba a todos los amigos de su rey enemigos suyos, fue la causa de su muerte.

Aunque el viento amainó un poco no llegó a cesar, y antes de que cayera la noche distinguimos la masa oscura de la tierra a través de la cortina de agua. Todos los Cordeleros lanzaron gritos de alegría e insistieron en desembarcar de inmediato. El capitán tenía muchas ganas también de que así lo hiciéramos, pues en este lado del país no hay puerto alguno y resulta bastante peligroso para los barcos. Pero mientras se preparaba el bote intentó comprarme, ofreciéndole primero a Pasicrates cuatro minas, luego cinco y por último seis, aunque dijo que necesitaría un año de tiempo para pagar las dos últimas.

—En tierra se le desaprovechará —manifestó—. Es el mejor marino que he visto jamás y también es un favorito de los dioses.

—No puedo venderle por ningún precio —le respondió Pasicrates—. Es propiedad del regente y no mía. Quizá seas afortunado por ello: un favorito de los dioses resulta peligroso como hombre.

De tal modo acabamos desembarcando bajo la lluvia, con todos los Cordeleros regocijándose por anticipado ante la idea de abandonar el barco y lanzando luego amargos juramentos al ver lo difícil que les resultaba mantener secas su armadura y sus raciones. Yo había esperado ver una ciudad pero sólo vi un campamento de tiendas y chozas, con los barcos varados en la playa. Io no sabía nada de Sestos, por lo cual me dirigí a Drakaina y ésta me dijo que la ciudad se encontraba a unos cien estadios tierra adentro. Le gustaba la lluvia tan poco como a los Cordeleros pero parecía tan hermosa con su ropa mojada pegándose al cuerpo y los ojos rodeados por las brillantes gotas del cielo que nada más verla los Cordeleros dejaban de lamentarse y empezaban a hinchar el pecho, fingiendo que las incomodidades del tiempo no les afectaban lo más mínimo.

Pasicrates, sin embargo, se había instalado sobre una gran roca y observaba el mar. Distinguí en su rostro señales de preocupación y le pregunté qué ocurría cuando bajó de la roca.

—Esta lluvia marca el fin de la temporada navegable —explicó—. Muy pronto cambiarán las mareas, y las tormentas serán mucho peores que la de esta mañana. Será difícil conseguir suministros y aún más difícil volver a casa cuando la ciudad caiga.

No estaba muy seguro de lo que pretendía decir, pero según Io debo tomar la ciudad para el regente de los Cordeleros, aunque nadie sabe de qué modo.

Nuestra marcha hasta Sestos resultó larga y pasamos bastante frío. Los Cordeleros se envolvieron lo mejor posible en sus capas escarlata y Drakaina pagó a dos marineros para que le fabricaran una litera cubierta de lona. Yo arropé a Io todo lo bien que pude con mi capa, y creo que al ser dos no pasamos tanto frío como los demás.

—¡Estás creciendo aprisa! —le dije—. Cuando pienso en ti siempre tengo la imagen de alguien mucho más pequeño que yo, pero ahora tu cabeza llega ya a mis costillas.

—A mi edad se crece de prisa —replicó ella—. Además, al viajar contigo he tenido la oportunidad de recibir mucho sol y hacer ejercicio, cosa que la mayoría de las jóvenes nunca consiguen. Y cuando estuvimos con Hipereides y Kaleos la comida fue muy buena. Kaleos te dio esta capa, amo, para que pudieras llevar tu espada de noche por las calles sin que los arqueros te detuvieran. Ya sé que no lo recuerdas pero ésa fue la noche en la cual Euricles apostó a que podía invocar un fantasma.

—¿Quién es Euricles? —le pregunté.

—Un hombre al que conocimos. Un mago. Se ha ido y creo que nunca volverá. Supongo que Kaleos le echará de menos. ¿Aún conservas tu pergamino?

—Sí, lo he guardado en mi fardo con lo demás. También he guardado tus ropas y tu muñeca.

—Mi muñeca se ha roto —matizó Io, encogiéndose de hombros—. Pero me sigue gustando llevarla conmigo. ¿Estás seguro de que no pesa demasiado? Podría llevar mis cosas; después de todo, soy tu esclava.

—No. Podría llevar este fardo durante mucho tiempo y supongo que el trayecto será largo; pero no creo que pese más que la impedimenta de los Cordeleros, con sus cascos y lanzas, aparte de su armadura y sus grandes escudos.

—Pero ellos tienen sus esclavos para que transporten las tiendas, las raciones y todo lo demás —me indicó Io—. Cuando estábamos en la Isla Roja hacían que sus esclavos lo transportaran todo salvo sus espadas. No entiendo por qué no hacen igual aquí. ¿Crees que se debe quizá al miedo de que los esclavos resbalen en el fango si han de llevar tanto peso?

—Entonces se limitarían a pegarles —repuse—. Ahora estamos en el Imperio y saben que en cualquier momento la caballería del Gran Rey puede cargar contra nosotros.

Io volvió su rostro cubierto de lluvia hacia mí.

—¿Cómo lo sabes, amo? ¿Estás empezando a recordar?

—No. Lo sé, pero ignoro cómo he llegado a enterarme de ello.

—Entonces, debes escribirlo todo cuando lleguemos a Sestos. Debes escribir todo lo que recuerdes de este día, porque quizá no siempre esté yo contigo. Amo, también oí cómo el capitán intentaba comprarte. Escribe que no eres ningún esclavo, aunque…

—Lo sé —repliqué—. Pero me habría gustado permanecer en la nave si hubiera sido posible. Un mercante visita muchos puertos, y en esos puertos hay hombres procedentes de muchos lugares distintos.

—Quizá de ese modo habrías podido descubrir tu hogar… Lo entiendo.

—Además, el trabajo del barco me gustaba, aunque no tanto la idea de abandonar a mi patrono.

Io levantó un dedo, llevándoselo a los labios.

Aún no hemos visto las murallas. La oscuridad era ya absoluta bastante antes de que llegáramos aquí y levantáramos las tiendas. Pasicrates, Io y yo dormiremos en ésta junto con los esclavos de aquél. Drakaina comparte una tienda con dos Cordeleros, y creo que lo hace para que ninguno de ellos pueda molestarla.

Comimos habas, cebollas y pan vuelto a cocer, y la comida nos pareció bastante escasa después de haber caminado tanto tiempo bajo la lluvia, aunque aún tenemos un poco de vino. Los Cordeleros hicieron bromas sobre ir a Sestos para conseguir más comida, y creo que unos cuantos les robaron provisiones a los soldados de Pensamiento. Me resulta fácil comprender la razón de que estas dos ciudades se aprecien tan poco entre ellas aunque sean aliadas… o amigas, tal y como se dice en su lengua. Los aliados deben ser amigos de obra y no sólo de palabra; de lo contrario su alianza no llegará nunca a ser sincera.

Esta noche no hay luna y tampoco estrellas, sólo el débil gotear de la llovizna que parece casi niebla. Estoy sentado en la entrada de nuestra tienda, allí donde la hoguera humeante me da la luz suficiente para escribir aun con cierta dificultad. Dicen que ya empieza a escasear la madera para el fuego, pero con cien Cordeleros y más de doscientos esclavos armados a sus órdenes Pasicrates tendrá toda la que necesite; así que cuando las llamas empiezan a bajar me levanto y echo un leño más al fuego.

Cuando era niño guardábamos las partes más gruesas de nuestras cepas para quemarlas después de la poda; aún me acuerdo de eso. Recuerdo también a mi madre cantando junto al fuego mientras removía el contenido de una pequeña olla negra, y el modo en que me miraba mientras cantaba para ver si me gustaba su canción. Cuando mi padre estaba en casa solía cortar un junquillo y se hacia una flauta con él, de modo que luego el junquillo acompañaba la canción de mi madre. Nuestro dios era Lar, acabo de recordarlo. Mi padre decía que su canción le hacia feliz; y recuerdo cómo entonces yo pensaba que era más sabio que él y siendo orgulloso y amante de guardar secretos, como lo son todos los niños pequeños, no le decía que Lar era la canción y no algo separado de ella. Me acuerdo de estar acostado bajo la piel de lobo y ver cómo Lar relampagueaba de una pared a otra, cantando y jugando conmigo. Yo intentaba cogerle y siempre me despertaba frotándome los ojos para ver a mi madre cantando junto al fuego.