8

En el mar

Nuestro barco se mueve de tal modo que escribir resulta difícil, pero ya me estoy acostumbrando a ello. Los marineros dicen que a menudo el movimiento es mucho peor y debo aprender a caminar, escribir y beber a bordo de esta nave, aparte de hacer todo lo demás, antes de que el mar se ponga más bravío.

—Cuando rodeemos el cabo Malea ya puedes olvidarte de tu hogar —dicen; pero me acuerdo de él aunque he olvidado todos los demás sitios.

Nuestra nave es la Europa, la mayor de las tres, y cuenta con triple hilera de remeros. Los hombres que se encuentran en la de más arriba tienen los remos más largos y se creen los mejores porque desde su altura pueden escupir sobre todos los demás, pero reciben igual paga que ellos. Ahora avanzamos gracias a la vela y los remeros no tienen que trabajar, excepto uno o dos que se entretienen intentando pescar. Dicen que pronto tendrán trabajo más que suficiente. Algunos están durmiendo en los bancos, aunque supongo que todos debieron de dormir la noche pasada.

Estoy escribiendo en la borda, cómodamente apoyado en el gran poste recto que señala el principio de nuestra nave. Bajo él (lo recuerdo, aunque no puede verse desde mi posición actual) se encuentra el espolón, que no se parece en su forma al de un gallo auténtico: tiene ojos oscuros pintados en la borda, y eso hace que el metal verdoso parezca más el pico de un ave enfadada que no otra cosa, al menos para mí. Cuando me pongo en pie y miro por encima de la borda puedo ver el espolón a través del agua. El agua tiene el mismo color del cielo y es muy clara; pero bajo ella hay un segundo cielo y me resulta imposible ver el fondo.

Una soga muy gruesa va desde el poste frontal hasta lo más alto del mástil, y en él hay muchas sogas más que van a los dos costados de la nave y a la popa, sirviendo para equilibrar el mástil y permitirle soportar el tirón de la vela. La soga que tengo sobre mi cabeza oscila un poco pero las restantes se encuentran rectas y tensas como jabalinas; tenemos el viento detrás de nosotros y nuestros remeros descansan en sus bancos mientras la vela trabaja para ellos.

La vela cuelga de una larga verga ahusada que ahora se encuentra casi en lo más alto del mástil. Lleva pintado un toro, no sólo una cabeza tallada como la de popa sino la cabeza y el cuerpo completo; creo que de todos nuestros adornos es el que prefiero. Es negro y tiene la nariz dorada, y sus ojos azules se vuelven hacia la mujer que está sentada sobre su espalda. Su rabo se alza en un gesto valeroso, y tengo la impresión de que si me encontrara en alguna de las otras naves me parecería que sus cascos dorados corren sobre el mar.

La mujer que monta sobre él tiene el pelo rojo y los ojos azules, así como papada. Está sonriendo y sus manos agarran los cuernos del toro como acariciándolos.

La larga y estrecha cubierta va desde el lugar en el que estoy sentado hasta la popa, donde hay dos marineros que sostienen los remos del timón y el kiberneta monta guardia vigilándolos tanto a ellos como a la vela. Los prisioneros están encadenados al mástil allí donde éste atraviesa la cubierta.

El nombre de nuestro capitán es Hipereides. Ha dejado atrás la juventud; tiene la cabeza calva y parece algo entrado en carnes pero anda muy erguido y está lleno de energía. No es tan alto como yo. Vino para hablar conmigo y yo le pregunté el nombre del país que teníamos a la izquierda.

—Es la Isla Roja, muchacho —me respondió.

Ello me sorprendió y me eché a reír.

—No te parece gran cosa como nombre, ¿verdad? Pero es el único que tiene y lo recibió en memoria del viejo Pélope, el cual fue rey hace muchos cientos de años.

—¿Acaso tenía la cara roja?

—Eso dicen. Los satíricos hacían chistes sobre él diciendo que ese color rojo venía de tanto beber, o que siempre estaba enfadado, que iba de un lado a otro dando patadas en el suelo y resoplando. Si quieres saber mi opinión personal, ninguna de las dos cosas era cierta. ¿Cómo podía saber su madre que iba a beber tanto? Y quizá estuviera siempre enfadado cuando era pequeño, como bien saben los dioses que les sucede a muchos niños, pero ¿quién ha sabido alguna vez de un hombre que sea llamado de mayor por lo que hizo de pequeño? Si quieres saber mi opinión, muchacho, nació con una de esas marcas rojas en la cara que a veces tienen algunos niños. Bueno, de todos modos ahí esta la Colina de la Torre y la ciudad de los Cordeleros.

Luego me habló de la batalla de la Paz y de cómo sus barcos se habían ocultado en la bahía que estaba en la isla. Casi de madrugada, cuando el agua aún estaba cubierta de niebla, las naves bárbaras entraron en el estrecho; un vigía las distinguió a través de la niebla y oyó los cánticos de sus remeros, así que envió una señal. Hipereides y sus barcos acudieron entonces, así como todas las naves de la ciudad y las de los Cordeleros.

—Tendrías que habernos visto, muchacho… ¡Todos los hombres cantaban a gritos el Himno de la Victoria y cada remo se doblaba sobre el agua como un arco!

Se enfrentaron a los bárbaros espolón contra espolón y los barcos de la Paz surgieron por la bahía detrás de la Cola del Perro, y cogieron a los bárbaros por el flanco; pero había tantas naves suyas que incluso cuando huyeron seguían siendo una gran flota. Nadie sabe dónde están ahora y la mayor parte de los barcos de Pensamiento y los Cordeleros, así como todos los que posee la Colina de la Torre, andan por entre las islas dándoles caza.

Hipereides dijo que yo debí combatir por el Gran Rey y entonces le pregunté si yo era un bárbaro.

—No lo eres del todo —repuso—, pues hablas como un hombre civilizado. Además, muchos de los nuestros lucharon junto al Gran Rey… De hecho, había casi tantos de su parte como en nuestro bando. ¿Ves esos que están ahí encadenados? Son de la Colina, es fácil saberlo por su modo de hablar. Su ciudad luchó por él y ahora tenemos la intención de quemarla al igual que él quemó las nuestras.

El sol estaba muy alto en el cielo y hacia bastante calor, pero la base del mástil quedaba protegida por la sombra de la vela; así que cuando Hipereides fue hacia el kiberneta para hablar con él yo fui hasta los prisioneros. Un arquero los estaba vigilando y miró a Hipereides para ver si le importaba que yo hablara con ellos. Hipereides nos daba la espalda y el arquero no me puso ninguna objeción.

Quiero escribir sobre los arqueros antes de que se me haya olvidado lo que pretendía anotar. Llevan polainas y gorros altos hechos con pieles de zorro; sus ropas no me parecen nada cómodas, y cuando estaba hablando con los prisioneros el arquero encargado de vigilarles se quitó el gorro y se estuvo abanicando con él.

Sus grandes arcos curvados están hechos de madera y cuerno, y ahora se doblan en sentido contrario al normal porque no están tensados. Pienso que el modo correcto de llevar las flechas es a la espalda, pero los arqueros llevan colgadas sus aljabas en la cintura, y éstas tienen una tela en la parte superior que se puede doblar sobre la abertura, protegiendo así las flechas del oleaje.

Los pómulos de los arqueros son lisos y muy rectos; ascienden en una línea ininterrumpida hasta sus ojos altivos y me recuerdan los protectores de los cascos que cubren las mejillas. Sus ojos y su pelo son más claros que los nuestros, y llevan la barba más larga. Cortan la cabellera de sus enemigos muertos y las llevan en sus cinturones, usándolas para limpiarse las manos con ellas. No saben hablar la lengua que yo uso para conversar con Hipereides tan bien como yo puedo hacerlo, y son totalmente incapaces de hablar la lengua en la que ahora estoy escribiendo esto. Huelen a sudor rancio. Eso es todo cuanto sé de ellos.

No, hay una cosa más y por ella escribí antes todo eso. El arquero que vigila a los prisioneros me mira de un modo distinto al de todos los otros. A veces creo que tiene miedo y otras que desea algún favor de mí. No sé qué puede significar el modo en que me mira, pero he pensado que debería anotarlo en el pergamino para leerlo cuando se me haya olvidado.

Los prisioneros de la Colina son un hombre, su esposa y su hija. Cuando me acerqué a ellos me llamaron Latro y al principio creí que con ello me estaban calificando de mercenario o bandido. Pero no tienen nada que se les pueda robar y, en cuanto a lo otro, ¿quién habría podido pagarme? Entonces comprendí que Latro era mi nombre y que me conocían. Me senté a su lado en la cubierta y les dije que ahí se estaba algo más fresco; si lo deseaban les dije que podía traerles algo de agua.

—Latro, ¿has leído ya tu pergamino? —me preguntó el hombre.

Miré hacia atrás y lo vi apoyado en la proa, donde lo había dejado antes. Le dije al hombre que había estado examinando la nave y no había tenido tiempo de hacerlo.

La mujer también lo vio y pareció asustarse.

—¡Latro, el viento se lo puede llevar!

—No, no se lo llevará —repuse—. El punzón es muy pesado y lo he metido a través de los cordoncillos que atan el pergamino.

—Es muy importante que lo leas —insistió el hombre—. Te ofreciste a traernos agua pero no hace falta, nos dieron no hace mucho. En lugar de eso deseo que me traigas tu pergamino, y juro por el Dios Resplandeciente que no le causaré ningún daño.

Vacilé durante unos segundos pero la muchacha dijo. «¡Por favor, amo!», y en su voz había algo a lo que no pude resistirme. Fui hasta la proa, cogí el pergamino y se lo entregué al hombre, el cual escribió unas pocas palabras en la parte al descubierto.

—No es el mejor modo de hacerlo —le dije—. Si lo desenrollas se puede escribir en la cara interior y luego, cuando se vuelva a enrollar, lo escrito queda así protegido.

—Pero a veces el escriba utiliza la cara donde yo he escrito cuando desea dejarle un mensaje a una persona que, de otro modo, no llegaría a desenrollar el pergamino. Podría escribir «Aquí están las leyes de la ciudad», por ejemplo.

—Cierto —admití—, lo había olvidado.

—Hablas bien nuestra lengua —me dijo—. ¿Puedes leer lo que he escrito?

Sacudí la cabeza en un gesto de negativa.

—Creo que he visto letras parecidas con anterioridad pero soy incapaz de leerlas.

—Entonces deberás escribirlo tú mismo. Escribe «Léeme cada día» en tu propia lengua.

Cogí el punzón y escribí lo que me había dicho, exactamente encima de donde había escrito él antes.

—Ahora, si lo lees, sabrás quién eres y dónde nos encontramos —alegó la muchacha.

Me gustaba su voz y le acaricié la cabeza.

—Pero, muchacha, hay tanto por leer aquí… Antes lo abrí lo suficiente para ver que el pergamino es muy largo y la letra es muy pequeña. Además, ha sido escrito con este punzón y no con tinta, por lo cual la letra es gris en vez de negra y eso dificulta aún más la lectura. Si conoces todo lo que está ahí escrito podrías contármelo mucho más rápido de lo que tardaría yo en leerlo.

—Debes ir a la casa de la Gran Madre —me anunció solemnemente la joven y luego me recitó un poema. Cuando hubo terminado, añadió—: Píndaro te estaba llevando allí.

—Yo soy Píndaro —dijo el hombre—. Los ciudadanos de nuestra ciudad resplandeciente me designaron como guía tuyo. Sé que no lo recuerdas pero te juro que es la verdad.

Un hombre negro que había estado durmiendo con los marineros se puso en pie y trepó desde un banco hasta la cubierta en la cual nos hallábamos. Tuve la impresión de que nos habiamos conocido antes, y su rostro estaba tan alegre y lleno de animación que al verle no pude sino sonreír.

¡Ah! —exclamó al ver mi sonrisa.

Algunos de los durmientes se agitaron un poco ante su grito y quienes no dormían se nos quedaron mirando. El arquero, que no había dejado de vigilarnos, se llevó la mano al cuchillo que colgaba de su cinturón.

—No debes ser tan estruendoso, amigo mío —le dijo Píndaro.

El hombre negro le contestó con una gran sonrisa y se llevó la mano a su corazón, señalando luego el mío y repitiendo después su gesto a la inversa con aire de triunfo.

—Quiere decir que te conoce —me explicó Píndaro—. Si, es posible que te conozca un poco…

—¿Es un marinero? —pregunté—. No se parece a los otros.

—Es camarada tuyo. Cuidaba de ti antes de que Hilaeira te encontrara y antes de que Io y yo te conociéramos. Quizá te salvó la vida en el combate pero cuando te vimos por primera vez te estaba usando para mendigar. —Miró al hombre negro y le dijo—: Por cierto, sacaste un buen montón de dinero con ello. No lo tendrás aún contigo, ¿verdad?

El hombre negro meneó la cabeza y fingió cortarse el brazo con el cuchillo. Llenó su mano con el invisible flujo de sangre, lo contó como si fuera dinero y a cada moneda imaginaria que dejaba sobre la cubierta iba haciendo un leve chasquido con la lengua. Cuando hubo terminado me señaló con el dedo.

—Se lo dio a los esclavos esa noche cuando acampamos —explicó la muchacha—, mientras tú estabas escribiendo poesía y hablabas con Latro. Era por los esclavos que Latro mató, porque los esclavos iban a matarle en cuanto llegáramos al País Silencioso.

—Dudo que los Cordeleros se lo hubieran permitido, pero eso ya no importa. Yo tenía diez lechuzas pero se quedaron en la Colina de la Torre. Preferiría ser prisionero de los Cordeleros que no de la Colina, pero incluso la Colina me parece preferible a Pensamiento… —Píndaro lanzó un suspiro—. Somos enemigos mutuos desde hace mucho tiempo.

Hipereides me había contado cómo las naves de Pensamiento habían combatido contra los bárbaros, dando a entender con ello que yo también era un bárbaro. Decidí preguntarle a Píndaro si su ciudad y Pensamiento eran aún los peores enemigos.

Píndaro rió con amargura.

—Oh, sí, mucho peores. Tú siempre olvidas, Latro, y quizá hayas olvidado también que los hermanos pueden ser enemigos mucho más terribles que los extraños. Nuestros campos son ricos y los suyos pobres, con lo que nos envidiaron desde hace mucho tiempo e intentaron arrebatarnos por la fuerza lo que era nuestro. Luego empezaron a comerciar y cultivaron la viña y el olivo, con lo que pudieron intercambiar el aceite, la fruta y el vino por el pan. Se hicieron también muy hábiles en la cerámica y llegaron a vender sus productos por todo el mundo. Y entonces la Señora de Pensamiento, a la que le gusta la astucia y el comercio, les enseñó dónde había una veta de plata.

Los ojos del hombre negro se abrieron de repente como platos, y se inclinó hacia Píndaro para no perder ni una sola palabra de lo que decía, aunque tengo la impresión de que no lograba comprenderlo todo.

—Ya eran ricos y llegaron a serlo mucho más. Entonces nosotros demostramos no ser más sabios de lo que habían sido ellos en el pasado e intentamos quitarles lo que era suyo. Apenas si hallarás una familia en nuestra brillante ciudad que no esté emparentada de un modo u otro con ellos, y te costará encontrar a un hombre en la suya, si no es extranjero, que no sea primo nuestro. Por eso nos tenemos tal odio y sólo hacemos una pausa en ese odio cada cuatro años cuando nuestros campeones le entregan su fortaleza a El Que Desciende; luego volvemos a odiarles con más ahínco que nunca tan pronto como los juegos se terminan.

Frunció los labios como si fuera a escupir pero pareció pensarlo mejor y no llegó a hacerlo.

Miré a la mujer y vi que sus ojos tenían el color de las nubes tormentosas, y me pareció mucho más bella que la mujer pintada en nuestra vela. No sentía deseos de pensar tales cosas, pero se me ocurrió que si Píndaro era un esclavo quizá lograra encontrar un modo de comprarla a ella y a la muchacha.

—¿Y éramos amigos, ya que viajábamos juntos? —le pregunté a ella.

—Nos encontramos en los ritos del Dios de las Dos Puertas —me dijo, y entonces sonrió recordando algo que yo era incapaz de recordar. Tuve la sensación de que no se opondría a mis deseos y que le gustaría vivir conmigo y dejar a su esposo sin importarle el destino que éste pudiera correr—. Entonces llegaron los esclavos de los Cordeleros —siguió diciendo—, y mientras Píndaro y el hombre negro se enfrentaban a sus primeros enemigos tú mataste a tres de ellos. Pero el resto iba a matarnos a Io y a mí, y Píndaro se interpuso delante tuyo y te detuvo. Por un instante pensé que ibas a matarle también y creo que él pensó lo mismo. Pero bajaste la espada y entonces ellos te ataron las manos y te golpearon, haciéndote besar el polvo ante sus pies. Sí, somos amigos.

—Me alegra haber olvidado que debí rendirme —le dije.

Píndaro asintió.

—Yo también desearía poder olvidarlo. Tu estado me resulta envidiable por más de un motivo. Pero si el Dios Resplandeciente te ha mandado comparecer ante la Gran Madre, debes acudir a ella y curarte, si es posible.

—¿Quién es la Gran Madre? —le pregunté—. ¿Y qué significa el poema de la joven?

Entonces me habló de los dioses y de sus costumbres. Le escuché con gran atención al igual que había escuchado antes atentamente el relato que me hizo Hipereides de la batalla en el Estrecho de la Paz, pero aunque ignoro lo que esperaba encontrar en sus narraciones supe al terminar la de Píndaro, como lo había sabido al terminar la de Hipereides, que no lo había encontrado.

El sol se oculta ya tras nuestra vela y no me ilumina aunque he vuelto a instalarme en la borda; la nave me acuna como una madre a su hijo. Hay voces en las olas, voces que cantan y ríen llamándose entre ellas.

También escucho con atención esas voces, esperando encontrar en ellas alguna mención de mi hogar y de la familia y los amigos que con toda seguridad debo de tener allí.