12

La Diosa del Amor

La Señora de las Palomas ha bendecido nuevamente este lugar. Su estatua fue derribada por los bárbaros y éstos le rompieron las dos manos. Cuando llegamos, el hombre negro y yo la pusimos de nuevo erguida sobre su pedestal; Píndaro dice que se trata de un acto piadoso que con toda seguridad nos traerá sus favores. Aunque sus manos siguen yaciendo a sus pies con las palomas posadas aún en sus dedos, ella es la diosa más bella.

Pero hay gran cantidad de cosas que deseo registrar aquí mientras aún soy capaz de recordarlas.

Llegamos a la Bahía de la Paz a media mañana, creo, aunque eso está perdido ya entre la niebla. El primer acontecimiento del día que puedo recordar claramente es la imagen de las chozas que se extendían por las laderas, muchas de ellas carentes de techumbre.

Según me contó Hipereides, fue en esta isla donde hallaron refugio los pobres de su ciudad cuando llegó el ejército del Gran Rey; y en ella permaneció la mayor parte de ellos incluso después de la batalla de la Paz, temiendo que el ejército pudiera volver. Ahora que se ha logrado por fin una victoria decisiva en tierra, están abandonando sus chozas y vuelven a la ciudad.

En la costa este de la isla hay tres bahías, y la ciudad de la Paz se halla en la más meridional de las tres. En ella viven las familias más ricas que huyeron de la ciudad para venir aquí, habiendo tenido que pagar un caro precio por sus viviendas. Atracamos en la bahía central, pues Hipereides tenía la esperanza de que fuera posible devolver algunas de esas familias pobres a su hogar.

—Además —me dijo—, aquí estábamos antes de la batalla. Las familias de casi todos mis hombres viven aquí, y también se encuentra en esta bahía gente que nos ayudó mucho.

Píndaro, que estaba junto a mí escuchando también a Hipereides, pareció interesado y me dijo:

—Latro, tu herida tuvo lugar en esa batalla que les ha liberado permitiéndoles volver a sus casas. Pero dado que luchabas en el bando equivocado, será mejor que no se lo cuentes a nadie.

—Y tú será mejor que no salgas del barco —le advirtió Hipereides—. Cuando te oigan hablar con esa lengua tuya salida de la Tierra de las Vacas, lo más seguro es que te lapiden. ¿Acaso no combatiste tú también? No creo que tengas mucho más de cuarenta años y me pareces lo bastante fuerte para ello.

Píndaro se volvió hacia él, sonriente.

—Tengo treinta y nueve, Hipereides… La mejor época en la vida de un hombre, como estoy seguro de que recordarás. Pero en cuanto a luchar ya sabes lo que escribió Arquíloco:

Un piojo afortunado ha robado mi noble escudo.

Tuve que salir corriendo y en mi huida lo perdí,

Pues tal es el destino de quienes abandonan el campo pestilente.

¿Quién se preocupa por ello? Botín será mañana lo que he perdido hoy.

Hipereides sacudió un dedo ante él en ademán de advertencia.

—Vas a meterte en serios problemas, poeta. Hay mucha gente en la ciudad que no le rendirá precisamente honores a tu hábil lengua. Y no creo que piensen tolerarla por mucho tiempo…

—Pero, buen amo, si voy a meterme en serios problemas tú también te verás implicado en ellos. Por lo tanto, ¿por qué no me liberas? De tal modo, en la guerra siguiente tú serás mi prisionero en vez de serlo yo tuyo. Juro que te trataré como si fueras un príncipe.

Estábamos avanzando ya impulsados por los remos, pues el viento soplaba del sudoeste y el estrecho corre en línea recta hacia el sur, con lo que resultaba sencillo hacer que las tres naves enfilaran el viento y llegaran de tal modo a la bahía. Ya me resultaba posible distinguir la multitud agrupada en la orilla, y el kiberneta se acercó a nosotros para sugerir que quitáramos el mástil y la vela.

Hipereides se humedeció un dedo y lo sostuvo en alto.

—Apenas si hay un soplo de viento. ¿Crees que cambiará al norte más tarde?

El kiberneta se encogió de hombros.

—He visto cómo ocurría algunas veces, señor, pero yo no contaría con ello.

—Tampoco yo tengo mucha fe en que ocurra pero no podemos descartarlo por completo; además, creo que a todos esos chicos les encantaría tener la ocasión de sudar un poco, enseñándoles así a sus mujeres lo duro que trabajan.

—Algo puede haber de eso. Pero si estuviera en tu lugar, Hipereides, pondría un par de soldados en cubierta o de lo contrario tendremos a bordo tal cantidad de mujeres que nos harán volcar.

—Ya lo he ordenado —replicó Hipereides—. De todos modos, me alegra que lo mencionaras… supongo que retrasarnos un poco no causará problemas, ¿verdad? Debo hacer un discurso antes a la tripulación.

—Tendremos que perder cierto tiempo para quitar el mástil.

—Perfecto. —Hipereides fue hacia proa y agitó los brazos para llamar la atención de todos mientras gritaba—: ¡Subid los remos! ¡Metedlos dentro! Aguador, puedes ir repartiendo un poco mientras hablo. Hombres, ¿cuántos tenéis aún familia en la isla? Al menos, que vosotros sepáis…

Aproximadamente la mitad de hombres levantaron la mano, Lison incluido.

—Muy bien. No queremos perder mucho tiempo aquí, así que los demás podéis quedaros en vuestro sitio. El kiberneta irá llamando a los que tengan familia por grupos de remo, uno de babor y otro de estribor, con lo que el número nunca será superior a seis. Si los veis… y me refiero a esposas, hijos, padres y a los padres de vuestra mujer, a nadie más… entonces decidles que vengan hasta el barco y los soldados les permitirán subir. Si no los veis es muy probable que ya se encuentren otra vez en casa, así que volved a vuestro sitio para dejar que venga otro grupo. Yo debo bajar a la costa…

Hubo unos cuantos gruñidos en voz baja.

—…para consultar con las autoridades. Acetes y sus hombres mantendrán el orden, y si conocéis lo que es bueno para vosotros obedeceréis cuanto os digan. Mientras se encuentren a bordo, vuestras familias son responsabilidad exclusiva de vosotros mismos. Procurad que no armen escándalo o se les desembarcará… y no exactamente en tierra firme. Nadie debe abandonar la nave hasta que lleguemos a Encuentro. Supongo que estaré de vuelta cuando vuestras familias se encuentren a bordo y el kiberneta les haya encontrado sitio donde instalarse. Apenas haya vuelto nos iremos. Quiero llegar a Encuentro antes del anochecer, ¿me habéis entendido?

Sus últimas palabras despertaron un ruidoso coro de vítores.

¡Y no seré defraudado! Por lo tanto, descansad un poco pues quizá tengáis que romperos la espalda antes de llegar a Encuentro. Ahora… ¡Fuera remos! ¡Atención a la cuenta! —Empezó a llevar el ritmo de los remos golpeando una mano con la otra en tanto que el flautista preparaba su instrumento—. ¡Amo a mi esposa y ella me ama también! ¡Pero no hago sino remar y remar! ¡Amo a mi chica y ella me ama también! ¡Pero no hago sino remar y remar!

Los remeros empezaron a cantar y muy pronto en la orilla aparecieron hombres sosteniendo cables para el atraque en tanto que un millar de mujeres desaliñadas acogían nuestros barcos gritando nombres ininteligibles que podían pertenecer a cualquiera, sosteniendo en alto a sus criaturas y agitando trapos de todos los colores posibles, incluyendo algunos en los que ya no había ni rastro de color. Hipereides, cuya armadura me había encargado pulir con trapos parecidos a los que blandían las mujeres, apenas logró abrirse paso por la plancha entre el gentío que la rodeaba, y los soldados no tuvieron al final más remedio que utilizar sin miramientos los astiles de sus lanzas para permitirle bajar a tierra.

De modo realmente asombroso (o eso pensé yo entonces), resultó que entre esas mujeres había unas cuantas que estaban casadas con algunos de nuestros remeros. Una vez terminados los primeros besos y apretones, el kiberneta las instaló en el banco talámico (el cual atravesaba la nave de proa a popa por debajo de la pasarela principal) y amenazó con encerrarlas junto al balasto si nos hacían perder el equilibrio, lo cual les aseguró ocurriría de forma ineluctable si permitían que sus niños empezaran a correr de un lado a otro.

Un arquero se reunió con nosotros en la proa y se dedicó a observar el gentío.

—Soy Oior —me dijo—. ¿No te acuerdas de mi?

Cuando sacudí la cabeza Io me tiró del chitón y susurro:

—Cuidado, Latro. Ya sabes lo que dijo Lison.

—Oior no pretende causarle mal alguno a Latro. Spu era el Hijo de Escoloti que deseaba hacerle daño a Latro y ahora Spu ya no está aquí.

—Yo lo oí —dijo Píndaro, uniéndose a la conversación—. Hipereides piensa que abandonó la nave y se fue a Teutrone. ¿Qué opinas de ello, Oior?

El arquero se rió.

—Oior es un Hijo de Escoloti y Oior no piensa. Pregúntale a cualquiera de los tuyos. Pero, dime…, ¿no te apena ver a tantos hombres que ahora saludan de nuevo a sus familias mientras que tú no puedes hacerlo?

—No tengo apenas familia y doy gracias por ello a los dioses —le contestó Píndaro—. Si la tuviera, ya se habría encargado alguien de reclamar mi herencia. Esperemos que nuestros nobles enemigos aquí presentes se dignen dejarme en posesión de ella; de lo contrario, necesitaré algunos parientes y amigos ricos para que cuiden de mí, y carezco de ellos.

—Es una pena. Oior tiene esposa. —Extendió la mano a la altura del estómago con el pulgar doblado y los otros cuatro dedos erguidos—. Tantos hijos como dedos. Muchas, muchas hijas… demasiadas para un hombres. ¿Quieres una chica? Juega con alguna y luego cuidarás de ella cuando sea mayor. Tú escoge. Oior vende muy barato.

Hilaeira se había quedado atónita al oírle.

—¿Sería realmente capaz de hacer eso? ¿Vendería a sus propias hijas?

—Naturalmente —le explicó Píndaro—. Todos los bárbaros obran así, excepto los reyes. Y osaría decir que se comportan con gran sabiduría al hacerlo. Es fácil tener niños y luego ocasionan muchos problemas. Estoy de tu parte, Oior, créeme.

—Les será fácil tenerlos a los hombres —replicó secamente Hilaeira—, pero a nosotras nos suele costar bastante. No lo sé aún por mí misma, pero he ayudado a otras. Pero si mi propia tía…

—Sí, es alguien de quien ahora no deseamos oír hablar —atajó Píndaro.

—Tú hablas mucho con el capitán. Oior quiere saber lo que hará el barco ahora en tu opinión.

—Iremos hasta Encuentro y allí nos aprovisionaremos y haremos reparaciones. El barco se encuentra en bastante buen estado, así que la cosa no debería ocuparnos más de unos dos días. Después de eso quizá nos unamos a la flota; supongo que en estos momentos debe de encontrarse rondando las Islas Circulares con la esperanza de poder atacar a la flota del Gran Rey. O quizá los estrategas tengan ya en mente alguna nueva tarea especial para Hipereides, nunca se sabe…

—¿Y tú? No solamente tú… esta joven, la mujer, este hombre, el hombre negro…

—Se nos dejará en la ciudad y los que vengamos de la ciudad resplandeciente seremos vendidos como esclavos, de eso estoy prácticamente seguro. Si me han permitido conservar mis propiedades compraré nuestra libertad y si no… bien, entonces, no podré. Puede que también Latro y el hombre negro sean vendidos y entonces, si me es posible, les compraré, dándoles luego la libertad para que Latro pueda obedecer al oráculo del Dios Resplandeciente. Si los retienen como prisioneros de guerra intentaré encontrar algún medio para ayudarles.

—No quiero ser una liberta —alegó Hilaeira—. Soy una ciudadana y nací libre.

—Pero perteneces a una ciudad conquistada —le recordó secamente Píndaro.

—¿Los arqueros irán a tierra en Encuentro?

—Sí, claro. Supongo que allí se os pagará, al menos si lo pedís. Entonces podréis volver a vuestro hogar, si ése es vuestro deseo.

—Oior quizá dejará esta nave y se irá en alguna otra.

Le pregunté si luchar por quien le pagara era el único modo que tenía de ganarse el sustento.

—Tú también vives así —repuso—. Es lo que ha explicado este hombre.

—Ya lo sé —le contesté—. Quería aprender de ti por creer que con ello podría saber algo nuevo sobre mi propia persona. Tienes mujer e hijos. ¿Tienes también casa, quizá una granja?

Oior meneó la cabeza.

—Los Hijos de Escoloti no tenemos cosas semejantes. Vivimos en carros y seguimos a la hierba. Oior tiene muchos, muchos caballos. También mucho ganado. Aquí en el sur tenéis cerdos y ovejas. Nosotros nunca las vemos si no es viniendo aquí: son demasiado lentas caminando. No podrían vivir en mi tierra.

—¿Te da el sol en los ojos, Oior? —le preguntó Píndaro.

—Sí, sí. Luz del agua.

Pareció bajar los ojos hacia la cubierta y luego dijo:

—Los ojos son el arquero. Ahora debo irme.

—Se portó de un modo bastante raro, ¿no os parece? —inquirió Píndaro una vez que se hubo marchado.

—¿Te parece raro que un arquero tenga los ojos débiles? —le pregunté—. Supongo que lo es.

—Sólo eran débiles cuando te miraban a ti, amo —murmuró Io.

Hipereides volvió cuando se estaba terminando de instalar a la última familia de los marineros, tal y como había prometido. Le acompañaban una docena de jóvenes muy atractivas que llevaban finos atuendos de color amarillo, rosa y carmesí, así como muchas joyas de plata y algunas de oro. Varias de ellas tenían en las manos flautas o tamboriles pero su abundante equipaje lo transportaban unos cargadores a los que se encargó de pagar a la que parecía su jefa.

Esta era una mujer más bien regordeta, un poco más joven que Hipereides; tenía el cabello rojo y los ojos de un frío tono azul. Cuando nos apartamos del muelle, Hipereides vino a proa acompañado por ella; la nave iba ahora tan cargada que las portillas engrasadas de los remos en la primera hilera casi tocaban el agua.

—Bien, bien —dijo mirándome—. ¡Un muchacho apuesto! ¿De dónde lo has sacado?

—Los encontramos a todos en la Colina de la Torre después de salir de los Delfines, tal y como te dije. Es el confidente perfecto… cada día lo olvida todo…

—¿De veras?

Nunca habría creído que sus duros ojos pudieran volverse tristes, pero durante un segundo se llenaron de pena.

—Lo juro. Te lo presentaré, pero mañana no sabrá cuál es tu nombre a menos que lo anote. ¿Lo harás, Latro?

Deseando complacerla e inquietar un poco a Hipereides, le dije:

—¿Cómo podría olvidarlo? Nadie sería capaz de olvidar tal mujer, pues una vez se la ha visto debe perdurar para siempre en los ojos de la mente.

Ella sonrió un poco y cogió mi diestra entre sus dos manos, pequeñas y algo húmedas.

—Soy Kaleos, Latro. ¿Sabías ya que como hombre resultas magnífico?

—No —respondí—, pero te agradezco que lo digas.

—Realmente lo eres. Podrías servirle de modelo a un escultor y quizá acabes por hacerlo. De hecho, si tuvieras dinero serías sencillamente perfecto… No tienes dinero, ¿verdad?

—Tengo esto —dije yo, enseñándole mi moneda.

—¡Un óbolo! —rió ella—. ¿De dónde lo has sacado?

—No lo sé.

—Hipereides, ¿se trata de una broma? ¿Realmente llegará a olvidarse de quién soy?

—A menos que lo escriba en ese pergamino que siempre lleva consigo y luego se acuerde de leer lo que ha escrito.

—¡Maravilloso! —Luego se volvió hacia mí, aún sonriente, y dijo—: Latro, lo que tienes no es realmente dinero porque no te serviría para comprar nada, sólo para un puñado de dulces baratos. Un darico, una mina… eso si es dinero. Hipereides, ¿me dejarás que…?

Pero él movió la cabeza con algo parecido a la desesperación.

—Esta guerra ha arruinado por completo el comercio del cuero. En los viejos tiempos claro que sí pero ahora…

No completó la frase, encogiéndose de hombros.

—¿Y cómo crees que se ha portado con nosotras, atrapadas aquí con todas esas refugiadas? Latro, pareces bastante fuerte… ¿Sabes boxear o luchar con las manos?

—Lo ignoro.

—Le he visto con una espada —dijo Píndaro—, pero sin lanza ni hoplón. Si fuera un estratega, cambiaría a diez hoplitas por él.

Kaleos se volvió a mirarle.

—¿Te conozco, cerdo?

Píndaro asintió.

—Algunos amigos me invitaron a cenar a tu casa muy poco antes de que llegaran los bárbaros.

—¡Claro! —exclamó ella chasqueando los dedos—. Eres el poeta. Hiciste que Roda te ayudara en una canción de amor y todo acabó siendo un poco… un poco…

—Pacífico —dijo Píndaro con expresión servicial.

—¡Exactamente! ¿Cuál has dicho que era tu nombre?

—Píndaro, señora.

—Píndaro, lamento haberte llamado cerdo. Es la guerra, ya sabes… Todo el mundo se porta de modo horrible. Hipereides te dejará ir con él esta noche si sabe lo que le conviene. Ignoro si mi casa se mantiene todavía en pie pero tendrás un buen alojamiento tanto si lo está como si no. Y gratis, si necesitas dinero incluso podría prestarte unos cuantos dracmas hasta que vuelvas a tu hogar.

Creo que rara vez se habrá quedado Píndaro sin palabras pero ésta fue una de tales ocasiones. Después de que el silencio se prolongara, Hilaeira acabó diciendo:

—Gracias. Señora, es muy amable por vuestra parte.

—¡Esperad! —gritó Píndaro, dando un salto en el aire y agitando las manos—. ¡Ya lo tengo… la ciudad está salvada! —Empezó a dar vueltas con los brazos extendidos mirando alternativamente a Io y luego a Hilaeira—. ¡Nuestra libertad! ¡Mis posesiones! ¡Vamos a conservarlas!

—Es cierto, Hipereides —le explicó Kaleos—. Es obra de los Cordeleros. Nuestra gente deseaba incendiar la Colina y apoderarse de la Tierra de las Vacas, pero los Cordeleros no quisieron ni oír hablar de ello. Quieren asegurarse de que siempre tendremos un enemigo al norte.