29
El País Silencioso
La tierra gobernada por los Cordeleros es un lugar de montañas abruptas y anchos valles de aspecto fértil. Detrás nuestro quedan las ásperas colinas de la Tierra de los Osos, donde acampamos la noche anterior y donde Basias me despertó con sus gemidos. Io dice que la noche anterior acampamos en las afueras de la Colina de la Torre y que escondió el pergamino tal y como había hecho cuando estuvimos allí prisioneros, temiendo que me lo arrebataran. Dice también que algunos de los soldados procedían de esa ciudad y que al llegar allí abandonaron el ejército.
Esta mañana, cuando aún nos encontrábamos en la Tierra de los Osos, me pregunté por qué se llamaba de este modo al País Silencioso, y cuando nos detuvimos en la aldea para comer me dirigí hacia una de las casas para interrogar a sus moradores.
La casa estaba vacía y supuse que estarían todos trabajando en sus campos. Io afirma que Basias está encargado de vigilarme pero se encuentra demasiado enfermo para hacerlo, y Pasicrates, que se había encargado de mi custodia durante la marcha de la mañana, se nos ha adelantado.
Así pues tuve libertad para ir de casa en casa, agachándome al entrar en ellas por lo bajo de sus dinteles y tosiendo ante el humo que salía de los fuegos. En una de ellas encontré una marmita que hervía sobre las llamas y en otra una torta de cebada a medio comer, pero en ninguna de las casas había hombres, mujeres o niños. Finalmente empecé a pensar que se hallarían escondidos de los ojos mortales por algún medio extraño, o que quizá fueran los espíritus de los muertos a los cuales los Cordeleros habían logrado hacer trabajar.
La quinta casa en la que entré era una herrería. La forja seguía ardiendo y en ella las tenazas sujetaban aún un pedazo de hierro que relucía a medio moldear. Cuando lo vi supe que el herrero debía de estar muy cerca y le encontré agazapado bajo su banco de trabajo, tapándose con su delantal de cuero. Le hice salir tirando de él y le obligué a levantarse. Su cabeza sucia y tiznada me llegaba al hombro pero su cuerpo era tan musculoso como el de todos aquellos dedicados a su oficio.
Me pidió perdón muchas veces, y no paraba de repetirme que no había pretendido faltarme al respeto y que sencillamente se había asustado al ver un extraño. Le dije que no pensaba hacerle daño alguno y que tan sólo deseaba preguntarle algunas cosas sobre su país.
Al oírme decir eso pareció asustarse más que nunca y su rostro se volvió gris como la ceniza. Fingió ser sordo y cuando empecé a gritarle se puso a balbucear un dialecto ininteligible haciendo ver que no me comprendía. Desenvainé a Falcata y apoyé su filo en el cuello del herrero, pero él me aferró por la muñeca y me retorció el brazo hasta hacerme gritar mientras cogía su martillo con la mano libre. En ese instante vi el rostro de la Muerte en persona y contemplé la desnuda sonrisa de su calavera.
La Muerte se esfumó en un instante y en su lugar vi de nuevo el rostro del herrero, ahora más ceniciento que nunca, con la boca abierta y los ojos a punto de salir de sus órbitas. El ruido que hizo su martillo al resbalar entre sus dedos y golpear contra el suelo pareció demasiado fuerte, como ocurre cuando algún sonido nos despierta del sueño.
Le solté y cayó lentamente hacia atrás hasta que su cuerpo fue sostenido durante un segundo por la jabalina que le atravesaba la espalda. Bajo la presión de su mismo peso la punta asomó por su pecho, y pude distinguir dos dedos de brillante acero iluminado por la luz de la forja antes de que su cuerpo perdiera el equilibrio y se desplomara en el suelo.
Un esclavo de los Cordeleros estaba inmóvil en la puerta sosteniendo un segunda jabalina.
—Gracias —le dije—. Te debo la vida.
Puso el pie sobre el cuerpo y extrajo su arma, limpiando luego la punta en el delantal del herrero.
—Esta es mi aldea —alegó—; él fabricó esta jabalina.
—Pero me habría matado y yo no le había hecho daño alguno.
—Creyó que se lo harías y, si le hubieran visto hablando con un extraño, eso le habría supuesto la muerte. También yo moriré si me ven hablando contigo.
—Entonces, no permitamos que nos vean —dije yo.
Y entre los dos arrastramos el cuerpo del herrero hasta un lugar invisible desde la calle. Una vez lo hubimos escondido tan bien como nos fue posible tapamos las manchas de sangre con tierra y el esclavo me condujo por una puerta trasera hasta un patio donde el edificio de la herrería y grandes montones de carbón de leña nos ocultaban de todos.
—No te acuerdas de mí —dijo.
—Casi todo se me olvida —repuse meneando la cabeza.
—Eso me dijiste después de que vimos al dios negro. Soy Cerdon, Latro. ¿Aún tienes tu pergamino? Quizá escribieras en él de mí aunque te dije que no deberías hacerlo.
—Entonces, ¿somos amigos? ¿Me salvaste por esa razón?
—Podemos serlo, si mantienes tu promesa.
—Si te he prometido alguna cosa, cumpliré lo prometido. Si no te he prometido nada te daré lo que me pidas. Salvaste mi vida.
—Entonces, ven conmigo hasta el altar de la Gran Madre esta noche. No está muy lejos de aquí.
Cuando estaba hablando oí un leve ruido: el susurro que hace el vestido de una mujer o quizá el seco roce de una serpiente en el suelo. El ruido cesó y cuando me volví no vi nada.
—Lo haría con placer si pudiera —le dije—, pero nos iremos tan pronto como los esclavos hayan comido. Esta noche nos encontraremos muy lejos de aquí.
—Pero, si pudieras, ¿vendrías y no te olvidarías de ello?
—¿Esta noche? No lo habré olvidado aún; puede que mañana sí.
—Bien. Iré a buscarte apenas se hayan dormido todos. Tu esclavo nunca nos delatará y el Cordelero que se encuentra en tu tienda está demasiado enfermo para darse cuenta de nada.
Se puso en pie, disponiéndose a marcharse.
—Espera —le requerí—. ¿Cuál es la razón de que estuvieras aquí cuando necesité tu ayuda?
—Te he estado observando desde Megara, sabiendo que era inútil hablar hasta que llegáramos aquí. Sabía que acabaríamos llegando porque nuestra aldea se encuentra en el camino a la ciudad y le pertenece a Pausanias. Cuando te vi sin ningún centinela cerca supe que era mi oportunidad, y por eso fui detrás de ti, esperando poder verte a solas; cosa que conseguí gracias al favor de la Gran Madre.
—¿Esta herrería pertenece al regente? —pregunté, sin comprender nada.
—La aldea, los campos y todos nosotros le pertenecemos. Yo ayudé a transportar al Cordelero a tu tienda para que le viera Kichesipos. No me reconociste.
—No —tuve que admitir.
—Sabía que no me habías reconocido. Ahora debo irme pero volveré esta noche. No lo olvides.
—¿Y…?
Señalé con la cabeza hacia el hombre muerto que había en la herrería.
—Yo me ocuparé de él —dijo—. A nadie le importará lo que le haya ocurrido.
Cuando volví al bosquecillo en el que habían comido los hoplitas, éstos se encontraban ya formando su columna de marcha mientras algunos esclavos terminaban de apagar las hogueras y recoger los cacharros. Desfilamos con paso marcial cruzando la aldea al son de las flautas, pero cuando llegamos al río en el que ahora estamos descubrimos el puente en llamas. Aunque los esclavos no tardaron en apagar el fuego el puente había quedado destruido, y se decidió que acamparíamos aquí. De todos modos la gente está muy cansada después de haber cruzado la Tierra de los Osos, y se dice que mañana el puente ya habrá sido reparado.
Los esclavos de Basias tuvieron que transportarle toda la mañana en una litera, aparte de cargar con nuestra tienda y el resto de las cosas. Les pregunté si el peso no resultaba excesivo para ellos y dijeron que no: habían llevado el mismo peso cuando salieron del País Silencioso para combatir al Gran Rey, pues entonces tenían que transportar raciones suficientes para diez días. Me ofrecí a llevar un extremo de la litera y creo que les habría gustado aceptar pero tenían miedo de que se les pudiera castigar por ello.
Les pregunté si Basias poseía alguna aldea y si ellos procedían de allí. Me dijeron que sólo tenía una granja y que los tres vivían en ella trabajando la tierra. Se encuentra al sur de la ciudad y creen que les ordenará llevarle hasta esa granja mientras no se recupere. También tiene una casa en la ciudad pero creen que en la granja estará mejor. Si muere, la granja pasará a ser propiedad de un pariente.
No parecían tener miedo de conversar conmigo, y por eso les dije que había estado en la aldea y que la gente de allí no quiso hablarme. Dijeron que en el ejército las cosas son distintas y bastante mejores y que nadie les delataría por hablar con un extraño cuando tenían que levantar la tienda en que albergarle y preparar su comida: pero que haría bien no hablando con los esclavos de otros Cordeleros. Creo que quizá Basias sea mejor como amo que el regente, aunque posiblemente todo se reduzca al hecho de que no es tan rico. Un hombre que sólo tiene una granja y tres esclavos no puede permitirse el lujo de perder ni a uno solo de ellos.
Luego entré en la tienda y estuve hablando con él; le expliqué cómo se había incendiado el puente pues cada vez sentía una curiosidad mayor por este extraño país. Aunque no puedo hablar sobre las costumbres de las demás naciones tengo la seguridad de que todas las que he conocido difieren de las de ésta, y en nada de lo que oigo siento sensación alguna de familiaridad.
Basias se encontraba débil pero creo que no sentía dolor. Io dice que a veces tiene fiebre y se cree nuevamente joven, y que entonces habla de sus viejos maestros; pero cuando hablé con él no ocurrió nada de eso.
Le hablé del puente y me dijo que los esclavos del otro lado del río lo habrían hecho esperando que tomáramos por otro camino; pensaba que los esclavos de esta zona debían de querer que nos fuéramos de ella lo más de prisa posible. Naturalmente, no le hablé de Cerdon ni de lo ocurrido en la herrería. Me hizo preguntas sobre los campos junto a los que habíamos pasado e inquirió si ya habían sido arados para la siembra de otoño. Eso me sorprendió pues pensaba que él mismo habría podido verlos cuando estábamos en el camino; pero me dijo que había pasado casi toda la mañana durmiendo y que de todos modos poco podía ver desde su litera porque estaba siempre rodeado de otras personas. Le dije que los campos seguían aún cubiertos de rastrojos, quizá debido a que gran cantidad de hombres estaban en el ejército.
—Es tiempo de arar —musitó—, antes de que vengan las lluvias…
—Me temo que no podrás arar durante un tiempo, pero estoy seguro de que tus esclavos podrán arreglárselas siempre que tú les des instrucciones al respecto.
—Yo nunca he arado. Entonces ya no sería un Cordelero, ¿entiendes? Pero es algo que debe hacerse. En la Larga Costa los hoplitas tienen granjas y esclavos pero también ellos trabajan sus tierras. Me gustaría poder hacerlo; la ayuda nos iría muy bien pero tengo que dedicarme al entrenamiento.
—La guerra casi ha terminado —repuse—. Al menos, eso dicen todos.
Basias movió su cabeza de un lado a otro.
—El Gran Rey volverá, y si no lo hace entonces seremos nosotros quienes vayamos allí para saquear Susa y Persépolis. Si no es eso, entonces habrá otra guerra distinta; siempre hay otra guerra.
Basias quería beber; fui al río de curso perezoso y verdes profundidades para coger un poco de agua que mezclé con vino.
Mientras sostenía la copa ante sus labios me dijo:
—Ya no volveré a luchar contigo, Latro. Hoy me vencerías… Pero yo te vencí una vez. ¿Lo recuerdas?
Sacudí la cabeza.
—Una vez que acabamos de luchar lo escribiste en tu pergamino. Léelo.
Un rato después le dejé y me instalé ante la tienda para hacer tal y como me había sugerido. No sabiendo dónde podría encontrar el relato de nuestra lucha y ni tan siquiera si estaría allí consignado, desenrollé el pergamino hasta la mitad y estuve leyendo sobre cómo había visto a Euricles, el Nigromante invocar a una mujer de entre los muertos. Me alegré entonces de la luz del día, y cada vez que leía unas líneas apartaba los ojos del pergamino para contemplar las pacíficas aguas del río que se perdían en la distancia y el delgado hilo de humo negro que se alzaba de los leños carbonizados que los esclavos habían quitado del puente.
Un rato después, Drakaina tomó asiento a mi lado. Al ver mi cara se rió y me preguntó en qué estaba pensando.
—Pienso en lo terrible que debe ser poder recordar las cosas… aunque ojalá pudiera hacerlo.
—¿Por qué, si es algo tan terrible?
—Porque al carecer de memoria me pierdo a mí mismo y eso es aún peor. Este día es como una piedra que hubiera sido extraída de un palacio para ser llevada luego muy lejos, a tierras donde nadie sabe ni tan siquiera lo que es un muro. Tengo la impresión de que todos los días han sido siempre iguales para mí…
—Entonces debes gozar de cada día cuando venga —me aconsejó ella—, pues el día presente es lo único que posees.
Sacudí la cabeza.
—Piensa en los esclavos de la aldea que hemos dejado atrás: para ellos cada día debe parecerse al anterior. Si pudiera descubrir cuál es mi patria, entonces podría vivir allí tal y como viven ellos y de ese modo sabría gran parte de lo ocurrido el día anterior, aunque fuera incapaz de recordarlo.
—Una diosa te ha prometido que muy pronto volverás a reunirte con tus amigos —alegó—, o al menos así me lo han explicado.
Sentí que me invadía una alegría tan grande que me puse a temblar, y antes de darme realmente cuenta de lo que hacia la rodeé con mis brazos y la besé. Ella no me opuso ninguna resistencia y sus labios eran tan fríos como el arroyuelo de piedras multicolores en el que una vez me lavé el rostro y sumergí los pies.
—Ven —me dijo—. Podemos ir a la tienda de Pasicrates y atar los cordones de la lona. Allí hay vino y sus esclavos nos traerán comida. No hará falta que salgamos de allí para nada hasta mañana.
La seguí, sin pensar ni un instante en la promesa que le había hecho a Cerdon. La tienda estaba en penumbra; no se oía dentro de ella ni el menor ruido y la atmósfera era agradablemente cálida. La mujer desató los cordones púrpura que ceñían la capa alrededor de su cuello y me dijo:
—¿Recuerdas qué aspecto tienen las mujeres, Latro?
—Claro —respondí yo—. No puedo recordar cuándo he visto una, pero de eso sí me acuerdo.
La capa cayó a sus pies.
—Entonces, mírame —dijo, pasándose el chitón por encima de la cabeza.
La curva de sus caderas era como el mar que se mueve aunque no haga viento, y sus pechos se alzaban orgullosos como templos hechos de nieve y cornalina. Alrededor de su cintura llevaba anudada una piel de serpiente. Se dio cuenta de que yo la miraba y la tocó con los dedos.
—No puedo quitármela —dijo—, pero no hace falta.
—No —repuse, abrazándola.
Ella rió, haciéndome cosquillas y besándome.
—No recuerdas cómo estuvimos sentados uno junto al otro en una ladera de esta misma isla cubierta de montañas, Latro. ¡Ah, cómo te deseaba entonces! Y ahora eres mío…
—Sí —dije, aunque ya sabía que la respuesta era no, pese a que todo mi ser ardiera a causa del deseo.
La necesitaba como el hombre que muere de sed necesita el agua, como quien no ha comido en semanas desea el pan o como el hombre de corazón débil ansía la corona; mas no la deseaba como un hombre desea a una mujer, y ante eso nada podía hacer.
Se rió de mí y habría sido capaz de estrangularla, pero sus ojos me robaron toda la fuerza de las manos y le fue fácil apartarlas de su cuello.
—Vendré a ti cuando la luna esté alta en el cielo —me dijo—. Entonces serás más fuerte; espérame.
Y ahora me encuentro sentado ante el fuego escribiendo, esto, con la esperanza de entender algún día lo ocurrido, observando la pálida mariposa que revolotea sobre las llamas y esperando que salga la luna.