35
Los barcos pueden navegar en tierra firme
Nuestro barco está cruzando hoy el istmo. He leído ya gran parte del pergamino y encuentro en él muchas cosas que me confunden; quizá deba consignar en él nuestra travesía antes de que se convierta en otro enigma más.
Me desperté con Io dormida bajo mi brazo y Drakaina, ya despierta, al otro lado. Dice que esta noche nos hemos unido carnalmente pero no la creo. Aunque es muy hermosa tiene los ojos duros como piedras, y jamás habría sido capaz de unirme a una mujer con una jovencita durmiendo a nuestro lado. Creo que eso es imposible para todo hombre sin que ella despierte; y aunque no puedo acordarme de la noche anterior creo ser capaz de recordar la primera ocasión en que me lo dijo, y ya entonces no me convencieron sus palabras, a pesar de que ella me dijo que había bebido gran cantidad de vino.
Fuera cierto o no, me levanté y me vestí. Ella hizo lo mismo y un poco después Io se despertó, protestando porque no había tenido ocasión de lavar su peplo cuando estábamos en el mar y tampoco le era posible hacerlo ahora aunque tuviéramos echada el ancla.
Nuestro barco es más grande que la mayoría de los que he visto en el puerto esta mañana. Io dice que estuvimos esperando todo el día de ayer para que llegara nuestro turno en el canal, pero que siempre es difícil cruzarlo sin sobornar al encargado. Esta mañana el joven que duerme en nuestro camarote hizo levantar a sus cien hombres (duermen en la cubierta con sus esclavos y los marineros, y fue el ruido de sus pies lo que me despertó), ordenándoles remar hasta la ciudad. Io dice que estuvimos viendo ayer los barcos arrastrados por los bueyes en el canal a una velocidad muy inferior a la de un hombre andando (ahora puedo ver que me ha dicho la verdad), y que por ello nosotros también podíamos ir a la ciudad. Si a la Nausica le tocaba entrar en el canal no tardaríamos mucho en alcanzarla de nuevo.
—Ya hemos estado aquí antes, Latro —me recordó—. Este es el lugar del cual vinieron los soldados que nos liberaron cuando éramos prisioneros de los esclavos que sirven a los Cordeleros. Eso no lo encontrarás en tu pergamino, porque entonces lo guardaba yo. ¿Ves esa colina? Allí arriba nos tuvieron hasta que vino Hipereides y nos dejaron bajo su custodia. Píndaro, Hilaeira y el hombre negro estaban con nosotros y jamás olvidaré el momento en el que nos quitaron los grilletes, tal y como les dijo Hipereides después de hablar con nosotros, y nos permitieron salir a la luz del sol. Desde allí arriba se puede ver toda la ciudad y es realmente hermosa. ¿Quieres verla? Me gustaría echarle una mirada al lugar en el que nos tuvieron.
—Sí, vayamos —dijo Drakaina—. Quizá vuelvan a encerrarte en él. Pero, ¿nos dejarán subir los centinelas?
Io asintió.
—Se lo permiten a todo el mundo. En la cima hay un templo consagrado a la diosa de Kaleos, así como algunos otros templos y edificios.
La ciudad está llena de gente y todos van muy aprisa de un sitio a otro. Hay muchos esclavos y trabajadores que no llevan ropas a excepción de sus gorros, pero también hay mucha gente rica que tiene anillos de oro, collares y joyas y el cabello untado de perfumes. Hay hombres que se hacen transportar sobre literas. Drakaina dice que en Pensamiento sólo las mujeres y los enfermos las utilizan y esta urbe se parece mucho más al este, su lugar de origen. Los que son verdaderamente ricos poseen sus literas propias y visten igual a cuatro o seis esclavos para que les transporten; y aquéllos deseosos de que se les crea ricos las alquilan, contratando a dos o a cuatro esclavos.
—Si tuviéramos el dinero —dijo Drakaina—, podríamos alquilar dos y no tendríamos que subir todos esos peldaños. Io y tú podríais ir en una y yo iría en la otra. (Creo que en un principio había planeado sugerir que Io y ella fueran juntas, pero al ver la expresión de su rostro desistió comprendiendo que seria inútil).
—Tienes dinero —repuso Io—. El regente fue generoso, según nos has contando, y pagaste al barquero antes. Adelante, alquila una de esas literas, que Latro y yo caminaremos.
Yo asentí, y en verdad deseaba estirar las pierna, pues tenía la sensación de no haber podido hacer demasiado ejercicio últimamente.
—No tengo el suficiente —replicó Drakaina—, pero podríamos vender algo.
Io la miró de soslayo.
—¿Qué, uno de esos anillos? Nunca he creído que fueran de oro auténtico.
—No me refería a mis anillos. Pero tenemos otros bienes que vender; bastará con hallar al comprador adecuado.
Un soldado intentó pasar junto a nosotros empujándonos y Drakaina le cogió del brazo.
—Ahora no —le dijo el soldado.
Se detuvo un instante y la miró; al darse cuenta de lo hermosa que era añadió:
—Búscame esta noche y verás que soy generoso. Me llamo Hipagretas y soy lochagos de la Guardia. Me encontrarás al otro lado del mercado que hay en el Templo del Dios de Piedra, dos puertas hacia el norte.
—No soy de la Colina de la Torre —le dijo Drakaina—. No me importaría tener un amante tan apuesto y distinguido. Sólo deseaba preguntarte quién está al mando del ejército en esta ciudad.
—Nuestro estratega se llama Corustas.
—¿Y dónde podremos encontrarle? ¿Querrás guiamos hasta él?
—En la ciudadela, naturalmente, pero me es imposible.
Meneó la cabeza y las plumas purpúreas de su casco oscilaron a un lado y a otro.
—Me complacería en grado sumo pero tengo asuntos muy importantes que atender.
Al oír que incluso los soldados de esta ciudad iban de un lado a otro con tanta prisa como si fueran mercaderes no pude por menos que sonreír.
Drakaina sonrió igualmente.
—¿No recompensaría el gran Corustas a un oficial que le trajera personas capaces de darle alguna información?
El lochagos la contempló en silencio durante un instante.
—¿Tienes información para el estratega?
—Tengo información y sólo se la daré a él en persona. Aunque supongo que puedo decirte que hemos desembarcado ahora mismo de la nave que transporta al ayudante del gran Pausanias.
Poco después Drakaina e Hipagretas iban en una gran litera en tanto que Io y yo compartíamos otra; cada una de las literas iba a hombros de cuatro porteadores.
—Tú y el hombre negro tuvisteis que llegar del mismo modo a Kaleos —me informó Io—, pero sólo erais dos y apuesto a que Kaleos pesa tanto como tú y yo juntos.
Le pregunté si habíamos tenido que trepar una cuesta tan empinada como ésta y ella meneó la cabeza.
—Había que subir pero el camino no era tan malo; yo te seguía pero tú lo ignorabas —dijo riéndose levemente—. No dejaba de mirar la litera y me preguntaba cuál de los dos cedería primero, pero los dos resististeis hasta el final.
Le dije que a ningún hombre le gusta admitir su debilidad ante otro.
—Muchas mujeres lo hacen y ésa es una de las razones por las que preferimos a los hombres, aparte de por su propensión a ser engañados. Mira, ya se ve el agua. Y ahí está el canal: treinta y seis estadios desde el golfo hasta el Mar de Saros. Al menos, eso dijo el hombre con el que hablamos ayer.
Le pregunté si Drakaina nos acompañaba entonces.
Io meneó la cabeza.
—Se quedó a bordo, y si quieres que te diga mi opinión de por qué lo hizo se debió a que también Pasicrates estaba ahí. Nosotros fuimos con el capitán y ellos parecieron alegrarse mucho al vernos marchar.
No presté mucha atención a sus últimas palabras. En los pocos peldaños que habíamos recorrido desde que mencionó el agua los porteadores habían doblado una esquina y habían ascendido un poco más, con lo cual la mancha brillante de agua que Io me había indicado se había convertido en un mar azulado y enorme, al igual que una niña se convierte en mujer en apenas tu atención se desvía de ella un momento haciéndose a la vez inquieta y tranquila, atractiva y peligrosa. Y en ese momento me pareció que el mar era el mundo y que todo lo demás, desde la ciudad y los enormes acantilados hasta las naves que flotaban en él y los peces que nadaban en sus profundidades, eran sencillamente cosas superfluas, como los trocitos de paja o las hojitas minúsculas que se pueden ver en un globo de ámbar.
Yo también era un marinero en ese mar y estaba a merced del viento y el oleaje, perdido entre las nieblas y oyendo a lo lejos las rompientes enfurecidas en la costa rocosa.
—Ahí está —indicó Io cuando los porteadores dejaron nuestra litera en el suelo ante un edificio de lúgubre aspecto—; estuvimos encerrados ahí dentro, Latro, en un subterráneo al que se bajaba por una larga escalera.
Drakaina y el lochagos ya habían salido de su litera.
El interior parecía una caverna, contrastando con el calor y la brillante luz de fuera. Entonces comprendí por qué tantos dioses y diosas habitaban bajo la tierra o entre las nieves perpetuas de las cumbres montañosas: no me cabe duda de que nosotros haríamos lo mismo si no estuviéramos atados a los campos para obtener nuestro sustento.
Corustas resultó ser un hombre corpulento y algo entrado en carnes que llevaba una coraza de cuero adornada con cabezas de león repujadas. Los rostros feroces de los leones me inspiraron un leve temor y por un instante me pareció ver un león que se erguía ante una turba harapienta amenazándola con garras y colmillos.
—¿Ibas en la nave con los jóvenes Cordeleros? —preguntó Corustas—. Tengo entendido que no sois Cordeleros, sin embargo.
Drakaina meneó la cabeza.
—Vengo del este. Este hombre… que, por cierto, muy poca cosa será capaz de contarte, es un bárbaro y ni él ni yo podemos decirte cuál es su tribu. La muchacha es de la Colina.
—¿Cuál es vuestra información?
—¿Cuál es el precio?
—Eso deberá determinarse cuando la haya oído. Si es capaz de salvar a nuestra ciudad —sonrió—, puede que diez talentos. De lo contrario… mucho menos.
—Por lo que yo sé, vuestra ciudad no corre ningún peligro inmediato —repuso Drakaina.
—Magnífico. Te sorprendería saber con cuanta frecuencia acude la gente dispuesta a prevenirme de oráculos y cosas parecidas.
Sacó un búho de plata de su coraza y lo sostuvo en la palma de su mano.
—Ahora, dime lo que has venido a contarme y veremos si vale tanto como esta moneda. Mi tiempo no es ilimitado.
—Está relacionado con un oráculo —dijo Drakaina—, y con un sueño en el cual tiene absoluta confianza el regente.
Extendió la mano.
—¿Y está relacionado con mi ciudad?
—No directamente, pero podría acabar estándolo.
Corustas se reclinó en su asiento, que estaba hecho de marfil y en el que había incrustados topacios y granates.
—Vuestro barco es el Nausica, procedente de Egae y con destino a La de los Cien Ojos. A bordo de él van un centenar de jóvenes Cordeleros, enviados por el regente para ofrecer su devoción en el templo de la Reina Celestial como cumplimiento de algún voto sagrado.
Io ocultó su sonrisa tras su mano y Drakaina dijo:
—Has estado interrogando a los marineros y eso es lo que se les contó antes de salir.
—También he interrogado a los Cordeleros —añadió Corustas y al ver que Drakaina callaba, murmuró—: Siempre que fue posible.
Y dejó caer la moneda en su mano.
—Ese centenar de hombres no se dirigen hacia adonde tú crees ni a ningún otro lugar situado en la Isla Roja. Tampoco se les envía para que cumplan un voto, ni por ningún otro propósito sagrado.
—Eso ya lo sabía, naturalmente —repuso Corustas, contemplando atentamente a Drakaina como si intentara llegar a una decisión sobre ella—. Cuando fueron al canal para amenazar a nuestro encargado llevaba armadura completa, y los Argivos no son lo bastante idiotas para permitir que cien Cordeleros armados crucen sus puertas.
Sacó otra moneda.
Drakaina sacudió la cabeza.
—Diez.
—¡Absurdo!
—Y a cambio de nada te diré que son hombres escogidos y que reciben sus instrucciones directamente del regente.
—Supe eso apenas el joven Hipagretas me informó de que, según tú, el ayudante de Pausanias iba en el barco.
Le pregunté si la Nausica entraría hoy en el canal.
—¡Ah! —pestañeó Corustas—. Así que al menos sabes hablar… Pero no sabes nada de todo esto.
—No —le confirmé—, nada.
—Piensas que una mujer puede obtener más dinero y es menos probable que sea torturada, pero te equivocas en las dos cosas. Para responder a tu pregunta, el que la nave cruce el istmo hoy o nunca depende del mensaje que le envié al encargado del canal, y eso depende a su vez de lo que digamos aquí.
Se volvió nuevamente hacia Drakaina y le dijo:
—Cinco monedas por el destino auténtico.
—Sólo una palabra.
—De acuerdo, pero nada de trucos.
—Sestos.
Por un instante creí que el estratega se había dormido. Sus ojos se cerraron de pronto y su mentón bajó lentamente hasta su pecho. Luego abrió de nuevo los ojos y se irguió en su asiento.
—¿Verdad que sí? —dijo Drakaina.
—¿Y fue un sueño el que le indicó tal destino?
Drakaina se puso en pie anudando las seis monedas de plata dentro de su túnica.
—Deberíamos marcharnos ya. La muchacha desea ver vuestra ciudad desde la cumbre.
—Una moneda más por el sueño.
—Ven, Io. Latro…
—Tres.
Drakaina volvió a sentarse.
—El sueño…
—¿Quién era? ¿La Cazadora?
—La Reina de las Profundidades. Si hubiera sido la Cazadora no estaría ahora contándote todo esto. Le prometió que la fortaleza caería poco después de que los jóvenes llegaran, y el regente cree en ella de un modo ciego. Ahora ya sabes lo mismo que yo.
Mientras contaba otras tres monedas, Corustas le preguntó:
—¿Por qué la Reina de las Profundidades? Tendría que haber sido el Guerrero, o puede que incluso el Sol.
Drakaina sonrió.
—¿Un estratega que nunca ha visto caer una ciudad? Pues, creedme: entonces no hay demasiadas maniobras y la luz escasea, pero hay muchas muertes.
Una vez fuera le preguntó a los porteadores si el lochagos les había pagado ya, y cuando éstos le dijeron que así había ocurrido les ordenó que nos llevaran hasta el templo de la cima. Ellos protestaron diciendo que se les había pagado solamente por el trayecto desde la ciudad y el retorno hasta el lugar en el que les habíamos hallado.
—No me molestéis más con vuestra impudicia —les advirtió Drakaina—. Hemos estado conferenciando con el estratega Corustas, y si no pensáis ganar vuestro dinero cual hombres honestos entonces él se encargará de que os azoten en la plaza del mercado.
Después de decirles esto obedecieron todas sus órdenes.
El templo era pequeño pero tan hermoso como parecía ya desde abajo: tenía esbeltas columnas de mármol y capiteles delicadamente tallados en los que se veía a una joven ofreciéndole una manzana a tres doncellas.
Cuando los porteadores estuvieron demasiado lejos como para poder oírnos, Io murmuró:
—No les hablaste de Latro. Pensé que lo harías.
—Naturalmente que no. ¿Y si Corustas hubiera decidido quedárselo? ¿Piensas acaso que el regente no habría llegado a suponer que alguien habló demasiado? ¿Y que ese alguien éramos tú o yo? Ahora, admira el paisaje: le dije a Corustas que pensabas hacerlo.
Io contempló el paisaje y yo la imité, sintiendo que la brisa marina jamás volvería a ser tan pura como hoy y que el sol nunca brillaría con idéntica fuerza. La blanca ciudad de la Colina de la Torre se extendía en dos niveles bajo nosotros, y su golfo, desplegándose hacia el este como un gran camino azulado, nos prometía todas las riquezas intactas de esas tierras tan poco pobladas que hay al occidente. De pronto sentí un gran anhelo y quise estar allí.
—¡Por los Doce, es la Nausica! —exclamó Io—. ¿La ves, Latro? No está aún en el canal pero ya espera su turno para entrar. ¿Te has fijado en la curva de su proa?
—Estás hecha toda una joven marinera —dijo Drakaina, sonriendo.
—El kiberneta me enseñó cuando navegamos con Hipereides, y también he estado hablando con nuestros marineros en vez de sostener mi nariz ante la brisa.
Una mujer cubierta de joyas y muy perfumada que lucía campanillas de oro en el pelo pasó junto a nosotros y éstas tintinearon cuando se volvió hacia Drakaina para sonreírle: llevaba dos liebres vivas cogidas por las orejas.