19
En presencia de la diosa
He comido la carne, el pan y la fruta que Io me ha traído de la posada, y he bebido también el vino. Un vez que hube terminado extendí la esterilla que había traído Hilaeira y me acosté en ella; pero no me encontraba nada dispuesto a dormir y cuando la ciudad se fue quedando silenciosa me levanté de nuevo.
Durante cierto tiempo estuve leyendo este pergamino (que debo intentar tener siempre conmigo) a la luz del fuego sagrado, aprendiendo en él de los muchos dioses y diosas que se me han aparecido; y una o dos veces cogí el punzón para añadir algo al relato de los acontecimientos del día de hoy que había escrito antes. Pero, ¿cómo le es posible a un hombre sacar conclusiones de algo que no comprende? No había entendido nada de lo ocurrido y me pareció que sería mejor esperar hasta que la diosa hubiera hablado. Ahora estoy sentado en el mismo sitio que antes para escribir esto.
Un acólito entró sin prestarme ninguna atención y, murmurando una plegaria, arrojó unas ramas de cedro en el fuego. Las ramas cayeron en él con un golpe tan ruidoso como si el hogar donde arde el fuego sagrado fuera un tambor y no una piedra. Cada vez que me adormilaba ese ruido parecía resonar a través de mi sueño, despertándome.
La luz del fuego me permitía distinguir claramente la estatua. La mano que señalaba al suelo era la más cercana a las llamas y su luz rojiza la iluminaba de tal modo que parecía resplandecer como el hierro en la fragua. Tuve la sensación de que me estaba pidiendo algo y, despojándome de mi capa, avancé hacia ella con la esperanza de que estando más cerca comprendería de qué se trataba. Al tocar su mano sentí que estaba caliente, pero sólo después de haber apartado la mía miré por fin y vi adónde señalaba.
Miré al suelo que había entre la piedra del fuego sagrado y el pedestal sobre el cual se alzaba la diosa y vi que estaba más sucio que el de otras partes. Creo que ello es debido al temor que sienten los encargados de limpiarlo a estar tan cerca de la diosa, o quizá ello les esté prohibido. Me arrodillé y limpié la superficie con mis dedos. En el lugar que indicaba su mano vi un anillo de bronce encajado en la piedra, aunque el hueco que lo contenía estaba tan cubierto de suciedad que a duras penas si resultaba posible distinguirlo.
En ese momento deseé tener conmigo a Falcata, pero no podía llevarla dentro del templo y la había dejado en nuestra posada. Sin embargo, había comido costillas de buey y una vez que hube logrado encajar la punta de la más afilada bajo el anillo éste quedó suelto con bastante facilidad. Luego arrojé la costilla al fuego como una ofrenda adicional y tiré del anillo con ambas manos.
Conseguí alzar la losa más fácilmente de lo que había esperado, y bajo ella descubrí una angosta escalera junto a la que había una columna de fuego: el hogar del fuego sagrado no estaba al mismo nivel que el suelo del templo, tal y como había creído, sino debajo de él. Bajé por la escalera, menteniéndome tan lejos como pude de las llamas.
—Te has chamuscado el cabello —dijo una voz de mujer—. Lo sé por el olor, Latro.
Miré al otro lado del fuego y la vi sentada sobre un estrado al final de la habitación. Era joven y muy hermosa; su cabeza estaba coronada de hojas y flores, y tanto el chitón como el himatión que la cubrían habían sido tejidos también con hojas y flores. Y, sin embargo, pese a toda su juventud y su belleza, pese a todo el colorido perfumado de las flores, había en ella algo aterrador. Cuando llegué al suelo rodeé la columna de fuego y, haciéndole una gran reverencia, le pregunté si era la Gran Madre.
—No —respondió—, soy su hija. No siendo amigo de mi madre será mejor que me llames la Doncella.
Con estas palabras se puso en pie y se acercó a mí. Aunque era delgada y parecía frágil, sus ojos me contemplaban desde una altura superior a la mía.
—Mi madre no puede estar en todos los sitios a la vez, aunque sí esté en muchos. Y, puesto que te habías metido dentro de mi reino, me ofrecí para hablar contigo en su nombre.
Acarició mi cabello, quitando los fragmentos chamuscados por el fuego y añadió:
—Mi madre no desea volverte a ver en ninguna circunstancia. ¿No prefieres tratar conmigo?
—Pero yo debo verla —dije.
Había leído en el pergamino lo que había dicho el Dios Resplandeciente y los versos de la profetisa y se lo expliqué todo a la Doncella.
—Te equivocas —me contestó—. El Matador de Lobos se limitó a decir que debías acudir a un altar de mi madre, no que tuvieras que hablar con ella. En cuanto a la sibila, sus palabras no hacen sino interpretar mal lo que dijo el Matador de Lobos y transmitirlo en pésimos versos. Aquí está el fuego y ahora te encuentras en la estancia que hay bajo él, aunque no siempre fue de este modo. Deseabas hablar con mi madre pero soy yo quien está ante ti en lugar de ella; la supero en hermosura y soy una diosa más grande que ella.
—En tal caso, oh, diosa, ¿puedo suplicaros que me curéis y me permitáis así volver con mis amigos y a mi propia ciudad?
La Doncella sonrió.
—¿Deseas recordar tal y como hacen los demás? Si recuerdas, entonces nunca podrás olvidarme.
—No quiero olvidaros —repuse, pero incluso cuando pronunciaba esas palabras sabía que estaba mintiendo.
—Muchos lo querrían —dijo—, o al menos eso es lo que creen. ¿Sabes quién soy?
Sacudí la cabeza.
—Ya te has encontrado con mi esposo pero incluso él se ha perdido ahora entre los vapores que nublan tu mente. Soy la Reina de los Muertos.
—Entonces, ciertamente no debo olvidaros. Si los hombres y las mujeres supieran lo hermosa que sois no os temerían tal y como lo hacen.
—Ya lo saben —alegó la Doncella, sacando de su chitón un tallo de lupina—. Te entrego la flor del lobo, portadora del diente del lobo. ¿Sabes dónde nació?
Comprendí a qué se refería y le contesté:
—Bajo la tierra.
La Doncella asintió.
—Si antes no hubieran muerto otras diez mil flores, ésta jamás habría llegado a existir. Son los árboles y la hierba que han muerto, al igual que los animales y los hombres que han perecido, los que os envían de nuevo toda la hierba y los árboles que tenéis, igual que ocurre con los animales y con los hombres.
—Diosa, decís que he entrado en vuestro reino como un intruso… No lo recuerdo, pero si restauráis mi memoria haré cuanto se encuentre en mi mano para pagar mi culpa.
—¿Y qué hay de tu afrenta contra mi madre?
—Tampoco me acuerdo de ello —le respondí—, pero siento una honda pena por haberla cometido.
—Ah, veo que ya no eres tan duro de cerviz como fuiste en el pasado… Si todo esto fuera asunto mío y no suyo quizá haría algo por ti. Pero es asunto suyo y no mío —declaró, mostrando la sonrisa infinitamente llena de amor y bondad de la mujer que no está dispuesta a hacer lo que se la ha pedido—. Le transmitiré tus disculpas y hablaré en favor tuyo con mi mayor elocuencia.
Creo que percibió la furia que ardía en mis ojos incluso antes de que yo mismo fuera consciente de ella, pues retrocedió un paso sin dejar de vigilarme.
—¡No!
Mi mano se alargó en busca de Falcata y entonces supe la razón de que los dioses hubieran prohibido que entraran armas en sus templos.
—Me amenazas… ¿Ignoras acaso que no puedo ser dañada por un mortal vulgar y corriente?
—No —repetí yo—; no lo sé. Y tampoco sé si soy un mortal vulgar y corriente. Quizá lo sea y quizá no.
—Tú y tu espada habéis sido bendecidos por Asopo, pero yo soy mucho más poderosa que él y ahora tu espada no se encuentra aquí.
—Tenéis razón —repuse—. Sólo cuento con mis manos y haré con ellas todo lo que pueda…
—Actuarás contra alguien que merece tu respeto como mujer y tu reverencia como diosa.
—Si no es necesario no las utilizaré. Diosa… Doncella, no quiero causaros daño y tampoco deseo hacérselo a vuestra madre. Pero había venido aquí con la esperanza de que…
Me pareció entonces que un pedazo reseco de pan se hubiera atascado en mi garganta y fui incapaz de seguir hablando.
—De ser como los demás hombres. De saber dónde está tu hogar y cuáles son tus amigos.
—Sí.
—Pero si me amenazas lo único que conseguirás será la Muerte. De ese modo serás mío al igual que lo son muchos otros: tu hogar será mi reino y tus amigos mis esclavos.
—Será mejor que vivir de este modo.
El olor de la tumba llenó la estancia con tal potencia que hizo desaparecer el humo que se alzaba de la madera de cedro que ardía en el fuego. La Muerte brotó del suelo y se quedó inmóvil junto a ella, sosteniendo su negra capa con una mano de esqueleto.
—Sólo necesito decir «Es tuyo», y tu vida habrá terminado.
—Me enfrentaré con ella si debo hacerlo.
Me miró y su sonrisa se hizo aún más cálida.
—Cuando acabes muriendo por fin, habrá algún monumento en el que se leerá: Aquí descansa el que osó enfrentarse a los dioses. Me ocuparé personalmente de ello, pero en este momento preferiría no verme obligada a cobrarme la vida de semejante héroe en su plena juventud…
La Muerte se esfumó tan silenciosamente como había venido.
—Me pediste tres favores y te concederé uno, dejando que lo escojas tú mismo. ¿Quieres ser curado? ¿O quieres volver junto a tus amigos? ¿O prefieres quizá ver nuevamente tu hogar, aunque no te acuerdes de él? Te advierto que escojas el que escojas mi madre hará cuanto pueda para estropearlo, y te advierto también que no pienso hacerte más concesiones. Si me amenazas de nuevo no andarás nunca más por la Tierra de los Vivos.
Contemplé sus ojos, bellos e inhumanos, y no pude pensar en cuál de los tres favores debía elegir.
—¿Quieres refrescarte un poco? —me preguntó—. Te ofrezco probar mi vino mientras decides… aunque si bebes mucho de él deberás quedarte conmigo.
Alegrándome ante cualquier excusa con la que retrasar mi elección le dije:
—Pero entonces, Doncella, no podría ni ver a mis amigos ni regresar a mi hogar.
—Los dos me pertenecerán muy pronto. Por ahora eres joven y lleno de valor; ven y comparte mi lecho para que así pueda nacer un héroe aún más grande. Nuestro vino se encuentra ahí, en el columbario.
Movió la mano y vi una hornacina en la pared. En ella había un jarra polvorienta y una copa que en tiempos debió de servir de castillo a una reina de las arañas. Sentí miedo y se me erizó el cabello.
—¿Qué lugar…?
—¿No lo sabes? ¡Ah, qué rápido olvidáis en la superficie! Mejor haría tu raza suplicando la memoria que tú me pides ahora: te encuentras en el megaron del rey Celeos. Contempla sus muros y verás en ellos sentado a Minos, su señor, pintado tal y como era en vida cuando visitó aquí mismo a Celeos. Celeos es ahora mi súbdito y mi esposo, y Minos es uno de nuestros grandes jueces: no hay juez más astuto y capaz de hallar de qué es culpable cada reo que Minos… A tu espalda arde el fuego en el cual mi madre habría purificado al hijo de Celeos… Cuando acabe extinguiéndose, toda esta tierra será nuestra.
Contemplé lo que me rodeaba, incapaz de hablar.
—Esta habitación ha esperado pacientemente durante toda una era de tu mundo —continuó—, pero yo no seré tan paciente. ¿Has elegido ya o quieres morir?
—Escogeré —repuse—. Si pido la memoria sabré quién soy pero quizá me encuentre muy lejos de mi hogar y de mis amigos, y me he dado cuenta de que quienes pueden recordar son generalmente menos felices que yo. Si escojo mi ciudad, sin amigos o recuerdos será para mí un sitio tan extraño como lo es ahora la ciudad de Advenimiento. Por lo tanto, escojo reunirme con mis amigos y, si éstos lo son de verdad, entonces me hablarán de mi pasado y de dónde se halla mi ciudad. ¿He elegido con sabiduría?
—Habría preferido que me eligieras a mí. Pese a todo, has acabado decidiendo y una gota más se añade al remolino que nos acerca a la destrucción. Tu deseo será concedido tan pronto como sea posible. No llores pidiendo mi auxilio cuando te veas atrapado por la corriente.
Giró como disponiéndose a marcharse, y entonces vi que su espalda era una masa putrefacta en la que se retorcían los gusanos y las larvas. Contuve el aliento pero logré reunir el valor suficiente para decirle:
—¿Esperáis aterrorizarme, Doncella? Cada hombre que ha caminado detrás de un arado conoce ya lo que me habéis mostrado, y pese a ello todos seguimos bendiciéndoos.
Y de nuevo volvió hacia mi su rostro sonriente.
—Ten cuidado con Auge, mi media hermana, que le ha robado el sur a mi madre. Y conserva mi flor… vas a necesitarla.
Y mientras pronunciaba estas palabras se fue hundiendo lentamente en el suelo hasta desaparecer.
La habitación se oscureció de inmediato a pesar del fuego, y sentí que cien espectros que habían sido expulsados de ella por su presencia volvían ahora rápidamente. Junto a Minos había un hombre desnudo con la cabeza de un toro que tenía la mano posada sobre el hombro de Minos: las llamas bailaban sobre su torso musculoso dando la impresión de que se movía. Un instante después, sus pies golpearon el suelo como hace el buey en el pesebre.
Subí corriendo los escalones aferrando la flor entre mis dedos y bajé con un fuerte golpe la losa. Estuve a punto de arrojar la flor a las llamas, pero sus pétalos azules brillaron a la luz del fuego y entonces vi que era solamente una flor silvestre recién brotada y cubierta de rocío. Me quité la diadema que había sustentado antes tantas flores y descubrí que todas se habían marchitado. La arrojé al fuego y guardé la flor en el último doblez del pergamino.
Así obré, pues creo que quienes la bendecimos no deberíamos destruir ciegamente lo que ella nos ha entregado.
Ahora he escrito ya todo lo que recuerdo de este día. La mañana en que llegamos a este lugar y nos encontramos con Poliomes se ha desvanecido ya tan irremisiblemente como mi diadema de flores. He examinado el pergamino para ver si hablé con Píndaro, Hilaeira o Io en la posada pero no hay escrito sobre ello. Tampoco recuerdo el nombre de la posada ni dónde se encuentra. Desearía ir ahora mismo hasta allí y contarle a Píndaro lo sucedido con la Doncella pero sin duda las puertas estarían cerradas aunque lograra encontrarla. He escrito con letra muy pequeña, al igual que lo hago siempre, para aprovechar al máximo este pergamino. Ahora me escuecen los ojos y cuando intento leer lo que dice a la luz del fuego empiezan a saltarme las lágrimas; casi la mitad del pergamino está ya cubierta por las líneas grisáceas de mi escritura. Esta noche no escribiré nada mas.