34

En la tienda del regente

No había nadie para recibirme.

—Espera aquí —indicó el joven hoplita que me había acompañado y, cuando se volvía para marcharse, añadió—: No toques nada.

Creo que nunca he sido un ladrón pero la tienda habría resultado ciertamente tentadora en tal caso. En ella había lámparas de oro, plata y cristal, así como gran abundancia de mullidas alfombras y cojines. En uno de los soportes de la tienda colgaba un cuchillo muy largo con una vaina verde recamada de oro, y un grifo de marfil desplegaba las alas sobre su pico de ébano.

Estaba admirando el grifo cuando entró el regente, trayendo consigo a un heleno con barba, de aspecto frágil y mirada astuta.

—Este es el esclavo —dijo el regente, dejándose caer sobre un almohadón—. Latro… Tisameno, mi mantis.

No conocía esa palabra, y mi ignorancia debió de resultar patente en mi expresión.

—Soy solamente un humilde lector de las señales del sacrificio —murmuró Tisameno—, un hombre sencillo que consulta a los dioses.

—Tisameno me aconsejó antes de la batalla de Arcilla, y quienes conocen el resultado de esa batalla saben la razón que le tenga en mucha estima.

—Su Alteza me ha narrado el sueño y deseaba ver al hombre. A veces su Alteza se divierte accediendo a mis pequeñas demandas. Señor, Latro, me he dado cuenta de que estabas admirando esa estatuilla cuando entramos. ¿Conoces esos monstruos?

—¿Acaso existen en la realidad? No, nada sé de ellos.

—Me han contado que viven en el país de esos Hijos de Escoloti que se rebelaron contra la rama real de su pueblo —alegó el regente—, y que atesoran todo el oro que encuentran.

—Todo ese oro no puede ser tan preciado como esta imagen, Alteza —contesté yo.

—Tengo entendido que se les halla al norte y al oeste de los isedonios —dijo Tisameno—. Se dice que cuando encuentran a un hombre intentando robar sus tesoros le arrancan un ojo, pero si ese hombre resulta ser ya tuerto, entonces le matan. Sin embargo, Alteza, estimo muy probable que mis informaciones estén equivocadas en tanto que las vuestras sean correctas.

El regente rió.

—No, estoy seguro de que eres tú quien acierta. Quien demuestra más inteligencia en estos asuntos es siempre el que los aleja más de nuestras moradas…

Tisameno asintió, sonriendo.

—Supongo que no habréis visto esas criaturas, ¿verdad, señor?

Me encogí de hombros.

—No tengo modo alguno de saberlo. Por lo que he leído hoy en mi pergamino ya me hallaba en compañía del regente cuando estuvimos en la ciudad de los Cordeleros. Si te ha hablado de mí, seguramente te habrá contado ya que soy incapaz de recordar las cosas.

—Y, sin embargo, os acordabais del monstruo, señor, pues he visto el recuerdo en vuestros ojos.

Sacudí la cabeza.

—Si es que he llegado a saber algo de ellos, ahora no lo recuerdo. Tampoco recuerdo cómo lo aprendí ni dónde.

El regente rió levemente.

—Sentaos los dos: no he cumplido muy bien mis deberes como anfitrión hasta ahora. Latro, Tisameno… —dijo, volviéndose hacia el mantis—. ¿Qué nombre prefieres, Tisameno de Elis o Tisameno del Cordel?

—El que su Alteza elija para honrar con él a su servidor.

—Entonces, Tisameno de Elis. Latro, Tisameno obtuvo mi permiso para visitar a su familia después de la batalla. Eso fue más bien infortunado pues no se hallaba presente para interpretar mi sueño cuando lo tuve; pero ahora se lo he contado y en lo general tiene la impresión de que aun sin él he logrado comprender su significado.

—Quería visitar a mis hermanas y sus esposos, señor, pues no he sido favorecido en cuanto a hijos e hijas —suspiró el mantis—. Y el Ineludible me privó de mi pobre esposa durante los últimos Juegos.

Tosí levemente. No creía que mis próximas palabras fueran a costarme la cabeza. Mas la posibilidad de que así fuera, por ligera que me pareciese, me hizo sentir un escalofrío al pronunciarlas.

—Con tu permiso, mantis… ¿Por qué me llamas «señor» cuando el regente me ha llamado esclavo?

—Siempre habla así —repuso el regente con brusquedad.

—La cortesía es algo que nunca está de más, señor —dijo Tisameno con voz tan suave que apenas si pude oírle—, y en particular la cortesía para con un esclavo. Los esclavos siempre sabemos apreciarla…

Se volvió hacia mí y añadió:

—Entonces, no podrás responder a nuestras preguntas y eso es realmente lamentable, pero quizá no tengas objeción si te suplico que lo intentemos.

—Trae un poco de vino —le dijo el regente a Tisameno—. ¿Quieres una copa, Latro?

—A esa pregunta me es posible contestar —repuse—. Sí. Pero Io puede contaros más cosas de mí que yo mismo.

—La interrogué hace poco —explicó el regente—, y pude transmitirle todo lo que supe por ella a Tisameno en muy pocas palabras. Te encontró en la Colina y estabas gravemente herido. Intentaste abrazar una estatua del Dios del Río y te llevaron a su oráculo. El oráculo te entregó la esclava y le encargó a un ciudadano la misión de guiarte hasta la ciudad de Advenimiento. Los tres fuisteis capturados en la Colina de la Torre hasta que os liberó un capitán de Pensamiento. En Advenimiento la diosa se te apareció en un sueño y te prometió devolverte a tus amigos. Luego el lochagos que había enviado en tu busca te encontró y te condujo hasta mí.

Tisameno sirvió el vino, y éste era tan añejo y bueno que perfumó incluso ese aire ya cargado de perfumes.

—Gracias —le dije, aceptando la copa que me tendía.

—No pareces muy complacido. ¿Qué sucede?

—Me habéis dicho muchas cosas, Alteza, pero ninguna de ellas era la que yo deseaba oír.

—¿Cuál deseabas oír?

—Quiénes son mis amigos, dónde se encuentra mi hogar, lo que me sucedió y el modo en que puedo curarme.

—Tus amigos se encuentran aquí…, al menos, dos de ellos. Yo soy tu mejor amigo, y quien esté de mi lado será igualmente amigo tuyo. ¿Sabes qué promesa se me hizo en el sueño?

—Sí. Hablamos de ella esta tarde en la garganta.

—Entonces, quizá también sepas la razón que hay detrás de tal promesa —murmuró Tisameno—. ¿Qué hace de ti un talismán de victoria?

—No tengo ni la menor idea.

—Mi primera idea fue que habríamos nacido en el mismo instante —dijo el regente—, y es bien sabido que el destino de niños semejantes se encuentra siempre unido. ¿Qué piensas de ello, Tisameno?

El mantis no pareció demasiado convencido.

—Creo que es más joven —dijo mirándome—. Señor, supongo que ignoráis el día de vuestro nacimiento…

Meneé la cabeza y el regente se encogió de hombros.

—De todos modos, podría ser cierto. Yo me encuentro en el vigésimo octavo año de mi vida. ¿Crees que ésa podría ser tu edad, Latro? Habla, que no se te golpeará por lo que digas.

—Alteza, veintiocho años me parecen demasiados y creo que mi edad debe de ser inferior.

Tisameno se había puesto en pie.

—Habéis hablado con inteligencia, señor, y estoy de acuerdo con ello. ¿Puedo dirigir vuestra atención una vez más hacia esta admirable talla? ¿Podríais quizá informarme sobre el nombre que se les da a estos monstruos?

—Se les llama Los que Tienen Garras —respondí.

—Ya… —murmuró Tisameno—. El dios que te arrebató la memoria al menos te dejó eso. ¿Qué hombre puede comprender sus propósitos y acciones?

El regente tomó un sorbo de vino.

—Por lo menos mil veces habré oído decir eso: «¿Quién entiende a los dioses?». Todo el mundo se hace esa pregunta pero nadie la contesta. Ahora ya soy un hombre, y soy casi un rey… ¿Sabes que muchos de nuestros Cordeleros me llaman ya rey Pausanias, Tisameno? Pues lo intentaré, Latro. A ti eso te es posible.

—No estoy seguro de comprenderos, Alteza —dije yo con toda la cautela que me fue posible.

—Una vez te califiqué de estúpido, pero desde entonces te he visto el tiempo suficiente como para saber que puedes ser cualquier cosa menos eso.

—Sin embargo, Alteza, de creer que estoy presente en los consejos de los dioses tened por seguro de que en esta tienda habrá al menos un estúpido.

—Señor —dijo Tisameno—, estáis empezando a pisar terrenos muy peligrosos.

—Porque si eso creéis, Alteza, entonces debe de ser cierto, y sería un estúpido si así no os lo dijera.

El regente miró a Tisameno y le sonrió con su habitual mueca torcida.

—¿Has visto a qué me refería? Si esto fuera un pentatlón, ganaría cada una de las pruebas.

—Muy bien, Alteza —repuse—; si estamos unidos quiere decir que en caso de ser vencido, vos lo seríais también.

—Y además, ganaría la prueba de carros. Pero, Latro, amigo mío… y ahora te estoy llamando amigo, y no esclavo; sabes cosas sin saber ni tan siquiera que las sabes. No recordabas el nombre de esos monstruos alados hasta que se te preguntó, ¿verdad?

Sacudí la cabeza.

—Quizá ocurra lo mismo en cuanto a los consejos de los dioses —murmuró Tisameno—. Si logramos hacer que acudan a tu memoria, ¿le hablarás de ello a su Alteza?

—Si él lo desea, ciertamente que lo haré —contesté—. Pero aunque Io dice que durante un tiempo estuve barriendo los suelos de una mujer en Pensamiento, creo que jamás he barrido la entrada del Olimpo.

—Entonces, empezaremos con especulaciones mucho más humildes. ¿Reconoces que existen muchos dioses?

Bebí un poco de vino.

—Supongo que eso lo reconocen todos los hombres.

—Una vez le dijiste a su Alteza, y no dudo que hablabas sinceramente, que eras un soldado del Gran Rey.

—Ésa es la sensación que tengo.

—Entonces, debéis saber algo de lo bárbaros, señor. Lo cierto es que incluso tenéis que haber desfilado por Parsa, pues eso hizo el ejército del Gran Rey para llegar hasta aquí. ¿Sois consciente de que ellos afirman que sólo existe un dios, al cual llaman Ahuramazda?

—No sé nada de ellos —le contesté—. Al menos, nada que pueda recordar.

—Y, sin embargo, le hacen sacrificios al sol y a la luna, así como al fuego, a la tierra y al agua. Es posible que no exista más que un dios, y tened en cuenta que estoy hablando en tanto que sofista, señor; y también es posible que existan muchos dioses. Pero lo que no es posible es que existan uno y muchos. ¿Discrepáis de mí?

Me encogí de hombros.

—A veces una palabra se utiliza para dos cosas distintas. Cuando cargué la mula del regente até la carga con cuerda.

—¡Excelente! —dijo el príncipe Pausanias con una risita—. Pero ahora, viendo que has vencido al pobre Tisameno, déjame jugar a que soy el abogado de Ahuramazda. Digo que al igual que sólo existe un rey en Persépolis, no puede existir más que un dios. ¿Por qué razón iba a tolerar otros? Los destruiría y entonces sólo habría uno. Muéstrame mi error, Latro, si es que puedes.

—Alteza, si fuerais realmente un mago…, es decir, un sacerdote de ese Ahuramazda… Bien, no creo que hablarais de ese modo. Diríais que no puede haber un solo dios sino que, igual que entre los Cordeleros hay dos reyes, deben existir también dos dioses.

El regente extendió su copa y Tisameno volvió a llenársela de vino.

—¿Por qué decís eso, señor?

—Yo no lo afirmo, pero pienso que los magos si lo afirmarían. Este sería su razonamiento: en el mundo existe el bien y por lo tanto existe un dios del bien, un sabio señor. Pero también existe el mal, por lo cual debe existir igualmente un señor del mal. De hecho, la existencia de uno implica la del otro. No puede existir el bien sin el mal, ni el mal sin el bien.

—Aquí sabemos que el bien y el mal proceden de los mismos dioses —observó el regente—, pues hemos notado que el mismo hombre puede ser a veces bueno y a veces malo.

—Alteza, un mago diría lo siguiente: entonces llamaré al bueno Ahuramazda y al malo Angra Manyu, mente maligna. Y si el bien es realmente bueno, ¿no será capaz de eliminar la mentira de mi razonamiento?

El regente asintió.

—Sin embargo lo que dices no explica los otros dioses… ni a Orith. ¿Qué sucede con la tierra, el fuego, el viento y todo lo demás?

Tisameno asintió igualmente, inclinándose hacia mí para oír mejor.

—Ahora puedo hablar tanto en mi nombre como en el de los magos —repuse—. Me parece que no puede existir el bien sin el mal ni el mal sin el bien. Para un ciego, ¿acaso no es siempre de noche? ¿Existe el día para él? Pienso que si Ahuramazda…

Mientras yo hablaba uno de los hoplitas de la guardia entró en la tienda. Me callé y él se volvió hacia el regente.

—El capitán ha llegado, Alteza.

—Entonces, tendrá que esperar. Continúa, Latro.

—Si Ahuramazda existe, Alteza, entonces todas las cosas deben servirle. El roble le pertenece tanto como el ratón que roe sus raíces. Sin robles no habría ratones, sin ratones no habría gatos y sin gatos no habría robles. Pero, ¿no debería acaso tener sirvientes más grandes que los robles y los hombres? Estoy seguro de que así debería ser, pues la distancia que hay entre Ahuramazda y los hombres o los robles es enorme; y bien sabemos que cada rey tiene algún ministro cuya autoridad es sólo ligeramente inferior a la suya, y que tales hombres poseen sus propios ministros dotados de poderes similares. Además, la existencia del sol, la luna, la tierra, el fuego y el agua es un hecho indiscutible.

—Pero la de Ahuramazda no lo es. Acaba tu vino.

Hice lo que me indicaba y proseguí.

—Alteza, pensemos en una ciudad tan grande como Susa. Dentro de esa ciudad se alza un palacio igualmente grandioso. Junto al muro del palacio está acurrucado un niño que mendiga, y ese niño soy yo.

—¿Es Ahuramazda el rey que habita ese palacio?

Meneé la cabeza.

—No, Alteza. Al menos, no por lo que yo, Latro, el niño mendigo, he podido ver. Los criados son los señores de ese palacio. Una vez el cocinero me dio carne y un pinche de las cocinas me dio pan. Incluso he podido ver al mayordomo con mis propios ojos, Alteza, y puedo aseguraros que es un gran señor en verdad.

El regente se puso en pie y tanto Tisameno como yo le imitamos un instante después.

—Lo es para un niño que mendiga en la calle —repuso el regente—, aunque quizá no lo sea para él mismo. Hablaremos nuevamente de todo esto cuando hayas vuelto de Sestos. ¿Deseas ver tu nave?

—Me gustaría verla, Alteza —asentí yo—, aunque sea la misma en la que vinimos. Lo he olvidado pero Io dice que vinimos en un barco.

—Es uno de los que nos trajeron hasta aquí —me explicó mientras abandonábamos la perfumada atmósfera de la tienda para salir a una noche todavía más aromática—, pero no es el mismo en el que viajasteis vosotros y donde vine yo también. Ése me lo llevo otra vez a Olimpia, y otro barco se encargará de llevaros a ti y a Pasicrates hasta Sestos.

El hoplita y otro hombre estaban esperando fuera.

—¿Eres el capitán Nepos? —preguntó el regente.

El capitán dio un paso hacia adelante haciendo una gran reverencia.

—El mismo, señor.

Su cabello relucía cual la espuma bajo la claridad lunar.

—¿Entiendes cuál es tu misión y la aceptas?

—Debo llevar cien Cordeleros y doscientos setenta esclavos hasta Sestos. Y también debo llevar una mujer, debiendo tener ésta un camarote para ella sola.

—También llevarás una esclava —le dijo el regente—, junto con el esclavo al que ahora tienes delante.

—Podemos ocupar el mismo camarote —sugerí—. O podemos dormir en la cubierta, si no hay camarote para nosotros.

El capitán meneó la cabeza.

—Casi todo el mundo deberá dormir en la cubierta, y aun así el barco irá atestado.

—Pero tu barco será capaz de llevarles a todos así como a sus raciones, ¿verdad? —le preguntó el regente.

—Sí, Alteza, aunque sin demasiadas comodidades.

—No las necesitan. Sabes que no podrás atracar en Sestos, ¿verdad? Ahora se encuentra asediada y los demás puertos del Quersoneso siguen en manos del Gran Rey.

El capitán asintió.

—Les desembarcaré mediante botes, será lo más seguro.

—Bien. Entonces, acompáñanos. Le he prometido a Latro que vería tu barco y tendrás que señalárselo.

El regente miró a su alrededor buscando a Tisameno pero éste había desaparecido. El hoplita se ofreció a buscarle pero el regente sacudió la cabeza.

—Si quieres confiar en los que son como él debes permitirles cierto grado de libertad.

Nos pusimos en marcha y me dijo:

—Supongo que deseaba ejercitar un poco las piernas. Tuvimos que convertirle en ciudadano para obtener su ayuda en la batalla, pero de todos modos nunca será un Cordelero.

Aunque la luna no estaba muy alta en el cielo y su perfil parecía tan curvado como mi espada, la noche era muy clara y en el firmamento se distinguían abundantes estrellas. Subimos hasta un acantilado que dominaba la ciudad y nos permitía una vista magnífica del pequeño puerto.

—Ahí está el Nausica —indicó el capitán con voz llena de orgullo—, prácticamente en el extremo de la bahía.

Su barco era sólo una silueta oscura sobre la oscuridad aún más negra del agua pero sentí deseos de estar ya a bordo de él, pues tengo la sensación de que en esta ciudad ya nada me espera.

—Imagino que estaréis ansioso por volver, capitán —dijo el regente.

—Ansío serviros, Alteza, pero…

—Id-dijo el regente moviendo la mano.

Pensé que volveríamos al campamento, pero el regente siguió inmóvil donde estaba y después de un tiempo me di cuenta de que no estaba mirando el barco sino el mar. Estaba mirando hacia Sestos y el mundo que está más allá.

Acabó apartando la mirada y me dijo, en voz baja y pausada:

—Si ese niño que mendiga…, digamos que no se llama Latro, que su nombre es Pausanias… ¿y si ese niño, Pausanias, pudiera acabar conociendo al rey? Debes ayudarme y yo te ayudaré. Te daré la libertad y mucho más aún.

Dije que no me creía capaz de hacer nada al respecto pero que me alegraría hacer cuanto estuviera en mi mano.

—Yo creo que puedes hacer mucho. Conoces a los criados, Latro, y quizá puedas convencerles de que me permitan entrar en el palacio.

Se volvió, disponiéndose a marcharse, y el hoplita que nos había estado siguiendo mientras ascendíamos por el abrupto camino que escalaba el acantilado fue detrás nuestro tan silencioso como antes.

Mientras volvíamos al campamento pensé en todo lo que el regente había dicho y en todo lo que he dejado anotado aquí. Y sentí una gran desesperación al pensar que me embarcaba en una empresa tan colosal y terrible, aunque no pude decir nada de ello cuando me separé del regente. ¿Cómo le es posible a un hombre, incluso a un príncipe y un regente, penetrar en un palacio que ningún hombre ha contemplado? ¿Cómo podrá hacerse amigo de un monarca que tiene a los dioses por ministros?

Aún debo escribir algo más, aunque mi mano vacila llegado el momento de hacerlo. Hace apenas unos segundos, cuando estaba a punto de entrar en esta tienda que Io y yo compartimos con Drakaina y Pasicrates, oí rozándome casi la oreja el extraño susurro de Tisameno, diciendo: «¡Mata al hombre que tiene el pie de madera!». Cuando me volví intentando verle, no encontré ni rastro de él.

No tengo ni idea de lo que esto puede significar ni de quién puede ser el hombre con el pie de madera. Quizá fue sólo un engaño del viento; o quizá voy a volverme loco igual que he perdido mi memoria, envuelta en brumas, y esa voz no era sino un fantasma surgido de esa neblina que todo lo oscurece.