16

En la ciudad

Kaleos me dijo que en principio sólo los soldados llevan armas, y me entregó la vieja capa gris de Gelo para cubrir mi espada.

Euricles había dicho que el cementerio no estaba lejos de la casa de Kaleos pero me pareció que había bastante distancia. Me pregunté si sería capaz de encontrar otra vez la casa y también si los demás serían capaces de hacerlo, pues todos habían bebido y algunos de ellos estaban ya considerablemente ebrios. De entre las mujeres sólo nos acompañaba Fie. Kaleos había dicho que no pensaba andar tanto ni para ver a un dios, así que mucho menos lo haría por un fantasma; y las demás habían admitido con toda franqueza que si Euricles ganaba su apuesta eran capaces de morirse del susto.

Kaleos nos había entregado dos antorchas. Yo llevaba una y Fie la otra. Me alegré de que ella tuviera también una antorcha, pues el suelo estaba repleto de ladrillos caídos y guijarros sueltos y los muros que permanecían en pie arrojaban largas sombras que aún parecían más negras gracias a la débil claridad lunar que flotaba sobre ellas. Yo marchaba el primero del grupo y después venía Euricles, indicándome por dónde ir; Kaleos le había entregado una gallina para que sirviera de sacrificio y Euricles la llevaba bajo la capa, desde donde el animal iba lanzando débiles chillidos de protesta. En qué orden iban los demás, si es que guardaban orden alguno, es algo que ignoro, excepto por Fie, que iba la última.

Cuando llegamos al cementerio, Euricles le preguntó a Hipereides si había alguna persona con la cual deseara hablar en primer lugar.

—De ser así —le dijo—, probaré primero con ésta como cortesía hacia vos. Me reservo el derecho de invocar a un segundo espectro para que zanje nuestra apuesta en el caso de no tener éxito con el primero. Por ejemplo, ¿tenéis enterrado aquí algún pariente? ¿O quizá alguna otra persona a la que deseéis hacer venir desde el reino de las sombras?

Hipereides meneó la cabeza y tuve la impresión de que estaba algo asustado.

—¿No resulta extraño ver a tanta gente aquí? —le pregunté en voz muy baja a Píndaro.

—¿Te refieres a nosotros? —me replicó él.

—Y a los demás…

Con mi mano libre señalé a los que permanecían inmóviles a nuestro alrededor.

—Latro —susurró Píndaro—, cuando Euricles, el amigo de tu dueña, empiece a ejecutar su ceremonia, tú debes ayudarle.

Hice un gesto de asentimiento.

—Si hay por aquí alguien que parezca prestarle atención a la ceremonia pero que no haya venido con nosotros desde la casa de Kaleos, debes tocarle. Limítate a extender la mano y tocarle. ¿Lo harás?

—Entonces —prosiguió Euricles—, ¿a nadie de vosotros se le ocurre una persona en particular?

Los tres capitanes menearon la cabeza y el kiberneta les imitó.

—Entonces buscaré una tumba que me parezca buena para lo que pretendo y trataré de llamar a su ocupante, y del resultado de mi intento dependerá vuestra apuesta. ¿Ha quedado todo claro?

Todos murmuraron que así era.

—Bien. Fie, acompáñame. Debo examinar las tumbas y leer sus lápidas. Tú, muchacho, como te llames…, ven también.

Durante unos minutos fuimos por entre las tumbas y nuestros pies despertaban secos crujidos entre las espigas marchitas que habían sido plantadas en el cementerio. Euricles vacilaba a veces ante una lápida y solía coger un poco de tierra de la tumba para olerla o probarla, en tanto que otras veces se detenía para reseguir con sus dedos las letras trazadas en la piedra. Una débil brisa nos traía los olores de las cocinas y las basuras de la ciudad, así como el de la tierra recién removida.

Fie lanzó un grito y dejó caer su antorcha, aferrándose a Euricles en busca de protección. La gallina huyó aleteando de entre su capa y Euricles le dio un bofetón a Fie, preguntándole a gritos qué le ocurría.

—¡Ahí! —exclamó ella, extendiendo un brazo tembloroso.

Alcé un poco más mi antorcha, vi lo que ella había visto y me acerqué un poco más para examinarlo.

Una de las tumbas había sido abierta. La tierra había sido apartada formando un montón sobre el que yacían los restos medio podridos de las coronas. El ataúd estaba medio fuera de la tumba, con la parte superior destrozada a golpes, dejando al descubierto el cuerpo de una mujer joven cuyas piernas seguían aún dentro de los restos del féretro. El sudario había sido hecho pedazos, dejándola desnuda salvo por su larga cabellera negra. Olía a muerte y me aparté de ella teniendo la sensación de que la había conocido antes, aunque era incapaz de saber cuándo o dónde.

—¡Domínate! —le ordenó Euricles a Fie—. No es el momento de que tu seno se ponga a bailar…

Fie siguió llorando y escondió el rostro en la capa de Euricles.

—Algo terrible ha ocurrido aquí —dijo Acetes—. Una profanación.

Su mano reposaba sobre el pomo de su espada.

—Estoy totalmente de acuerdo —alegó Euricles—. Ha ocurrido algo pero, ¿qué? ¿Quién lo hizo?

Acetes no supo hacer nada salvo sacudir la cabeza, perplejo.

Yo le acaricié la mano a Fie y le pregunté si empezaba a encontrarse algo mejor. Una vez que me hubo dicho que sí cogí su antorcha y la prendí de nuevo usando para ello la mía.

—Soy nada más que un recién llegado a vuestra ciudad —le dijo Euricles a los otros—, pero le debo agradecimiento a mis anfitriones y veo con claridad cuál es mi deber en esta situación. Debemos descubrir lo sucedido e informar de ello a los arcontes. Tanto mi talento como el entrenamiento que poseo y, por encima de todo, el favor con el que me distinguen los dioses ctónicos, me imponen esa obligación: invocaré al espíritu de esta pobre muchacha y por él sabremos quién ha hecho esto y la razón de tal acto.

—No puedo… —murmuró Fie.

Aunque había hablado en voz muy baja Euricles la había oído y se volvió hacia ella.

—¿Qué quieres decir?

—No puedo verlo, no puedo quedarme aquí inmóvil mientras que… mientras que haces eso que vas a hacer. Me voy. —Se apartó de él, mirándole—. ¡No intentes detenerme!

—No lo intentaré —repuso Euricles—. Créeme si te digo que comprendo muy bien lo que te ocurre y si pudiera yo mismo me encargaría de acompañarte hasta la casa de Kaleos. Por desgracia, estos caballeros…

—Se han comprometido en una apuesta que mucho empiezan a lamentar —dijo uno de los capitanes—. Si lo deseas iré contigo, Fie; y en cuanto a la apuesta, uno mi destino al de mi viejo patrón, Hipereides. Si él gana, también yo habré ganado; si pierde, habré perdido.

—¡No! —Fie clavó en él unos ojos tan llenos de odio que por un instante la creí capaz de lanzarse sobre su rostro—. ¿Piensas acaso que deseo sentir cómo tus sucias manos hurgan bajo mi vestido durante todo el trayecto de vuelta hasta la casa de Kaleos?

Giró en redondo y se alejó, su antorcha moviéndose agitadamente de un lado a otro mientras se abría paso entre los silenciosos espectadores.

Euricles se encogió de hombros.

—Me equivoqué permitiendo que nos acompañara una mujer —dijo—. No puedo hacer más que presentarles mis disculpas a los presentes.

—Está bien —le apremió Hipereides—, si piensas hacer algo más es mejor que empieces de prisa.

Y se envolvió apretadamente en su capa, como si tuviera frío.

Euricles asintió y se volvió hacia mí.

—Encárgate de buscar a esa gallina, ¿quieres? No creo que haya llegado muy lejos dado lo oscuro que está todo.

A pocos pasos de distancia crecía un pequeño ciprés y la gallina se encontraba entre sus ramas. No me fue muy difícil cogerla de nuevo.

Cuando me reuní de nuevo con los hombres que estaban esperando junto a la tumba profanada, Euricles había sacado de algún sitio un cuchillo, y apenas le entregué la gallina le cortó el cuello con un rápido tajo, pronunciando palabras en un idioma que no pude entender. Por tres veces dio la vuelta a la tumba andando con paso lento y solemne mientras iba esparciendo la sangre de la gallina, y al terminar cada una de las vueltas decía en voz muy baja la palabra Tigater, la cual supongo debió de ser el nombre de la muerta. Al dar la tercera vuelta vi cómo ella abría los ojos para observarle y, recordando lo que me había dicho Píndaro, me puse en cuclillas y alargué la mano hacia el interior de la tumba para tocarla.

Y ella se incorporó de golpe, sacando las piernas del ataúd.

Oí como Hipereides y todos los demás contenían el aliento y debo confesar que también yo me sobresalté, de modo que me apresuré a retirar la mano que había extendido. Incluso Euricles la estaba contemplando con los rasgos desencajados por el asombro más absoluto.

Una vez puesta en pie, Tigater se quedó inmóvil, sin mirar ni a Euricles ni a Píndaro, ni a nadie del grupo.

—Has ganado —admitió Hipereides con un trémulo hilo de voz—. Vámonos de aquí.

Euricles echó la cabeza hacia atrás y alzó sus flacos brazos hacia la luna.

¡He triunfado! —gritó.

—Cállate —siseó el kiberneta—, o quieres…

—¡He triunfado! —Euricles señaló el suelo ante él—. ¡Aquí! ¡Ven aquí Tigater! ¡Preséntate ante tu amo!

La muerta salió obedientemente de su sepulcro y fue hasta donde Euricles le había indicado. A pesar de que andaba, no había en ella vida alguna y se movía cual una muñeca de madera cuyos miembros articulados accionara la mano de un niño.

—¡Responde! —le ordenó Euricles—. ¿Quién fue el que turbó tu sueño?

—Tú —respondió la muerta, y al hablar cayó de su boca una moneda, y su aliento hedía a muerte—. Y este hombre… —me señaló sin volverse hacia mí—, este hombre de quien mi rey dice que debe cumplir con lo que se le ordenó.

—Sí, fui yo quien te despertó, igual que lo hizo este hombre con su antorcha. Pero, ¿quién estuvo cavando aquí y rompió el ataúd en el que reposabas?

—Yo fui enterrada aquí —dijo la muerta—. Me encontraba muy lejos.

—Pero, ¿quién removió la tierra? —insistió Euricles.

—Un lobo.

—Tuvo que ser el hombre que rompió tu ataúd y no…

—Un lobo.

—Creo que habla como el oráculo —aclaró Píndaro en voz baja.

Euricles asintió con un gesto tan leve que no estuve muy seguro de haberlo visto en realidad.

—¿Cuál era el nombre del lobo? ¡Habla!

—Se llamaba Hombre.

—¿Cómo rompió tu ataúd?

—Con una piedra.

—¿Sosteniéndola en sus manos? —le preguntó Euricles.

—Sí.

—Esa muchacha estaba en lo cierto —dijo el capitán que se había ofrecido para escoltar a Fie—. Me voy de aquí.

Y todos, menos Euricles y yo, empezaron a retroceder, apartándose de la tumba profanada.

—¿No sabéis acaso que ahora es capaz de hacer profecías para nosotros, estúpidos? —dijo Euricles—. Escuchad y podréis oír cómo el velo del futuro es rasgado en mil pedazos. ¡Tigater! ¿Quién ganará la guerra?

—Los cuervos y los lobos ganan todas las guerras.

—¿Llegará algún día Kshayarsha, al que tu pueblo llama el Gran Rey, a ser el gobernante de este país?

—El Gran Rey ha gobernado nuestro país.

—Eso es lo que dijo el oráculo de los Delfines —le explicó Píndaro a Euricles.

No aguardéis al caballo y a la guerra,

Dejad la tierra que os engendró.

El rey del este gobernará vuestras costas,

Mas acabará cediendo ante vosotros.

Creo que Euricles no le oyó.

—¡Tigater! ¿Cómo puedo llegar a ser rico?

—Convirtiéndote en pobre.

—He visto una maravilla esta noche —proclamó de pronto Hipereides—, pero se trata de algo que mucho querría no haber presenciado y soy incapaz de creer que los dioses contemplen con benevolencia estas cosas. Me voy de aquí y quien desee oír más puede hacerlo y, en cuanto a mi respecta, que se atenga luego a las consecuencias. Euricles, dile a Kaleos que perdí la apuesta y que he regresado a mis barcos. Cuando vuelva a encontrarme con ella yo mismo se lo contaré.

—Voy contigo —dijo el kiberneta, y tanto Acetes como los dos capitanes asintieron.

—No tan rápido —dijo Píndaro—. Hipereides, tu apuesta conmigo fue de dos lechuzas, y de ese dinero no se encarga Kaleos.

Hipereides dejó caer las dos monedas en la palma de Píndaro.

—Si quieres venir con nosotros puedes compartir mi habitación de Encuentro.

Píndaro meneó la cabeza.

—Latro y yo volveremos con Kaleos. Mañana vendré a por Io e Hilaeira.

Estuve a punto de explicarle que Io ya estaba aquí, pero logré contenerme y no decir nada.

Euricles escupió en sus manos y luego se las frotó.

—Dado que nos abandonáis, Tigater y yo iremos a la ciudad. Hay allí ciertas personas a las que les encantará contemplar mi victoria. ¡Ven, Tigater!

—Espera —me dijo Píndaro—. Tenemos que seguir el mismo camino que ellos pero no hay necesidad alguna de que andemos junto a la muerta.

Permanecí inmóvil viendo cómo se iban mientras que Hipereides y los demás se desviaban hacia el oeste.

—Píndaro —le pregunté—, ¿por qué tengo tanto miedo?

—¿Y quién no lo tendría? Yo estaba muerto de terror y creo que lo mismo le ocurre a Euricles, pero su ambición es tal que anula su miedo. —Píndaro rió con nerviosismo—. Tengo la esperanza de que hayas comprendido su pequeño truco, ¿no? Había contado contigo para darle a Euricles algo más de lo que esperaba conseguir, pero nos superaste a los dos y yo también he obtenido algo más de lo que esperaba.

—No tengo miedo de la muerte —dije—, pero tengo miedo de algo. Píndaro, mira hacia la luna. ¿Qué ves?

—Que está a punto de convertirse en nueva —respondió, y que se está ocultando detrás de la colina sagrada. ¿Qué hay de especial en ello?

—¿Puedes ver allí donde aún se alzan unas cuantas columnas? La luna está enredada en ellas… algunas están delante de la luna pero hay otras detrás.

—No —replicó Píndaro—. No, Latro, eso no lo veo. ¿Nos vamos ya?

Asentí. Cuando hubimos salido del cementerio y estábamos ya a medio camino de la mansión de Kaleos, Píndaro me dijo:

—No me sorprende que no tuvieras miedo de la muchacha muerta, Latro. Eres mucho más aterrador tú que ella… La auténtica maravilla es que ella no tuviera aparentemente miedo de ti, aunque quizá sí lo tuviera.

La puerta estaba cerrada y aunque llamamos nadie acudió para abrir, pero no resultó demasiado difícil encontrar un lugar donde el muro había caído no habiendo sido levantado de nuevo.

—Mi cuarto tiene aún medio tejado —me dijo Píndaro—. Kaleos me llevó hasta él y me dijo que era el mejor de la casa; probablemente lo sea, exceptuando el suyo propio. Puedes compartirlo conmigo si quieres.

—No —respondí—, ya tengo un sitio donde dormir.

—Como desees. —Suspiró y me sonrió—. Esta noche habrás sacado de nuestras aventuras como mínimo una capa, en tanto que yo he conseguido dos lechuzas, y poseí a una mujer. Hay veces en que he ido mucho más lejos y he vuelto con menos. Buenas noches, Latro.

Fui a la habitación donde estaban durmiendo el hombre negro e Io. Ella se despertó y me preguntó si me encontraba bien. Cuando le dije que así era me contó que Fie había vuelto un poco antes y que Kaleos le había dado una paliza horrible.

Le aseguré que nadie me había pegado y me tendí junto a ella. No tardó en dormirse pero yo seguía estando asustado y no podía conciliar el sueño. La luna que se había estado ocultando cuando Píndaro y yo caminábamos de vuelta hacia la ciudad se había levantado nuevamente en los cielos, por imposible y contrario a toda razón que pueda parecer, y al verla me recordó el ojo de la muerta cuando lo entreabrió para contemplar a Euricles.

El alba penetraba por los agujeros del techo. Me senté y escribí todo lo ocurrido desde la última vez en que tuve ocasión de hacerlo. Estoy llegando al final y veo en la parte exterior de mi pergamino que debo leerlo cada día, así que ahora comenzaré. Quizá cuando lo haya leído entenderé a qué se refería la muerta y hacia dónde debo ir.