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Escribo acerca de lo ocurrido recientemente. El médico entró en esta tienda al amanecer y me preguntó si le recordaba. Cuando le dije que no era así, me lo explicó todo. Luego me entregó este pergamino y un punzón hecho con el metal que se usa para fabricar los proyectiles de las hondas, que marca el pergamino como si éste estuviera hecho de cera.

Mi nombre es Latro. No debo olvidarlo. El médico dijo que todo se me olvidaba muy de prisa a causa de una herida que sufrí durante el combate. Le dio un nombre a mi enfermedad como si ésta fuera un hombre, pero no recuerdo cuál fue. Dijo que debo aprender a escribir lo mejor que pueda y de tal modo seré capaz de leer mis escritos cuando haya olvidado algo. Ésa es la razón de que me entregara el pergamino y el punzón hecho con el pesado metal que se usa para fabricar los proyectiles de las hondas.

Antes escribí algo a petición suya sobre el polvo. Pareció complacerle que yo fuera capaz de escribir y dijo que la mayoría de los soldados no sabían hacerlo. Dijo también que mis letras estaban trazadas correctamente, aunque algunas tenían formas que desconocía. Luego sostuve en alto la luz y él me enseñó cómo escribía. Sus letras me parecieron muy extrañas. Viene de la Tierra del Río.

Me preguntó cuál era mi nombre pero no logré hacer que brotara de mis labios. Me preguntó si recordaba nuestra conversación de ayer y le dije que no. Él me dijo que habíamos conversado ya varias veces pero que cuando regresaba yo siempre había olvidado ya todo. Me explicó que unos soldados le habían dicho cuál era mi nombre, Latro, y me preguntó si era capaz de recordar mi hogar. Podía hacerlo, y le hablé de nuestra casa y del arroyo que ríe al pasar corriendo sobre las piedras multicolores. Le describí a mi padre y a mi madre tal y como los veo en mi mente, pero cuando me preguntó sus nombres sólo fui capaz de referirme a ellos como «padre» y «madre». Dijo que en su opinión se trataba de recuerdos muy antiguos, quizá de hacia veinte años o más. Me preguntó quién me había enseñado a escribir pero no pude responderle. Luego me entregó estos objetos.

Ahora estoy sentado ante la tienda y, habiendo escrito ya todo lo que recuerdo sobre nuestra conversación, escribiré sobre lo que veo, de tal modo que quizá en tiempos venideros pueda examinar lo que he escrito y hallar así algo de valor.

El cielo está despejado y es de un color azul claro, aunque el sol no ha surgido aún por encima de las tiendas. Hay muchas, muchas tiendas. Algunas están hechas con pieles y otras con tela. Casi todas carecen de adornos, pero veo una que está cubierta con borlas de lana pintada. Después de que se fuera el médico, cuatro camellos que andaban con paso rígido y como a regañadientes pasaron ante mí dirigidos por hombres que gritaban. Ahora acaban de regresar, ya ensillados y adornados con borlas rojas y azules iguales a las de la tienda, levantando una gran polvareda pues los hombres les golpean para que se muevan de prisa.

Junto a mí pasan con frecuencia soldados; algunos corren, pero ninguno de ellos sonríe. La mayoría son de baja estatura y cuerpo fornido. Llevan negras barbas. Visten pantalones y túnicas con bordados de turquesa y oro sobre sus corseletes de malla. Uno de los que pasó portaba una lanza con una manzana de oro. Fue el primero que me miró a los ojos por lo que le detuve y le pregunté qué ejército era el aquí reunido.

—Es el ejército del Gran Rey —me dijo.

Luego me indicó que volviera a sentarme y se marchó con paso rápido.

Me sigue doliendo la cabeza. De vez en cuando mis dedos van por si solos hasta los vendajes que la cubren, aunque el médico me indicó que no debía tocarlos. Cada vez que siento dolor aprieto con más fuerza el punzón y no los toco. A veces tengo la impresión de que ante mis ojos se cierne una niebla que el sol es incapaz de disipar.

He vuelto a escribir. He estado examinando la espada y la armadura que se encuentran junto a mi lecho. También hay un casco, con un agujero allí donde fui herido. Junto a él está Falcata y las dos placas que una vez juntas forman el peto. He tomado a Falcata en mis manos y aunque no la había visto antes ella ha parecido conocer muy bien mis dedos. Algunos de los otros heridos que hay en la tienda se han asustado, por lo que he vuelto a guardarla en su vaina. No entienden mi lengua, ni yo tampoco la suya.

El médico volvió después de haber escrito lo anterior y le pregunté dónde había sido herido. Me dijo que había sido cerca del altar de la Madre Tierra, allí donde el ejército del Gran Rey combatió con el ejército de Pensamiento y los Cordeleros[1].

Ayudé un poco a desmontar la tienda. Para quienes no podían caminar había mulas en las que cargar sus literas. Dijo que debía mantenerme junto a los demás y que si llegaba a separarme de ellos debía buscar entonces su mula pinta o a su criado, que sólo tenía un ojo. Me parece que ése es el hombre que se lleva a los muertos. Le dije que llevaría conmigo el pergamino, así como la armadura y la espada colgando de mi cinturón. Mi casco podía ser vendido, pues estaba hecho de bronce, pero no deseaba transportarlo. Después de dárselo lo utilizaron para guardar telas limpias.

Descansamos un poco junto a un río y escribo con los pies refrescándose en su corriente. No conozco el nombre de este río. El ejército del Gran Rey oscurece el camino a lo largo de muchos kilómetros y yo, habiéndolo visto ahora, no comprendo cómo puede haber sido derrotado y tampoco comprendo la razón de que me uniera a él, ya que un hombre más o un hombre menos nada significa para él. Se dice que nuestros enemigos nos persiguen y que nuestra caballería está ocupada manteniéndolos a raya. Todo esto lo oí por casualidad al distinguir un grupo de jinetes que se acercaban a la retaguardia. Los hombres que dijeron todo eso hablaban como el médico y yo, no en estas palabras que ahora escribo.

Junto a mí hay un hombre negro. Viste la piel de una bestia cubierta de manchas y su lanza lleva incrustados pedazos de cuerno. A veces habla pero si alguna vez comprendí sus palabras ahora se me han olvidado por completo. Cuando nos encontramos me preguntó por señas si había visto alguna vez hombres como él. Meneé la cabeza y pareció comprenderme. Está observando mis letras con gran interés.

El río quedó enturbiado durante un rato después de que muchos bebieran de él. Ahora su corriente vuelve a ser clara y puedo ver en ella mi reflejo y el del hombre negro. No se parece a mí y tampoco a los demás soldados del Gran Rey. Señalé mi brazo y mis cabellos y le pregunté si había visto alguna vez a otros como yo. Hizo un gesto de asentimiento y abrió dos bolsitas que llevaba encima: una de ellas contiene una pasta blanca y la otra una pasta bermeja. Me indicó por señas que debíamos ir con los demás y al ponerse en pie vi por encima de su hombro otro hombre, más blanco que yo, reflejado en el río. Al principio creí que se había ahogado pues su rostro estaba debajo del agua, pero me sonrió y agitó la mano señalando hacia más arriba del río, allí donde empieza el ejército del Gran Rey, desvaneciéndose luego con gran rapidez por entre la corriente. Le he dicho al hombre negro que no iré con él pues deseo escribir acerca de este hombre del río mientras pueda hacerlo.

Tenía la piel blanca como la espuma y la barba tan negra y ensortijada que por un instante creí que era fango del río. Estaba entrado en carnes, como los veteranos más ricos, pero no le faltaba músculo y además tenía cuernos como un toro. Tenía los ojos bravíos y alegres, ese tipo de ojos que dicen: «Yo derribaré la torre». Cuando me hizo ese gesto creí entender que nos veríamos de nuevo y no deseo olvidarle. Su río es frío y suave: nace en las colinas y corre hasta estos parajes para regarlos. Beberé de él una vez más y luego el hombre negro y yo nos iremos.

Ha llegado ya la tarde. El médico me daría de comer si pudiera encontrarle, estoy seguro de ello, pero me encuentro demasiado cansado como para andar. A medida que iba transcurriendo el día me fui quedando cada vez más débil y mi paso se hizo más lento. Cuando el hombre negro intentó hacerme ir más de prisa le indiqué por señas que se adelantara sin mí. Sacudió la cabeza y creo que me llamó con muchos epítetos desagradables; por último agitó su lanza como si fuese a golpearme con el astil. Yo desenvainé a Falcata. Él bajó su lanza y moviendo el mentón (pues ése es el modo en que señala las cosas) me indicó que mirara detrás nuestro. Bajo el sol, inmóvil en el cielo, había mil jinetes que atravesaban la planicie, siendo sus sombras y las nubes de polvo que levantaban más visibles que ellos mismos. Un soldado herido en la pierna al que le costaba caminar todavía más que a mi dijo que los arqueros y honderos contra los que combatían eran los esclavos de los Cordeleros, y que si alguien cuyo nombre dijo entonces estuviera todavía en el país del sol nos volveríamos contra ellos para hacerles pedazos. Sin embargo, me pareció que temía a los Cordeleros.

El hombre negro ha prendido un fuego y ha ido entre las tiendas en busca de comida. Tengo la sensación de que haga lo que haga no podrá darme nuevas fuerzas y de que moriré mañana, no a manos de esos esclavos sino derrumbándome de pronto para abrazar la tierra, cubriéndome con ella cual si fuera una capa. Los soldados a los que puedo entender hablan mucho de dioses, maldiciéndolos y maldiciendo a otros (a los nuestros, más de una vez) en su nombre. Me parece haber conocido alguna vez a los dioses, cuando los adoraba junto a mi madre allí donde las parras se entretejían sobre el hogar de algún diosecillo. Ahora incluso su nombre se ha perdido. Aunque fuera capaz de llamarle dudo que viniera ante mis plegarias, pues sin duda esta tierra se encuentra muy, muy lejos de su pequeña morada.

He recogido algo de madera y la he puesto en nuestra hoguera para que dé más luz y me permita escribir. No debo olvidar lo que ha sucedido, no debo olvidarlo nunca, aunque pese a todo la niebla acabará volviendo y me hará perderme en ella hasta que lea de nuevo lo que ahora escribo.

Fui hasta el río y dije:

—No conozco a otro dios más que a ti. Mañana moriré y me hundiré en la tierra junto con los demás muertos. Pero ahora te rezo para que le des siempre buena fortuna al hombre negro, que ha sido conmigo mejor que un hermano. Aquí está mi espada, la misma con la cual le habría matado. ¡Acepta el sacrificio!

Y, con esas palabras, arrojé a Falcata dentro del río.

Y el hombre del río apareció al instante, alzándose de la oscura corriente y jugando con mi espada, lanzándola al aire para cogerla de nuevo, a veces por la empuñadura y a veces por la hoja. Junto a él había dos muchachas que habrían podido ser sus hijas, y mientras las amenazaba en broma con la espada ellas intentaban quitársela de entre los dedos. Las tres siluetas brillaban como perlas bajo la luz lunar.

No tardó en cansarse y arrojó el arma a mis pies.

—Si pudiera te sanaría —me dijo—, pero eso está más allá de mi poder, aunque el acero y la madera me obedezcan, y tanto el pez como el trigo y la cebada cumplan mis caprichos.

Su voz era como el susurro apagado de las aguas sin limites.

—Mi único poder es que devuelvo multiplicado aquello que se me da. Por lo tanto, ahora devuelvo a mi costa de nuevo tu juguete, templado por segunda vez en mi corriente. Ni el bronce ni el hierro ni la madera serán rivales para él, y no te ha de fallar hasta que tú no le falles a él.

Y con estas palabras tanto él como sus hijas, si es que tales eran, se hundieron otra vez en el agua. Recogí a Falcata pensando en secar su hoja pero descubrí que estaba seca y caliente. En ese momento regresó el hombre negro con pan y carne, y con muchas historias sobre cómo los había robado en la punta de sus dedos, esperando a ser contadas. Comimos y luego él se durmió.