24
¿Por qué perdiste?
Io me hizo esta pregunta con la mirada mientras estaba escribiendo.
—No lo sé —le contesté.
Luego, pensando en el hombre con el garrote y la razón de que me hubiera hablado tal y como lo hizo, añadí:
—¿Crees que estaríamos en mejor situación si hubiera ganado? Además, no habría sido justo. Supón que Basias me hubiera arrojado sobre la mesa: eso habría terminado con la competición.
Basias salió de la taberna con el brazo cubierto de grasa para aliviar el dolor.
—¿Queda algo de vino?
Io inclinó la jarra y miró dentro.
—Aún queda casi media jarra.
—Pues me vendría muy bien. Tu amo tiene buenas manos, muchacha. Con un poco de entrenamiento podría hacer un buen papel en los Juegos.
—Será mejor que le eches un poco de agua a eso —le dijo ella—. Te volverá loco.
—Escupiré dentro y será como si le hubiera echado agua —dijo mirándome—. ¿Realmente ignoras quién eres?
Agité la cabeza y el Milesio se removió en sueños, gimiendo como una mujer enamorada.
—Por tu aspecto eres un bárbaro. Jamás heleno alguno ha tenido un perfil como ése, y tampoco ningún ilota. Esa espada tuya parece extranjera también… ¿Tienes armadura?
—Tenía las piezas del pecho y de la espalda —dijo Io—, unos discos redondos que se colgaba sobre los hombros y luego se ataba en la cintura. Creo que ahora los tiene Kaleos.
Basias terminó el vino y se llenó otra vez el vaso.
—Vi muchos discos como esos que dices en los muertos de Arcilla, pero no les sirvieron de gran cosa.
—Háblanos del combate —le pedí—. Estuviste allí y me gustaría saber lo que sucedió.
—¿Lo que te sucedió a ti en persona? Eso no puedo explicártelo sin saber en qué lugar estabas —alegó, mojando un dedo en el vino—. Aquí estaba nuestro ejército. Eso es un risco, ¿comprendes?, y ahí arriba está el enemigo.
Derramó un poco de vino sobre la mesa y continuó explicando la batalla:
—La llanura se había vuelto negra, tal era su número… Uno de nuestros oficiales, uno que se llama Amomfaretos, le había estado causando problemas a Pausanias. Tendría que haber formado parte del consejo, ¿entiendes? Pero no formó parte de él porque no le llamaron; o el mensaje no le llegó, tal y como sostenía Pausanias, o quizá Pausanias nunca lo envió, tal y como sostenía Amomfaretos. Al final acabaron arreglando las cosas entre ellos y Pausanias puso el taksis de Amomfaretos atrás en reserva para demostrarle cuánto confiaba en él.
—A mí me parece que no confiaba mucho —opinó Io.
—No eres un hombre y jamás entenderás la guerra, pero la reserva es la parte más importante de un ejército, y si el ejército empieza a perder la batalla puede convertirse en el lugar más peligroso… Había colinas a la derecha, y detrás de ellas se escondían los hombres de ese sucio lugar que acabamos de abandonar. Nosotros estamos al descubierto, allí donde el enemigo puede vernos; entonces Pausanias da la orden de retroceder.
—¿Es Pausanias uno de vuestros reyes? —le interrumpió Io—. ¿Y es verdad que tenéis dos?
—Pues claro que tenemos dos —respondió Basias—. Es el único sistema que realmente funciona.
—Yo siempre había creído que se pelearían entre ellos.
—Ya. Pues supón que sólo hubiera uno, algo que ya ha puesto a prueba mucha gente. Si es fuerte se apodera de la esposa de cada hombre y también de sus hijos, haciendo lo que le viene en gana. Pero ahora piensa en nosotros: si uno de los nuestros intentara hacer eso nos aliaríamos con el otro, y ésa es la razón de que no lo hagan. Pero en realidad Pausanias no es rey, es sólo el regente de Pleistarcos.
Basias me tendió su vaso y eché un poco de mi vino en él, y dejé que hiciera lo mismo con el mío.
—Aquí está el Molois —prosiguió—, prácticamente seco. Aquí está Hisiae y aquí Argiopium, una aldea que rodea el templo de la Diosa del Grano.
La hierba que hay bajo mis pies se está volviendo amarilla y el cielo es de un azul tan claro que duelen los ojos. Colinas marrones se alzan al final de la llanura amarilla y oscuras siluetas de jinetes la cruzan una y otra vez. Detrás de ellos se distinguen las rojas capas del enemigo como los hilos de sangre que fluyen de un cadáver. Mardonio monta su corcel blanco rodeado de los Inmortales. Suenan las trompetas y los heraldos gritan la orden de avanzar. Intento mantener unida nuestra centuria; pero los medos con sus arcos y sus enormes escudos de mimbre se abren paso a través de nuestra formación, seguidos luego por lanceros y arqueros que llevan el cuerpo pintado de rojo y blanco. Corremos por la llanura; los más veloces dejan atrás a los más lentos, y los que llevan poco peso van siempre por delante de los más cargados hasta que ya no puedo ver a nadie conocido, sólo el polvo y la multitud de extraños que corren. Por delante mío se alza el muro reluciente de los escudos de bronce y el seto erizado que forman las lanzas.
La pequeña Io me estaba apretando con un paño mojado sobre las sienes. Un enemigo se inclinaba sobre mi con su penacho oscilando y su capa roja cubriéndole los hombros. Alargué la mano buscando a Falcata, pero ésta había desaparecido.
—No ocurre nada —me dijo Io—, no ocurre nada, amo.
El enemigo se irguió.
—¿Cuánto tiempo ha estado así?
Era Eutaktos y yo le conocía.
—No mucho —respondió Io—. Basias mandó a un sirviente de la taberna para que te buscara.
Intenté decir que ya me encontraba bien, pero mis palabras surgieron de los labios en esta lengua y no en la suya.
—Habla mucho —le explicó Io a Eutaktos—, pero no se le puede entender. La mayor parte del tiempo no parece verme.
—Ya me encuentro mejor —dije yo, hablando como ellos.
—Bien, bien —dijo Eutaktos, arrodillándose a mi lado—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Basias te ha golpeado, quizá?
No entendí a qué se refería.
—Hemos perdido —le dije—. Aunque pudieron levantar otra muralla de escudos, al refugiarnos tras ella ya no éramos sino una turba aterrorizada. Los medos tomaron las lanzas en sus manos y las partieron y murieron. Las flechas no servían de nada, y soy incapaz de hallar a Falcata.
—Es su espada —dijo Io.
Les dije que Marco había muerto y no podía encontrar a Umeri, y que jamás habríamos debido venir a la Tierra del Río.
—En esto hay magia —aseguró Eutaktos—. ¿Dónde está ese mago?
—Duerme ahí fuera —respondió Io, señalando hacia el exterior.
—Puede que estuviera durmiendo antes, pero ahora no se encuentra allí o le habría visto.
Eutaktos se fue a toda prisa y yo logré sentarme con cierta dificultad.
—¿Te encuentras mejor, amo?
La carita infantil de Io estaba tan llena de preocupación que no pude sino reírme al verla.
—Sí —contesté—, y te reconozco. Pero no consigo acordarme de quién eres.
—Soy Io, tu esclava. El Dios Resplandeciente me entregó para que fuese tuya. Nos encontrábamos en una habitación oscura y muy angosta que olía a humo.
—No lo recuerdo —dije—. ¿Dónde estamos?
—En una taberna.
Una mujer alta y fea con el pelo negro entró en la habitación y dijo:
—Hola, Latro. ¿Te acuerdas de mí?
—¿Latro? —repliqué yo.
—Sí, eres Latro y yo soy Euricles, a quien te une una gran amistad. También conozco a Kaleos. ¿Recuerdas a Kaleos?
—Sacudí la cabeza.
—Se supone que debo curarte —dijo la mujer—, y eso quiero hacer. Pero no sé lo que ha ocurrido…, estaba echando la siesta. Si lo supiera me ayudaría a curarte.
—¿Recuerdas cómo luchó con Basias? —inquirió Io.
—Sí. Basias le derribó en dos ocasiones y luego él hizo caer a aquél otras dos veces. Finalmente Basias le derribó de nuevo y ése fue el final de la competición. Bebimos una última ronda y Basias entró en la casa para buscar algo con que curarse el brazo. Latro quería escribir en su pergamino y…
—Miré a Io e intenté ponerme en pie.
—Lo tengo aquí mismo, amo —se apresuró a decir ella—, y también tengo el punzón.
—…y me entró sueño y decidí dormir un poco. ¿Qué sucedió luego?
—Basias volvió y estuvieron bebiendo un poco; luego Basias le preguntó a Latro si tenía armadura —refirió Io, mirándome—. Basias tiene tu espada, amo, te la está guardando.
—Sigue —dijo la mujer fea.
—Dije que no tenía armadura. Entonces Latro le pidió que le hablara de la batalla: supongo que se refería a esa en que murió nuestro Grupo Sagrado. De todos modos Basias sabía a cuál se refería y le estuvo hablando de sus reyes y de la posición en que se hallaban los ejércitos.
Io se detuvo unos instantes para recuperar el aliento.
—Entonces Latro gritó y no paró de gritar —prosiguió— y derramó todo el vino. Basias le sujetó por la espalda e intentó derribarle, pero Latro se le escapó. Luego, Basias y muchos hombres que estaban en la casa le cogieron y le hicieron caer al suelo, y él dejó de gritar. Dijo muchas cosas pero era imposible entenderle, y entonces le trajeron hasta aquí. Basias dijo que todo era debido a que no había echado el agua suficiente en su vino pero si la había echado: se puso mucha más que Basias.
La mujer fea meneó la cabeza, sentándose junto a mí.
—¿Qué pasaba, Latro? ¿Por qué estabas gritando?
—Todos gritábamos —repuse—. Corríamos hacia el enemigo y gritábamos. Ellos se retiraban pues les superábamos enormemente en número y parecía que un buen empujón bastaría para poner fin a la guerra. Y entonces se volvieron de pronto contra nosotros como un alce con mil cuernos puntiagudos…
—Ya veo…
En el mentón de la mujer había unos cuantos pelos y empezó a estirarlos pensativamente con sus dedos.
—Eutaktos piensa que esto es brujería —continuó ella—, pero yo estoy empezando a dudarlo y me parece más probable que se trate de malicia por parte de algún morador de la Montaña. Podríamos probar haciendo un sacrificio al Dios de la Guerra. O… Latro, estos Cordeleros tenían un médico llamado Esculapio. ¿Le conoces?
Sacudí la cabeza.
—Quizá él fuera mejor, dado que estás bajo su protección o deberías estarlo. Hablaré de ello con Eutaktos y me ocuparé de prepararte un hechizo, invocando a ciertos poderes sobre los cuales no carezco de influencia. Normalmente la salud no es algo que les preocupe en demasía pero quizá sean capaces de hacer algo al respecto.
Una vez que la mujer fea se hubo marchado, Io quiso permanecer conmigo, pero prefiero que se encargue de averiguar lo que ocurre y vuelva luego a contármelo. Antes de salir hice que me trajera un escabel para poder así escribir todo esto cómodamente. Eutaktos ha dejado dos centinelas en la puerta, pero me han permitido tenerla abierta y me he sentado de forma que la luz caiga sobre mi pergamino.
Io ha vuelto para contarme que los esclavos de los Cordeleros están construyendo un altar dedicado al Dios de la Curación, del cual me había dicho algo la mujer fea. Dice que Basias ha estado en el gran templo que este dios tiene en la Isla Roja, y que cuando Eutaktos haya hecho un sacrificio por mí tendré que dormir junto a ese altar. Durante su ausencia he estado leyendo el pergamino y ahora sé que he dormido también en el templo de la Diosa del Grano de un modo muy parecido.
Io dice que Eutaktos tiene intención de partir mañana con rumbo a la ciudad, tanto si el dios aparece como si no; a partir de Advenimiento, el camino que conduce a la Isla Roja es bueno.
Le pregunté sobre la mujer fea que había prometido preparar un hechizo para mí y ella me dijo que no había tal mujer, que era Euricles de Mileto, el cual llevaba una capa púrpura pero es un hombre. Eso me parece aún más extraño que todos los hechos sorprendentes descritos en mi pergamino.
El tabernero me trajo la cena y le pedí una lamparilla. Dijo que había perdido una apuesta por culpa mía pero que valió la pena sólo por ver tirado en el suelo al hombre con el que había apostado. Me hizo muchas preguntas sobre quién era yo y de dónde venía pero no pude contestar a ninguna de ellas. Dice que en su oficio ha visto a muchos extranjeros pero que le resultaba imposible adivinar cuál es mi país de origen.
Le pedí que me dijera de qué nación no procedía. Esto es lo que me dijo: no soy heleno (cosa que ya sabía, naturalmente). No soy de Persépolis (le pedí que me hablara de ese lugar; se trata de la ciudad en que vive el Gran Rey). No soy de la Tierra del Río (eso ya lo sabía, pues me acordaba de haber pensado que nunca habríamos debido ir a esa tierra. De todos modos, está claro que la he visitado y, aunque no sea mi hogar, quizá alguien de allí me conozca). No soy de la Tierra de los Caballos, del País de los Gorros Altos ni del País de los Arqueros. No soy de Caria.
Ahora estoy más decidido que nunca a descubrir quiénes son mis amigos y dónde está mi hogar, a causa de todo lo que he leído aquí. Tengo la sensación de que por mucho que pueda olvidar todo lo demás, esto no se me olvidará. La Reina de los Muertos me prometió que no tardaría en ver nuevamente a mis amigos, y me pregunto si no estarán también ellos cautivos de los Cordeleros. Me gustaría dormir pero cada vez que cierro los ojos veo el muro de lanzas, los escudos de mimbre tirados en el suelo, los cuerpos de los muertos y las blancas paredes del templo.