30

La Gran Madre

La diosa terrible de los esclavos apareció la noche anterior. La toqué y todos pudieron verla. Fue horrible. El campo se está empezando a despertar pero no hay necesidad de que me apresure a escribir, pues el mercado estará lleno antes de que el puente haya sido reparado. Tendré tiempo de leer esto una y otra vez de forma que nunca se me olvide.

Cerdon se acercó sigilosamente a la hoguera mientras yo permanecía inmóvil, con los ojos clavados en las llamas, y se agazapó a mi lado.

—Esta noche hay centinelas —murmuró—, y debemos tener cuidado. Pero el Silencioso se ha ido y eso es más de lo que yo esperaba.

Creí que Drakaina podía acudir aún y, pensando que Cerdon no pondría inconveniente a que estuviéramos unos instantes juntos, le pregunté quién era el Silencioso y luego añadí:

—Creía que aquí todos hablabais poco.

—El joven —dijo Cerdon al tiempo que escupía en el fuego—. Los Silencioso son siempre jóvenes porque los jóvenes no han empezado todavía a dudar.

—Yo soy joven —repliqué—, y tú también lo eres.

Al oírme rió levemente.

—No, tú no eres un Silencioso y tampoco yo lo soy. Además, son más jóvenes que nosotros y son siempre Cordeleros escogidos de las primeras familias, las que poseen aldeas enteras y muchas granjas. ¿Has oído hablar de los jueces?

Meneé la cabeza, alegrándome ante el nuevo retraso.

—Los jueces gobiernan. Los reyes fingen gobernar y dirigen a los ejércitos, luchando en primera línea de éstos y muriendo de vez en cuando. Pero nuestra tierra está gobernada por cinco jueces. La ley dice que sólo los reyes pueden hacer la guerra, pero cada año los jueces se reúnen para decidir una guerra que está siempre fuera de la ley.

—Si cada año hay una guerra nueva —dije yo—, entonces debéis estar combatiendo perpetuamente.

—Así es —declaró, mirando por encima de su hombro como si estuviera inquieto—. La guerra es siempre contra nosotros.

—¿Contra vosotros los esclavos? —pregunté, sonriendo—. La gente no hace nunca la guerra contra sus propios esclavos.

—Eso había oído decir cuando estaba en el norte con el ejército. Los amos de allí se reían al oír eso, tal y como tú has hecho ahora; pero ése es el modo en que aquí ocurren las cosas. Cada año la guerra es votada en secreto y siempre se dirige contra nosotros. Los jueces hablan con los jóvenes, con los hombres que eran muchachos antes de la luna llena, cuando fueron azotados en nombre de Auge. Entonces se convierten en Silenciosos; aparentemente son sólo hoplitas recién incorporados pero en realidad cada uno de ellos es el oído de algún juez. Un Silencioso puede matarnos cuando le venga en gana. Creo que le conoces: su tienda se encuentra más allá. ¿Recuerdas su nombre?

Era la tienda a la cual me había llevado Drakaina y recordé lo que me había dicho.

—¿Pasicrates?

Cerdon asintió.

—Si la identidad del Silencioso es mantenida en secreto, ¿cómo puedes conocerla?

—Algo en su mirada les delata. Un Cordelero ordinario… un Igual, como el de tu tienda, puede matar solamente a sus propios esclavos. Si mata a otro hombre, incluso a un Vecino, debe pagar por él. Si un Silencioso te mira y su mano se acerca un centímetro a su daga, ya sea porque los otros te respetan o quizá solamente porque has hablado con un extraño…

Cerdon se estremeció como hacen los hombres al despertar de un sueño horrible.

—Es hora de irnos —dijo—, tendríamos que haberlo hecho ya. Tendrás que dejar aquí esa espada.

Se puso en pie y me indicó que le siguiera.

Yo me quité a Falcata de la cintura y la dejé dentro de la tienda. Cerdon me precedía a unos tres pasos de distancia.

—De prisa —apremió, y en ese instante algo se movió junto a su pierna y él lanzó un grito; no sonó muy fuerte pues logró contenerlo tapándose la boca con una mano, pero Io debió de escuchar pues salió corriendo de la tienda cuando yo me arrodillaba junto a él.

—¡Amo! ¿Qué ha sucedido?

Le dije que lo ignoraba. Llevé a Cerdon junto a la hoguera y gracias a su luz pude ver dos heridas en su pierna. Cinco veces llené mi boca con su sangre. Io trajo vino y agua una vez que hube terminado; me enjuagué la boca y luego vertimos vino en sus heridas. Para entonces, Cerdon tenía ya el cuerpo cubierto de sudor.

Le pregunté a Io si los esclavos de Basias se habían despertado también. Ella meneó la cabeza y se ofreció para ir a llamarles.

—No —repuso Cerdon con voz ahogada.

—Cuando Basias fue mordido —recordó Io—, el médico del regente explicó que se le debía mantener abrigado.

Asentí y le dije que me trajera mi capa.

—Debes ir sin mí —susurró Cerdon.

—Si lo deseas, iré.

—Debes ir. Te salvé antes de comer, ¿lo recuerdas?

—Sí —le contesté—. Iré solo, si tal es tu deseo.

Io le tapó con mi capa, arropándole bien con la tela, y luego llenó una copa acercándosela a los labios.

—Sigue el río. Verás una piedra blanca y un sendero. Sigue el sendero; allí hay un bosquecillo en el que nunca cortamos madera, ni para construir… ni para el fuego… Pero habrá hogueras.

—Lo he comprendido —dije, poniéndome en pie.

—Espera. Debes tocarla. Tócala y habrás pagado la deuda que tienes conmigo.

—Lo haré.

—Yo cuidaré de él, amo —me dijo Io—, y si puede caminar le ayudaré a esconderse cuando llegue el amanecer. Creo que no quiere que llamemos a nadie más.

Corrí, en parte porque Cerdon me había dicho que debía apresurarme y en parte porque temía a la serpiente. Había centinelas tal y como había dicho, pero fue fácil pasar entre ellos y luego seguir la orilla del río protegido por las sombras. El río (creo que se llama Eurotas) había muerto casi debido al calor del verano y la tierra blanda de las orillas ahogaba el ruido de mis pasos. A mi alrededor reinaba un olor de podredumbre y muerte.

La piedra blanca había sido puesta junto al sendero como un mojón, o eso me pareció. El gran valle del Eurotas es tierra de trigo y cebada, no de piedras y arena. El camino que nacía junto a la piedra empezaba a subir por la orilla y luego cruzaba campos de rastrojo en los que no había ninguna casa, retorciéndose por entre los pastos de las colinas para llegar finalmente hasta un bosquecillo de árboles achaparrados y tocones mordidos por el hacha.

Habría sido tan fácil perder el camino bajo la escasa claridad lunar que me pregunto aún cómo pude no extraviarme, aunque me ayudó el hecho de que hubiera sido hollado por muchos pies poco tiempo antes que yo. En los pastos el camino tuvo que ser atravesado muchas veces por los corderos y ovejas, pero las huellas de sus agudos cascos habían sido borradas por otros pies más blandos; una vez en los bosques mis dedos me indicaron que la hierba aplastada junto a los bordes del camino aún seguía humedecida por su propia savia.

Trepé por dos colinas y la tercera pareció hendirse ante mí como la madera que el hombre parte con el hacha para arrojarla al fuego. Cuando hube pasado por entre esos muros de piedra crucé por un lugar que me recordó una gran sala repleta de columnas; éstas eran troncos cubiertos de musgo, tan suaves a causa de la capa que los revestía que tocarlos era como acariciar una bestia inmensa hecha de robles, anchos como peñascos y tan altos que parecían los mástiles de un navío.

Un león apareció de entre las tinieblas para entrar en un claro iluminado por la luna; se encontraba a menos de medio estadio y su cabeza de oscura melena giró para contemplarme en silencio. Un momento después volvió a esfumarse entre las sombras. Esperé unos instantes, temiendo encontrarme con él si continuaba avanzando, y mientras permanecía inmóvil, esforzándome por oír el más mínimo sonido, percibí un cántico de voces infantiles.

Algo de su canción pareció prometerme que en ese lugar encantado no debía temer ni tan siquiera a un león pero, incapaz de confiar en esas promesas, seguí esperando sin moverme. Sin embargo, acabé por avanzar y no tardé en distinguir el rojo destello de las hogueras a través de las hojas. Ya antes había caminado sin hacer ruido pero ahora intenté caminar en un silencio aún mayor, para que me resultara posible ver con qué clase de ceremonia me había encontrado antes de que los adoradores me vieran a su vez.

El altar era una gran losa apoyada en dos piedras y me llegaba a la cintura. Los niños que había oído bailaban en el espacio que había entre dos hogueras, avanzando con pasos lentos y solemnes bajo la claridad lunar y moviéndose al compás de dos martillos con cabezas de piedra a los que acompañaba el cántico límpido y agudo de sus voces. Detrás de ellos, entre las sombras de los árboles, vi hombres y mujeres que murmuraban como sauces agitados por el viento. Cerdon había dicho que esto era un altar de la Gran Madre y me había indicado que debería tocarla pero no vi diosa alguna.

El ruido de los martillos se confundía con los latidos de mi corazón. Permanecí durante largo tiempo escuchándolos, oyendo cantar a los niños y observando su danza; las niñas llevaban guirnaldas de flores en tanto que los niños las llevaban de paja.

El ruido de los martillos cesó de pronto.

Los niños y niñas que bailaban parecieron quedarse congelados formando un círculo. La mujer que blandía los martillos se puso en pie y otra mujer la guió hacia adelante. La niña que estaba más cerca del altar las acompañó.

Cuando llegaron hasta la losa de piedra, la mujer y la niña guiaron cuidadosamente a la mujer de los martillos, que era ciega. Ella tocó el altar con sus martillos y los dejó sobre él. Ayudada por otra mujer depositó a la niña sobre el altar, escogió lentamente un martillo y rodeó la losa hasta encontrarse en el extremo de ésta más cercano a la cabeza de la niña.

Mientras ella andaba yo también me puse en movimiento; era mucho más veloz que ella pero debía correr una distancia mayor. Di la vuelta al claro hasta tener el altar entre los observadores y yo mismo, y cuando alzó el martillo di un grito y me lancé hacia ella.

Una mujer con el don de la vista se habría detenido para mirarme y yo habría podido tener éxito. Pero la sacerdotisa era ciega y no se detuvo. El martillo de piedra cayó sobre el altar, esparciendo los sesos de la niña por toda la losa.

Y entonces vi a la Gran Madre; era una anciana que tendría la mitad de mi estatura y se inclinaba sobre la sacerdotisa mojando sus dedos en la sangre. Sí, ciertamente era una diosa, pero estaba enloquecida por la vejez y su vestido estaba roto y cubierto de polvo grisáceo. Pese a la deuda que tenía para con Cerdon no la tocaría si me era posible evitarlo. Me volví en redondo disponiéndome a huir pero algo me golpeó la cabeza y me derribó al suelo.

Antes de que pudiera levantarme cien esclavos habían caído sobre mí. Algunos llevaban pedazos de madera en tanto que otros sólo contaban con sus puños y sus pies. Uno les gritó a los demás que se apartaran y levantó un gancho; los demás me soltaron y luego se volvieron, huyendo a la carrera como si creyeran que eran ellos quienes iban a morir. Con mi pie golpeé el tobillo del esclavo que blandía el gancho y le derribé de un patada en la rodilla.

Entonces empezaron a surgir Cordeleros de entre los árboles, avanzando en una formación tan precisa como si estuvieran en el campo de entrenamiento, con sus largas lanzas blandidas al mismo nivel en multitud de manos. Cogí el gancho y maté al esclavo que había intentado matarme, descubriendo entonces que resultaba un arma mucho mejor de lo que había creído.

Fue entonces cuando comprendí que los otros no veían a la diosa; un hombre cogió a la sacerdotisa por el brazo y se la llevó, ayudado por la otra mujer. Por un instante el hombre permaneció dentro de la Gran Madre, como un fuego envuelto en su propia humareda.

—No bebo la sangre que ha sido mojada por el hierro —dijo ella.

Intenté explicarle que no había matado a ese hombre con el gancho para ella, y entonces Drakaina me abrazó de repente.

—¡Alabada sea Auge! Pensé que te habían matado…

—¿Cómo has llegado hasta aquí? —le pregunté—. ¿Me estabas vigilando antes?

Sacudió su hermosa cabeza y las joyas que llevaba en las orejas brillaron como lunas.

—Vine con los Cordeleros. Mejor dicho, hice que vinieran hasta aquí. Era capaz de encontrar este sitio y a ti, Latro, aunque ellos no pudieran.

Mientras me decía todo eso los Cordeleros llegaron hasta nosotros. Todos los adoradores habían desaparecido salvo el esclavo muerto y la niña que yacía sobre el altar. También su terrible diosa se había esfumado aunque por unos instantes creí oír su vieja y cascada voz llamando a sus fieles por entre el robledal.