3
Io
La esclava me despertó antes del amanecer. Nuestra hoguera estaba casi apagada y ella había empezado a romper algunas ramas sobre su rodilla para avivarla de nuevo.
—Lo siento, amo —dijo—. Intenté hacerlo tan silenciosamente como pude.
Tuve la sensación de que la conocía pero era incapaz de recordar dónde y cuándo nos hablamos encontrado. Le pregunté quién era.
—Io. Quiere decir… «felicidad», amo.
—Y yo… ¿quién soy?
—Sois Latro el soldado, amo.
Por tres veces me habla llamado «amo».
—Entonces, Io, ¿eres una esclava? —le pregunté, aunque ya lo había adivinado al ver su peplo hecho pedazos.
—Soy vuestra esclava, amo. El dios me entregó ayer a vuestro servicio. ¿No lo recordáis?
Le dije que, en efecto, no lo recordaba.
—Me llevaron hasta la mansión del dios porque éste no respondería a ninguna pregunta hasta que alguien le hiciera un regalo. Yo era el regalo, y por mi causa poseyó a la sacerdotisa haciéndola enloquecer. Ella dijo que te pertenezco y que debía acompañarte, fueras adonde fueras.
Un hombre que había estado durmiendo junto a nosotros envuelto en una hermosa capa azul la apartó de golpe y se incorporó al oírla.
—No recuerdo que sucediera así —dijo—, y yo estaba presente.
—Eso ocurrió después —replicó Io—, cuando tú y los demás ya os habíais marchado.
Él la miró con cierto escepticismo y luego dijo:
—Espero que no te hayas olvidado de mí, Latro. —Cuando comprendió que así había ocurrido, siguió hablando—: Mi nombre es Píndaro, hijo de Pagondas: y soy poeta. Yo soy uno de los que te sacaron del templo de nuestro patrono.
—Tengo la sensación de que he estado soñando y acabo de abrir los ojos —repuse—, pero no logro recordar qué estaba soñando o qué ocurrió antes de dormirme.
—¡Ah! —Píndaro extendió la mano hacia su alforja y sacó de ella una tableta de cera y un punzón—. Eso es realmente muy bueno… ¿Te importa que lo ponga por escrito? Quizá pueda servirme en algún momento.
—¿Escribirlo?
Algo pareció removerse en mi interior, aunque seguía siendo incapaz de identificarlo con claridad.
—Sí, para no olvidarlo. Tú haces lo mismo, Latro; ayer me enseñaste tu libro. ¿Sigues conservándolo?
Miré a mi alrededor y vi el pergamino en el suelo, con el punzón entre la cuerdecilla que lo mantenía enrollado.
—Por suerte, no ha ido a parar dentro de la hoguera —observó Píndaro.
—Ojalá tuviera una capa como la tuya…
—Te compraré una. Tengo un poco de dinero, pues tuve la suerte de heredar un pedazo de tierra hará unos dos años. O quizá tu amigo pueda comprártela, ya que recogió una suma bastante considerable antes de que te sacáramos de la Casa del Dios.
Miré hacia donde señalaba Píndaro y vi al hombre negro. Seguía dormido o quizá fingiera estarlo, pero no seguirla haciéndolo por mucho tiempo pues en ese mismo instante oí sonar a lo lejos el bramido de los cuernos. A nuestro alrededor, los hombres empezaron a despertar, removiéndose.
—¿En qué ejército estamos? —pregunté.
—¿Cómo? ¿Eres un soldado, estás en él y no conoces el nombre de su estratega?
—Quizá hubo un tiempo que lo conocí —repuse, meneando la cabeza—, ahora ya no lo recuerdo.
—Lo olvida todo a causa de lo que le hicieron en esa batalla acaecida al sur de la ciudad —dijo Io.
—Bueno, en tiempos fue Mardonio, pero ha muerto y no estoy seguro de quién se encuentra ahora al mando. Creo que se trata de Artabazus…, al menos, parece ser el que se encarga de todo.
—Quizá si leo esto podré recordarlo todo —dije, cogiendo mi pergamino.
—Quizá —añadió Píndaro—, pero si aguardas unos instantes tendrás más luz. El sol está levantándose y pronto tendremos una espléndida vista del lago Copais.
Tenía sed y por lo tanto pregunté si era allí adonde íbamos.
—¿Hacia el sol de la mañana? Supongo que hacia ahí va el ejército, si Pausanias y sus Cordeleros tienen algo que decir sobre el asunto. Puede que aún llegue más lejos… Pero tú y yo vamos a la caverna de la Diosa Tierra. ¿No recuerdas lo que dijo la sibila?
—Yo sí —proclamó Io.
—Pues entonces, recítaselo —dijo Píndaro con un suspiro—. Siento por temperamento una terrible aversión hacia la mala poesía…
La muchacha se irguió hasta el máximo de su estatura, que no resultaba ser gran cosa, y cantó los siguientes versos:
¡Mira bajo el sol si quieres ver!
¡Canta y hazme sacrificios!
Pero antes el mar angosto habrás de cruzar.
¡El lobo que aúlla te ha traído el infortunio!
¡A la dueña de ese lobo has de acudir!
Su fuego arde en la estancia inferior.
¡Al Dios Invisible te encomiendo acudas!
¡En la tierra de la Muerte yace su templo!
Allí aprenderás la razón de que sea invisible.
¡Canta, pues, y haz resonar las colinas con tu cántico!
¡Haz que el rey, la ninfa y el sacerdote bailen en circulo!
Atrapa en tu hechizo al lobo, al fauno y a la ninfa.
Píndaro meneó la cabeza, disgustado.
—¿No te parece acaso la cancioncilla más horrible que hayas oído en toda tu existencia? En el Ombligo del Mundo son capaces de hacer cosas mucho mejores, créeme. Puede que esto te suene a vanidad pero a menudo he pensado que la penosa versificación de nuestro oráculo ciudadano era una admonición dirigida a mí personalmente. «Mira, Píndaro», me está diciendo el dios, «mira lo que ocurre cuando la poesía divina es transmitida por un corazón de fango». Con todo, debo admitir que está bastante claro, y eso es algo que no ocurre siempre cuando el dios habla en el Ombligo del Mundo. La mitad de las veces lo que dice carece de significado.
—¿Lo entiendes? —le pregunté, asombrado.
—Naturalmente. Al menos, la mayor parte. Y es muy probable que incluso esta niña lo entienda.
Io sacudió la cabeza.
—Cuando el sacerdote lo explicó no estaba escuchando.
—A decir verdad —añadió Píndaro—, la mayor parte de la explicación fue obra mía, con lo que logré hacer recaer sobre mí la responsabilidad de este viaje. La gente suele pensar que los poetas tienen todo el tiempo del mundo a su disposición, como si vivieran una especie de verano interminable.
—Tengo la sensación de que ningún tiempo me pertenece —dije—, exceptuando quizá el día presente. Y mañana, incluso ese día habrá desaparecido…
—Sí, puedo imaginar lo que sientes. Y mañana tendré que interpretar nuevamente las palabras del dios en beneficio tuyo.
—Lo escribiré todo —dije, agitando la cabeza.
—Claro, me había olvidado de tu libro… Muy bien. La primera frase es «Mira bajo el sol, si quieres ver». ¿Eres capaz de entender eso?
—Supongo que pretende decir que debería leer mi pergamino. Eso es algo que se hace mejor de día, tal y como me indicaste hace un instante.
—¡No, no! Cada vez que aparece la palabra sol en las sentencias de la sibila, hace referencia al dios. Por lo tanto, el significado de la frase es que la luz de la inteligencia y la comprensión procede de él: se trata de una de sus facultades más conocidas. El verso siguiente, «Canta y hazme sacrificios», quiere decir que debes complacerle si deseas comprender las cosas. Es el dios de la poesía y de la música, con lo que todo hombre que escribe o recita poesía, por poner un ejemplo, le ofrece al hacerlo un sacrificio. Los carneros y toda esa clase de porquerías las acepta cuando provienen de los idiotas y los ricos, que no poseen nada mejor para ofrecerle. Tu sacrificio debe consistir en una canción, y será mejor que te acuerdes bien de ello.
Le dije que intentarla acordarme.
—A continuación decía, «Pero antes el mar angosto habrás de cruzar». El dios viene del este, ya que nos ha llegado desde el País de las Grandes Montañas, y se le simboliza mediante el sol que nace. Por lo tanto, allí es donde habrás de hacer tu sacrificio.
Al oírle asentí, sintiendo cierto alivio al darme cuenta de que no debería ponerme a cantar de inmediato.
—Pasamos al verso siguiente: «¡El lobo que aúlla te ha traído el infortunio!». El dios nos informa con ello de que tu herida procede de aquel cuyo símbolo es el lobo, y nos indica también que el lobo es uno de los cantores natos del universo, prescribiendo con ello la naturaleza de tu sacrificio, si es que alguna vez debes llegar a sanar. «¡A la dueña de ese lobo has de acudir!» ¡Ajá!
Píndaro señaló con un dedo el cielo en un gesto más bien melodramático.
—En mi humilde opinión, aquí tenemos la línea más significativa de todo el poema. Quien te ha herido es una diosa… una diosa cuyo símbolo es el lobo. No puede tratarse más que de la Gran Madre, a la que adoramos bajo muchos nombres, la mayor parte de los cuales se refieren a la madre, a la tierra o a la que concede las cosechas… bueno, a cosas de ese tipo. Además, debes visitar uno de sus templos o altares. Pero hay tanto… ¿de cuál se trata? Por suerte, el dios nos indica amablemente el lugar: «Su fuego arde en la estancia inferior». No puede tratarse sino del famoso oráculo situado en Lebadeia, que se encuentra en una caverna no muy lejos de aquí. Además, dado que no deseamos utilizar el camino de la costa por encontrarse el golfo infestado de naves de Pensamiento, la ruta más segura es la que lleva al Imperio y al País de las Grandes Montañas, lo cual encaja perfectamente con todo lo anterior. Debes ir hasta allí y suplicar que te perdone la ofensa que le infligiste y a causa de la cual fuiste herido de tal forma. Sólo cuando hayas obrado de ese modo podrá curarte el dios, pues de lo contrario al curarte se enemistaría con la diosa, algo que muy comprensiblemente no desea en estos momentos.
—¿Y el verso siguiente? —le pregunté—. ¿Quién es el Dios Invisible?
Píndaro agitó la cabeza.
—Eso no puedo aclarártelo. En Pensamiento existía un altar consagrado al Dios Desconocido y ahora debe de encontrarse seguramente en la Tierra de la Muerte, ya que el ejército lo destruyó todo a su paso. Pero creo que lo mejor será esperar y ver cómo se desarrollan los acontecimientos… En esta clase de asuntos ocurre con mucha frecuencia que no se comprende todo hasta no haber dado el primer paso. Mi hipótesis es que cuando hayas visitado a la Gran Madre en la Cueva de Trofonio todo estará mucho más claro. Naturalmente, no siempre le resulta posible a un mortal…
—¡Mirad! —gritó de pronto Io y su voz infantil resultaba tan aguda que el hombre negro se irguió al instante.
Se tapaba los ojos con una mano para protegerse del sol, que estaba asomando por encima del lago. También yo me puse en pie para ver mejor y muchos de los soldados que nos rodeaban hicieron un alto en sus ocupaciones para seguir la dirección de su mirada, con lo cual la parte del gran campamento en que nos encontrábamos se quedó repentinamente en silencio.
Oímos una débil música que procedía de las orillas del lago, y de pronto vimos a un centenar de siluetas que se retorcían en una danza salvaje. Entre las siluetas había cabras y chivos que se agitaban con idéntico frenesí al de los danzarines, asustados quizá por las dos panteras que se distinguían entre la confusión de giros y piruetas.
—Es el Niño —murmuró Píndaro, indicándome con un gesto que le acompañara.
Nos unimos al desfile de soldados que se dirigían hacia el lago en busca de agua. Io me cogió de la mano y me miró.
—¿Nos han invitado a su fiesta?
Le dije que no lo sabía.
—Te has convertido en un peregrino —alegó Píndaro, volviéndose hacia nosotros—. No debes ofenderle en estos momentos.
Descendimos por entre la suave hierba de la primavera y las flores recién brotadas hasta llegar al final de la cuesta. Píndaro iba delante y yo le seguía con Io cogiéndome la mano; el hombre negro iba detrás de nosotros, a cierta distancia, con gesto malhumorado. El sol naciente había convertido el lago en una lámina de oro y el viento del amanecer decidió apartar a un lado sus fúnebres ropajes para engalanarse con cien perfumes distintos. A nuestra espalda sonaron de nuevo las trompetas del ejército, pero aunque muchos soldados retrocedieron apresuradamente al oírlas, nosotros seguimos adelante.
—Pareces más feliz, amo —dijo Io, volviendo hacia mí su rostro de niña.
—Lo soy —repuse yo—. ¿Y tú?
—Si tú lo eres… ¡oh, sí!
—Dijiste que te llevaron a la casa del dios como ofrenda. ¿No eras feliz al estar ahí?
—Tenía mucho miedo —admitió ella de mala gana—. Temía que me rebanaran el cuello tal y como hacen con esos pobres animales, y hasta ahora temía que el dios me hubiera entregado en tus manos para ser sacrificada en algún otro lugar. A esa Gran Madre a la que nos lleva el poeta… ¿no se le ofrecen niños como sacrificio?
—No tengo la más mínima idea, Io, pero aunque eso fuera cierto yo no permitiría que te ocurriera tal cosa. No importa cuál haya podido ser mi ofensa, pues nada sería capaz de justificar tal sacrificio.
—Pero… ¿y si eso llegara a ser necesario para saber cuál es tu casa y dónde están tus amigos?
—¿Fue por eso por lo que acudí a la casa del dios?
—No lo sé —contestó Io pensativa—. Creo que fueron mi antiguo amo y algunos otros hombres los que me hicieron ir allí. Sea como sea, ya estabas ahí cuando me llevaron al templo… Aunque luego estuvimos sentados uno junto a otro durante cierto tiempo y me hablaste de ellos. —Sus ojos se apartaron de los míos para contemplar la hilera de danzarines que circundaban la costa del lago—. ¡Latro, mira cómo bailan!
Miré hacia donde ella me indicaba y les vi saltar y girar, chapoteando entre el agua, mojando la hierba con el ágil movimiento de sus pies y con el vino que no paraban de beber mientras danzaban. El agudo canto de la siringa y el insistente retumbar del tímpano parecían ahora más próximos y sonoros. Aunque entre ellos había algunos hombres enmascarados, la mayor parte de los danzarines eran mujeres jóvenes, prácticamente desnudas salvo por sus revueltas cabelleras.
Io se unió a ellas sin perder un instante, seguida del hombre negro y Píndaro, pero yo me quedé inmóvil contemplando a la pequeña Io. Ah, qué alegre me pareció su imagen con los pámpanos coronando su cabeza y, sin embargo, qué preocupada me pareció al mismo tiempo por imitar el baile frenético de aquellas muchachas, aquella nación de niñas inalcanzables y perdidas para siempre mientras durase su danza…
Tanto Píndaro como el hombre negro abandonaron ese país perdido sin esperanza alguna de volver a él, aunque en un tiempo debieron encontrarse en él como en su propia casa. En cuanto a mí… aunque yo también lo he abandonado me sigue pareciendo muy próximo y en él se encuentran el único hogar y los únicos amigos que soy capaz de recordar.