Silvia
Febrero, establo de la Hacienda.
Cepillo a Pandora mientras ella cabecea contenta. Es mi consentida, mi niña bonita y amo tanto estar con ella que no hay día que no venga a verla. Acabo de enjuagar sus patas con la manguera y cuando ya está limpita y reluciente, saco un azucarillo y se lo doy como premio.
—Te lo has ganado, preciosa… te has portado muy bien con mami.
La yegua vuelve a cabecear y resopla una vez se come el azúcar y cuando estoy a punto de colgar el cepillo en el gancho para luego encerrar a Pandora, algo helado cae sobre mí empapándome casi entera. Me giro con la intención de matar al maldito hijo de puta que lo ha hecho, pero no espero que me reciba otro chorro de agua, esta vez justo en mi cara.
Manoteo en el aire y cuando el chorro deja de apuntarme, agarro el cubo de jabón con el que he lavado a Pandora y le lanzo el contenido, empapándolo en el acto. La risa se le corta cuando la mía empieza y no me lo espero cuando de repente soy alzada en vilo como si pesara menos que una pluma y echada al hombro como un saco de patatas.
Chillo y pataleo, también golpeo su buen trasero, pellizcándolo y palmeándolo fuertemente.
— ¡Animal, asqueroso! ¿Te crees que estamos en pleno agosto para empaparme así? ¡Pide a Dios que no me constipe si no, juro que toseré en tu puñetera almohada, Fernando!
El maldito ríe, mientras camina a galopadas a dónde demonios quiera llevarme, y me nalguea cuando intento saltar fuera. Para vergüenza la mía, ese azote en vez de ponerme más furiosa hace que mi coño pulse deseando poder sentir una vez más esa palma impactar sobre mi culo. Malditas hormonas traidoras…
—¿Se pude saber dónde coño me llevas? No encerré a Pandora y estoy a punto de morderte el costado, capullo.
—Tranquila, ese es mi plan. Podrás morderme y hacer lo que quieras, sólo deja de patalear y comportarte como una cría. Si no quieres que te azote de nuevo, esta vez más fuerte…
—¿Eso es una amenaza? —Gruño moviéndome en su hombro.
Su palma cae de lleno en mi nalga derecha, esta vez más fuerte, haciendo que me escueza sobremanera. Y eso que lo ha hecho encima del pantalón vaquero.
—¡Gilipollas!
Soy vapuleada y tirada hacia atrás y con un chillido de la impresión caigo sobre algo mullido que, al soltarme, puedo ver de qué se trata. Briznas amarillas de heno vuelan a mi alrededor, pero no logro enfocar nada más allá que la visión de Fernando quitándose la camisa a cuadros roja y luego la fina camiseta interior de tirantas. Hace un frío que pela, mi piel está erizada y helada, pero parezco hervir por dentro.
Los músculos de su estómago se contraen cuando levanta los brazos para quitarse la prenda, es todo bultitos deliciosos, montañas de carne suave y pezones oscuros que hace que me relama de anticipación.
Sus ojos caen en los míos, sus iris están oscurecidos y su mandíbula apretada. Como si se contuviera de hacer algo o simplemente imaginara Dios, sabe que cosas. Con toda la elegancia de un caballo español, se recuesta sobe mí, haciendo que el calor de su piel traspase mis ropas empapadas y me haga cerrar los ojos y jadee.
—Fernando… alguien podría vernos aquí… —Logro decir entre roncos balbuceos, sintiendo sus dientes rastrillar mi cuello.
Su erección empuja contra mi entrepierna, haciéndome notar lo duro y grande que es. No puedo evitarlo, mi coño pulsa de nuevo, haciendo que moje las bragas en el acto.
—Les di el día libre a todo el mundo, nadie nos va a volver a interrumpir. Y no pienso parar esta vez, ya caiga una bomba… —Murmura en mi oído, meciendo sus caderas, golpeando mi sexo con rudeza como si lo estuviera haciendo en mi interior.
¡Dios mío! Si esto es lo que se siente con ropa, no puedo imaginarme cuando estemos desnudos… sin barreras de por medio.
Agarro su cabello demasiado largo, obligándolo a mirarme. Necesito que me mire, cerciorarme de que es él, el que me toca, el que me vuelve loca. Su boca entreabierta deja salir el aire a trompicones, al ritmo de su vaivén cadente y sensual.
—No sabes lo bonita que te ves en este momento, Silvia…
Apoyándose con una mano en la improvisada cama de paja, con la otra desabrocha los botones de mi camisa blanca hasta abrirla, dejando mi sujetador al descubierto. Sus ojos repasan mi piel, acaricia con su mirada cada curva de cada uno de mis pechos y gimo cuando con un gruñido, baja su cabeza y lame mi canalillo; cogiendo aire, oliéndome, aguantando la respiración para luego soltarla lentamente.
Sus dientes arrastran la copa derecha, luego la izquierda y mis pechos quedan al aire bajo su escrutinio intenso. Jadeo al sentir la primera caricia de su lengua, repasando cada pezón como si estuviera memorizando cada frunce, su sabor, como si degustara la más deliciosa delicatesen.
Su mano se arrastra por mis costillas, tirando del cierre hasta que de un tirón hace volar el botón y abrir la cremallera a la fuerza. Mis pantalones abandonan mis piernas, no sé cómo ni en qué momento, pero me encuentro en ropa interior, bajo su cuerpo, empapada en todos los sentidos y gimiendo su nombre sin preocuparme de si hago demasiado ruido. De él, sin embargo, no escucho más que su respiración entrecortada, los chasquidos de su lengua y los imperceptibles sonidos guturales mientras me prueba completa.
—Tienes la piel tan suave… tan tierna… —Muerde mi cadera, para luego lamer la zona con deleite.
Sus manos ásperas acarician mis muslos en ascendente, abriéndome ante él, dejando en evidencia lo empapada y necesitada que estoy. Él parece quedarse sin aire en el momento en el que me mira, como si fuera la primera vez que ve un coño y no puedo remediar reírme un poco. Y eso que aún estoy cubierta por mis bragas de algodón blancas que gracias al remojón y a mi excitación, se transparenta mi piel.
—Cualquiera diría que no has visto uno nunca…
Sus ojos llamean al mirarme a los ojos y su comisura derecha se alza insolente, como si supiera algo que yo no.
—Nunca he visto uno tan bonito como el tuyo sin duda, princesita… ahora te lo comeré tan bien, que la risa se te irá igual de rápido que ha venido.
Dicho eso, dejando su trasero empinado al inclinarse sobre mí, pasa la lengua sobre mis bragas bajo mi atenta mirada. Gimo, ya con la risa más que olvidada, arqueándome sin poder evitarlo haciendo que su boca choque de lleno contra mi sexo.
—¡Oh Dios! —Chillo sin vergüenza alguna, estrujando su cabello con fuerza.
Con un dedo, tantea el borde de mi ropa interior y la mueve a un lado.
— ¡Joder que bien hueles! —Alaba para lamerme de abajo a arriba y después sentir como su dedo se abre paso en mi interior.
Siento como si no pudiera soportarlo, como si el límite de placer llegara al tope y lo último que me queda sea estallar. Su endiablada lengua, sigue saboreando, arremolinando mi clítoris para después sorber y meter más profundo los dedos. Explorando cada pliegue, comiéndose mi coño como nunca nadie lo hizo jamás.
Mi cuerpo se tensa y destensa. El final se acerca y sin poder evitarlo, las lágrimas acuden a mis ojos. Mi orgasmo empieza serpenteando desde las puntas de mis dedos de los pies, recorriendo mis muslos, rodeando mi estómago y explotando en mi bajo vientre. Tiemblo, grito y casi me desmayo al colapsar de esta manera tan intensa y salvaje.
Caigo del cielo, dejo atrás el éxtasis, quedándome desmadejada y temblorosa. Sin raciocinio alguno, solo sintiendo el aliento de Fernando refrescar mi carne hirviendo.
—Te comería el coño toda la vida, Silvia, pero ahora mismo necesito urgentemente estar dentro de ti… —Su torso quema al estar en contacto con mi pecho, pero de ninguna manera puedo quejarme.
Es delicioso, tan placentero tenerlo así, que no quiero que pare nunca. Su mirada me busca, no logro abrir los ojos del todo ya que las fuerzas parecen haberme abandonado.
—Esto será rápido, pero te juro que te compensaré… Una vez que te haga mía, no vas a dejar de serlo cada puto día y noche…
De un fuerte empellón, me penetra, arrasando con toda capacidad de pensamiento coherente que quedaba en mi cerebro. Desestabilizando mi cordura y haciéndome chillar de gozo. Es grande, casi no he podido disfrutar de la imagen de él desnudo, pero al sentirme tan ensanchada y apretada en torno a él, puedo adivinarlo.
—¡Jesucristo! —Resuella volviendo a embestirme con ganas.
Agarro su nuca, cuando la visión de su cara cubierta de sudor y su expresión abandonada se hace demasiado intensa para mí. Lo beso, mordiendo su labio inferior, enredando mis piernas en torno a sus caderas, instándole a ir más rápido.
Sus acometidas aumentan de ritmo, vigorosamente, haciéndolo al compás de nuestros pulsos que laten como locos. Ya no es agua lo que cubre nuestra piel, pequeñas perlas de sudor destellan bajo el sol del ocaso que entra por la ventana del establo. Daría lo que fuera por poder ver la escena desde fuera, el dibujo que seguramente estaremos formando, lo perfecto que encajamos.
Un recuerdo fugaz, hace que mi estómago se retuerza por lo que me obligo a cerrar los ojos y sentir lo que está sucediendo. «No cometas el error de enamorarte de un fantasma… Fernando no es él, por mucho que te empeñes» mi corazón se hace un puño y mis entrañas se contraen. Él, lo nota por lo que cesa sus movimientos casi por completo, sin salir de mí. Sin embargo, lo siento más lejos que nunca.
Acaricia mi mejilla con los nidillos, incitándome a abrir los ojos. Cuando lo hago dos lagrimones recorren mis sienes.
—Di mí nombre… —Su labio inferior tiembla, no sé si de rabia o pena.
—Fernando —digo tan flojo que si no estuviéramos tan cerca dudo que lo hubiera oído.
—Eso es, soy Fernando —vuelve a moverse, una, dos, tres veces hasta que mis sollozos se convierten en jadeos necesitados—, dilo de nuevo, mi amor… Di mí nombre mientras te hago mía.
Y lo hago. Lo nombro sin resuello, olvidándome de todo, excepto de él. No sé si sin querer, empecé a confundir el odio que le tenía con otra cosa totalmente diferente. No es lo mismo que sentía por Ernest, no es ni por asomo el mismo sentimiento. Por lo que ya no sé qué es exactamente. Solo sé que lo necesito como el respirar, amo cuando es tierno conmigo, cuando me hace rabiar. Todo y cada uno de sus gestos, se han quedado en mi memoria sin querer, he aprendido a quererlo incluso odiándolo con todas mis ganas. Ha sabido entrar en mi corazón sin ser capaz de verlo y ya es demasiado tarde.
—¡Silvia…! —Exclama tensándose y apretando mi cadera, hincándome los dedos, entrando y saliendo con impetuosidad y bravura hasta que se vacía en mi interior.
Su cuerpo cae laxo encima de él mío, encontrando tremendamente reconfortante sentir su peso y su calor sofocante. Casi puedo ver cómo rezumamos vapor ante el frío que nos envuelve.
No sé cuánto tiempo nos quedamos en el establo, lo último que recuerdo es un susurro inteligible en mí oído y cómo soy arropada hasta hacerme una bolita y ser recostada y abrazada por algo tan cálido como el mismo sol.