Silvia
Octubre, Hacienda Vidal.
Retiro el pelo de mí cara viendo como mis zapatos crujen al pisar el camino de tierra. Hoy como nunca antes odio estar en casa. Todo me recuerda a él, su presencia está en cada rincón, en cada parcela de la hacienda. Sin contar como de fría se debe sentir nuestra casa sin su presencia.
Escucho los pasos de Fernando detrás de mí, no quiero ni verlo. Estoy tan desubicada que veo a Ernest en todo él. Sus labios gruesos, sus mechones negros y ese flequillo rebelde que se posa incansable sobre su frente. Todo menos sus ojos y su bondad. No dudo que Fernando, sea buena persona, pero es un maldito “gilipollas” conmigo. Me trata con chulería, es brabucón y cortante. Me odia y yo, lo odio a él.
Llego a la puerta y con manos temblorosas, abro dándome una bofetada con el olor de nuestro hogar. Aquella casa se convirtió en mí mundo perfecto. Un mundo, que nunca jamás me hubiera imaginado vivir. Yo que era una snob, una pija remilgada siempre en tacones. Una mujer que colgó el traje de princesa, para colocarse unas botas llenas de barro y cambiando el perfume de Chanel, para oler a naturaleza. Sin importarme mancharme las manos o romperme una maldita uña.
Sin ser capaz de ver más allá de él. De mí amor.
—Silvia… —Una brisa helada llegó al mismo tiempo que su voz. Entumeciéndome por completo.
—Quiero estar sola. Vete —demando con los ojos cerrados, no quiero su presencia. Me daña demasiado.
—Silvia no creo que sea buena idea…
Me doy la vuelta encarándolo. No soy capaz ni de entrar completamente en casa, solo de pensarlo se me encoge el alma.
—¡Déjame de una maldita vez, Fernando! ¡Déjame llorar en paz, déjame echarle de menos sin tener tu estúpido rostro delante de mí! —Le grito haciendo que otra nueva tromba de lágrimas moje mis pringosas mejillas del resquicio de las anteriores.
—¡¿CRES QUE SOLO TÚ PERDISTE ALGO?! —Sus ojos se anegan. Puedo ver el agua concentrada en ellos cuando da un paso hacia mí, poniéndose bajo la luz del porche. Aún es de madrugada y el sol despunta en el horizonte, llenando de naranjas y rosas el cielo—. ¡Perdí a mi hermano! —Una lágrima cruza su mejilla desapareciendo en su barba demasiado larga— Aunque esté odiando esta situación igual o más que tú, debemos estar juntos en esto. Vas a tener que joderte y aguantar mí presencia, por mucho que te moleste, nos necesitamos.
—¡No te necesito una mierda! —Digo con los dientes apretados queriéndole romper la cara de un puñetazo. Odio que se parezca tanto a él…
—¡Te guste o no, voy a quedarme aquí contigo! ¡Le prometí a Ernest, que te cuidaría y lo cumpliré!
Trago las lágrimas a duras penas y con un trémulo asentamiento, me doy la vuelta para entrar por fin. No tengo ganas de discutir ni de nada. Los recuerdos se amontonan en mi cabeza, haciéndome ver diferentes escenas en cada espacio que ven mis ojos.
La de veces que desayunamos en la mesa blanca de la cocina, que tantas otras le dije que cambiáramos por una más moderna. La de ocasiones que nos besamos en el sofá acabando desnudos y jadeantes. La de, “te quieros” que compartimos en cada estancia de esta casa.
—Si te parece bien, ocuparé la habitación de invitados. No es que tenga más opciones de todas maneras.
Asiento, sintiéndome cansada de repente. No tengo ganas de discutir con él, ni de mirarlo. Solo quiero dormir y no despertar nunca más. Hacer que el dolor que tengo enconado se disipe hasta convertirse en nada, en un rescoldo que poco a poco, se vaya disipando.
—¿Quieres que… te ayude con algo? No se… lo que sea.
Parpadeo enjugando con la manga de mí abrigo las lágrimas de mis mejillas ya pegajosas y lo miro. Parado en medio del salón, con su enorme abrigo azul, que tres inviernos he visto colgado del perchero. Aún teniendo su casa justo al lado, se pasaba la vida entrando y saliendo de aquí. La de veces que discutí con Ernest por ese simple hecho. Ahora me arrepiento de haber malgastado ese tiempo en vez de estar besándolo hasta el cansancio.
—Silvia, por favor, habla.
—Voy a ducharme.
Asiente con cautela y a continuación procede a quitarse la pesada prenda y colgarla en el gancho. No queriéndole dar una mirada más, me voy dirección al baño. Allí seguramente me esperan otra serie de recuerdos que no estoy segura de poder aguantar. Y en cuanto cruzo el umbral, doy fe de ello.
Mi mano vuela hacia mi boca ahogando así, un nuevo sollozo que hace que mis entrañas se encojan y mis costillas se quejen de dolor. Ya no es solo psicológico, físicamente estoy desecha, temblorosa, desmadejada…
Ando trémula hacia el baño, no queriendo mirar nuestra cama aún desecha de hace una semana. Donde seguramente aún conserva su olor, el calor y la sensación de lo que fue dormir abrazada a él durante toda la noche. Temiendo que fuese la última, llorando en su cuello mientras él dormía de cansancio por los medicamentos. Una vez llego a mí destino, sin despojarme de la ropa y sin querer darme una ojeada en el espejo, entro en la bañera habiéndome quitado los zapatos solamente.
El agua fría impacta contra mi cara, haciendo que el frío se haga tan insoportable que miedo tengo de desmayarme. Pero no lo hago, sigo respirando, sigo sintiendo, sigue doliéndome demasiado.
Entre llantos y recuerdos lavo mi pelo, con fuerza, tirando de los mechones; queriendo deshacerme de la maldita quemazón que arropa mi corazón. No puedo, es imposible, sigue ahí persistente. Recordándome con saña que me falta él y hasta el fin de mis días lo hará.
Me dejo caer en la pared, sentándome, notando como a poco el agua se atempera y mi cuerpo tirita. Sus palabras, sus últimas palabras, resuenan en mi cabeza. Haciéndome llorar más fuerte, desgarrando todo a su paso. «Te amo y siempre lo haré, aunque no me veas, Silvia, jamás te soltaré» «No me olvides, vida mía. Recuérdame siempre»
—¡Ya lo hago, Ernest! —Grito con fuerza, rompiéndome la voz, arañándome los brazos y llorando sin consuelo — ¡Eras mi maldita vida…!
No sé cuántas horas, minutos o segundos me quedo aquí sentada. Pidiendo a quién sea que esté allí arriba, que me devuelva lo que tan egoístamente me ha robado. Tengo la sensación de que nunca volverá, de que no conseguiré mirar a otro hombre de la misma manera. Me ha arruinado para siempre, y aunque suene egoísta, eso me hace querer odiarlo.
Una vez me deshago de la ropa empapada y con el llanto casi a buen recaudo, ando desnuda con los pies de plomo hacia el dormitorio. Abro el armario, dándome una bofetada su olor impregnado en cada prenda que allí cuelga inerte de las perchas. Acaricio una de sus camisas favoritas y que tantas veces me he puesto tan solo por el gusto de verlo refunfuñado, diciéndome que me quedaba mejor que a él. Con dedos temblorosos, paso mi mano por sus pantalones, el traje de boda con el que me prometió vida eterna. Promesa que no ha podido cumplir. Cierro los ojos notando avecinarse otra nueva horda de llanto, por lo que agarro una de sus camisetas y haciendo todo el esfuerzo del mundo para no desfallecer, me la pongo. La suave y perfumada tela me abraza, haciéndome sonreír al instante, al igual que lágrimas silenciosas empiezan a mojar mi cara de nuevo.
Aunque suene estúpido, me siento segura, arropada y puedo sentir como aún sin verlo, está conmigo. Me acuesto abrazándome a mí misma, con nuevos recuerdos que rememorar. Deseando poder soñar con él y nunca despertar. Pero la vida es así de “hija de puta” que ni eso puede hacer por mí. Lo mismo que no le ha costado llevárselo a él, podría haberme quitado la vida a mí también.
¿Habrá algún momento en el que el dolor se vaya? La respuesta me hace daño, con el tiempo, el largo tiempo que conlleva olvidar. Si un solo día se me hace un mundo, no quiero imaginar meses y meses de agonía en donde tendré que acostumbrarme a no ver su cara soñolienta en las mañanas, su mal carácter al despertar, su beso de buenos días una vez toma su café; las bromas, las risas, el amor que prodigaba a los cuatro vientos por mí. La dicha que irradiaba cada vez que me veía, nuestras discusiones sin sentido, nuestras peleas y reproches. Todo eso se convirtió en sueños pasados, en meros recuerdos que solo en mí mente quedarán grabados.
Y con la ilusión de verlo al día siguiente, el cansancio me lleva con él. Creando una espiral de sentimientos encontrados, mi mente me hace querer ver la realidad, mi corazón se niega a despertar. Una vez más tengo que elegir entre la razón y la locura. Me pregunto quién ganará finalmente la batalla.