Fernando

 

 

Abril. Hacienda Vidal.

Alguien golpea la puerta de la casa haciéndome dejar de leer el libro que Silvia me había prestado. Frunzo el ceño y veo que son las doce de la mañana. No esperábamos visita. Me levanto y abro. Encontrándome con una gran sorpresa. El papá de Silvia, está frente a mí con esa cara de amargado que siempre lleva consigo.

—Buenos días, Señor Storazza, me alegra verlo. —Obviamente tanto él como yo sabíamos que no me alegraba en absoluto. Ese hombre y yo, al contrario que con Ernest no nos podíamos ver.

—Ahórrate la alegría, hijo. ¿Dónde está mi hija?

—Está en la casa de Beth, una de las jornaleras, tomando café. ¿Quiere qué le llame?

—¿Y qué hace tomando café con una campesina? —Sus palabras me hacen entrecerrar los ojos en su dirección —Tampoco sé por qué mierda sigue aquí cuando ya no la ata nada a este lugar.

Hielo traspasa mis venas. Silvia irse… no, no puede marcharse. Ella no puede dejarme solo y…

—¡Quita esa cara y no hagas como que te importa! Debe volver a casa.

— ¡Eso lo decidirá ella, no usted!

Mis manos se hacen puños a mis costados y si no fuera por mi autocontrol, le habría dado un par de puñetazos a esa perfecta cara, que tanta cirugía, le había brindado.

—De eso quería hablarle, no me iré de aquí hasta que la convenza. Esta vida no es para ella. Tiene que salir y relacionarse con gente de verdad. Ponerse tacones y vestidos no botas llenas de mierda y ropa con olor a cerdo. —Hace una mueca de asco y pasa por mi lado hacia el interior, mirando todo a su alrededor como si fuera una reliquia.

Se sienta en el sofá con cuidado, cerciorándose de no mancharse con lo que demonios crea que hay en la tela y agarra el libro que antes estaba leyendo. Mientras él se entretiene a su manera yo me veo maquinando un plan para que Silvia, no se vaya. Tengo que pensar en algo lo suficientemente creíble para que no me abandone. No ella.

La puerta se abre y entra la susodicha con una sonrisa pegada a su bonita cara. Pero se congela en el sitio al ver a su progenitor sentado en la sala de estar.

—¿Papá?

Él se levanta y va a hacia ella con la intención de abrazarla, pero se retrae haciendo una mueca de desagrado.

—Hueles a…

—Acabo de presenciar el parto de un caballo, papá. No sabes lo bonito y especial que ha sido… —Sorbe por la nariz y con su mano derecha aparta una lágrima de la esquina de su ojo derecho.

—Oh… Ve a bañarte entonces, te espero aquí. Quiero hablar contigo.

—De acuerdo, no tardaré. —Besa su mejilla y cuando pasa por mi lado, por un breve segundo su mirada se une con la mía.

Es tan difícil no saltar hacia ella y besarla…

—No la mires así, te tiene que dar vergüenza con tu hermano donde está. Qué asco…

En dos pasos estoy a dos centímetros de su cara, agarrando su impoluta camisa entre mis puños.

—No vuelva a mentar a mí hermano, señor. Y tampoco le importa cómo mire o deje de mirar a mi cuñada. Ella es mayorcita para hacer lo que le venga la “puta” gana, no hace falta que venga papi a decírselo.

Me voy a la cocina dejándolo en la sala con aires de sicario. No sé por qué me odia tanto, aunque tampoco es que me importe.

Al cabo de unos minutos escucho las pisadas de Silvia, salir por el pasillo. Para ir a la sala tiene que pasar por la cocina por lo que la agarro del brazo impidiéndole seguir.

— ¡Pero qué…! —Sus ojos me miran con el ceño fruncido y observa mis dedos en torno a su codo.

La suelto, pero me pongo en la puerta cortándole cualquier escapatoria.

—Tu padre viene a por ti… —Suelto de sopetón.

Seguramente esté dándole una imagen pésima, como si mí vida, dependiera de su respuesta. Me da igual, estoy desesperado y el agobio sube por mi cuerpo atenazando con ahogarme.

Mis palabras consiguen que Silvia, se tense. Ella no quiere irse y suspiro en alivio. Pero de buenas a primeras, su mirada se desvía de mí hacia el suelo.

—¿Y qué más te da a ti, que me vaya o no?

Pestañeo como si me hubiera dado un tiro en pleno corazón.

—Te odie o no, te dije que le prometí a Ernest…

Me mira con la boca apiñada y claramente enfadada. Me corta el habla en el acto.

—Sí, ya… Pues puede que te libre de ello pronto, sí tanto odio me tienes. ¿Qué me retiene aquí de todas formas… no?

Su respiración se acelera y de tan bien que la conozco, sé que, en cualquier momento, romperá a llorar.

Me limito a apretar la mandíbula pensando en qué coño decirle para que se quede junto a mí. La necesito y la necesitaré siempre ¿Qué voy a hacer si algún día ella me llega a faltar? Me moriré si no la veo cantar por las mañanas mientras prepara un café, seré un despojo humano si no la puedo tener a un metro de distancia.

—Silvia… sólo quiero, que te quedes.

Su ceño fruncido se va relajando y su labio inferior queda atrapado entre sus dientes.

—¿Para qué? —Pregunta en un hilillo de voz.

Tengo que jugar bien mis cartas a partir de ahora. Seguramente mis sentimientos están más latentes y descubiertos que nunca. Ella puede verlos, estoy seguro. ¿Pero cómo convencerla de que no me abandone, sin decirle cuanto la amo y necesito?

—No quiero quedarme solo… por muy mal que nos llevemos, no quiero despertar un día en una casa vacía. También sé que, aunque no lo digas, echarás demasiado de menos todo esto. Me echarás de menos a mí.

Soltó una risa corta fijando su vista en un punto cualquiera y llevó sus dedos a las esquinas de sus ojos.

—Por desgracia y aunque no te lo merezcas, sí que te echaría de menos. Pero no tanto como a toda la hacienda. Amo estar aquí y aunque Ernest ya no esté en cuerpo presente, lo siento en cada rincón de este lugar. —Sus ojos me miran de nuevo—. Me quedaré, pero no por ti. Ya va siendo hora de que haga las cosas por mí.

Se da la vuelta y se marcha hacia la sala. Me quedo tieso en medio de la cocina sin saber qué hacer ahora. De todo lo que ha dicho solo una cosa se ha quedado grabada en mi cerebro y dudo mucho de que se vaya de ahí en breve. Me echaría de menos. Y aunque no más que a todo esto, significa que me quiere. Poco, pero algo, al fin y al cabo.

«No te ilusiones» me digo a mí mismo cuando una sonrisa empieza a curvar mis labios.

 

 

Después de unas horas en los que Silvia, se fue a dar un paseo por la finca con su padre para hablar, aparece haciéndome dar un respingo. Hago una mueca al ver mi pulgar en carne viva y casi sin uña. Tengo que dejar de hacer eso.

Ella pasa junto a mí como si yo no existiera y mis pies van en su busca siguiéndola hasta la habitación. Va a abrir el armario y antes de que haga nada más, hablo. No aguanto un segundo más su silencio y menos cuando la veo sacar ropa a diestro y siniestro.

—Silvia… ¿Te vas?

Ella deja de mirar el interior del mueble y en su lugar me mira a mí.

—Mi padre es muy cabezota cuando quiere… —Dice sin más, rebuscando de nuevo entre los cajones.

—Pero me dijiste…

—¡Fernando, no me voy a ir! —dice subiendo la voz y sacando una pequeña maleta roja.

La miro con confusión al ver la imagen que contradice sus palabras. Señalo lo obvio y ella sonríe.

—Será mejor que hagas tú maleta.

Pestañeo sin saber qué pensar o decir y alzo las manos parando su acción de meter ropa en el interior de la Samsonite.

—¿Qué? ¿Dónde vamos?

—Nos quedaremos este fin de semana en la casa de mis padres. Solo así ha dejado de insistir. Claramente no le hace mucha gracia que vengas conmigo, pero ya le dejé claro que tú, eres parte del equipaje.

Después de decir eso sigue a lo suyo. Sin darse cuenta de mi estado. ¿Todo el fin de semana?

— ¿Me has preguntado siquiera si me apetece pasar todo el maldito fin de semana aguantando al cascarrabias de tu padre? Sin contar los desplantes de tu mamá cada vez que estoy a menos de dos metros de distancia. —Ella se ríe, pero sigue metiendo ropa. Me está poniendo de los nervios y para hacerla parar voy hacia ella y la agarro firmemente de los brazos.

Un suspiro entreabre sus labios. Labios que no deseo más que morder hasta dejarlos al rojo vivo. Y parece como si supiera lo que estoy pensando ya que se los humedece, dejándolos brillantes por su saliva. «Tranquilo» tengo que recordarme.

—No quiero dejarte solo, Fer —susurra mirándome a los ojos—. Y si te hace sentir mejor, nos quedaremos en la otra casa. Solo tendremos que ir a comer con ellos o a tomar el té… la mayor parte del tiempo estaremos solo los dos, ¿vale? Así que elige… ¿Quieres aguantar a mis padres todo lo que da el fin de semana o prefieres soportarme a mí sola?

Y tras hacerme el enfurruñado, me voy a mí habitación a hacer la maleta. Estaríamos los dos juntos, solo tendría que aguantar un par de horas con los Señores Storazza y volvería para disfrutar de la soledad junto a ella. Sin tener que levantarme temprano para trabajar en el campo y solo disfrutar de su presencia.

Sin duda, este fin de semana, será de lo más entretenido…