Silvia

 

 

 

Un año antes… Octubre, hacienda Vidal.

Mi mirada estaba fija en el horizonte. Donde unas nubes negras avecinaban lo que sería una gran tormenta. Recuerdo haber sentido un desagradable escalofrío subirme por la espalda hasta desembocar en mi nuca. Nunca fui de las que creyeron en el sexto sentido o en los presentimientos. Siempre pensé que eso no era más que una sarta de estupideces que se inventaban los videntes para sacar el dinero a la gente. Así que no le di importancia, a la sensación rara que recorría mi columna y agilaba mi estómago.

Simplemente me quedé allí, en el porche, viendo a las nubes acercarse cada vez más. Escuchando el graznido de los pájaros en bandada que volaban en dirección contraria a la tormenta. Me abracé a mí misma, subiendo mis pies al asiento, hasta abarcar mis rodillas. Me sentía débil, sin fuerzas. Quizás fuera porque apenas ingerí bocado en tres semanas. Ernest estaba cada vez peor y mi mundo empezaba a derrumbarse. Como el cielo de ese día.

Sentí una presencia erguirse a mi lado. Sabía quién era incluso antes de mirar de reojo su perfil. Se cruzó de brazos, contemplando el paisaje con ese rictus impenetrable del que ya estaba malditamente familiarizada. Esa era la primera vez en meses que estábamos a solas, era la primera vez en mucho tiempo que veía a alguien más, aparte de Ernest. Era tal mi obsesión por querer estar con él todo el tiempo que me fuese posible, que no deparé un segundo en Fernando.

Si llega el día que mi Ernest muera, no solo seré yo la que pierda a un pilar fundamental en mi vida, también lo sería para él. Era su hermano, su mitad, su compañero de aventuras cuando eran pequeños, su quebradero de cabeza, su camarada y equipo. Ambos tan diferentes y tan parecidos al mismo tiempo. Ya podía ser uno el mismísimo demonio y el otro discípulo de Dios, los dos eran uno.

—Odio la lluvia… —Murmuró tan bajo, que creí no haberlo oído.

Escucho el chasquido de su mechero, para luego, el sonido de su exhalación. El olor desagradable del cigarrillo me hizo recordar el día de mi boda. Cuando se encerró en el salón de actos, escapando de todo el mundo, después de haber roto con Melisa. Empecé a entender que cuando algo lo ponía demasiado nervioso o tenso, recurría al tabaco. No obstante, cuando ya la situación lo sobrepasaba, buscaba una mujer cualquiera y se la follaba sin conocimiento.

Así era él… y odiaba cada célula, cada molécula que lo componían.

—Hoy, yo también la odio… —Le contesté ya habiendo pasado el suficiente tiempo como para hacer creer que no diría nada.

Pero mi mente se negaba a pensar, en nada más allá, que lo feo que se veía el cielo. En como las hojas caídas en el suelo, junto con el viento, creaban ciertos remolinos que no llegaban a más que un par de metros de altura.

Entonces algo empezó a atenazar mi garganta. Algo estaba mal, algo se me olvidaba y no sabía qué. Solo me levanté con la imperiosa necesidad de regar mis rosas amarillas. La manta dejó de cubrirme, al mismo tiempo que empecé a caminar sin preocuparme de agarrarla. El viento, hizo corriente, azotando mi rostro con furia. La tormenta estaba justo en mi cabeza, y sabía que una vez la brisa cesara, caería una gran tromba de agua sobre mí.

Me daba igual, solo quería llegar a mi rincón favorito de la hacienda. Un invernadero pequeño, acristalado, lleno de plantas frondosas de imperioso follaje. Enredaderas y flores de colores, cuidadosamente cuidadas día tras día. Sin faltar uno. Menos “ese” día.

Los gritos de Fernando llamándome, no hicieron más que apremiar las ganas que tenía de llegar y regarlas. De alguna manera se convirtió en algo de vida o muerte y no pararía hasta haberlo hecho.

Justo a un metro de llegar, la tormenta descargó su furia en forma de trueno para luego empezar a chispear. Me quedé parada, sintiendo las pequeñas gotas mojar mi cabeza, hombros y cara. El sutil golpeteo, pronto se convirtió en un constante. Gordas gotas, empezaron a empapar mi ropa, pero tampoco me importó.

Alguien agarró mis brazos una vez que decidí dar un paso.

—¿Estás loca? ¡Vuelve a casa ahora mismo!

Mi mirada se centraba en las preciosas rosas amarillas, que se entreveían a través del cristal del invernadero. Mi barbilla empezó a temblar y pronto mis lágrimas se ligaron con la lluvia que no cesaba en su empeño de arrasar con todo.

Fernando tiraba de mí y al verme alejada de mi deseo, empecé a llorar y a empujarlo con todas mis fuerzas. Pero no podía. Mis fuerzas eran casi nulas, por no decir que estaban extintas. Y entonces sentí como algo dentro de mí se rompió a la vez que un rayo impactó contra la rama de un árbol haciendo que ésta callera y rompiera una de las contraventanas del invernadero y destrozara las rosas.

Ahí supe, en ese mismo instante, que mi Ernest, dejó de respirar. Mis rosas dejaron de vivir, a la fuerza, al igual que él. No era su jodida hora, pero eso no impidió a la muerte llevárselo.

Me zafé del agarre de Fernando y corrí hacia la casa. Mi amor, yacía en la grava, empapado e inerte, justo al lado del porche. Como si hubiera utilizado el último ápice de fuerza, para ir a buscarme.

Caí de rodillas, grité, sollocé y maldije a voz en grito. Nada funcionó. Nada de lo que dije o hice, me devolvió a mi Ernest.

Sentí unos brazos y unas manos agarrarme, intentando apartarme de él. Pero luché con todas mis fuerzas, necesitaba llorar, gritar, maldecir. Aunque sabía que nada daría resultado, lo hice de todas maneras. El llanto de Fernando se ligó con el mío junto con el repiquetear de la lluvia en la arena. Abracé su cabeza, acunándolo, como si así calmara el ansia de sentirlo conmigo. No me lo creía, no podía hacerme a la idea de que ya no lo vería más.

Me dejé abrazar por sus brazos, sintiendo su pecho convulsionarse por su lamento. Llamando a su hermano entre sollozos roncos, destrozándome más si cabía.

—Nos lo quitaron, Fernando…—Sollocé con la voz rota, acariciando su pelo empapado.

No dijo nada, en cambio me abrazó más contra él. Protegiéndome de todo por unos instantes, rodeándome del cariño que nunca me brindó y que, en ese momento, me regalaba de buena gana. No sé cuánto tiempo estuvimos allí de rodillas, dejando que el agua se llevara todo de nosotros. No recuerdo lo que pasó después de eso. Puede que me desmayara o mi mente decidiera hacerme olvidar el trago que fue ver a mi Ernest acostadito en una cama, sin vida, sin color. No lo recuerdo, pero eso no quita que me lo imagine.

La mente hace eso a veces. Te pone a prueba, te somete a evocaciones desagradables, para ver hasta donde puedes llegar. Yo llegué a mi límite en el momento en el que el ataúd desapareció tras una placa de cemento. No había vuelta atrás, ese era mi destino y el suyo. Solo me quedaba agradecer el haberlo conocido y amado tanto, que sabía que ese sentimiento jamás sería destruido. Siempre lo amaría, siempre lo tendría presente. Viniese lo que viniese luego, mi Ernest ocuparía un gran trozo de mi corazón.