Silvia

 

 

Un año antes… Noviembre. Hacienda Vidal.

—¿Ernest? —Ando por el pasillo hasta nuestra habitación. Era demasiado raro que Ernest aún no se hubiese levantado y estaba preocupada.

Anoche apenas probó bocado y estuvo más pálido de lo normal. Entré en nuestra alcoba y lo vi recostado de lado con la ropa de trabajo puesta y abrazándose a sí mismo a la altura del estómago. Las cortinas estaban corridas dejando ver el paisaje nevado del exterior y la escarcha en las esquinas del cristal.

—Cariño… —Me senté a su lado y acaricié su pelo haciendo que abriera los ojos.

Me buscó con la mirada como si le costara enfocarme y eso fue lo que acabó por preocuparme sobremanera.

—Estoy bien… solo un poco cansado y me duele la cabeza.

—¿Quieres ir al médico?

Seguí masajeando su cuero cabelludo haciendo que cerrase los ojos disfrutando de mis caricias. Una sonrisa afloró en mis labios. Parecía un gato grande, ronroneando del gusto

—No es nada, cielo, solo necesito descansar. Busca a Fernando y dile que no voy a ir a ayudarle.

Asentí, tras darle un beso en la frente y taparlo con una manta. Me fui sin querer dejarlo solo más de lo preciso. Tenía un mal presentimiento y eso hizo que el miedo atenazara mi estómago en nudos.

Salí de la casa buscando con la mirada a Fernando. David, el chico que se encargaba del arado, pasó junto a mí saludándome alegremente por lo que aproveché para preguntarle.

—Buenos días, David. ¿Sabes dónde está Fernando? Ernest, no se encuentra bien y no saldrá de casa hoy.

Su ceño se frunció en preocupación. Ernest aparte de jefe era buen amigo de todos lo que aquí trabajaban. Todos eran una gran familia y me sentía muy afortunada de formar parte de ella.

—El Señor Fernando, está en el camino quitando nieve. ¿Quiere que lo avise por usted?

—No, yo lo haré.

Tocó su gorra a modo de saludo y siguió su camino hacia los árboles cubiertos de nieve. Cerré la cremallera de mi abrigo hasta arriba y anduve con paso apresurado hacia la entrada de la finca. Seguro, Fernando, estaba que trinaba por la cantidad de nieve que tenía que haber en el camino. Pero tendría que lidiar conmigo le gustase, o no.

Cuando llegué, mis dientes castañeaban y estaba segura que en cualquier momento, se me caerían los dedos. Vi como Fernando, con la ayuda de una pala, quitaba la nieve del camino ya casi despejado. Pero no me dio tiempo a dar dos pasos más, que empezó a caer pequeños copos, provocando un gruñido de su parte. Fue ahí que reparó en mi presencia, justo cuando dejó de mirar al cielo como queriendo acuchillarlo por insolente.

Sus ojos me escrutaron de pies a cabeza, como si fuera la primera vez que me veía. Su cara estaba cubierta por un pasamontañas salvo su mirada, ni así dejaba de ser guapo el condenado.

—¿Qué haces aquí? —Dijo bruscamente hincando la pala y sacando una gran porción de nieve para luego lanzarla fuera del camino.

Cosa inútil, ya que cada vez nevaba más y el camino se volvía a ver blanco.

—Ernest se encuentra mal, me dijo que te avisara de que se quedaría en la cama hoy.

Un imperceptible asentimiento, fue su única respuesta. Me acerqué a él y cuando quise tocarle el brazo, no sé exactamente para qué él, se apartó como si el solo pensamiento de mi tacto le quemara la piel. Y eso que contaba con varias capas de abrigo.

—Ya me diste el recado, ¿no? Será mejor que vuelvas a la casa.

—Está nevando, tú también deberías volver. Además, no durará demasiado el camino despejado.

—¿De verdad, listilla? Déjame hacer mi trabajo, anda. Si no quito lo más gordo, se seguirá acumulando nieve hasta que no se vea ni la verja. Este año nevará más que el anterior, por lo que tenemos que quitar la nieve cada día.

Fue la frase más larga que Fernando me dijo alguna vez y por raro que pareciera me hizo sentir bien por dentro. Estaba hablándome como una persona normal y no gritándome malhumorado como siempre. Sin decirle nada más, me fui al extremo del camino y agarré una pala que descansaba en un gran montículo de nueve. Enterré la punta en el suelo y con esfuerzo la alcé quitando una pequeña porción.

La pala salió de mis manos con un fuerte jalón.

—¿Quieres irte a casa? ¡Estás congelada, maldita sea! —Sus ojos eran dos llamaradas de furia y un escalofrío me erizó el cuerpo entero. No sé si por el frío que hacía o por la imperiosidad que rezumaba de él.

—Quiero ayudarte, así acabaremos antes y volveremos a casa.

—¡No vas a ayudarme una mierda, Silvia! ¡Vas a irte y dejar que yo acabe con esto! —señaló la vereda—. Vete, no te lo voy a volver a repetir…

—Lo haré si tú también lo haces. Está nevando cada vez más y…

—¡¿Es que estás sorda?! —En dos pasos, se irguió delante de mí, intimidante, grande y fuerte. Haciendo que el vaho de su respiración agitada, traspasara la tela del pasamontañas.

—Solo quiero…

—Que- te- largues —dijo con calma, destilando veneno en cada palabra.

Así que no tuve más remedio que claudicar. No, cuando lo próximo que haría sería llorar como una idiota delante de él. Solté la pala y me fui caminando como alma en pena. Pronto los sollozos empezaron a salir a trompicones y me abracé a mí misma intentando encontrar consuelo de alguna forma.

Odiaba tanto sentirme así…

Desde ese día, me propuse ignorarlo. Si él no quería mi amistad, no sería yo la que la quisiera. Se acabó ser la tonta que siempre va detrás de él.

Llegué a casa y cerré de un portazo. Los jornaleros dejaron sus quehaceres por la nieve que caía sin parar y por mucho que me jodiera, solo pensaba en que él estaría aún allí intentando quitarla del camino hasta el cansancio.

¿Por qué tenía que ser tan malditamente terco?

Me quité el pesado abrigo que portaba y tiritando me fui a la habitación. Quería cerciorar a Ernest antes de tomarme una ducha caliente. Toqué su frente e hice un mohín con los labios al ver que estaba un poco caliente. Besé su mejilla y sonreí al ver como buscaba mi calor aún estando completamente dormido.

Agarré unas mallas negras térmicas y un jersey morado junto con mi ropa interior. Me ducharía y prepararía caldo caliente.

El agua calló en cascada por mi cuerpo y ahogué un gemido cuando atemperó mi cuerpo entumecido por el frío. El pensamiento que llevaba rondando por mi cabeza todos estos meses me atenazó el alma como una enredadera de espinas. Echaba de menos la sensación de tener una pequeña vida en mi interior. Acaricié mi vientre en busca del casi imperceptible bulto que tenía, mas no encontré nada. Respiré hondo obligándome a no llorar más y me dejé llevar por la calidez del agua.

Pegué un brinco cuando sentí que me abrazaban desde atrás. Tuve que cerciorarme de que era Ernest antes de suspirar de alivio. Su sonrisa estaba pegada a sus deliciosos labios y sonreí de vuelta dejándome caer en su cuerpo desnudo.

—Ni enfermo puedes tener las manos lejos de mí, ¿eh? —Acaricié sus manos sobre mí vientre.

—No puedo desaprovechar cada oportunidad que tenga contigo, mi vida. Quiero besar tus labios todo lo que pueda y poder hacerte el amor todos los días de mí vida. Deseo poder tatuar mis caricias en cada poro de tu piel y que solo me veas a mí cada vez que cierres los ojos. Te amo, Silvia… Siempre, seré tuyo amor.