Fernando

 

 

Marzo. Hacienda Vidal.

Dulce jugo rosa, hace brillar sus suculentos labios, haciéndolos parecer tan apetecibles como una fuente en medio de un desierto. Sus dientes muerden la fruta con tanto deleite que mi corazón se dispara y mi sangre hierve. Y cuando un precioso y sutil sonido de placer entreabre esos labios de pecado, me levanto antes de cometer la mayor locura de mi vida.

Ella me mira y deja la fresa a medio camino de su fabulosa boca que, sin duda, podría hacer maravillosas locuras.

—Me siento mal —le digo ante su mirada interrogativa.

Ella se encoje de hombros y sigue comiéndose la fruta haciéndome quedar de nuevo medio embobado. Me obligo a moverme y con pasos firmes me enclaustro en mi habitación. Mi erección aprieta contra los pantalones y ahogo un jadeo cuando intento colocármela de alguna forma menos dolorosa.

«¡Por Dios Santo!»

Ando hacia el baño arrancándome la ropa por el camino. Necesito una ducha helada y así poder bajar el calor sofocante que me ahoga. Necesito deshacerme de las ganas que tengo de volver y hacerla mía sobre la barra de desayuno. Escurrir el dulce néctar de las fresas por sobre sus pechos y lamer cada gota como si fuera a morirme de sed. Escucharla gemir mientras la penetro con fuerza, sintiendo sus uñas clavadas en mí espalda…

Entro en la bañera y abro la llave del agua sin preocuparme de cerrar la cortina. Una cascada helada me cae arrancándome una exclamación. Comienzo a tiritar y cuando empiezo a sentir como el miedo a congelarme ocupa más espacio que la excitación, una nueva imagen de Silvia chupándomela arrodillada en esta misma ducha, con sus pestañas húmedas por las gotas de agua y su lengua enrollando el capullo de mi polla para luego succionarla con ansias, casi me dobla de rodillas.

Apago la ducha y con rabia mi mano rodea mi erección y empiezo a bombear con fuerza, dejándome caer en la pared azulejada a mi espalda. Ahogo un gemido cuando las imágenes se hacen más vividas en mi mente y estoy saboreando el dulce placer de llegar al orgasmo cuando la puerta se abre y la protagonista de mis fantasías aparece. Para vergüenza mía, termino acabando sobre mí. Calientes chorros de semen salpican mis abdominales y jadeo. El maldito orgasmo me ha dejado fuera de combate y viendo como de tensa se encuentra Silvia observándome, como si en su vida me hubiera visto, o en su defecto, a un hombre desnudo, a ella también.

—¡Dios santo! Lo siento, lo siento, lo siento… ¡Mierda, lo siento!

Se gira y sale corriendo como si el mismísimo demonio fuera detrás de ella. Salgo de mi estado pos-orgásmico lavándome rápidamente para después salir y enrollarme una toalla en la cintura, salgo corriendo en su busca.

La encuentro en la sala, andando de un lado para otro. Como una leona enjaulada.

—Silvia…

Ella me mira y sus ojos advierten en la toalla que cae precariamente de mis caderas.

—Silvia, lo que ha pasado…

—No, tranquilo, son cosas que pasan. Tenías la necesidad y no hay más. Hasta yo lo hago a veces y… —Su boca se cierra al ser consciente de lo que está diciendo y veo como su sonrojo cubre toda su cara.

No puedo evitar sonreír. Me dejo caer en el marco de la puerta y cruzo mis brazos. Me hace gracia que no sepa hacia qué lugar de mi cuerpo mirar. Solo ella sabe qué se está imaginando.

—Así que la princesita se da placer de vez en cuando…

Los ojos de Silvia se entrecierran con enojo. Como le hubiese dejado seguir mirándome como me estaba mirando, no sabría cómo parar una vez no pudiera aguantar quedarme quieto.

— ¡Ni se te ocurra seguir por ese camino…! —Me advierte.

Ando hacia ella haciendo que, a su vez, de pasos hacia atrás. No va a ir muy lejos de todas maneras. Su espalda choca con la barra de desayuno. La escena de momentos antes en mi cabeza cobra vida ante mis ojos. Esta vez casi puedo palparla.

—¿Por qué huyes? —Ladeo la cabeza y doy un último paso hasta que su mano se posa contra mi torso— Tranquila, no es como si te fuera a follar sobre la encimera. ¿Recuerdas que me resultas repelente y odiosa? Siquiera se me pasa por la cabeza hacerte…

—¡Detente! —Me frena e intenta empujarme.

—¿Por qué? Es demasiado divertido ponerte toda nerviosa y… temblorosa. Si no me odiaras tanto diría, que te pongo.

Su boca antes apiñada con enfado, se abre igual que sus ojos.

—¡¿Cómo te atreves?! —Chilla pegándome un palmetazo en el pectoral izquierdo—, aléjate de mí, asqueroso pervertido. No me pones una mierda… ni una pizca. Solo me causas asco desde tan cerca. No te soporto.

Duele. Duele escuchar toda esa verdad saliendo de sus labios. Por eso doy un paso atrás liberándola de su cautiverio. Siquiera me di cuenta, que la había rodeado con los brazos cortando toda posible escapatoria.

—Así me gusta, procura que no se te olvide, princesita.