Silvia
Un año antes… Diciembre. Hacienda Vidal
Me alisé la falda del vestido rojo que llevaba y sonreí a mi reflejo satisfecha de mi atuendo navideño. Un gorrito de Papá Noel y mis labios carmín, acababan por cerrar el conjunto. Ernest se une a la imagen y sonrío como una idiota dejándome caer en su pecho, disfrutando del calor que me transmite cada vez que me abraza.
—¿Te encuentras bien? —Le pregunto cuando observo como besa mi hombro descubierto gracias a que mi vestido es de tirantes. Fuera, un lindo paisaje se cubría de blanco, en la casa, se estaba cálido como un día de verano gracias a la calefacción.
—Perfectamente —musitó sin dejar de besarme. Haciendo que mi vello se erice y deseando poder cancelar los planes que teníamos solo por el placer que me prometía mi marido con cada gesto que procesaba a mi cuerpo.
Sus grandes manos acariciaron mis pechos sobre la suave tela y cerré los ojos para a continuación suspirar con deleite.
—Este año he sido muy bueno, Señora Noel… ¿Tendré mi regalo, no es así?
Reí y lo miré a los ojos a través del espejo. Su sonrisa se ensanchó y vi como sus ojos estaban brillantes y oscuros, gracias a la excitación del momento. Le causaba verdadera gracia verme con el significativo gorrito, y más tarde le daría un buen espectáculo privado una vez que todos se fueran de casa. No podía desear más, que pasara el tiempo volando.
—Mmm… no sé yo… —Titubeé haciéndome la pensativa.
Me gané un gruñido, un azote y una mordida en el cuello en reprimenda. Claro que mi risa se cortó una vez que gemí de gozo al sentir sus dientes clavarse en mi piel. Estábamos a punto de besarnos cuando alguien toca en la puerta de nuestra habitación y Ernest se separa de mí y va a abrir, no sin antes cerciorarse de recolocar su erección, para no dar ninguna impresión de nada. Menos mal y gracias a la americana que llevaba pudo taparse lo suficiente. Una vez la puerta quedó abierta, rodé los ojos. Fernando estaba al otro lado del umbral mirándome como siempre. Con ese odio irascible y enfermizo que cada día me ponía más de los nervios.
—Sus eminencias, los Storazza, ya llegaron, así que si me hacéis el favor de dejar de pelar la pava e ir a recibirlos os estaría muy agradecido. No soporto a esos pijos remilgados.
—¡Fernando no empieces! —Le reprendió Ernest antes de salir a reunirse con mi familia.
Yo me quedé observando a mi cuñado. Vestido con un traje negro, camisa blanca y corbata roja que hacía resaltar su tez tostada por el sol. El me observaba a su vez, de arriba abajo, como haciéndome un examen físico a conciencia. Cuando llegó a mis ojos una vez más, hizo una mueca desagradable y se fue, permitiéndome respirar lo que segundos antes, gracias a su repaso visual, no pude hacer.
Una vez me recompuse y logré mantener bajo control la pena que me embargaba cada vez que veía el odio que me tenía, salí con la cabeza alta y me reuní con todos en el salón. Mis padres, con una copa del mejor vino que teníamos de nuestra cosecha en las manos, charlaban animadamente con Ernest mientras que Fernando bebía a morro de la botella de Rioja. Él advirtió mi presencia y alzó una ceja preguntándose qué coño hacía mirándolo, yo también me lo pregunté.
Me recoloqué el gorrito de santa y con una sonrisa radiante me acerqué a mi esposo haciendo que mis padres se dieran cuenta de mi presencia en la habitación. Desde que les presenté a Ernest parecía caerles mejor él, que yo, incluso. Muchas veces hablé de ello con él, pero simplemente me decía que no era así y me engatusaba con besos hasta que se me olvidaba. En ese momento, viendo la sonrisa tirante de mamá al mirarme y como sus ojos brillaban al volver a observar a Ernest, sin contar que mi padre siquiera me miró para besarme la mejilla, volvía a reiterar lo que pensaba. Querían más a su yerno que a su propia hija. Por esa razón me serví, bajo la atenta mirada de Fernando que se apoyaba en uno de los pilares de piedra de la sala, una cantidad generosa de vino blanco y me la bebí casi de golpe.
Con cuidado de no caerlo y armar un destrozo, llevé la bandeja con el pavo relleno a la gran mesa que presidía el comedor. Mis padres conversaban con Ernest, para no variar, el pobre, contestaba y sonreía sin poder hacer otra cosa. Fernando me miraba fijamente.
Coloqué la bandeja con mi obra de arte y di una palmada al aire intentando captar un poco de atención. Lo conseguí a duras penas. Mi madre fue la primera que me dio la enhorabuena una vez probó la carne, mi padre asintió satisfecho, mi querido amor me besó y siguió comiendo con gran apetito. Mi cuñado hizo rodar los guisantes hasta el borde, luego con cuchillo y tenedor abrió la carne para ver la cocción, a continuación, acercó la nariz para olerlo y una vez hizo su rutina se llevó un pequeñísimo trozo a la boca. Para luego solo hacer una mueca y seguir comiendo. Al menos le parecía lo suficientemente bueno como para seguir y no dejarlo a un lado.
La cena transcurrió sin incidentes, gracias a Dios. Me integré bien en la conversación y es que desde que llevaba viviendo en la hacienda, Ernest me enseñó el arte vinícola hasta tal punto de parecerme una de las cosas que más disfrutaba escuchando. De cómo se cosechaba la fruta, cuándo la uva estaba en el estado idóneo de maduración. Cómo debe estar el nivel de azúcar ya que de ello dependía la posterior fermentación y el nivel de alcohol que presentaría el vino. Como, también se extrae el mosto para luego pasar al proceso de maceración. Claro que eso es solo el principio de un largo y exhaustivo proceso para después degustar la mejor delicia para el paladar.
—¿Y tú, Fernando? —Pregunta mi padre con inquina, meneando su copa haciendo que el líquido pinte durante breves segundos el frágil cristal— ¿Te encargas de los demás frutales?
Todos sin excepción, miramos a Fernando, que, a su vez, sonrió con ironía sin mirarlo.
—Pues sí, Señor Storazza —se irguió en la silla y desvió la mirada de su copa vacía hacia mi padre —, tenemos más cultivos aparte del viñedo. También dan bastantes beneficios a veces, incluso más que la uva.
Mi padre soltó una risa sardónica, bebió de su copa degustando el sabor como si con eso quisiera probar un punto.
—No digas tonterías, hijo. El vino es oro líquido, no lo digo yo, lo dice mucha gente. Las demás frutas se venden como simple postre o guarnición, sin embargo, la uva hace de boche a un gran evento u ocasión. Deberías aprender de tu hermano, dejar que los otros jornaleros se hagan cargo de esas nimiedades y aprendas a hacer dinero de verdad.
Tragué saliva. Estaba realmente nerviosa y avergonzada. Mi padre fue demasiado duro con Fernando, sin embargo, él no pareció afectado en lo más mínimo. Solo asintió, sonrió y siguió observando su copa en silencio.
Lo que restó de velada, se resume en más de lo mismo, entre charla del mismo tema y con Ernest de blanco para el bombardeo de mis padres. Estábamos en la sala de estar escuchando música a piano, cuando el móvil de Fernando sonó y él se levantó de la silla para sacarlo de su bolsillo y descolgar. No logré parar a mis ojos que lo repasaron de pies a cabeza, odiando que el muy “cabrón” fuera tan malditamente atractivo. Incluso con la camisa medio abierta, y la corbata desabrochada, parecía sacado de un anuncio televisivo.
Colgó el teléfono, habiéndome sido imposible escuchar la conversación, sin embargo, él no tardó en anunciárnoslo.
—Debo irme, he quedado.
Y sin más, se fue abrochándose la camisa y anudando la corbata.
Unas horas después…
Estaba mirando por la ventana cuando entre las rendijas de la persiana vislumbré el resplandor de los faros del coche de Fernando. Con cuidado de no despertar a Ernest, me salí de la cama, agarré mi abrigo y me lo coloqué al mismo tiempo que salía de la habitación. A oscuras, crucé la sala y salí de casa con la intención de disculparme con él, por las impertinencias de mi padre. Me sentía culpable de alguna manera, no sé por qué razón mis padres no lo soportaban, como igualmente no entendía su odio hacia mí.
Con pasos apresurados, sintiendo como el frio arreciaba mi cara, bajé los escalones del porche y me dirigí a la casa contigua. Una vez en la puerta, llamé con los nudillos esperando a que me abriera. Los segundos pasaban y cada vez estaba más congelada por lo que sin permiso, giré la perilla y abrí. El salón estaba iluminado, gracias a la luz del pasillo que daba a las habitaciones. Si no fuera porque todo estaba desordenado, hubiera pensado que estaba en la casa de Ernest y mía. Eran idénticas, hasta la decoración era relativamente parecida.
Escuché ruido proveniente de la habitación principal y supuse que se estaba arreglando para dormir. Por mucho que me repetí que no lo molestara, lo hice. Caminé despacio por el pasillo y abrí la puerta.
Automáticamente mi cuerpo se tensó al ser consciente del coro de jadeos y gruñidos silenciosos que sonaban en ese cuarto. Gracias a que abrí, la luz del pasillo penetró en la alcoba, extinguiendo la penumbra que los sumían. Ella, de pelo oscuro rizado, estaba arrodillada en el suelo mientras le hacía una felación a mi cuñado, que a su vez agarraba los mechones con fuerza instándola a seguir.
La bilis quemó mi garganta y asqueada, me fui apartando de aquella escena tan desagradable. Estaba a punto de largarme cuando vi los ojos de Fernando posarse en los míos. Mis piernas empezaron a correr, pero antes de llegar a la puerta principal, alguien me agarró del brazo impidiéndome escapar. Me giro, veo a Fernando agarrándose los pantalones desabrochados, me mira con claros signos de terror. Sus ojos están inyectados en sangre, apestaba a alcohol y a perfume barato de mujer.
— ¿Se puede saber qué demonios haces aquí y por qué no llamas antes de entrar? —Me increpó enfadado.
Mi respiración se aceleró y sentí la rabia consumirme.
—¡Sí que lo hice! ¡Que no te enteraras no es mi maldita culpa…! —Le reproché golpeando su hombro y soltando mi brazo de su agarre, dando manotazos en el aire.
—¡Para de golpearme! —Sus manos agarraron mis muñecas y me inmovilizó con su cuerpo contra la puerta, dejándome maniatada y sin escapatoria.
No me dio tiempo a ser verdaderamente consciente de nuestra cercanía, cuando la que momentos antes tenía su polla en lo más hondo de la garganta, aparece tras de él.
—Ferchu… Me estoy enfriando, bebé…
Fernando se aparta de mí y con una sonrisa hipócrita dice:
—Espérame en la cama, no me tomará más de dos segundos.
Y con una picazón extraña en el pecho, abrí la puerta y me fui de allí.