Fernando

 

 

 

Abril, Mansión Storazza.

—¡Gitana, mentirosa…! ¡Me dijiste que nos iríamos a otra casa! —Le susurré malhumorado justo frente a la puerta de la casa de sus padres.

Suelto nuestras maletas en los escalones y espero a que de un momento a otro las grandes puertas forjadas se abran dando paso a lo que viene siendo mi próximo dolor de cabeza durante todo un maldito fin de semana. Silvia, me mira sonriendo pícaramente haciéndome tragar duro. Ella y su manía de sonreír así.

—Tranquilo, cuñado, iremos a la otra casa. La cosa es, que está, en el mismo lugar que ésta, solo hay que cruzarla.

—¡¿Qué?!

La puerta se abre justo en el momento que Silvia suelta una carcajada. Miro a su padre, ceñudo como siempre, mirar a mi dirección. Como si que su hija riera, fuera un pecado y yo el causante. Silvia para de reír y se engancha a su cuello para luego besar su mejilla con cariño. No entiendo cómo puede querer a un ser así. Como siempre dicen, a la familia no se la escoge y por desgracia, son los padres que le ha tocado.

—No sé por qué coño, vienes con él —espeta el hombre señalándome como si fuera menos que una mierda.

Agarro las asas de las maletas con fuerza queriéndoselas estampar en plena cara. Seguro le haría un favor. Silvia me mira y se muerde el labio, pidiéndome silencio. Me conoce, sabe que saltaré en cualquier momento, pero de nuevo hago lo que me pide y muerdo mí lengua. Ella sonríe agradecida antes de volver a mirar a su padre.

—Papá, Fernando se quedará conmigo. Ya te dije que no quiero que se quede solo en la hacienda, nos quedaremos en la otra casa y vendremos a comer con vosotros. ¿Es lo que queríais no? Estaré aquí todo el fin de semana y os guste o no, Fernando es parte de mí vida ahora.

—¡Pero si no te soporta! ¿Es que no te das cuenta?

Ambos hablan como si yo no estuviera presente y eso me enerva. El “hijo de puta” hará que Silvia, me odie más y lo que menos quiero es eso. Que me odie, sí, pero no más de lo que ya lo hace. Silvia, le dice algo que no logro entender y después de darme una mirada envenenada se hace a un lado dejándonos pasar.

Silvia va en cabeza, hemos dejado a su padre en una de las salas y salimos a un jardín interior para luego verla cruzarlo y entrar en la casa contigua. Una más pequeña y menos ostentosa que la principal, pero igual de lujosa y bonita. El recuerdo de haber estado aquí hace dos años provoca que las tripas se me estrujen. En esa casa fue el banquete de bodas donde Ernest, no paró de besar y profesar amor eterno a Silvia.

Aún sigue latente el martirio que presencié en toda la velada. Como también puedo ver en cada rincón las personas que asistieron al feliz evento, el baile de novios al son de su canción favorita. Allí en el jardín lleno de flores blancas donde quise agarrarla y arrastrarla lejos de todo aquello. Secuestrarla contra su voluntad, hacerle ver que yo era el que le pertenecía en cuerpo y alma. Que me moría y aún muero, solo por uno de sus besos.

—Fer… ¿Piensas quedarte en el jardín?

Obligo a mis recuerdos, volver a ese cajón dónde solo guardo imágenes de ella y la miro, realmente la miro apretando mis manos en puños en torno al asa de las maletas. Por qué, todo tiene que ser tan difícil… Suspiro y ando hacia ella y creyendo que se va a apartar, no lo hace. Me quedo a una ínfima, casi insignificante distancia de ella. Se me queda mirando a los ojos, como queriendo descifrar algo que no logra entender del todo.

Muchas veces me he preguntado, si por el parecido con mi hermano ella puede verlo en mí. Éramos personas totalmente distintas, pero no diferentes. Difícilmente nos diferenciaban si no era yo, el que abría la boca. Una de las cosas que heredé de mamá y él no, fueron sus ojos. El regalo más hermoso que me podría haber dado, ya que, gracias a ellos, cada vez que me miraba al espejo, parecía que la estuviera viendo a ella. Por lo menos, así no me sentía tan solo.

En un impulso, agotado psicológicamente dejé caer mi frente en la suya. Abrí los ojos una vez los mantuve cerrados unos segundos, donde no hice más que beber de su olor, observo sus labios tiritar. ¿Qué estoy haciendo? ¿Qué me he haces Silvia, que no puedo arrancarte de mi pecho?