29
Justiniano golpeó la pared de la muralla de la ciudad con el puño calzado en una armadura de manopla. La nieve se levantaba y el viento la llevaba en dirección al estrecho.
—Por fin hemos colocado la cúpula sobre esta iglesia —gritó el emperador por encima del Bósforo—, ¿y qué nos envía Dios en señal de agradecimiento? ¡A los persas!
Estaban al otro lado del brazo de agua. El ejército persa debía contar con unos doscientos mil guerreros. Las luces de sus antorchas se reflejaban sobre el hielo que cubría el Bósforo y reforzaban la impresión de que medio mundo estaba allí esperando para abalanzarse sobre Bizancio y tomar la ciudad. El ataque supondría algo así como un paseo. Pero para muchos sería el último. Aunque los persas no lo sabían.
El emperador se volvió hacia Isodoro. Pocas veces había visto tan satisfecho a su mohíno consejero.
—¿Crees que han entendido lo que les he escrito, Isodoro? —Delante de la boca imperial flotaban las nubecillas del aliento al cristalizarse.
—Sí… si Cosroes todavía no les ha cortado las orejas por aparecer por aquí.
Justiniano dio unas palmadas pero entre la lana y la armadura solo se oyeron unos golpes sordos.
—¿Y el hielo? ¿Habéis clavado las cuñas? ¿Estás seguro de que se romperá?
—Tan seguro como de que el hielo parece lo suficientemente fuerte para aguantar a toda la maquinaria de guerra persa. Este año, los témpanos son tan potentes como el muro sobre el cual nos encontramos.
—Entonces estos locos caerán fácilmente en la trampa.
—Así lo quiera Dios —dijo Isodoro, inclinando la cabeza.
El viento peinaba la piel de marta que cubría los hombros de Tauro y la nieve se derretía sobre sus labios. ¡Nieve!, pensó, y dejó que en su memoria apareciese el gran desierto y que el aire cálido corriera bajo sus ropajes. Cuánto había añorado entonces las costas de su patria, las aguas del Bósforo, la gran ciudad y la silueta de sus torres y almenas. Por fin había llegado a su meta… y ya deseaba volver al desierto. Volver junto a Helian Cui en las cuevas del monasterio de Bamiyán; junto a Olimpiodoro, tragado por una tumba en Persia, y junto a Wusun, que le había guiado por medio mundo. El jinete de las estepas había querido quedarse en Abaskán, aquella ciudad junto al mar Caspio donde había empezado su aventurero viaje. Tauro, por el contrario, había llegado a la meta, pero se sentía solo entre miles.
Había dado con los persas cuando desembarcó en Sabail, en la orilla occidental del mar Caspio. Le había resultado fácil mezclarse con el ejército enemigo. En su recorrido desde Persia hacia el oeste reclutaban a tantos hombres como podían. Así que el de Bizancio había acabado en las puertas de su ciudad natal con el enemigo. Además, durante el viaje había podido enterarse de los planes de ataque de los persas.
Se rumoreaba que el rey Cosroes se había quedado, enfermo, en la capital. Si bien había ordenado la marcha hacia el oeste, nadie lanzaría una sola piedra contra las murallas del enemigo antes de que el monarca se uniera a sus tropas. Los reclutas forzados, en especial, divulgaban la historia de que el rey de Persia yacía en su lecho de muerte y que la expedición se disolvería en cuanto llegara la noticia de que había muerto. Entre doscientos mil hombres, Tauro era el único que conocía la verdad… y se la guardaba para él.
El ejército se apelotonaba ahora en el Bósforo. Los guerreros balanceaban su peso de una pierna a otra, unos porque deseaban pasar al ataque, otros para combatir el frío que sentían en los pies. El hielo había convertido el estrecho en un puente que bastaba con cruzar. Pero el hielo parecía tan maligno como el enemigo. De todos modos, los comandantes persas no podían preparar nada sin Cosroes y decidieron aprovechar el tiempo y enviar a un grupo de expedicionarios por el estrecho para comprobar la capacidad de aguante del hielo. Tauro se había presentado como voluntario y esperaba que le dieran la señal de salida. A su lado se morían de frío los otros exploradores, a los que se consideraba sentenciados a muerte: si no los devoraba el Bósforo, morirían bajo las flechas de los arqueros bizantinos. El de Bizancio escupió en la nieve esos sombríos pensamientos. Con el puño envuelto en cuerdas sostenía todavía con más firmeza el bastón de bambú. El berrido de una corneta resonó por encima de las cabezas. Era la señal de partida.
—¿Qué se supone que es esto? —preguntó Justiniano, protegiéndose los ojos de la nieve con una mano—. ¿Intentan con estas miserables figuras que salgamos de la ciudad?
—Están comprobando el estado del hielo, como vos seguramente habréis observado —señaló Isodoro.
En el lado opuesto del estrecho, una docena de individuos se habían destacado de las filas de los guerreros. Llevaban varas y lanzas y golpeaban con ellas por todas partes el hielo, por encima de cuya superficie se inclinaban con prudencia.
—¡Pobres diablos! Es posible que hasta sean griegos a quienes los persas han hecho sus esclavos —apuntó Justiniano.
—Es posible. —A Isodoro se le avinagró el rostro—. Pero tendremos que disparar de todos modos contra ellos. Quién sabe qué ocurrirá cuando alcancen la muralla.
Justiniano señaló la superficie helada.
—¡Mira ahí! Hay uno que viene directo hacia nosotros. Parece como si estuviera impaciente por enfrentarse a la muerte.
—Cuando haya llegado a la mitad del recorrido, morirá —contestó Isodoro intentando tranquilizar al monarca.
—Yo mismo seré quien lance la primera flecha de esta guerra. Yo, Justiniano, el dueño del mundo. Y no un apestoso persa. ¡Tráeme un arco y unas flechas!
Las suelas del bizantino resbalaban sobre el hielo, pero el bastón le daba sostén. Los gusanos dormían en su interior. Al menos eso era lo que él esperaba. Había envuelto el bambú en cinco capas de lana, cáñamo y lino, pero, aun así, era incapaz de decir si el frío acabaría o no con las crisálidas. Quien lo habría sabido yacía enterrado en Persia. Tauro rezaba a Cristo y Júpiter, a Buda y Ahura Mazda para que el espíritu de Olimpiodoro lo sobrevolara y protegiera la vida de los insectos así como la de su tío.
El viento le atizó en los ojos. Lejos, a su derecha y a su izquierda, los otros hombres de la tropa de choque avanzaban tanteando el terreno. Tan comedidos como si temiesen que cada paso pudiera ser el último. Él, por el contrario, sabía que el hielo soportaría su peso. Desde su infancia, él había pasado los inviernos junto y sobre esas aguas. Conocía las corrientes, sabía dónde las aguas calientes podían hacer inseguro el hielo y dónde palpitaba el frío corazón del estrecho. Pese al paño de lana con que se había envuelto la cabeza, oyó que los persas le decían algo a gritos. Bajo sus pasos, crujía la nieve cubierta de hielo. Pero el fondo aguantaba.
Delante de él, lejos, algo chocaba contra el hielo. ¡Le estaban lanzando flechas desde la muralla de Teodosio! Una rama de olivo en la mano, en señal de paz, le habría salvado la vida. Pero todo lo que llevaba era la caña de bambú. Tauro agitó el bastón, pero no redujo el ritmo de sus pasos.
—Parece como si ese tipo quisiera decirnos algo —dijo Justiniano, bajando el arco—. ¿Crees que será un mediador?
—No creo —contestó Isodoro—. Si los persas quisieran negociar enviarían a una delegación y esperarían a que saliéramos a su encuentro a medio camino. Aparecerían en sus ropajes más ostentosos y enseñando los dientes como perros. Ese de ahí más bien parece un desertor. A lo mejor trae una epidemia a la ciudad. Voy a ordenar a los arqueros que arrojen una salva.
Del cielo caían más flechas que copos de nieve. Pero Tauro todavía estaba demasiado alejado de los tan temidos arcos largos de los tiradores bizantinos. Las puntas de hierro arañaban en vano el hielo, algunas se quedaban clavadas construyendo así un laberinto de muerte. Se abrió camino sorteando las flechas. Ahora se encontraba en la línea de tiro, pero también lo suficientemente cerca de las murallas de la ciudad para que sus conciudadanos pudiesen oírlo.
—¡Justiniano! —gritó tan alto que le vibraron las costillas.
Ahora sostenía el bastón sobre la cabeza, una protección inútil contra la lluvia mortal que amenazaba cada minuto con caer sobre él. Una vez más llenó los pulmones de aire gélido y el frío penetró dolorosamente en su cuerpo. Volvió a gritar el nombre del emperador, de ese hombre por el cual había viajado hasta el final del mundo. De nuevo recordó el calor del desierto y las manos de Helian. Entonces vio la siguiente salva de flechas volando hacia él.
Pese a todo, pensó Tauro, necesitan tantas flechas como estrellas hay en el firmamento para matarme.
—¡Mirad! ¡El hielo se levanta! —El grito provenía de las filas de los arqueros.
Justiniano entrecerró los ojos. Como la cola de una ballena, un témpano se separaba de la superficie blanca y quedaba inclinado. Las flechas se clavaron en la cara inferior empapada de agua negra. El desconocido, que había estado gritando, ya no se veía detrás de la placa de hielo.
—¡Por todos los dioses del Olimpo! —exclamó Isodoro, cerrando los puños—. Nuestra trampa ha fracasado. Los persas no pisarán el hielo. Ahora tenemos que emprender una batalla campal contra ellos.
—Puede que no sea necesario —señaló Justiniano—. Mirad, todo el estrecho se mueve. Neptuno nos envía una señal.
El pedazo de hielo se movía sobre el agua en posición casi vertical. Al moverse había desprendido un trozo de la superficie de hielo, que a su vez empujaba otros. Cada vez eran más los cantos que asomaban del agua. Parecía como si todo el Bósforo despertase de su hibernación.
—Neptuno no nos ha olvidado. Apoyará nuestra lucha contra los persas. En cuestión de guerras, nunca he llegado a confiar en ese dios cristiano —dijo el emperador, con la esperanza de que nadie informara a su esposa de ese arrebato hereje. Isodoro hizo un gesto con la barbilla en dirección a la vorágine de hielo—. En cualquier caso, Neptuno ha dejado con vida al mensajero de los persas.
Tauro no reparaba en las grietas que se abrían entre los témpanos, se agarraba a los cantos helados con la mano que tenía libre y se acercaba zigzagueando a las murallas de la ciudad. La lluvia de flechas se había detenido. Los arqueros debían de estar apostando su exigua soldada a su cabeza: ¿Conseguiría salir indemne el bailarín sobre hielo o encontraría un frío final en el Bósforo?
La tela que le envolvía las manos ya hacía tiempo que estaba empapada y colgaba en jirones inservibles. Se deshizo de ellos. Cuando volvió a agarrarse al hielo, la piel se le quedó pegada y tuvo que utilizar la fuerza para liberar los dedos. Lo que en un momento le pareció una tortura, en el siguiente le salvó la vida. El témpano en que se había protegido, se inclinó y el de Bizancio se habría deslizado a una fosa húmeda si la piel de su mano derecha no se hubiera quedado unida al hielo. De nuevo, tuvo que separar violentamente la palma de la mano. Se arrancó la piel, pero el frío, piadoso, mitigó el dolor. Entonces se lanzó hacia delante para sujetarse al canto superior del témpano.
Mientras los arqueros bizantinos recargaban sus armas y esperaban la orden de fuego, mientras los persas contemplaban desde la orilla asiática cómo se disolvía ante sus ojos el camino hacia Bizancio, y mientras el emperador reconocía que era el dueño del mundo pero no el amo de la naturaleza, el témpano sobre el que cabalgaba Tauro avanzó hacia la muralla teodosiana y estalló contra la piedra.