11


Yo misma lo escribiré. —Nong E apartó a un lado el brazo del soldado que iba a quitarle la pluma de la mano—. Ya llevo suficiente tiempo confiando en la ayuda de los demás. ¡Demasiado!

La dueña de la plantación Feng estaba sentada en medio de un océano de tamariscos de flores rojas. Todas las dunas estaban cubiertas de estas plantas y su color se extendía hasta el horizonte. Las flores exhalaban un olor a sal y vino pesado. El marido de Nong E se había retirado a menudo allí, según él decía, para alimentar su espíritu con belleza. Aunque él siempre se lo había pedido, ella nunca lo había acompañado. Qué ironía del destino que ella ahora estuviera en ese lugar, su marido muerto, la plantación se hubiera quemado y los gusanos de seda se hubieran calcinado o los hubieran robado. Ella seguía sin entender la razón por la cual alguien abandonaba la comodidad del hogar por ese rojo tan feo. Pero una cosa admitía al destino: no había ningún otro lugar en el mundo que reflejase mejor su indignación que un mar de relucientes tamariscos rojos.

Mojó la pluma en el tintero y se inclinó de nuevo sobre el papel de arroz. Uno de los soldados hacía las veces de pupitre, arrodillado delante de ella y ofreciendo la espalda como superficie de apoyo. La mujer había elegido a aquel que podía meditar más tiempo sin moverse.

Nong E dejó que la tinta se secase antes de doblar el papel y entregárselo a su colombófilo para que lo atara a una paloma especialmente robusta. Al cabo de pocos días la carta estaría en Kasgar, al igual que en Aksu, Korla, Jotán, Kuqa, Turfán, Hami y Loulan. ¡Loulan! Nong E llegaría allí tras el mensaje y castigaría con furia la ciudad del cañizal. Reduciría Loulan a un montón de cenizas, algo necesario para vengarse de que le hubiera escondido a tres ladrones, su hijo Feng y esa horrible budista.

Pues, a esas alturas, Nong E sabía que Feng no se había marchado para desagraviar a su familia. El egipcio le había desvelado los verdaderos móviles de su hijo. Una parte de ella todavía no podía creer lo que ya hacía tiempo que era innegable: su hijo había aprovechado la oportunidad y había salido en pos de su budista como un perro en celo. En cuanto Nong E lo descubriera, le haría contemplar junto a ella cómo moría esa bruja. Entonces Feng volvería a ocupar su lugar: el del dueño de una plantación de seda reconstruida y el del hijo al que ella podía estrechar entre sus brazos.

Se llevó las manos al cuello y palpó con cuidado la preciosa gargantilla que Helian Cui había robado y que había vuelto a sus manos como por arte de magia. ¿Quién, sino los mismos dioses, podría haber intervenido en este suceso? Le habían enviado al arriero de burros, ese hombre simplón con sus apestosos animales. Había intentado venderle una pócima milagrosa que confería a los caballos una energía extraordinaria. Cuando el remedio no surtió efecto, le había querido vender una joya que Nong E conocía. Ahora la alhaja volvía a estar entre sus posesiones. Y el arriero llevaba en su equipaje una cosa más: la información acerca de dónde encontrar a la budista, a su hijo y a los traidores de Bizancio. Pero eso tampoco había preservado a ese piojoso estafador de acabar al pie de una duna donde sus ojos muertos eran pasto de los cuervos.

Una paloma pasó volando junto a la cabeza de Nong E. La última carta estaba en camino. Inhaló profundamente el aroma del tamarisco. Allá a donde fueran los ladrones de la seda, los señores de los Veinticuatro Reinos sabrían qué tipo de gentuza era esa que pretendía instalarse entre ellos y le darían la recepción adecuada.

¡Uno de los bastones había desaparecido! Tauro, enfurecido, todavía echaba espuma.

Cuando hubieron abandonado el palacio de Ban Gu, había dado un fuerte empujón a Olimpiodoro y gritado a Feng. Los guardias del gobernador que habían tratado de detener a los monjes habían corrido todavía peor suerte. El mismo Ban Gu y su hijo se habían quedado atrás impotentes, atados a las columnas rojas de la señorial cámara. Los habitantes del poblado del cañizal, donde Wusun y los camellos se habían instalado, también habían sufrido la cólera de Tauro. En cuanto había salido vociferando de entre las cañas, los aldeanos se habían dispersado y se habían refugiado en sus barcas.

Wusun había protestado a voz en grito. Lo habían encontrado en una de las diminutas cabañas junto con una muchacha que había salido corriendo desnuda en cuanto Tauro se asomó a la puerta. Por supuesto, los habitantes del cañizal no habían robado los camellos.

El camino los conducía ahora de vuelta al desierto. Para ello no hubo que discutir de nuevo con Olimpiodoro. El entomólogo tenía tanto interés en atrapar a Helian Cui como Feng y Tauro. La budista había robado unos cuantos gusanos de seda y el corazón de Feng. Además, parecía ser una auténtica princesa… o al menos alguien a quien se podía tomar por tal. En cualquier caso, le allanaría el paso por la región. Pues de algo estaba convencido Tauro: por muy fácil que hubiera sido llegar a Serindia, no resultaría tan sencillo salir de allí. No después de la catástrofe acaecida en la plantación de seda Feng ni de lo ocurrido en Loulan.

Los cuatro días que siguieron, los ladrones de la seda avanzaron a lomos de sus camellos en fila y en silencio. A veces el camino transcurría junto a un sinfín de dunas que a Tauro le recordaban lomos de delfines. A veces marchaban a través de enormes surcos, entre terrazas rojas y de formas insólitas. Por ahí habían fluido en su día diversos ríos, les explicó Wusun, cautivado por las antiquísimas historias que les contaba el paisaje. Pero como sus compañeros no le prestaban ninguna atención, su fervor se absorbió como un chaparrón en el desierto y se sumó al mutismo de los demás. Los ladrones de la seda prosiguieron en silencio su viaje.

Como un espejismo, ante los ojos de Tauro apareció su domus bizantino, el patio interior con la fuente y las elegantes columnas curvas y los arcos a través de los cuales tanto disfrutaban sus padres paseando juntos al atardecer. Una y otra vez le habían prohibido, siendo miembro de la casa imperial, ir al gimnasio y luchar allí con los chicos. En una ocasión, su padre incluso había comprado un terreno y le había ofrecido construir un campo de entrenamiento. Pero Tauro rechazó lo que habría sido un sueño para cualquier muchacho de Bizancio. No quería medirse con esclavos, con rivales que no osaban herir al hijo de su amo. A él le estimulaba el auténtico filo y el mordisco, la sangre y las lágrimas, el abatimiento y el triunfo. Cuando regresaba a casa tras pasar un día en la pista de arena, repleto de heridas y brillando a causa de los restos de aceite con que se untaban los luchadores, todavía disfrutaba más de las comodidades del hogar de sus progenitores: las pequeñas termas en las cuales permanecía largas horas; los fríos mosaicos del suelo, sobre los que se tendía los días en que hacía mucho calor; la mesa siempre generosamente provista; y la delicadeza de la ropa. Sobre todo la ropa. Cuanto más magullado volvía de sus luchas, más preciosos eran los ropajes con los que se vestía a continuación. Entre su indumentaria se encontraban guantes adornados con ónices y granates; botas de piel grabada que sus esclavos embadurnaban diariamente con aceite de oliva; pañuelos para la cabeza tan ligeros como el aire y tan preciados como la gloria. También le gustaba la seda porque resultaba agradable a la maltratada piel de sus puños y dedos.

Al pensar en eso, Tauro se pasó la mano por el cuerpo. Allí solo notó los remiendos del hábito amarillo. Si quería volver a llevar seda en Bizancio, él mismo tendría que encargarse de que llegara hasta allí. Pero una parte de los valiosos gusanos había desaparecido. El mismo Tauro había permitido que se los arrebatasen. Por eso renunciaba a vigilar el segundo bastón. Mejor que Olimpiodoro se ocupara de las cañas y de los animales que estaban escondidos en su interior.

Entretanto, las orugas habían crecido. Olimpiodoro encontró tres pieles de las que se habían desprendido, secas como las de cebolla y parcialmente comidas por los animales. También habían mordisqueado gran parte de las hojas de las medusas espumosas. Las huellas del gran festín daban prueba de la voracidad de los insectos y de la velocidad con que crecían. Incluso el entomólogo se asustó al observar lo avanzado de su estado. Si no encontraban pronto hielo para contener el desarrollo, explicó, las mariposas saldrían volando del compartimento secreto del bastón en medio del desierto. Y con eso, no era necesario que el bizantino lo señalase, su misión habría fracasado.

Tauro se rascó el vientre y maldijo a los dioses. Gusanos, princesa y hielo, todos sus objetivos se hallaban en la misma dirección. El budista que vendía hechizos en el bazar les había revelado que Helian Cui iba camino del monasterio del Gran Ganso Salvaje y que este se encontraba en la cumbre de las montañas del norte. No obstante, solo llegaba hasta allí una única ruta de caravanas: la que se dirigía a Korla. Sus camellos debían alcanzar en ese trecho al burro de Helian Cui, lo contrario significaría la caída de Bizancio.

Era la quinta noche tras su huida de Loulan cuando se cruzaron por vez primera con otros viajeros. En cuanto asomó la luna en el cielo, Wusun desvió su camello a una fuente al borde del camino. Un tronco hueco junto al manantial servía de abrevadero para los animales. Los jinetes se estaban refrescando y llenando sus odres de piel, cuando Tauro creyó oír en la espesura cercana unas voces. Se abrió camino entre la maleza y vio al otro lado dos siluetas que se alejaban rápidamente. Hasta el momento, las aguadas siempre habían sido un lugar donde confraternizar, donde la gente se encontraba para intercambiar mercancías y novedades y protegerse mutuamente de los bandidos durante la noche. Pero precisamente a ese tipo de sujetos parecían pertenecer los dos huidos.

De ahí en adelante, los ladrones de la seda hicieron guardia por parejas durante la noche, preparados en cualquier momento para una emboscada. Ya a la noche siguiente sorprendieron a tres hombres observándolos desde lo alto de una colina lejana. Por la mañana, detrás de unos tamariscos muertos, asomaron dos jinetes que desaparecieron de inmediato poniendo rumbo hacia el sur. Tauro decidió que no dormirían hasta que llegaran a Korla o al monasterio.

A un día de viaje de la ciudad, el camino transcurría a través de una erosionada y salvaje naturaleza. Unas montañas de arcilla peculiarmente esculpidas por el viento se engarzaban a ambos lados de la vía imperial. Wusun las llamaba «yardangs», los gigantes mudos del desierto de Lop. Esas pequeñas montañas le recordaron a Tauro unos imponentes sarcófagos, Olimpiodoro las vinculó con fortificaciones y torres construidas por la mano del hombre en tiempos antiguos y que el clima del desierto había desgastado. Feng vio en esas formaciones unos dragones al acecho que, según la posición del sol, adquirían un brillo gris claro, amarillento o rosado.

Al calor del mediodía, el camello de Wusun empezó a bramar. Nadie se rio cuando Feng bromeó diciendo que el animal reconocía en los yardangs a sus semejantes y que quería hablar con ellos. El camello de Wusun era el más viejo del grupo y, al ver que no paraba de gritar, Tauro temió que el viaje lo hubiese afectado. No tardó en sospechar que tendría que compartir su camello con Wusun cuando el jinete de las estepas condujo al grupo al abrigo de unas rocas enormes.

—Se acerca una tormenta —anunció Wusun, al tiempo que acariciaba las mejillas de su montura—. Asmiraia siempre es el primero en notarlo.

—¿Cuándo? —inquirió Tauro.

—Eso solo lo sabe la arena. Debemos esperar.

Tauro escupió.

—No tenemos tiempo. Tenemos que atrapar a Helian Cui. —Dio media vuelta a su camello para volver a colocarlo sobre la vía.

Pero Wusun lo agarró por las riendas.

—La tormenta nos devorará si no vamos protegidos.

Feng intervino.

—Wusun tiene razón. ¿Habéis vivido alguna vez una tormenta de arena?

—En Bizancio hay rayos, truenos y lluvia —contestó Olimpiodoro—. En invierno tenemos tormentas de nieve y en verano remolinos de polvo que giran sobre el suelo como peonzas. —Bajo la capucha amarilla, solo sobresalía una nariz de la que colgaban tiras de piel quemada.

Feng y Wusun intercambiaron unas miradas.

—¿Remolinos de polvo? —preguntó el de Serindia—. No, no nos referimos a eso. Una tormenta de arena es algo mucho más importante. Un gormundag crecido puede llegar a arrancarte la carne de los huesos.

Wusun carraspeó.

—No es necesario contar historias de terror. Descansamos aquí y esperamos, a lo mejor es solo una pequeña tormenta que pasa pronto. Medio día y luego seguimos el viaje.

—No —replicó Tauro—. Seguimos la marcha. —Quería poner en movimiento a su camello, pero el huesudo puño de Wusun seguía agarrando las riendas.

En ese momento resonó en el viento el repiqueteo de unas pequeñas banderolas. Un carro tirado por dos bueyes no tardó en aparecer por la vía. El vehículo, que dejaba tras de sí una polvareda, llevaba atadas unas banderitas de colores. Sobre el pescante iban sentados un hombre, dos mujeres y un niño. En la superficie de carga se amontonaban ramas pequeñas y grandes, troncos, tablas y maderos.

—Recogedores de madera —indicó Wusun.

Tauro sabía que la tarea de esa gente consistía en encontrar madera ahí donde no crecía nada. En el desierto y en la estepa había pocos árboles. Sin embargo, la madera era un importante material de construcción. Por eso los recogedores exploraban el terreno en busca de carros rotos, hogueras a medio quemar y cementerios olvidados donde desenterraban ataúdes.

Wusun se acercó al carro y habló con la familia. Tauro no lograba entender lo que decían en medio del viento que ya rugía, pero vio que el hombre señalaba repetidamente hacia la dirección de donde provenían los recogedores de madera. Entonces Wusun regresó al abrigo del yardang con el carro y sus pasajeros.

—Han visto a una mujer en un burro a medio día de viaje de aquí —explicó el anciano con expresión seria. Tauro contempló a los recogedores. Ellos respondieron a la mirada con la falta de expresión propia de quien dice la verdad.

—¡Esperad aquí! —La voz de Tauro tuvo que imponerse contra el viento, que cada vez soplaba con más fuerza—. Voy a buscar a la princesa y la traeré aquí. —Espoleó al camello, pero sus compañeros, evidentemente, no iban a quedarse parados. Los ladrones de la seda saltaron a la vía imperial.

El aire había adquirido un tono amarillo. El ubicuo centelleo del calor había cedido su sitio al zumbido de los granos de arena. Estos pinchaban como agujas la piel allí donde esta carecía de protección. La vía y las rocas solo se distinguían difusamente, los yardangs se habían convertido en pálidos espectros y Tauro no se habría extrañado si alguno de esos colosos de piedra hubiera despertado a la vida y se hubiera acercado a él tambaleándose a través de la cortina de arena.

Como salidas de la nada, unas manchas oscuras surgieron de repente en la arena silbante y fueron definiendo lentamente su contorno. Cuando los ladrones de la seda tiraron de las riendas a los camellos, seis jinetes estaban frente a ellos.

Tauro distinguió a cinco hombres y una mujer. Todos llevaban unos uniformes que deberían infundir respeto, pero que en realidad los revelaban como unos maleantes. Los uniformes no solo estaban gastados, sino que colgaban como sacos de arroz vacíos alrededor de esas figuras descarnadas. Las prendas tenían además orígenes distintos, de modo que un jinete llevaba un pantalón azul con una capa amarilla, mientras que otro mostraba un traje todo verde. Si dos de los hombres no hubiesen llevado unos arcos cortos en la mano, Tauro se habría reído de esos desarrapados y habría pasado de largo. Solo las cabezas iban cubiertas todas con el mismo tocado: unas gorras de piel de comadreja. Y el cráneo de ese roedor colgaba sobre la frente de los bandidos.

—Un traje muy adecuado —gritó Olimpiodoro a su tío a través del viento—. Sus caras presentan cierta similitud con el adorno de la cabeza. A decir verdad: no sé cuál de las dos caras es el rostro y cuál el trofeo.

El camello de Tauro pateó inquieto. También los caballos de los bandidos hacían escarceos en medio de la lluvia de arena.

—Llevan arcos cortos —gritó Tauro a sus compañeros—. Si intentamos huir nos perseguirán y nos dispararán desde la grupa del caballo. —Aborrecía esa arma que contradecía cualquier lucha limpia cuerpo a cuerpo. Desde la invasión de los hunos, el arco corto también se había dado a conocer en Europa. Gracias a su tamaño, las hordas salvajes del Oriente habían hecho caer los grandes reinos de Occidente. El arco pequeño permitía levantarlo por encima del lomo del caballo mientras se galopaba y lanzar la flecha tanto a derecha como a izquierda. Un invento tan sencillo como eficaz contra el cual los arqueros de los romanos, lombardos y burgundios no habían podido hacer nada. Los arcos largos de estos se habían diseñado para disparar flechas desde un punto fijo. Hasta que se colocaban, los enemigos con los arcos cortos ya habían rodeado tres veces a su rival, lanzándole una lluvia de flechas. Solo quien sabía mantener una distancia corta con esos arqueros podía arrebatar el aguijón a la avispa.

Tauro puso el camello a trote y se acercó a las comadrejas hasta el largo de un hombre. Wusun y los otros lo siguieron. Levantó la mano para saludar aunque sabía que este gesto podía ser entendido como una amenaza, en esas tierras.

—Tenemos prisa —dijo—. Si queréis cobrar por dejarnos entrar, tomad esto. Luego dejadnos ir. —Sacó de la bolsa dos cordones con monedas y los levantó en el aire. El viento las empujó y tintinearon.

Le respondió la mujer. La arena del desierto había pulido su rostro y llevaba los labios pintados de negro. Los ojos eran dos puntos oscuros, situados muy cerca uno del otro, que entrecerraba para protegerse de la corriente de aire caliente. El cabello largo y gris ondeaba alborotado al viento.

—Cogeremos lo que queramos. No lo que vosotros nos arrojéis.

—Pero si no tenemos nada. Somos monjes peregrinos al servicio de Buda —gritó Tauro.

—Los monjes peregrinos tienen mucho valor. —La mujer comadreja rio al viento—. Desde ayer pagan en Korla una fortuna por tres de vuestra clase.

El de Bizancio iba a contestar cuando le entró un puñado de arena en la boca. La tormenta crecía y el tiempo pasaba. Tauro ya estaba buscando más monedas en el fondo de sus bolsillos para librarse de esos inoportunos cuando oyó un grito. Parecía provenir de lejos, el rugido del viento impedía conocer su origen. Tauro perseveró y prestó atención. Las iracundas palabras de los bandidos no le permitían oír, así que se llevó un dedo a los labios para hacerlos callar. Esta falta de respeto desconcertó por unos instantes a los malhechores, lo suficiente para volver a escuchar el grito. Resonaba como un eco desde los desfiladeros del Tian Shan. Era el grito atemorizado de un burro.

El bizantino se volvió hacia sus compañeros y les gritó algo. Luego dio a uno de los bandidos un puñetazo en la cara que le hizo caer de la silla. El puñal que apareció de repente en la mano de la mujer erró su objetivo. Tauro y sus compañeros pasaron corriendo junto a los salteadores para introducirse en el velo de arena, del cual el de Bizancio esperaba que fuese lo suficientemente espeso para enturbiar la visión de los arqueros.

La tormenta los acogió con un abrazo doloroso. Cuanto más deprisa galopaban, más potente era el bombardeo de arena. Al principio, Tauro no sabía si los bandidos los seguían, las nubes de arena eran demasiado espesas a sus espaldas. Entonces una flecha pasó zumbando a su lado, un tiro fallido disparado por un ciego. Al parecer, sus perseguidores ya no podían verlos.

En ese momento su camello gritó. De su flanco salía un astil emplumado. La flecha había penetrado profundamente, el animal cojeaba y se iba quedando retrasado. Wusun apareció al lado de Tauro y le tendió el brazo. El de Bizancio se agarró y saltó. Casi falló la llegada al camello de Wusun, pero con la mano libre consiguió agarrar la joroba del animal y Wusun tiró de él hacia la silla. La nave del desierto se tambaleó cuando el peso del recio bizantino amenazó con hacerle perder el equilibrio. Pero el jinete de las estepas dirigió diestramente su montura para que recuperase un paso seguro. Cuando Tauro se dio media vuelta todavía distinguió cómo su camello se desvanecía en la tormenta amarilla y desaparecía de su campo de visión. Otras dos flechas pasaron por encima de su cabeza. Ni millones de granos de arena las detendrían.

Wusun redujo la marcha.

—¡Sigue adelante! —vociferó Tauro en la oreja del anciano, pero el grito no surtió efecto. Tirando de las riendas, Wusun hizo dar media vuelta al camello, envió una señal a los otros y los condujo a un lado de la vía imperial, entre un pasillo de tamariscos, hasta encontrar protección junto a un yardang. Allí obligó a arrodillarse a su camello y desmontó. Por un momento, el animal hundió la nariz en la arena y enderezó las orejas.

La expresión iracunda de Tauro debía de ser tal que hasta con tormenta de arena se reconocía, pues Wusun le dijo algo a gritos. El bizantino no entendió ni una palabra, pero se sorprendió a sí mismo al advertir que estaba dispuesto a confiarle su vida al guía. Si había alguien que supiera navegar por las profundidades de esas tierras, era sin duda el jinete de las estepas.

Estrechándose los cuatro contra la roca, vieron pasar de largo a los bandidos por la vía imperial. La tormenta, que en un principio era una amenaza, les había facilitado la huida. Tauro gritó a Wusun que quería volver a ponerse en camino para atacar por la espalda a las comadrejas antes de que se percataran de que se habían escapado delante de sus narices. Pero el anciano se limitó a hacer un gesto negativo con la cabeza. Mostró a los demás cómo empapar un trapo con agua de los odres y protegerse la cabeza con las telas mojadas. A través de esa máscara todavía se le entendía menos.

—El puente que hay ahí sobre el desfiladero —gritó, señalando el lugar por donde habían desaparecido los bandidos—. Los recogedores de madera —añadió, indicando con el pulgar el camino de regreso, en el sentido en que habían encontrado a la familia con el carro tirado por bueyes.

Tauro entendió: habían cargado el vehículo con las tablas y maderos del puente. Se estremeció. Luego, el rugido de la tormenta sofocó todo cuanto lo rodeaba.

Tauro tosió. Tenía arena en la boca. Los oídos llenos de arena. La arena se le pegaba a los ojos. El paño que llevaba delante de la boca ya hacía tiempo que se había secado y ofrecía tan poca protección contra la tormenta como una cabaña de paja cuando arde una ciudad. Le pesaban las piernas, debían de estar cubiertas de arena. También sus brazos parecían estar enterrados en ella. Al principio los había liberado continuamente de ese peso, pero no tardó en cansarse. Como en un sueño, recordó la historia del rey persa y la tormenta de arena.

Esa historia le había fascinado ya de niño. Se suponía que mil años atrás, el rey de Persia Cambises había subido al trono en el salón de las cien columnas de Persépolis. Como todos los regentes de Persia, Cambises adolecía del mal de la codicia. Su reino era el mayor del mundo. En esa época, Roma solo era un sueño y Grecia un conjunto de pedazos de varias ciudades estado que, si bien rugían a los persas como leones, se comportaban de hecho como ratones. Todas inclinaban la cabeza ante Cambises, el hombre más poderoso del mundo. Sin embargo, o puede que tal vez por ello, el rey de Persia nunca tenía suficiente.

Miraba hacia el norte y conquistaba todas las tierras hasta el horizonte. Contemplaba el este y sus fronteras se extendían hasta India. Dirigía la vista al oeste y alcanzaban Libia y Egipto. No había rey ni faraón que hubiera desarrollado un ejército y un ingenio de estratega como los suyos. Entonces Cambises puso el ojo en el oasis de Siwa. Más tarde, habría deseado ser ciego.

En ese oasis egipcio vivían los dioses. El lugar era famoso por su oráculo, al que peregrinaban los grandes monarcas del mundo para escuchar sus profecías. ¿Había algo mejor que hacerse él mismo con la morada de los dioses? Cambises reunió en Tebas un ejército de cincuenta mil soldados que partieron hacia Siwa.

Tal vez nunca se había tomado en serio a los dioses, tal vez nunca había creído en ellos. En un lugar hoy olvidado, en medio del desierto, los eternos desataron una tormenta de arena sobre el ejército del impío. Nunca antes había azotado una tormenta de esa dimensión el desierto ni nunca volvería a hacerlo después. Medio día más tarde, cuando la furia y el rugido de la tormenta amainaron, todo el ejército de Cambises había desaparecido. Hasta hoy, así se cuenta desde la costa de Asia Menor hasta las columnas de Hércules, el fin del mundo habitado, la arena fue la perdición del rey de Persia.

Alguien cogió a Tauro por el hombro y lo sacudió. Se estremeció. Abrió los ojos. Se le metieron unos granos de arena y unas lágrimas aparecieron. Por un momento la arena se unió al líquido y se consolidó sobre las mejillas del bizantino. ¿Quién estaba allí, delante de él?

Distinguió unas figuras que pasaban corriendo y oyó la voz de una mujer. ¿Hablaba el idioma de los seres o era sogdiano? Alguien le desenterró las piernas. Intentó ponerse en pie, pero la arena de los pulmones no le dejaba tomar aire. Luego unas manos lo cogieron por las axilas y tiraron de él. Los pies se arrastraban por el suelo.

Cuando volvió en sí, seguía oyendo el bramido de la tormenta. La arena, sin embargo, había desaparecido. Recostado en la pared de una piedra se encontraba en un voladizo. A su lado vio a Olimpiodoro y Wusun inclinados sobre Feng.

Tauro se enderezó, se tambaleó y tosió, luego dio un paso adelante y se quedó plantado. El saliente sobre el que se hallaba solo tenía unas pocas varas de anchura. Abajo se abría un abismo que parecía conducir directamente al Hades. Se puso a cuatro patas y estudió con la mirada la garganta. En el fondo distinguió personas y animales que se habían estrellado, unos hombres y una mujer con el cabello gris, y comprendió a dónde lo había llevado el destino.

Se habían salvado en el desfiladero de cuyo peligro Wusun le había advertido, un despeñadero cuyo puente los recogedores de madera habían destruido. Sin embargo, la fortuna, piadosa, los había conducido a sus compañeros y a él mismo a un voladizo de piedra.

—Volved a la pared donde estáis seguro —señaló Helian Cui. Estaba justo a su lado. ¿Cómo era posible que la tormenta no hubiese obrado ningún efecto sobre ella?

Tauro tragó saliva para combatir la sequedad de la garganta.

—El bastón —dijo con voz ronca mientras se levantaba y ordenaba a sus piernas que cumpliesen con su obligación.

—Vuestras piernas están en perfecto estado —contestó ella, moviendo la cabeza—. No necesitáis ningún bastón para caminar. Solo un poco de tiempo. Sentaos y tranquilizaos.

Olimpiodoro y Wusun se acercaron a ellos.

—Nos ha salvado, Tauro —dijo el sobrino—, y nos ha traído hasta aquí. Desapareciste. ¿Por qué no te quedaste con nosotros junto al yardang?

—El bastón —repitió Tauro al tiempo que maldecía su lengua y sus músculos, por los que parecía correr arena en lugar de la sangre. Con las rodillas temblosas se irguió y se apoyó en la pared de piedra.

Un azor cruzó gritando el aire, Tauro levantó la vista. Sobre su cabeza, las paredes de roca ascendían verticales por el cielo amarillo. La tormenta de arena todavía rugía en la zona, pero al parecer no encontraba el camino para llegar al desfiladero.

La cabeza le daba vueltas. Cuando bajó la vista, vio que Helian Cui le tendía el bastón. Tauro lo apretó con los dos brazos contra su pecho. Se juró no volver a soltar nunca más el bastón hasta haber rozado con sus labios los zapatos del emperador.