21


Tauro ignoraba de dónde había salido el cuchillo que de repente centelleaba en la mano de Nong E. Pero habría apostado la corona del emperador por la tiara del rey de Persia que el arma estaba escondida en uno de los pliegues de la holgada túnica de seda de la mujer. Una vez más, pensó Tauro, queda demostrado que la seda es el tejido capaz de derribar a un monarca.

Pero Nong E pasó junto al Gran Kan y atacó, con la hoja desenvainada en la mano derecha alzada, a Ur-Atum. El egipcio se salvó gracias solo a que la cojera de la atacante le dejó tiempo suficiente para saltar a un lado. La cuchillada de Nong E desgarró el aire. La mujer dio un grito.

Los corceles del Rokshan cabeceaban inquietos. Sus cascos golpeaban con un sonido atronador la tarima.

Nong E volvió a abalanzarse sobre Ur-Atum con el arma. Esta vez el egipcio estaba preparado y dio dos saltos hacia atrás. Nadie lo ayudó. En lugar de ello, los uigures disfrutaban del espectáculo que les ofrecían dos extranjeros despedazándose mutuamente bajo el techo de su Kan. Alguien le había dado al egipcio un hueso de carnero roído con el que él daba bandazos a su alrededor. Los uigures jaleaban, pero ni Nong E ni Ur-Atum compartían su jolgorio. Como osos amarrados a una estaca, se vigilaban mutuamente y giraban en círculo.

Cuando Sanwatze fue a socorrer a su señora, lo derribó una patada del Gran Kan. El monarca de los uigures seguía los acontecimientos con la misma atención que si se celebrase una carrera de caballos en medio de la tienda de su palacio.

Tauro tuvo por fin la oportunidad de acercarse discretamente a Wusun y Olimpiodoro. Cuando el aroma del jinete de las estepas le cosquilleó la nariz, susurró a sus compañeros que había llegado el momento de salir echando chispas. Sin embargo, ninguno de los tres se movió.

Sus ojos, al igual que los de los nómadas, habían quedado cautivos del hechizo de la peculiar pareja: Nong E, quien pese a ir armada de un cuchillo no sabía manejarlo y, además, cojeaba, y Ur-Atum, que intentaba mantenerse a distancia de la hoja, pero iba tropezando torpemente por todas partes y chocaba con postes, muebles y uigures.

Nong E dejó ir uno de los gritos que precedían a sus ataques cuando el prominente trasero de Ur-Atum colisionó contra uno de los calderos de carbón. El armazón de hierro fundido cayó al suelo y las brasas de carbón se desparramaron por la alfombra de fieltro. Algunos nómadas evitaron los rescoldos. Aun así, nadie desvió la atención de la pelea.

El egipcio, por el contrario, reconoció que esa era su oportunidad. Volvió a esquivar un ataque de Nong E. Luego gritó:

—¡Aguardiente! ¡Rápido!

Los presentes silbaron, a todas vistas impresionados por el coraje del extranjero ante la muerte. Alguien le tendió un cántaro. Pero Ur-Atum no tenía intención de beber. Vertió delante de Nong E una generosa cantidad del fuerte brebaje. El alcohol enseguida se unió fatídicamente con las ascuas de carbón y las chispas saltaron a la túnica de Nong E. Las llamas lamían la tela, pero el plan de Ur-Atum se frustró. La seda jin era ignífuga.

Encendida de cólera, Nong E clavó el cuchillo en medio del rostro petrificado por el horror de su contrincante. Cuando Ur-Atum se desplomó, tenía la boca abierta y el mango del cuchillo emergía de uno de sus ojos.

Tauro vio caer al egipcio de rodillas. Detrás de él, la túnica de uno de los uigures prendió fuego. El hombre gritó y corrió entre los demás, quienes, por su parte, también empezaron a moverse. Unos minutos después, el fuego encontraba sustento en una docena de sitios. Cuerdas, vestidos y bancos de madera ardían. Uno de los nómadas intentó sofocar los focos del incendio con las mantas de fieltro. Pero las llamas bebían ansiosas el alcohol derramado e incluso los últimos que aguantaron allí tuvieron que reconocer que la tienda del Gran Kan no tenía salvación.

—¡Salid de aquí! —Tauro empujó a sus compañeros en dirección a la salida—. Os sigo después.

Wusun y Olimpiodoro se marcharon sin protestar.

Una columna de humo se elevaba encima de la cubierta atrayendo la atención de los nómadas. Junto a un buen número de uigures, Helian Cui se acercó al palacio del Gran Kan. La inquietud se había apoderado de ella en cuanto había descubierto que Tauro ya no estaba sentado delante de su tienda. De él solo había quedado un montón de huesos de albaricoque y… el bastón de peregrino. La joven había metido los escritos de Asanga en una bolsa de blanda piel de cabra, se la había colgado y había recogido el bastón.

Helian apretó los labios, como siempre había hecho cuando su padre regresaba tarde de una de sus campañas bélicas. Entonces era una niña y desde que se había convertido en mujer en el monasterio esa sensación de inquietud no había vuelto a adueñarse de ella. Corrió tan deprisa como pudo, esperando no desperdiciar el aliento que invertía en ello.

Delante de la puerta, los guardias a duras penas podían evitar que los campesinos, llevados por la preocupación, no se precipitaran en la residencia del monarca. Pero puesto que los mismos centinelas no estaban seguros y miraban arriba constantemente buscando consejo, algunos curiosos consiguieron colarse.

Entre tres niños que gritaban el nombre de Rokshan, Helian Cui se deslizó en el interior el edificio, encontró sin que nadie se lo impidiese las escaleras y subió hasta la cubierta. Estaba llena de guerreros cuyo desconcierto y desesperación hacían estremecer el aire.

Asustada, la princesa descubrió que salían llamas de la enorme tienda del Gran Kan. Al mismo tiempo, toda la construcción perdía firmeza y amenazaba con desmoronarse. Algunos nómadas subían con cuerdas unas cubas llenas de agua del lago; otros intentaban impedir, uniendo fuerzas, que la tienda se hundiera. Los guerreros se agarraban a los postes exteriores con las manos desnudas o empujaban con la espalda los vacilantes puntales. No obstante, y esto lo reconoció la misma Helian incluso a través del velo que cubría sus ojos, ningún tira ni afloja, ningún aullido ni grito, ni por descontado ningún cubo de agua podía salvar la carpa.

Se precipitó hacia la entrada. Pero la esperanza de encontrar a Tauro allí se evaporó. El pasillo ya ardía. Aquellos que todavía estaban dentro de la tienda se abrían paso entre el fuego, algunos sin sufrir daños, pero otros envueltos en llamas. Los voluntarios derramaban agua en los que salían, pero no todos tenían paciencia para esperar. Los había que corrían desesperados al borde septentrional de la cubierta y se arriesgaban a saltar al Isyk-Kul.

—¡Tauro! —gritó Helian. Pero no obtuvo respuesta.

En ese momento se topó con uno de los guerreros y lo sujetó por los brazos.

—¿Por qué no cortáis las cuerdas de la tienda? —preguntó y recibió una mirada perpleja como contestación.

—¿Por qué? —repitió ella.

—¿Cortarlas? —El nómada se desprendió de sus manos—. ¿El vientre de la Gran Yegua? ¿Estás loca?

—¡Pero todavía hay personas ahí dentro! —exclamó Helian.

—Quien lo merezca renacerá. Del mismo modo que le sucede cada día a Rokshan cuando despierta en el vientre de la Gran Yegua.

La Gran Yegua… Helian Cui nunca había oído hablar de nada semejante. Pero cuando levantó la vista a las paredes de la tienda que cedían, se hinchaban y volvían a desinflarse, al igual que el fuelle de un dios, un profundo respeto se adueñó de ella.

Alguien le tendió un cubo de agua. Helian dejó el bastón y el saco con los pergaminos a un lado y cogió el recipiente. Lanzó con determinación el contenido sobre las llamas de la entrada de la tienda. Varios uigures aprovecharon la oportunidad y salieron corriendo. Helian cogió más cubos, prosiguió con la tarea y al cabo de poco tiempo se encontró frente a Wusun y Olimpiodoro.

—¿Dónde está Tauro? —gritó a sus compañeros.

El bizantino se volvió hacia el mar de llamas, indeciso a simple vista sobre cómo actuar en ese momento.

Helian se roció el pelo con agua, inspiró profundamente y se precipitó a través de la humareda al interior de la tienda en llamas.

Tauro se arrodilló junto al egipcio, dispuesto a sacar al herido al aire libre. Pero era demasiado tarde. El puñal había penetrado profundamente en el cráneo. De un ojo salían sangre y secreciones; el otro lo miraba entristecido.

—¡Nunca fuisteis monjes! —Tauro oyó una voz conocida.

—Capitán Sanwatze. —El de Bizancio se levantó y se volvió hacia el ser, que estaba detrás de él con el sable desenvainado—. Tenéis razón —contestó—. Os engañamos, allí en Loulan. Pero ahora tenemos que superar nuestras diferencias y marcharnos.

Como para subrayar las palabras de Tauro, una cuerda de tensión se rompió con un estallido. Las paredes de la tienda se hincharon. La carpa se tambaleó.

—¿Dónde está la princesa? —inquirió Sanwatze—. No saldré de esta tienda sin ella, y lo mismo os ocurrirá a vos.

—Está en lugar seguro. Fuera, en el campamento. Muy cerca. —Tauro intentó dar un paso en dirección a la salida. Pero el filo de Sanwatze lo detuvo—. Ya os he dicho que no está aquí —siseó el bizantino.

—¡Tauro! —La voz de Helian resonó entre el humo, seguida de su frágil figura.

—¡El que es un mentiroso, lo es siempre! —exclamó Sanwatze. Su sudor se mezclaba con las partículas de hollín del aire. Unas líneas negras corrían por su rostro—. ¡Gongzhu Helian, os venís conmigo! Os llevaré de vuelta con vuestro padre. Ahí estaréis protegida. —Avanzó dos pasos hacia Helian, que lo miraba asombrada.

El puntal se inclinó tan despacio que Tauro pudo prever en qué lugar caería. Se acercó de un salto a Helian y tiró de ella. En el mismo lugar donde acababa de estar, la madera ardiente chocó contra el suelo y las chispas revolotearon en todas direcciones.

Sanwatze dio un salto atrás. Incrédulo, miró el puntal caído, luego a Helian entre los brazos de Tauro.

En ese momento, el techo de fieltro ardiendo de la tienda cayó sobre él y devoró al centinela como una gigantesca lengua.

—¡Aquí arriba! —gritó Tauro a Helian Cui, saltando a la tarima, donde los corceles del Gran Kan, invadidos por el pánico, tiraban relinchando de sus ataduras. Entonces se derrumbó una parte de la tienda y una pared de fieltro cayó sobre ellos.

Tauro y Helian galopaban hacia el exterior. Iban a lomos de los caballos que Tauro había liberado rápidamente de sus ataduras. Olimpiodoro y Wusun contuvieron a los asustados animales e intentaron tranquilizarlos.

El caballo de Tauro se encabritó y él lo retuvo con las riendas.

—¿Cómo es que me has seguido, gongzhu? Era peligroso.

La expresión de Helian era rebelde. Trató en vano de responder.

Tauro apagó las llamas que temblaban en su túnica.

—¿Dónde están los gusanos?

—Los dejé aquí —respondió ella—. Junto con los rollos de los pergaminos.

—¿En qué lugar? ¿Dónde está el bastón? —gritó Tauro. Su caballo resolló.

Helian desmontó y buscó entre los escombros y los heridos. Volvió junto a Tauro con las manos vacías.

—No lo entiendo. ¿Quién se llevaría un bastón de bambú y una bolsa de piel mientras en su entorno reina el caos? —Helian se pasó los dedos por el cabello.

También Olimpiodoro buscaba con la mirada alrededor. Tenía la cabeza negra de hollín, solo destacaban sus ojos claros.

—Solo alguien que conoce cuál es su contenido —respondió él a la pregunta de Helian.

—¡Nong E! —exclamó la budista.

—No he vuelto a verla desde la pelea con Ur-Atum —señaló Olimpiodoro.

—¡Por las treinta cadenas del Cerbero! —exclamó Tauro.

—Debe de estar entre los que se han escapado —dijo Helian Cui—. Ha pasado justo delante de mis narices.

—Cuando hayáis terminado de charlar, nos marchamos —intervino Wusun—. Por el aspecto que esto tiene yo no confiaría demasiado en la hospitalidad de los uigures.

—Yo no me voy de aquí sin el bastón —farfulló Tauro. Una vez más le costó retener su montura. Los arneses guarnecidos con plata tintinearon.

—De todos modos sería difícil en la grupa de un caballo —dijo Olimpiodoro con mirada escéptica—. Estamos en la cubierta de un palacio.

Lo que quedaba de la tienda se desmoronó entre crujidos y silbidos. Un torbellino de chispas voló por los aires. Los uigures se quedaron inmóviles. Algunos gemían y se hincaban de rodillas, otros lloraban.

—Vale más que nos marchemos ahora —urgió Wusun, señalando el borde septentrional de la cubierta. En ese momento se elevaban gritos desde las hileras de los desesperados y, ya antes de que los ladrones de la seda comprendieran de qué se trataba, vieron una figura que emergía de los escombros de la tienda como si saliera de tomar un baño.

Era el Gran Kan.

Tauro no esperó a que el Rokshan ordenase a su séquito que apresaran a los extranjeros. Tendió un brazo hacia Helian Cui y la princesa tomó impulso para subirse con él al caballo. Wusun y Olimpiodoro montaron ágilmente en el otro animal. No fue necesario discutir demasiado. Los ladrones de la seda espolearon los corceles y pusieron rumbo al borde de la cubierta.

Nong E cerró la tapa del bastón de bambú y los ojos. Dio gracias en silencio al sabio Confucio por haberla conducido a su meta. Los gusanos vivían, se encontraban en sus manos, las manos de la legítima señora de la seda, la sangre del mundo.

Había escapado del infierno sana y salva, solo sentía como si su razón hubiese prendido fuego. La cólera que la había invadido al ver los gusanos muertos había abierto con sus llamas un agujero cuyos bordes seguían ardiendo.

Nong E tosió. Sin que la reconocieran, estaba de pie delante de la entrada del palacio, apoyada en el bastón. Había llegado el momento de irse, antes de que se calmaran los ánimos, antes de que sus enemigos preguntasen por su paradero. ¿Estarían todavía vivos?

La señora de la seda había brincado de alegría al pasar junto a la bruja de ojos verdes sin ser reconocida. Soltó una risita y volvió a toser. No había duda. La realidad se articulaba según su voluntad y, al igual que de los capullos salía una mariposa, también ella, Nong E, salía triunfal de esta guerra tras vencer a sus enemigos.

Se alejó del palacio cojeando. El dedo que el de Bizancio le había untado con el veneno de los insectos todavía le dolía. Qué práctico, pensó, tener un bastón en el que apoyarme ahora, en todos los sentidos. Y a pasitos cortos, con el bastón de peregrino en una mano y la bolsa de piel con esos raros pergaminos en la otra, Nong E se alejó de allí discretamente.