27
—Por fin vas a morir —murmuró Nong E a la espalda de Helian. Los dos guardias las conducían por un laberinto de corredores. A derecha e izquierda se repartían las entradas a las celdas de los monjes, unas diminutas cámaras, trabajosamente arañadas en la roca. Las botas de los guardias quebraban el silencio de ese lugar de meditación.
—Si este es el deseo de Buda —respondió Helian Cui.
—No tienes miedo a la muerte.
—Mi vida está en manos del Iluminado. No hay razón para el miedo.
Subieron por una escalera más. Ahí arriba olía a incienso. Ante los intrusos, sus correligionarios se habían retirado, al parecer, a las zonas posteriores del monasterio. Ojalá, pensaba Helian, eso sea suficiente para estar al resguardo de los persas.
—Si no temes por tu vida —prosiguió Nong E—, ¿qué hay respecto a los escritos que he encontrado delante del palacio del Gran Kan? ¿Significan algo para ti?
En ese momento, Helian se detuvo.
—Sí —consiguió decir antes de que uno de los guardias tirase de ella—. Son importantes, pero no para mí. Nuestros compatriotas los necesitan.
—En este mundo el «nosotros» no existe. Y estos rollos pronto dejarán de existir también. Yo los lanzaré por ti en una hoguera del dios persa.
—Eso no debe ocurrir. —Por un momento, Helian se desprendió de la sujeción del persa y consiguió coger las manos de Nong E—. Llévate los escritos a oriente y dáselos a mi padre. Te recompensará de una forma más noble de lo que jamás podrá hacer el rey persa.
—¡Socorro! —gritó Nong E. Los guerreros enseguida agarraron a Helian y se la llevaron.
Por lo visto, nadie se había fijado en la voluminosa figura que seguía de cerca al grupo de Nong E y Helian. Tauro había corrido a la pared de piedra protegido por la oscuridad.
Las siluetas que iban delante de él desaparecieron de repente por un agujero excavado en la piedra.
Claro, pensó Tauro. ¡El monasterio de los budistas! La pared estaba llena de agujeros. En el interior de la roca debía de haber galerías. Alguna debía de conducir hasta la cabeza del buda.
No obstante, llegó demasiado tarde. La entrada estaba a una altura de dos hombres y solo se podía alcanzar con una escala, que los persas habían recogido. Tauro intentó saltar para colgarse del borde de piedra con los dedos. Pese a su estatura, sin embargo, no llegaba a más de la mitad de la altura.
Soltó una maldición y buscó salientes en la piedra, grietas y resaltos en los que sujetarse e ir ascendiendo. Pero los monjes de ese singular monasterio se habían ocupado de pulir la piedra para que no lograra subir por ella ni una araña. Tauro apoyó la cabeza contra la piedra. La tosca arenisca se grabó en su frente. Tenía que subir, y sin demora.
—¡Buda, haz que me crezcan alas! —suplicó el bizantino para sus adentros, y golpeó la cabeza tres veces contra la pared rocosa. Por encima de él oyó resonar los pasos de los persas y de ambas mujeres.
Se dio media vuelta cuando percibió un ruido. Detrás de él se recortaba una silueta: un hombre con una larga túnica. Incluso en la penumbra, Tauro reconoció la familiar indumentaria. Frente a él, un budista le hizo señas impaciente y se marchó en dirección a la estatua. El de Bizancio siguió al desconocido hacia los monumentales dedos de los pies del buda. El monje señaló en silencio hacia arriba. Tauro contempló la estatua escéptico. A un lado de la figura de arenisca se habían cavado unos huecos, unos nichos cuadrados lo suficientemente grandes para colocar en ellos una mano o un pie, antiguos indicios sin duda del arquitecto. No era una escala, en absoluto una escalera, pues las cavidades subían verticales. Pero le brindaban la posibilidad de alcanzar a Helian antes de que la empujaran al vacío. La pregunta consistía en si Tauro llegaría arriba a tiempo.
Cuando le preguntó por eso al monje, este se encogió sonriendo de hombros, se inclinó con las palmas de las manos una contra otra y se desvaneció en la noche. Había mostrado a Tauro el camino por el que subir y con ello se había vengado de los persas de esa forma serena que tan propia era de los budistas.
Ahora, Tauro estaba frente al buda. Uno tenía todo el tiempo del mundo, al otro solo le quedaban segundos. A la sombra de la escultura, miró hacia el cielo. La estatua se alzaba directamente delante de él y parecía tocar las estrellas. ¿Qué altura debía de tener? Se prohibió pensar en las dimensiones. Si pretendía escalar ese gigante no iba a serle de gran ayuda alimentar sus miedos. Extendió las manos hacia las cavidades más altas que podía alcanzar y subió a una de las gigantescas piernas.
El buda dio la bienvenida al de Bizancio. Este se agarraba con dedos de hierro a los nichos de la estatua y buscaba apoyo con los dedos de los pies. Para poder ascender mejor había dejado sus sandalias, unas diminutas ofrendas junto a los pies más grandes del mundo.
Los pájaros habían construido sus nidos en las cavidades. Los dedos de Tauro se hundían en los excrementos, unas veces frescos y resbaladizos, por lo que tenía que limpiarse las manos en la ropa, otras veces, viejísimos y resecos. El polvo se depositaba en su cara y tenía que reprimir el estornudo.
La ascensión era larga. A media altura, el buda lo invitó a un descanso. El brazo izquierdo del Iluminado estaba doblado y la palma de la mano abierta miraba hacia el cielo. Tauro se impulsó hacia arriba por la manga y tomó aliento un momento. Bajo sus pies yacía el infierno de la fiesta de Cosroes. Vio el círculo de personas y en medio un caballo y una extraña figura. ¡Olimpiodoro!
Se obligó a mirar hacia arriba. Los apoyos incluso llegaban hasta por encima de la cabeza del buda. Desde allí el viento le traía unas voces. Helian y Nong E habían subido hasta lo alto. Él llegaría demasiado tarde.
Por ahí asomó, minúscula sobre la imponente frente del Iluminado, Helian Cui. Dos manos le sujetaban los hombros por detrás.
La mano de uno de los persas empujó a Helian Cui hasta el borde del tocado de Buda.
—¿Ahora? —preguntó el otro guerrero que estaba situado detrás.
Helian intentó tener una vez más una visión diáfana del mundo. A saber dónde despertaría en su próxima vida. De hecho, su vista se aclaró un poco. Distinguía la luna creciente, las montañas a lo lejos cuyas cumbres resaltaban ante el cielo estrellado. Una fuerte ráfaga de viento la golpeó en la cara. A continuación miró hacia abajo para dedicar la última mirada de su vida al rostro de Buda. Parpadeó. En el fondo la estaban mirando dos ojos conocidos, abiertos como platos.
—¡Tauro! —exclamó Helian.
—¡Empujadla! —siseó Nong E. A su lado, los persas se inclinaron hacia delante y vieron abajo a Tauro, que escalaba la estatua. Dejaron a su presa, recogieron cantos rodados y los lanzaron contra el de Bizancio, que seguía subiendo.
La budista oía el choque de las piedras contra la roca. Se atrevió a volver a mirar a Tauro. Seguía colgado de la pared a la altura del brazo del buda. Luego el mundo se desvaneció ante los ojos de Helian y ella se apartó del borde.
—¡Empujadla de una vez! ¿No obedecéis mis órdenes? ¡Os haré desollar! —gritaba Nong E.
Pero los persas querían evitar primero que Tauro llegase a la cabeza de la estatua. Mientras uno de ellos seguía arrojando piedras hacia abajo, el otro emprendió el descenso.
—Así que tendré que hacerlo yo misma —oyó decir Helian a Nong E. Sintió un empujón contra el pecho y se tambaleó hacia atrás. Cuando su talón encontró el vacío, se lanzó hacia delante y se agarró a Nong E. Las dos cayeron al suelo. Entre las ondas del cabello de Buda, Helian intentó ponerse en pie. Pero notó que las manos de Nong E tiraban de su tobillo. Con la pierna que tenía libre, pisó a ciegas a su alrededor. Aunque no las tocó, las manos desaparecieron. Por fin volvía a estar en pie. ¿Pero dónde se encontraba su adversaria? Helian prestó atención, a la escucha de la respiración de Nong E, pero solo oía el viento. Se protegió el pecho con una mano y con la otra la frente. Oyó un sonido a su izquierda. Cuando giró en esa dirección, sintió un golpe por la derecha. Su enemiga la había engañado. Unas manos tiraban de su vestido de algodón. Perdió el equilibrio, se agarró a una mano, luego a un brazo, a un hombro. Con la desesperación de quien se está ahogando, se aferraba a Nong E. Luego el suelo se abrió bajo sus pies.
Una piedra alcanzó a Tauro en la frente. Al principio lo cegó el dolor, luego la sangre que se le metió en el ojo. Superó la sensación de mareo y se puso una mano sobre la cabeza para protegerse.
Llovían fragmentos de piedra produciéndole pequeñas heridas en los brazos y rebotando contra sus hombros, cuyos músculos de atleta le guardaban de heridas.
Se volvió de un lado a otro para no ser blanco fácil de los proyectiles y que no lo arrojaran al abismo. Siguió subiendo lentamente por la piedra, hacia los gritos que se escuchaban desde la cabeza del buda.
Uno de los persas descendía hacia él. Tauro distinguió su bota y tiró de ella. El luchador se agarró con fuerza y se resistió al tirón que amenazaba con lanzarlo al vacío. Cuando intentó propinar una patada al de Bizancio con el otro pie, perdió el apoyo y se quedó colgando de las manos. Tauro tiró de su enemigo con todas sus fuerzas.
La bota resbaló del pie y el bizantino hundió los dientes en la pantorrilla del hombre. Un grito resonó por encima de él. Sintió el sabor de la sangre y tiró otra vez del persa. Este pasó por su lado para caer al vacío.
—Ahora veremos si es cierto que eres un Inmortal —farfulló Tauro. En ese momento, algo más se abatió junto a él. Oyó el crepitar de la tela y el grito de una mujer.
Con un gesto torpe, Tauro se limpió la sangre de la frente y miró hacia abajo. En la mano abierta del gigante yacía una figura. Buda había detenido la caída de Helian.
El de Bizancio cambió de dirección y bajó hasta el brazo de la estatua. Lo recorrió con prudencia, manteniendo el equilibrio hasta que bajo sus pies solo había noche. La arenisca crujía con cada paso que daba.
El vestido de algodón de Helian Cui brillaba en la oscuridad y parecía eclipsar el oro de la estatua. Las rodillas de Tauro flaquearon cuando la vio tendida en la enorme mano. Despacio, tanteó delante de él, extendió la mano para poder tocar lo antes posible a la mujer. ¿Se movía? Inclinó la cabeza. Entonces oyó un ruido. Una llamada apenas perceptible. No era Helian Cui.
—¡Súbeme!
Tauro reconoció la voz de Nong E. Colgaba del pulgar de Buda como una fruta demasiado madura. Se aguantaba en el gigantesco dedo con las dos manos. El viento deshilachaba su cabello suelto e inflaba el vestido persa de seda.
Tauro retrocedió sobresaltado. Tres personas sobre ese brazo… incluso para Buda era demasiado. Si se adelantaba demasiado, los tres caerían al abismo.
—¡Helian! —gritó—. ¡Helian Cui! ¡Despierta! —Pero el ovillo en la mano de Buda no se movió.
Tauro oyó el griterío de la muchedumbre que ascendía desde el fondo. Seguía manteniendo el equilibrio en el brazo en ángulo del buda, vacilando en si acercarse más o no a Helian. ¡Ojalá pesara tan poco como Wusun! Con su nervuda figura, el jinete de las estepas habría podido deslizarse en un abrir y cerrar de ojos por el voladizo.
Oyó un grito a sus espaldas. El segundo Inmortal también había pasado de la cabeza de la estatua al brazo. En su mano brillaba un sable.
—¡No! —gritó Tauro, haciendo unos gestos con la mano para que se retirase de allí.
El guerrero rio irónico, seguro de su victoria. Los gestos de Tauro lo envalentonaban. En ese momento, pisó también la manga de arenisca.
—¡Mátalo! —gritó Nong E desde abajo.
El persa se precipitó hacia delante. Tauro se lanzó en su contra, lo rodeó con ambos brazos para que el Inmortal no pudiese utilizar el arma. La dejó caer. También ella se abrió camino en silencio hacia el abismo.
Entre los dos luchadores empezó un tira y afloja. Cada uno de ellos intentaba empujar a su contrincante para que se saliera del brazo del buda, aun sabiendo que de ese modo no ganaría nada. Pues si uno caía, arrastraría al otro hacia el funesto final.
El persa atacó y exhaló su aliento caliente en el rostro de Tauro. Este se agachó para evitar un cabezazo. Advirtió entonces que su rival también se había quitado las botas. Arrancó a su adversario un mechón de la larga barba. Después se agachó, agarró los dedos del pie izquierdo del persa, los dobló hacia arriba y los rompió con un solo gesto.
El guerrero se precipitó gimiendo al abismo. No obstante, la pelea había agotado las últimas fuerzas del brazo del buda. La piedra cedió. Como un rayo negro, una grieta se abrió entre el codo y el cuerpo. Tauro corrió hacia Helian Cui. Cuando llegó a la mano del buda, el brazo de la estatua descendió. En la mano derecha, Nong E seguía colgada del pulgar, pero Tauro no dirigió ninguna mirada a la antes señora de la plantación de seda Feng. Con manos temblorosas levantó a Helian y saltó al torso salvador del coloso.