12
¿Una princesa? ¡Eso es absurdo! —Nong E rio desdeñosa y el té de sal se derramó por el borde de la taza—. Es una vagabunda y una ladrona. Ninguna princesa tendría la necesidad de robarme una joya. Os equivocáis, Ban Gu.
El gobernador de Loulan hizo un remilgo con sus carnosos labios. Delante de él, sobre un pequeño pedestal, se había servido un cisne. Los cocineros se habían ocupado de desplumar al animal, destriparlo, cocinarlo y luego volver a ponerle su vestido de plumas. Sin dar la menor importancia a esa obra de arte culinario, la mano de Ban Gus se introdujo entre las plumas del ave y arrancó con los dedos carne que dejó caer en un plato antes de lamerse la grasa de la mano. Nong E volvió la cabeza, asqueada.
—Mi hijo la ha visto. Hace muchos años en el palacio del emperador y hace unos pocos días aquí en Loulan. Tanto me da si os lo creéis o no —dijo Ban Gu mientras masticaba. Tenía las mejillas cubiertas de hematomas.
—¿Fue ella quien os dejó así de maltrecho?
Un tono rojizo se mezcló con el verde y el azul en la tez de Ban Gus.
—Fueron esos monjes. Budistas, adoradores del diablo. Si fuera por mí, los ahorcaría a todos. En todo el país.
—Entonces deberíais colgar también al emperador, si es cierto lo que se afirma por doquier. Pues, por lo visto, se ha convertido. —Nong E dejó que una de las sirvientas le mezclara con el té un poco de mantequilla de yak. A la manera de los tibetanos, mojó un poco de pan dentro. Si bien no quería participar en el festín del cisne, la muerte de esa ave la fascinaba.
En un principio, cuando el gobernador de Loulan la recibió al aire libre en un decrépito patio interior, Nong E creyó que quería humillarla. Si bien había hecho preparar una mesa adecuada, el patio era sórdido, entre las baldosas de piedra crecía el musgo y el estanque de peces rojos apestaba. Solo cuando Sanwatze, el hijo de Ban Gus, se disculpó por las condiciones y explicó que tres extranjeros habían devastado el salón más hermoso de la propiedad, la decepción de Nong E dio paso a la curiosidad.
—¿Y estáis seguro de que son tres? ¿No eran cuatro? —Envolvía la taza caliente con las dos manos. ¿Acaso Feng no era un traidor como había afirmado ese desgraciado egipcio? ¿Cómo iba a ser de otro modo? Una sonrisa se dibujó en su rostro. ¡Su hijo no había ayudado a los extranjeros para nada! ¡No! Valiente como un cachorro de perro, había emprendido la persecución… valiente e insensato a un mismo tiempo. ¿Pero dónde estaba ahora?
Ban Gu asintió.
—Al principio pensé que eran espías de los nómadas. Pero superaron una prueba de religión. Y por mi honor que esos hombres eran budistas. Pero entonces la princesa huyó en el burro y, furiosos, los monjes me ataron a una columna. Con los tubos de mi pipa. A mi hijo le ocurrió lo mismo. Esos tipos sabían pelear, el grande en especial, ¡eso os lo puedo asegurar! ¿Qué deben de aprender esos budistas en los monasterios?
—Es muy extraño —dijo Nong E con la mirada fija en su té—. Ya sabéis por qué estoy aquí. Una paloma debe de habéroslo comunicado.
—En efecto. Una paloma. —Dirigió una mirada suplicante a su hijo.
Sanwatze estaba de pie en el lado izquierdo de la mesa, con las manos cruzadas a la espalda.
—Honorable Nong E, señora de la plantación Feng —empezó diciendo—. Recibimos su mensaje. Si lo hemos entendido todo bien, habéis sufrido un asalto. Hemos intentado apresar a los bandidos, pero los controles de las vías no han dado resultados. No han viajado extranjeros, ni en las caravanas ni por cuenta propia.
—Dos con la nariz larga y un viejo desdentado. Querían llegar a Loulan —dijo Nong E. Al menos eso afirmó el arriero antes de morir… ¿y quién saluda a la muerte con una mentira en los labios?
—Dos de los monjes —señaló en ese momento Ban Gu— tenían un aspecto distinto. Pero estoy seguro de que solo eran monjes. Llevaban esas túnicas amarillas y acababan de afeitarse la cabeza. Bien pensado: ¡sin cabello y sin gorro por el desierto! Eso solo lo aguantan unas cabezas llenas de ideas raras.
—Me habéis dicho que superaron una prueba. ¿Quién se la hizo?
—Pues la princesa, por supuesto. Ella sí que es una auténtica budista, ¿en quién iba yo a confiar en esas circunstancias sino en ella?
—¡Que no es una princesa! —resopló Nong E. De repente sintió un ligero dolor en el dedo gordo del pie izquierdo.
—¡Pero sí una budista! Eso no podéis dudarlo. Y parecía saber qué preguntas debía hacerles.
Sanwatze se inclinó hacia delante.
—Decíais que con ellos viajaba un anciano. Ya por eso no podían ser ellos los monjes que buscáis.
Las aletas nasales de Nong E se dilataron. Olía el espanto antes de que se apoderase de ella.
—¿Por qué no? —Se obligó a preguntar. Ya conocía la respuesta.
—Los extranjeros no iban acompañados de un anciano, sino de un chico joven, casi un niño todavía. Si hubieran sido vuestros ladrones, yo me hago budista, pues su religión tiene el mismo efecto que una fuente de la juventud. Aunque no creo que el muchacho siga siendo monje por mucho tiempo. ¡Cuando pienso en las miradas que lanzaba a la princesa!
Ur-Atum contrajo el rostro de dolor. Entre azote y azote, aspiraba ansioso el tubo del narguile, como si en ello le fuera la vida. A lo mejor es así, pensaba Nong E. Disfrutaba viendo sufrir al egipcio. A fin de cuentas había pegado fuego a la plantación. Lástima que no fuera ella misma quien le causara ese dolor. Sus torturadores eran los parásitos. Los debía de haber adquirido en un albergue de mala muerte. Ahora él mismo se había convertido en el alojamiento de esos bichos.
De buen grado le habría dejado morir entre padecimientos. Se imaginaba empalándolo en algún lugar del desierto, ella instalada en un lugar protegido del sol y contemplando cómo el egipcio se consumía lentamente. Sin embargo, oh espíritus de los ancestros, todavía lo necesitaba: pensaba como sus antiguos compañeros de viaje, podía prever cuál sería su siguiente paso y, lo que era más importante, tenía tantas ganas de vengarse de ellos como la misma Nong E. De ahí que Ur-Atum se hubiera convertido en una especie de aliado, y a un aliado había que ayudarlo aunque fuese por breve tiempo.
—¡Echa más opio! —ordenó Nong E.
Ban Gu obedeció de mala gana. Cogió una bolsa, sacó un par de pedacitos de color blanco y los colocó en la pipa que tenía a los pies. El olor de la droga se expandió por todo el patio interior y Nong E inspiró profundamente. Le encantaba esa sensación de que el opio le alegraba el corazón. Entonces se sentía fuerte y joven. También aliviaba el dolor de su pie. Pero, sobre todo, el opio debía servir a un propósito: hacer que el egipcio dependiera de ella.
Ya ahora, cuando habían pasado tres días desde que había probado esa sustancia por primera vez, Ur-Atum le pedía una ración varias veces al día. Si bien en la persecución de los bizantinos no llevaban ninguna pipa, Nong E sabía cómo apañárselas. Empapaba una esponja con la droga y la envolvía, para que no se secara, en siete capas de hojas frescas. Si se necesitaba el opio, bastaba con mojarse las sienes con la esponja y chupar un poco. A esas alturas, Ur-Atum se pegaba a esa esponja como un recién nacido al pecho de su madre.
Y delante de él colgaba de unas cadenas un monje robusto que Sanwatze y sus hombres habían atado a una columna. En su espalda desnuda chasqueaba un látigo manejado por Ur-Atum al ritmo de la justicia. A Nong E se le había ocurrido que sería buena idea que fuera el egipcio quien azotara al budista. ¿Qué podía ser más efectivo que un torturador que sufre dolores y los transmite al torturado?
—¿Nos dices de una vez a dónde ha ido la princesa? —Sanwatze estaba junto a la picota e interrogaba a la víctima.
Nong E y Ban Gu observaban, al igual que la docena de hombres que había salido con ella de la plantación. Sonreían con cada latigazo que debía soportar el monje y azuzaban al egipcio para que pegara más fuerte.
El monje gimió cuando el látigo le arrancó un pedazo de carne de la espalda.
—¡Ya os lo he dicho: al monasterio del Gran Ganso Salvaje!
De nuevo le golpeó el látigo. La sangre corrió por la espalda del torturado, deslizándose por las nalgas y las piernas. La frente de Ur-Atum estaba bañada en sudor.
—¿Por qué no grita? —preguntó Nong E al gobernador—. Nunca había visto a alguien sufriendo latigazos sin gritar.
—Son esos budistas —contestó Ban Gu. Meneó la cabeza, agitando con ella su gorda sotabarba—. Dominan el arte de la magia. Este llegó a pintar hechizos y a venderlos.
Sanwatze pidió al egipcio que se detuviera.
—He preguntado cinco veces y me ha dado cinco veces la misma respuesta. Dejémoslo marchar. Todo lo que vaya a decir ahora se lo inventará para evitar la tortura.
—Ese monasterio. ¿Dónde está? —Nong E cogió un melocotón de un cuenco y se lo clavó en la uña como si fuera un acerillo.
—En el norte. En las montañas —respondió el gobernador—. A siete días de viaje desde aquí.
—Si esa mendiga se ha ido allí, mi hijo la habrá seguido. Es muy posible que los ladrones lo hayan acompañado.
Ban Gu hizo un gesto de rechazo.
—Habláis con la lógica de las mujeres, Nong E, y yo no la he entendido nunca. Si realmente se trata de vuestro hijo, puede que vaya tras la princesa. Pero ¿por qué iban a acompañarlo los otros?
—¡Mi buen Ban Gu! Si los bizantinos también creen que esa bruja es una princesa, serían tontos dejando escapar ese tesoro. Y ya podéis creerme si os digo que nadie que haya robado mis gusanos de seda es un tonto.
Nong E mordió la pulpa amarilla del melocotón. Luego le hizo una señal a Ur-Atum para que continuara con lo que estaba haciendo.
—Si estás realmente convencida de que volverás a nacer, ¿te gustaría también reencarnarte en un insecto? —Olimpiodoro se inclinó por encima de su camello hacia Helian Cui, que recorría a su lado la vía imperial montada en el burro.
Ella levantó la vista y posó en él sus ojos verdes.
—Oh, pero no se trata de lo que uno quiera, sino de cómo vive.
Feng intervino. Avanzaba a la izquierda de Helian.
—Si vivo como un ser humano, volveré a nacer como ser humano y si he sido un insecto, me encarnaré en un insecto. Es así, ¿no?
Ella negó con la cabeza.
—¡Que no! Buda dice que en nuestra vida acumulamos culpas. Una persona mala acumula más culpas que una buena. Por eso el bueno merece volver a nacer como ser humano; el malo, por el contrario, no. Debe reencarnarse en una forma de vida inferior. Por ejemplo, la de un insecto.
—Pero eso es injusto —protestó Olimpiodoro—. Yo preferiría reencarnarme en un insecto. Es el hombre quien representa una forma de vida inferior.
Feng rio irónico.
—Creo que mejor me quedo con el confucianismo. Un dios que quiere convertirme en un reptil… eso no está hecho para mí.
Helian lo miró seria.
—No hace mucho querías convertirte al budismo y peregrinar conmigo, Feng. ¿Cambias con tanta facilidad de opinión en todas las cosas?
Al chico no se le ocurrió ninguna respuesta que dar.
Helian se volvió de nuevo hacia el entomólogo.
—¡Sigue hablándome de los insectos!
El bizantino se enderezó en la silla de montar. El camello se había convertido en su tribuna.
—Seis piernas, un cuerpo con tres segmentos y alas. Solo con esto, ese diminuto pueblo ya nos supera. ¿No crees?
Helian Cui asintió.
—Pero si es superior a nosotros, ¿no debería gobernar el mundo?
—Lo has pillado: los insectos son los señores del mundo. Pero permiten que nos creamos que somos los hombres los que lo dirigimos. ¡No te rías, lo digo en serio! —Agitó las manos al aire y con ello estuvo a punto de perder el equilibro. En el último momento se agarró con fuerza a las orejas de su camello, que protestó con energía—. Forman auténticos ejércitos —prosiguió—. Y no me refiero a pueblos de hormigas que pelean entre sí. ¡No! En Leptis Magna vi una sólida fortaleza de los vándalos que había sido derribada por escolitinos. Los insectos han conseguido detener a soldados, expulsar a campesinos de sus tierras, devorar ciudades y bosques. No hay nada que los detenga.
—¿Así que es solo cuestión de tiempo que la humanidad desaparezca? —preguntó Helian.
—Tenemos suerte. La única razón por la que los insectos no acaban con los seres humanos es que para ellos somos insignificantes. —Olimpiodoro movió la cabeza con la elegancia de quien está convencido de lo que dice.
La budista lo miró pensativa.
—Deseo que un día puedas vivir el mundo reencarnado en una bella mariposa, maestro Olimpiodoro.
—O en un gusano de seda —volvió a terciar Feng. El joven lanzó una fulminante mirada al bizantino—. Así no ardería ninguna plantación hasta convertirse en ceniza y podríais ir reptando hasta Bizancio y cagar seda.
—¡Ya basta! —gritó Tauro, quien era el último del grupo y había estado escuchando la conversación.
Si había en ese maldito viaje algo que todavía necesitara menos que unos gusanos de seda muertos de hambre era que sus compañeros se peleasen. Tauro había esperado que Feng mostrase su agradecimiento por haber encontrado a la princesa. Pero en lugar de ello, el niño se estaba mostrando como un gallito celoso que enseñaba las garras a todo el que dirigía una palabra a Helian Cui. Y sin embargo sus temores carecían por completo de justificación. De acuerdo: era una mujer muy atractiva. Pero tanto Tauro como Olimpiodoro perseguían metas más importantes que el trasero de una mujer. Lo mismo no podía aplicarse a Wusun. Pero el jinete de las estepas conducía al grupo con estoica tranquilidad y no se interesaba ni por la budista ni por lo que se decían sus clientes.
Ya hacía tiempo que la noche, y con ella el frío, habían caído sobre el desierto cuando Wusun por fin los dejó descansar. El anciano los condujo a una hondonada donde unas grandes rocas les ofrecerían protección contra el viento. Puesto que sus provisiones de leña se estaban agotando, el grupo se desplegó para buscar material con que encender una hoguera. Sin embargo, todo lo que Tauro encontró fueron huesos. La hondonada, como quedó demostrado, rebosaba huesos de… animales, como el de Bizancio confirmó aliviado. Había oído hablar de cementerios de animales en el norte de África, espacios solitarios en los que los animales se retiraban para morir. Por lo visto, también en los Veinticuatro Reinos había tales lugares. Esperaba que los huesos fueran lo suficientemente viejos para no atraer a ningún carroñero durante la noche.
La leña que el grupo pudo recoger bastaba para hacer una hoguera pequeña. En las bolsas de piel de Wusun todavía encontraron una cantidad considerable de frutos secos y los ladrones de la seda pronto estuvieron sentados comiendo juntos y calentándose el rostro con las llamas.
—Helian, ¿cómo conseguiste encontrarnos en medio de la tormenta de arena? —quiso saber Tauro. Todavía le preocupaba la sensación de que la arena se deslizase por sus pulmones.
—Vuestros camellos gritaban. Entonces supe que alguien estaba en peligro.
—No me refería a eso. No se podía respirar. ¿Cómo conseguiste llegar hasta nosotros sin convertirte tú misma en víctima de la tormenta?
Ella sonrió y bajó la vista.
—Respirando como un pez.
Feng, que había conseguido hacerse con un sitio al lado de Helian, la miró transfigurado.
—Respirando como un pez —repitió como si supiera exactamente a qué se refería.
—Tendrás que explicárnoslo —pidió Tauro a la budista.
—Lo intentaré —dijo ella—. Muchos lo ignoran, pero el ser humano puede respirar de distintos modos. La respiración a través de los pulmones es la más corriente para nosotros. Pero no deberíamos derrocharla.
Tauro entrecerró los ojos.
—¿Por qué no?
—Según nuestra doctrina, el número de inspiraciones de que dispone cada persona es limitado. Cuando las ha utilizado todas, muere.
—Yo he oído decir algo similar —señaló Olimpiodoro—. Otras religiones creen en el destino y en que hay un momento preestablecido para morir.
—Pero no —intervino Helian—. Solo el número de inspiraciones está predeterminado, no el momento de la muerte. ¿Entendéis?
—Ahorrando mis inspiraciones, alargo mi vida —dijo Tauro—. ¿Es eso lo que creéis?
—Detrás de esto hay algo más que una creencia, Tauro de Bizancio —contestó ella.
Wusun arrojó las últimas ramas al fuego. Las llamas se alzaron y crepitaron.
—Al correr se emplean más inspiraciones que al caminar. Decimos entonces que jadeamos. Si queréis alargar vuestra vida es aconsejable evitar estas actividades.
—Eso mismo pienso yo —dijo Olimpiodoro.
—Pero esto no explica cómo pudiste desplazarte en medio de la tormenta de arena —señaló Tauro.
—Te lo explicaré. Como ahora sabes, es importante no desperdiciar ninguna inspiración. Por eso, muchos seguidores de Buda practican el ejercicio de no respirar.
—Pero esto es imposible —protestó Olimpiodoro—. Nadie puede contener la respiración más de unos minutos.
—Sí, si domina otra forma de inhalar el aire.
—¿Y cuál se supone que es? —preguntó Tauro. A esas alturas estaba convencido de estar perdiendo el tiempo con una chiflada.
—La respiración del pez —respondió Helian Cui—. Al practicarla se respira por la piel. Me concentré en esa técnica de respiración cutánea antes de salir a buscaros en la tormenta de arena.
—También he oído hablar de eso —dijo Olimpiodoro, la pasión del investigador brillaba en sus ojos—. Se supone que los condenados que son embetunados mueren porque su piel ya no es capaz de respirar. ¿Te refieres a eso?
—Sí. Aunque esta habilidad debería estar al servicio de la vida y no de la muerte.
Tauro evitó dar su opinión. ¡La respiración del pez! Esa mujer estaba como un cencerro. Se levantó para irse a dormir.
—¿No me crees, Tauro? —preguntó Helian Cui cuando él se alejaba.
—Me has salvado la vida. Cómo lo has hecho es secundario.
—¿Qué opinarías si te explicara que todavía hay más técnicas de respiración? —preguntó ella.
El de Bizancio suspiró.
—Pensaría que todavía estás más loca de lo que ya creo.
Feng se levantó de un salto. Las manos cerradas en puños.
—Es una princesa. ¡Controla tu lengua!
—¡Pon cuidado en que no tengamos que controlarte a ti, Feng! —La paciencia de Tauro con ese niño celoso se estaba consumiendo del mismo modo que se consume la vida de un hombre con el paso del tiempo—. Mañana cogeré tu camello, Feng. Pesas menos y cabalgarás con Wusun.
—La respiración de la tortuga —dijo Helian Cui. Cogió de paso el puño de Feng y tiró de él hacia abajo.
—¡Cuéntanos, Xiao Helian! —le pidió Olimpiodoro.
—Mientras que en la respiración del pez se utiliza la piel para dejar pasar el aire, en la respiración de la tortuga se emplea el ano.
Los hombres se quedaron helados. En la arena del desierto cayeron tres gotas de tiempo. A continuación, Wusun fue el primero en recuperar la palabra.
—Yo lo de sacar aire por ahí ya lo domino. —Y al decir esto el anciano estalló en una sonora carcajada. Helian Cui lo acompañó y la siguieron aliviados Feng y Olimpiodoro.
Tauro se dio media vuelta. Renunció a presenciar si Wusun pasaría de la palabra al hecho. No tardó en acurrucarse bajo una manta al lado de su camello y hacer compañía a las pulgas. El fuego seguía ardiendo y, después de que los otros se rieran a gusto, el viento le llevó los últimos sonidos del campamento.
El murmullo de Feng penetró en el oído de Tauro. No necesitaba entender lo que decía para saber qué estaba sucediendo en la oscuridad. Sonrió complacido. El joven de Serindia estaba loco de remate por la budista. Ya en el viaje a Loulan se había comportado como si sufriera una gran enfermedad. Desde que Helian Cui se había unido a ellos, Feng construía unas frases torpes, no dejaba de jactarse de su riqueza y sacaba provecho en su propio beneficio de todo lo que les deparaba el viaje. Esa noche esperaba ver sus esfuerzos recompensados.
Tauro aguzó el oído. Los susurros se habían apagado. Por unos segundos reinó el silencio. Entonces escuchó un jadeo. Al principio creyó que Feng había conseguido sus objetivos. Pero cuando siguió un velado gemido de dolor, cambió de opinión.
En ese momento se sumó la voz de Wusun.
—Si lo intentas con uno de mis camellos, Feng, todavía te irá peor.
Justo después solo se oía el ronquido del burro en medio del silencio de la noche.
Cuando Tauro se despertó, lo primero que hizo fue buscar a tientas el bastón. Desde que Helian Cui se lo había devuelto, siempre lo llevaba consigo: sobre las piernas mientras cabalgaba, junto a su lecho mientras descansaba en el campamento. Por las noches, cuando no estaba seguro de si se le acercaría un ladrón o un animal, dormía estrechándose contra el bastón.
Como cada mañana, Tauro abrió el compartimento secreto e inspeccionó los gusanos. Habían cambiado más veces de piel y se habían comido los últimos restos de las hojas. Si no encontraban pronto el hielo, tejerían el capullo y los viajeros no llegarían a Bizancio a tiempo. Sin embargo, la Perla del Bósforo todavía quedaba a meses de distancia.
—Son tan bonitos como la luna —dijo Helian Cui a su lado. Tauro cerró de inmediato el compartimento—. Y como ella deben vivir en una noche interminable —prosiguió—. Qué pena, ¿no crees?
—Yo prefiero que la luna aparezca en el cielo por las noches y que durante el día sea el sol el que brille —respondió Tauro, al tiempo que se levantaba.
A la luz del día observó que la hondonada era más extensa de lo que le había parecido la noche anterior. Hasta donde alcanzaba su vista, los huesos se hallaban esparcidos por el terreno. No sabría decir a qué animales habrían pertenecido tiempo atrás. Ese cráneo sería de un camello, aquellas costillas de un caballo. La visión le recordó el campo de batalla de Aurisio, pero allí eran los huesos de seres humanos los que empalidecían al sol.
—Un lugar de muerte —dijo Helian—, pero el tiempo le confiere poesía.
De improviso una roca se derrumbó en un extremo de la hondonada. Las piedras y el polvo se desplomaron en medio de un estruendo y una nube turbia se elevó hacia el cielo. El ruido todavía no había cesado, pero Tauro ya temía qué era lo que había provocado que la roca se desprendiera.
Corrió hacia la nube de polvo. Estaba casi cegado por esa nebulosa, pero la brisa de la mañana se encargó de empujar tales vapores y, bajo un montón arena, descubrió dos pies. Los agarró y tiró de ellos hasta que salió a la vista la figura inerte de su sobrino.
Helian ya se había arrodillado junto al cuerpo inconsciente y lo revisaba con expresión preocupada. Movió la cabeza.
—Por lo visto ha tenido suerte. Solo le ha caído encima rocalla, ningún bloque de piedra.
Wusun echó agua sobre el rostro de Olimpiodoro y este enseguida abrió los ojos. Intentó decir algo, pero fue en vano. En parte por el polvo que tenía en la garganta y en parte, como sospechaba Tauro, por vergüenza.
—Había un nido de termitas en la roca —confesó al final el bizantino, con voz ronca.
—¿Te juegas la vida por un par de bichos? —inquirió Tauro. Apretaba con tanta fuerza el bastón que por un momento temió romperlo—. ¿Y un zafio así ha de ser pariente mío? ¡Más me valdría ser el tío de un camello! —Pensó por un instante en dar unos cuantos bastonazos a Olimpiodoro, pero luego decidió dejar que su sobrino se las arreglara por su cuenta. ¡Termitas!
Helian Cui ayudó a Olimpiodoro a levantarse.
—¿Qué has dicho de las termitas?
Olimpiodoro tosió. Luego señaló los restos de la roca.
—La pared estaba llena. Eran amarillas y tan grandes como mi pulgar. Nunca había visto algo así. He sacado unas pocas piedras para ver cómo habían construido el nido. Imaginaos: ¡si hubiera encontrado a la reina!
Helian echó un vistazo al derrumbamiento.
—¿Están todas muertas?
—¿Las termitas? ¡Nunca! Pero necesitarán algo de tiempo para volver a construir su palacio.
—¡Mirad! —gritó en ese momento Feng. El joven ser inspeccionaba unos fragmentos de roca y hacía señas a los demás para que se acercasen. Su hábito amarillo ondeaba al viento.
Pero Tauro no tuvo que acercarse. Lo que Feng había descubierto era lo suficientemente grande para verlo desde lejos: los huesos también se habían escondido entre la piedra y la arena. Pero el derrumbamiento los había dejado a la visa.
Sin embargo, contrariamente a los huesos que estaban esparcidos por la hondonada, estos no correspondían a ningún animal que Tauro conociera. Al principio pensó que un elefante de tiempos inmemoriales había quedado sepultado allí. ¿Pero qué elefante tenía unos colmillos del tamaño de un brazo? Gran parte del colosal cráneo todavía estaba oculta entre la tierra y la piedra. Pero incluso así, estaba claro que tiempo atrás unos monstruos, que ni la fantasía de un Homero demente habría podido imaginar, tenían que haber deambulado por ese desierto. Tauro carraspeó y dijo a Feng.
—Te felicito. Has encontrado a la reina de las termitas.
Cuando la vía imperial volvió a darles acogida, el monstruoso cráneo colgaba firmemente amarrado en el flanco de la montura de Tauro.