18
Nong E odiaba Aksu. La ciudad estaba tan deslucida como sus habitantes y obedecía a la ley de ese viaje: cuanto más al oeste viajaba Nong E, más miserables eran las casas que se elevaban entre las inmundicias que se amontonaban a su alrededor. ¡Qué dechado de pobreza debía de ser el hogar de los ladrones de la seda! Nong E volvió a comprobar que la cultura y la delicadeza solo se sentían como en casa cuando estaban en el Imperio del Hijo del Cielo.
Aun así, el monarca de la ciudad oasis de Aksu la había recibido como a una reina. Naturalmente, esto solo se debía a los más de doscientos soldados a caballo que, a esas alturas, formaban su escolta. Aksu también la apoyaría con guerreros, había informado el gobernador de la ciudad. El poder, reflexionaba Nong E, llama al poder, atrae más poder, al igual que el dinero lleva a tener más dinero. Imaginó complacida cómo seguía viajando hacia el oeste y su ejército se iba haciendo más y más grande hasta que el mundo entero se postraba a sus pies.
Pero esas no eran más que quimeras. Todo lo que ella quería eran los gusanos de seda… y vengarse. Apoyada en los cojines de brocado que le habían colocado en las dependencias privadas del gobernador, tendió dos dedos hacia un agrietado cuenco de jade y sacó un pedazo de carne. Tiras de joroba de camello con peras dulces. Los pordioseros de Aksu tal vez tuvieran toscas costumbres, pero su cocina era aceptable. Nong E casi sentía una sensación de bienestar. ¡Si no le doliese tanto el pie!
—¡Sanwatze! —gritó, mientras chupaba la carne grasienta—. ¿Dónde se ha metido el sanador?
La cortina de bolas de madera se dividió en dos tableteando y Sanwatze hizo acto de presencia. Llevar el mando de los guerreros lo había cambiado. Ya no vestía la ropa vieja de Loulan, sino una armadura de cuero negro pulido y acolchada con lana. El audaz sogdiano se había convertido en un orgulloso guerrero.
—El sanador acaba de llegar. Está abajo en la sala hablando con los presos. He considerado que era mejor dejaros acabar de comer primero —dijo Sanwatze, inclinándose.
Qué discreto era. Al piojoso egipcio jamás se le hubiera ocurrido algo así.
—¡Que venga el sanador y métele prisa! Que no se piense que puede tratarme como a una campesina. —Nong E agitó la mano. Poco después oyó pasos en la escalera. La cortina se abrió de nuevo y se precipitó en el interior un anciano contrahecho, pronunciando un torrente de dulces lisonjas. Tenía las extremidades deformes y los ojos entrecerrados.
—¡Mi señora! ¡Gracias por recibirme! —dijo con voz rechinante.
—Yo no soy tu señora. Pero seré tu muerte si no haces bien tu tarea. —El sanador bajó profundamente la cabeza y la miró con ojos centelleantes.
—Ya he visto a menudo la muerte. Pero nunca tan bella como hoy —canturreó.
Nong E se subió el vestido de seda adornado con rombos para dejar los pies a la vista. El izquierdo estaba metido en un zapato de fieltro con cenefas de flores. El derecho, sin embargo, se hallaba envuelto en varias capas de papel. Ya hacía días que estaba hinchado y no cabía en ningún calzado.
Le tendió el pie enfermo al sanador.
—¡Mira! ¡Examínalo!
El anciano se puso de rodillas delante de ella y retiró con cuidado el papel del pie. Este presentaba un aspecto rojo e hinchado.
—Un buen tratamiento —dijo el sanador, cuando vio que el papel estaba escrito—. Estos símbolos ayudan a alejar a los malos espíritus. Buena medicina.
—No lo suficientemente buena —dijo Nong E—. De lo contrario no te habría hecho llamar.
—Por supuesto, por supuesto —se apresuró a decir el sanador mientras pasaba la mano por el pie. Se detuvo en el dedo gordo, puso con cuidado un dedo encima y apretó.
Nong E gritó. Con el pie sano propinó una patada en el hombro del anciano y este cayó.
—¡Tienes que curarme, no hacerme daño! —refunfuñó—. Los dolores ya los tengo yo sin tu ayuda.
—¡Disculpad, noble señora! —dijo el hombre. Nong E estaba segura de percibir cierta arrogancia en algún rincón escondido de su voz.
—Lo haré si me ayudas. ¿Qué me pasa?
—El qi de vuestro cuerpo no puede fluir. Se estanca en vuestro pie y es la causa de la enfermedad. Permitid que os tome el pulso.
Escéptica, le tendió el brazo y él buscó las pulsaciones. Cuando las puntas de sus dedos hubieron encontrado lo que quería, murmuró.
—Tres pulsaciones en la superficie, tres en el centro y tres muy abajo. Están todas ahí, señora, pero hay que estimular las inferiores.
Sin esperar su aprobación, rebuscó en los bolsillos de su túnica y sacó un puñado de agujas. Estaban negras y sin brillo.
Pareció percibir la mirada de la señora de la seda.
—Oh, no, no es suciedad. El hierro se pone negro cuando se purifica con el fuego. Estas agujas ya han ayudado a muchos de mis pacientes. —Dichas estas palabras cogió el talón del pie enfermo y pinchó.
Los gritos que poco después alertaron a Sanwatze y a tres guardias no provenían de Nong E. El anciano sanador llegó hasta ellos dando traspiés y con el rostro cubierto de agujas. Una había perforado el labio inferior.
—Como volváis a traerme a un charlatán como este —gritó Nong E, sujetándose el pie—, haré lo mismo con vuestra virilidad.
Sanwatze se ocupó a toda prisa de que los guardias se llevaran al curandero. Luego se acercó a Nong E y miró preocupado el pie.
—Uno de los presos afirma que puede ayudaros. Es el bizantino, el que responde al nombre de Olimpiodoro. —Nong E resopló desdeñosa.
—¡Qué locura! ¿Te crees que voy a dejar que me curen una herida mis enemigos? ¿Me tomas por boba porque soy mujer?
Sanwatze aguantó la inquisitiva mirada de Nong E.
—Yo no me formo ningún juicio respecto a las ventajas y desventajas de vuestra feminidad. Pero sí de vuestra terquedad. Si no os tratáis pronto, no podremos seguir adelante. Entonces ese condenado Tauro, con los gusanos de seda y la princesa, habrán puesto mucha distancia entre nosotros. No tardará en llegar a los pastos del Gran Kan y yo preferiría atraparlo antes de eso.
Nong E sintió un escalofrío. Sanwatze tenía razón. Sin embargo, ponerse en manos de un enemigo, y encima de un bárbaro, superaba su poder de imaginación.
—El bizantino es un mentiroso. ¿Cómo puede saber él cuál es mi enfermedad?
Sanwatze replicó a la objeción.
—Acaba de enterarse. Cuando llegó el sanador le preguntó qué ocurría. El extranjero discutió con el anciano porque tenían pareceres distintos acerca de la naturaleza de vuestra enfermedad.
Nong E maldijo su pie enfermo. Se pellizcó en el brazo hasta hacerse daño.
—¡Está bien! ¡Que suba! Pero como se burle de mí, le cortas los labios.
Poco después, Olimpiodoro se encontraba en el mismo lugar en el que el anciano deforme había probado su suerte.
—¿Eres versado en la ciencia médica? —preguntó Nong E—. ¿Eres un sanador allí, en el lugar de donde vienes? —Se esforzaba por adoptar un tono enérgico. Pero en él se percibía la esperanza de acabar con el dolor.
—Entre nosotros, los sanadores se llaman «botaniates». Son personas que buscan raíces y hierbas en el campo. Con ellas preparan tinturas y a veces incluso curan a enfermos. Pero yo no soy uno de ellos.
Nong E buscó algún argumento con el que contestar a Olimpiodoro.
—¿Y entonces? —resopló—. ¿Cómo vas a ayudarme?
—Con toda probabilidad os habréis percatado de que el mundo de los insectos es el reino del que extraigo mis conocimientos —respondió Olimpiodoro, y levantó los brazos sosegador cuando Nong E iba a replicarle—. Y creo que lo que os atormenta es un insecto.
—El único insecto que me repugna eres tú. ¿Qué mentira quieres venderme?
—A mí me da igual que me creáis o no. Responsable de vuestros dolores es una pulga, un diminuto parásito que vive en la arena y que se alimenta de la sangre de los animales. O de las personas, sobre todo si van descalzas.
Nong E se agarró a los cojines. Era cierto. Todas las noches se quitaba los zapatos y paseaba un rato por el desierto dejando que la arena caliente le hiciera masaje en las plantas de los pies para relajar sus miembros doloridos tras el viaje a caballo.
—¿Se supone que me ha mordido una pulga? —preguntó.
—El mordisco de una pulga no provocaría tales dolores —respondió Olimpiodoro, señalando el pie hinchado—. Esa pequeña compañera tiene la costumbre de poner los huevos en un lugar caliente y seguro: debajo de las uñas de los pies de los humanos.
Nong E creyó sentir cómo miles de diminutas patitas le hacían cosquillas en la piel.
—¿Huevos? —Fue todo lo que pudo contestar.
—Exacto. —Olimpiodoro de nuevo señaló el pie en cuestión, que había adoptado la forma de una manga repleta de agua—. En ese dedo.
Las lágrimas corrían por las mejillas de Nong E. De señora de la seda a nido de insectos… ¡En qué se había convertido! ¿La castigaban los dioses por haberse reído del egipcio lleno de parásitos? Los dolores del pie eran ridículos al lado de su atormentado corazón. Cuando distinguió la piedad en la mirada de su interlocutor, todavía se asustó más. ¡Mostrar debilidad frente al adversario! Por ello su fallecido esposo la habría encerrado dos noches en las fosas secas de la plantación.
Se secó los ojos y carraspeó.
—¡Quítame los huevos!
Olimpiodoro se encogió de hombros.
—Por desgracia es imposible. —¿Había en sus ojos un destello triunfal?
—¿Qué estás diciendo? Si crees que puedes negarme tu ayuda volveré a enterrarte en la arena. No te equivoques: esta vez las hormigas acabarán su faena.
—Ese tendrá que ser mi destino. Pero el vuestro no es mucho más optimista. Pues para desprenderse de los huevos de las pulgas de arena la única solución es amputar. —Nong E se lo quedó mirando.
—Incluso si quito la uña del pie, no podría confirmar que elimino todos los huevos. Tendría que cauterizar el dedo entero. Pero ya no os serviría para nada. Sería mejor cortarlo.
La dueña de la plantación empezó a sentirse mal.
—Otra posibilidad. Debe haber otra posibilidad. ¡Piensa, bizantino! ¡Tu vida por mi dedo!
Olimpiodoro hizo un chasquido con la lengua.
—Os recomiendo elegir las tenazas. Pero, en efecto, hay otra alternativa. Aunque no es menos dolorosa. Al contrario.
—¡Sanwatze! —gritó Nong E—. Córtale a ese hombre todo lo que consideres superfluo. Hasta que confiese.
El extranjero soltó una risa metálica.
—No será necesario. Debéis saber lo que os ocurrirá si queréis conservar el dedo. Hay un tipo de avispón al que nosotros llamamos avispones gorrión y aquí se conocen como asesinos de yaks. Los nidos de esos animales cuelgan de los techos de cuchitriles y establos, ahí donde hay un poco de humedad. Si uno sabe lo que busca, son fáciles de encontrar.
Nong E asintió impaciente.
—Claro que conozco a los asesinos de los yaks. —Recordaba que un bicho de esos había picado a una de sus hermanas siendo niñas. Se había quedado ciega de un ojo. ¿Le estaba tendiendo el extranjero una trampa?—. ¿Qué es lo que estás tramando hacer con esos monstruos?
—Sus larvas segregan un fluido que se les puede extraer de la boca. Si tengo suficientes ejemplares, podré acabar, mediante ese líquido, con el nido de pulgas. El veneno se introducirá hasta el rincón más remoto de la nidada y aniquilará a vuestros huéspedes. Es un método muy doloroso, pero se salvará el dedo. Por las experiencias que he podido hacer con el elixir de los asesinos de yaks, el pie incluso será más fuerte después del tratamiento que antes.
—¿Cuánto durará?
—Si pudiéramos vaciar uno o dos nidos aquí en Aksu —Olimpiodoro se rascó la barba incipiente—, unos tres o cuatro días.
En ese momento, Nong E tuvo claro lo que el bizantino planeaba.
—¡Imposible! Ya casi hemos atrapado a los nómadas y tus amigos. En tres o cuatro días habrán cruzado el paso y estarán en el territorio del Gran Kan. Atacarlos allí provocaría el estallido de una guerra con los uigures. ¡Piénsate otra cosa!
—Como ya os he sugerido —contestó Olimpiodoro—, lo mejor sería cortar el dedo.
Nong E inspiró aire hasta sentir un zumbido en los oídos. Luego le dijo al bizantino.
—¡Búscame los bichos, haz la medicina y luego cúrame! Te doy dos días.
Olimpiodoro apoyó la barbilla en la mano.
—Solo será posible si encuentro los nidos inmediatamente.
—Aquí tenemos un refrán: bajo el techo, donde el avispón construye su nido, habita la felicidad. —La señora de la seda sonrió irónica—. Así que basta con que busques la felicidad.