15


Salvado por una mujer. Preferiría morirme. —Lo primero que Tauro oyó fue ese graznido de Tuoba. A él se sumó el crujido de la madera, los golpes de los cascos y los relinchos de los caballos. Le daba vueltas la cabeza a uno y otro lado, atizando un penetrante dolor en la nariz. Abrió los ojos y vio el rostro sin vida de Feng. Los párpados del adolescente estaban cerrados, los rasgos hundidos y grises. La muerte lo había transformado en un viejo.

Idiota enamorado…, pensó Tauro. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, lágrimas que tan solo podían proceder del dolor de la nariz. Se acordó de las palabras de su amigo Paladio: «Puede que para nosotros los hombres sea humillante, pero ya es hora de que reconozcamos que el amor nos vence sin necesidad de hacer grandes esfuerzos. O bien mata nuestra mente o bien nuestro cuerpo. O ambos». Tauro tosió.

—¿Estás despierto? —Oyó que le preguntaban.

¡Esa vibración! ¿Por qué no paraba esa vibración? Tauro volvió lentamente la cabeza y vio el rostro de Helian Cui. Y perdió el sentido otra vez.

Cuando volvió de nuevo en sí, vio estrellas. Titilaban en el firmamento nocturno con su brillo frío y, por un momento, creyó estar en su hogar, tendido sobre la terraza de su casa y escuchando la melodía de la ciudad. Pero tras la cortina de la ilusión, no oía el murmullo de las olas ni el ruido que surgía de las tabernas, sino las voces del jefe nómada y de la budista. Pero al menos la vibración había desaparecido.

—No —oyó decir Tauro a Tuoba—, no ha dicho que fueses una princesa. Yo mismo lo he descubierto.

—Sin duda eres un hombre inteligente —contestó Helian Cui.

—Pero debo saberlo con certeza: ¿eres o no la hija del Hijo del Cielo? Si lo eres, le darás una gran alegría a mi padre.

—¿Y si no lo soy?

—Entonces no me ocuparé más de ti y te dejaré aquí. ¿Quién es tu padre?

—Soy hija de Buda —respondió Helian Cui.

Tauro se enderezó. Le quemaba el rostro. Se palpó la nariz. Estaba hinchada y tenía el hueso nasal tan desplazado que se le clavaba en la herida una esquirla. Palpó en busca de los lugares de la fractura. Con una exhalación liberó el órgano de mucosidad y sangre. Luego envolvió la nariz con la palma de la mano, ejerció con prudencia presión sobre el hueso nasal y lo desplazó lentamente en dirección a la punta de la nariz. Con un crujido, el hueso se acomodó.

La cabeza de Tauro ardía en llamas. Todavía no oía con el oído izquierdo. Se palpó, esperando no encontrar la oreja. Pero sí, todavía estaba ahí, pegada y cubierta de costras. Iba recordando lentamente. Lo último que había oído era la voz de Ur-Atum. ¡Ese hijo de chacal!

La voz furiosa de Tuoba penetró ahogada en su oído sano.

—¿Buda? ¿Es que se llama así el emperador? A mí no me llevas de la nariz como si fuera un buey, ¡a ver si te corto la tuya!

Tauro se dio media vuelta. Se encontraba en la superficie de carga de un carro, uno de esos vehículos con que los Dragones Rojos llevaban la seda a los uigures. Pero en lugar de estar acostado sobre esa preciada tela, lo estaba sobre el duro suelo de madera. Alguien se había ocupado de que no ensuciara la costosa mercancía. A su alrededor se elevaban las oscuras crestas de las dunas. En medio llameaba una hoguera, proyectando turbulentas sombras sobre la arena. Helian Cui estaba delante de los nómadas vestida con su túnica blanca. Los hombres de Tuoba ocupaban la pendiente de una duna y miraban, sentados o tendidos, a su cabecilla, que caminaba de arriba abajo delante de la budista. Tenía la cara roja, pero no solo a causa del resplandor de las llamas.

—Es una pena que vosotros, hombres indómitos, no conozcáis a Buda. Era el hombre más sabio que haya existido jamás sobre la Tierra.

—¿Significa eso que tu padre ha muerto? —preguntó Tuoba.

Tauro se enderezó para poder contemplar mejor la escena. ¿Dónde estaban Olimpiodoro y Wusun? ¿Dónde estaban los bastones? Medio ciego, palpó la superficie de carga… en vano. Después descendió con fatiga del carro y se acercó tambaleante a donde se desarrollaba la conversación. Tenía ganas de lanzarse entre los uigures y enseñarles cómo hay que comportarse con una noble. A fin de cuentas, ambos, Tauro y Helian Cui, pertenecían a casas reales, incluso si las cortes estaban en extremos opuestos del mundo, al igual que sus metas, deseos y esperanzas.

—Muerto y a pesar de ello no muerto —contestaba en ese momento Helian Cui—. Buda renacía a menudo y se mostraba ante los seres humanos con aspectos diversos. —Un viento caliente se deslizó entre las dunas y agitó el fuego y las sombras.

—Nadie regresa de la muerte —contestó Tuoba—. Solo los espíritus de los antepasados. —Algunos nómadas se taparon la cara con las dos manos.

—No todo el mundo vuelve encarnado en un ser humano —advirtió Tauro con la voz quebrada. De repente se dio cuenta de que había hablado en griego y repitió las palabras en uigur. Al hacerlo avanzó entre los nómadas que estaban sentados y apartó a un lado a los que se interponían en su camino.

Tuoba vociferó.

—Alguno hasta se reencarna en fantasma silbante con una narizota. ¡Mirad! El que domina el arte de narrar mal las historias se ha despertado. Y ya quiere divertirnos con una muestra más de lo que es capaz.

—¡Asno inservible! —le gritó Helian Cui a Tauro—. Nunca habría soñado al dejar el monasterio que un falso monje me utilizaría con los bárbaros como moneda de cambio.

El rostro de la budista resplandecía. Pero pese a su excitación, respiraba con tranquilidad, y Tauro se acordó de lo que había mencionado sobre la respiración incontrolada y la duración de la vida.

—Xiao Helian, estos hombres representan para nosotros la única posibilidad de cruzar los Veinticuatro Reinos. Nunca planeé entregarte a los nómadas, de verdad.

—Pues mira qué bien te ha salido, Tauro de Bizancio —siseó ella.

Tuoba lanzó una sonora carcajada.

—Al parecer, la mujer está muy satisfecha por la ayuda que le has prestado. Pero volvamos a mi pregunta: ¿es o no es la hija del emperador? Y no me vengas otra vez con el Buda ese. A nosotros, los uigures, no nos gustan las historias de fantasmas. Y en absoluto las de las noches en el desierto.

—¿Ni siquiera si os cuento que Buda se reencarnó en un caballo? —preguntó Tauro.

—Es cierto —dijo Helian—. Pero ¿cómo es que conoces tú esa historia?

Él le guiñó el ojo.

—A lo mejor es que he llevado el hábito de tu orden el tiempo suficiente para que mi mente se haya empapado de sabiduría.

—¿Reencarnado en un caballo? —El rostro de Tuoba reflejaba incredulidad. Miró vacilante a sus hombres—. ¿Qué tontería es esta, otra vez? —Y al cabo de un rato, añadió—: ¿Se reencarnó en un poni?

—Ni mucho menos —contestó Tauro—. Pero sí en uno de los más grandes y rápidos caballos del mundo. O al menos eso dice la leyenda.

Tuoba intentó burlarse de Tauro. Pero entretanto uno de los nómadas gritó:

—¿Cuáles son los caballos más grandes del mundo?

—Los vuestros seguro que no lo son —respondió el bizantino—. Pero —prosiguió antes de que Tuoba tomara la palabra— sé dónde pacen y puedo mostrárselo a tu padre, el Gran Kan.

El jefe nómada escupió en la arena.

—Pacen justo ahí donde mi padre pone el pie. Y dentro de poco será en tu espalda.

—O en tu trasero —replicó Tauro sin perder la calma.

Algunos nómadas desenvainaron su puñal.

—Atrévete otra vez a ofender a los hijos de las estepas y te degüello como a un cerdo —refunfuñó Tuoba, al tiempo que alzaba los puños.

Tauro señaló un montón de mantas y cojines que yacían junto al carro.

—No me cansaré de decirlo: sois unos cabeza huecas. Demasiado necios para daros cuenta de vuestras propias limitaciones. ¿Habéis revisado ya vuestro botín?

El bizantino se acercó al montón y le dio una patada. Una silla de montar en camello rodó al suelo y una manta de lana voló a la arena.

—¿Qué es esto? ¿Objetos robados? Mi botín tiene tetas y esta noche dormirá conmigo.

Tauro se acercó al equipaje esparcido por el suelo y sacó ante la mirada curiosa de Tuoba una de las mantas. Envolvía de forma descuidada el imponente cráneo que habían desenterrado del nido de las termitas hacía unos días. Sostuvo en equilibrio el cráneo a la luz de la hoguera. Cuando lo dejó caer sobre la arena, esta se levantó describiendo remolinos en el aire. El de Bizancio creyó por unos instantes que desde las cuencas vacías algo lo estaba mirando.

—¡Este es vuestro botín! Una calavera como testigo de vuestra ignorancia.

—¿Qué significa ignorancia? —preguntó uno de los nómadas. Tuoba intervino tras este.

—No es más que un hueso —dijo el cabecilla de los nómadas, aunque miraba pensativo el fósil.

—En mi país, salimos en busca de ejemplares vivos de estos caballos —contestó Tauro.

Entre los uigures se elevó un murmullo. Algunos se levantaron y se acercaron al cráneo.

El jefe nómada soltó una carcajada.

—¡Imposible! En ningún lugar del mundo existen caballos con esos dientes y menos aún que sean de ese tamaño.

—Al parecer conoces el universo entero, nómada —terció entonces Helian Cui—. Pero este conocimiento no parece haberte hecho más inteligente.

—Si no me crees —terció Tauro—, deja que te cuente una historia al respecto. —Nunca había deseado tanto tener a Wusun junto a él como en ese momento. El anciano seguro que habría sabido tejer una leyenda tan vívida en torno a ese decrépito hueso que habría dejado pasmados a los nómadas. Pero Wusun no estaba ahí.

—¿Dónde están los demás? —susurró Tauro a Helian Cui.

—Los han abandonado por el camino. —Tauro se estremeció ante la mirada llena de preocupación de la budista—. Enterrados hasta el cuello para que se los coman las hormigas. Me ha costado mucho que me dejaran llevarte con nosotros y lo he conseguido convenciéndoles de que eres emisario de mi padre. Pero no he podido hacer nada por tus compañeros. Lo siento. Lo he intentado.

El de Bizancio asintió. Se imaginaba cómo se había burlado Tuoba de Wusun por el cuento sobre el oro de las hormigas. Olimpiodoro, por el contrario, se habría interesado en un principio por esa experiencia de ser devorado por hormigas, hasta verse acosado por el calor y la sed. Lo mismo daba, esa misión se había convertido en un embalse en el que desembocaban todas las desgracias, y eso en medio del desierto.

—Los caballos de mi patria no pueden compararse a ningún otro animal —empezó a relatar. Al mismo tiempo, intentaba imitar los gestos con que Wusun había fascinado a sus oyentes ante la puerta de Korla—. Porque son tan solo mitad caballos, el resto desciende de los dragones. —Deslizó la mirada por su auditorio. Los nómadas lo miraban perplejos.

—Nacen en el agua y llevan a sus jinetes por el cielo, pues saben volar —fantaseaba Tauro. Los uigures, sin embargo, no reaccionaban. ¡Por el lago de fuego! ¿Con qué iba a impresionar a esa gente si no era con caballos voladores?

—Son como vuestros animales, Tauro —le susurró Helian Cui—. Intuyen cuándo se los intenta manipular.

—Pero Wusun… —respondió—. Eso con él sí funcionaba.

—¿Estás seguro de que se inventaba algo?

Tauro la miró. Carraspeó, levantó el cráneo del suelo y lo sostuvo en alto.

—Estos animales proceden de tiempos pretéritos. Ignoro cuál es su edad, pero es posible que sus antepasados presenciaran el principio del mundo. Una época en la que… —Iba a mencionar a Dios, pero dudó. ¿A qué dios veneraban los nómadas?—. Todavía no existían los seres humanos, sino únicamente tierra, luz y pastos infinitos.

—Y mujeres —gritó alguien. Los otros repitieron la palabra. Por lo visto no consideraban que las mujeres fuesen seres humanos.

—Esos animales —Tauro agitó un poco el cráneo, de modo que su sombra temblase sobre la arena— eran enormes. Más grandes que Goliat, mucho más grandes que vuestra mayor yurta.

—¿Quién es Goliat? —preguntó uno de los nómadas.

—¿Más grande que el palacio del Gran Kan? —inquirió otro.

La pregunta sorprendió a Tauro. Él había pensado que el Gran Kan vivía en una tienda como las tribus a las que gobernaba, en una suntuosa tienda, pero no en una casa firme.

—No tan grande —respondió cauteloso—. Pero lo suficientemente alta como para que fuese extraño que no pasasen por la puerta de entrada.

Algunos nómadas cuchichearon entre sí.

—Quien emprendiera una guerra a lomos de uno de esos animales dejaría petrificados del susto, tan solo ante la visión de esa montura, a sus contrincantes.

Helian Cui le dio un golpe en el costado.

—Sin exagerar —susurró.

—Quien cabalgara en su grupa por la estepa habría podido ver el panorama de horizonte a horizonte, tender la mano hacia los halcones en vuelo y besar la frente del viento que desciende de las cumbres cubiertas de nieve.

En ese momento, algunos de los uigures se levantaron de un salto y soltaron exclamaciones.

—¿Y pretendes hacernos creer que esos animales todavía existen? —Tuoba había cruzado los brazos delante del pecho.

—Pues sí… Sus descendientes, en cualquier caso, sí.

—No te creo. ¿Dónde se supone que pacen? Conocemos todos los pastos, desde las crestas rocosas del Siue-chan hasta el Gobi Negro.

—Muy lejos de aquí, en el suroeste, hay un imperio que se hace llamar Persia. Dice la leyenda que el rey de Persia cría a los mejores caballos del mundo. Y que aquellas especies que él mismo no puede criar, las roba de pastos ajenos.

—Por ello debería ser estrangulado con la placenta de una oveja —gritó uno de los uigures.

Tuoba asintió.

—Y a ti te pasará algo todavía peor si lo que quieres es embaucarnos, cuentista.

Tauro no hizo caso de la amenaza. Dejó el cráneo en el suelo.

—Yo sé dónde está ese reino.

—¿Y dónde se supone que es? —preguntó el nómada.

—Si queréis os llevo hasta allí. Pero solo en la cabeza de vuestro ejército, como jefe superior del ejército del Gran Kan.

Wusun habría estado orgulloso de él. La historia sobre la región de Persia rebosante de caballos, la fábula del renacimiento de dragones prehistóricos sobre los que cabalgar y la perspectiva de invadir un imperio que prometía más botines que los Veinticuatro Reinos juntos habían fascinado a los nómadas. Incluso cuando Tauro exigió a cambio la seguridad de Helian Cui, Tuoba accedió. Sin embargo, este se enfadó cuando el bizantino le pidió desandar el camino para desenterrar a sus compañeros de la arena.

Que tuviera cuidado el de Bizancio, no fuera a ser que acabara enterrado en la arena como sus compañeros. Había una ley en las estepas al respecto que los uigures cantaban en sus yurtas: cabalga hasta alcanzar el horizonte y nunca mires atrás.

—Y menos aún —añadió Tuoba—, si crecen en la arena dos horribles cabezas.

—Los uigures no hacen presos —explicó Helian Cui. Se sentó en la arena junto a Tauro y se apoyó contra la cabeza del gigante—. Porque no tienen mazmorras. Aquellos a quienes derrotan, o mueren, si son hombres, o sufren la esclavitud, si son mujeres. —Se sacudió la arena del cabello, que ya le había crecido—. Tú, en cambio, has tenido suerte. Al igual que Wusun y Olimpiodoro.

Lentamente, Tauro se arrancó los últimos jirones de hábito con que se cubría. Desde los acontecimientos ocurridos frente a las puertas de Korla vestía como un harapiento. Había llegado el momento de abjurar del budismo, o al menos de sus hábitos.

—¿Suerte? —preguntó Tauro mientras se envolvía las caderas con los restos de tela para cubrir el sexo y evitar al menos allí la omnipresente arena.

Helian Cui lo observaba con atención.

—Os podrían haber degollado a todos.

—Pero Wusun y Olimpiodoro…

—Al menos todavía están vivos. Morir en la arena significa sufrir una lenta agonía. Durante ese tiempo puede haber pasado una caravana y haberlos encontrado y liberado. Acuérdate: están cerca de la vía imperial.

—No me basta —respondió Tauro—. Iré a buscarlos.

—¿Vas a cruzar el desierto a pie?

—Antes de dejar a mis compañeros en la estacada, prefiero el suicidio.

—Es muy honorable y digno del hermano de un emperador. Pero Wusun me ha contado que también querías por todos los medios cumplir la promesa que le habías hecho a Feng. —Señaló el carro—. Y mira a dónde te ha llevado eso.

—Lo siento por Feng. Pero debo salvar a los compañeros que todavía me quedan —contestó Tauro—. Cuando los nómadas estén durmiendo, habrá llegado el momento. Acercas a Danzarín sin hacer ruido para que los guardias no se den cuenta.

Helian negó con la cabeza.

—Eres más testarudo que mi burro, incluso más testarudo que todo un monasterio de mujeres. El desierto te devorará. Sin Wusun ni siquiera sabes leer en las estrellas para orientarte. Tampoco tienes ni idea de por dónde has de empezar a buscar. Y, ni mucho menos, de cómo encontrar manantiales. ¿Quieres acabar como este? —Golpeó el cráneo del animal.

—Si tú no me ayudas a marcharme de aquí lo intentaré solo. Regresaré lo antes posible. ¡Palabra de honor! ¡Por el lago de fuego que arde con azufre!

Ella enmudeció por unos instantes. A Tauro le pareció que trataba de descubrir en sus ojos una chispa de sensatez. Pero era una búsqueda inútil. Wusun y Olimpiodoro sufriendo… ¿Cómo iba a cruzarse él de brazos y esperar que las cosas fueran bien?

—¡Por favor, ayúdame, Xiao Helian! —dijo.

Ella asintió.

—De acuerdo. Pero hasta que no llegue el momento debemos ocuparnos del cuerpo de Feng. Yo ya me he preocupado de que su cadáver no esté tirado en las puertas de Korla. He prometido a los nómadas que lo enterraríamos en cuanto despertaras. Si no lo hacemos, lo abandonarán aquí.

Como era de esperar, a Tuoba le daba igual si el muerto descansaba debajo o encima de la arena. Lo principal era que desapareciera antes de que el hedor atrajera a animales salvajes, dijo el nómada. Tauro y Helian le pidieron que les permitiera encontrar un lugar adecuado para cavar una tumba. Tuoba consintió, pero mandó que los cachearan a los dos. Incluso cachearon al inerte Feng.

Tauro comprendió que el cabecilla solo dejaría sin vigilancia a sus huéspedes si estaba seguro de que no llevaban agua. No habría vínculo que los uniera con más fuerza a los nómadas que la sed. En los oídos del bizantino resonó la advertencia de Helian Cui. Viajar por esas tierras sin agua y sin guía solo beneficiaba a los pájaros carroñeros.

Lentamente, Tauro y Helian Cui se internaron en el desierto y en la noche. El de Bizancio llevaba en brazos el cuerpo sin vida de Feng; Helian, algunas cortezas de troncos de los uigures con las que iban a cavar una tumba. La cabeza del muerto descansaba sobre el hombro del bizantino y, por un momento, este creyó que el muchacho dormía. Pero el frío que irradiaba el cadáver superaba incluso el frío del desierto nocturno. Tauro sacudió la cabeza, no entendía el comportamiento suicida de Feng… ni tampoco el suyo. Nunca se había preocupado tanto por un compañero a quien la muerte había sorprendido en el campo de batalla.

Un poco más adelante una hilera de unas treinta piedras negras se dibujó contra el cielo nocturno estrellado. Como soldados antes de la batalla se erigían sobre la cresta de una duna.

—¿Qué es esto? —preguntó Tauro, señalando con la barbilla las siluetas.

—Un monumento de los uigures —respondió Helian—. En todos los lugares donde han ganado una batalla, ponen una piedra por cada enemigo caído. Lo que ves ahí es el orgullo de los nómadas convertido en piedra.

Tauro asintió en silencio. Si esa tierra salvaje podía ofrecer una sepultura a Feng, era en esa duna.

La luna había recorrido la mitad de su órbita cuando Tauro y Helian Cui depositaron el cuerpo sin vida en la fosa recién cavada. La arena no dejaba de caer en el hoyo, al bizantino le parecía como si el desierto estuviera impaciente por acoger a Feng.

Helian lloraba. Tauro apartó un recuerdo de su mente: un nicho en Bizancio que había sido excavado en la toba subterránea. Dentro, envueltos en un lienzo, yacían los cuerpos de una mujer y un niño.

—¿Qué ocurre con el viento? —preguntó—. ¿No son dunas errantes? ¿Qué sucederá cuando avance la arena?

Pero Helian movió la cabeza y no contestó. Era un momento destinado al silencio y Tauro renunció a seguir hablando.

Puesto que no llevaban ningún objeto que hubiera podido acompañar a Feng en su viaje al próximo mundo, la budista propuso que dejaran sus pensamientos en la sepultura. A Tauro, esta idea le pareció la cosa más natural del mundo. Con los ojos cerrados se concentró en dejarle al muerto un montón de buenos deseos y al final añadió también un pequeño reproche.

Cerrar la fosa no requirió de demasiado esfuerzo y, una vez más, el bizantino tuvo la sensación de que el paisaje asimilaba con avidez el cuerpo sin vida. Se estremeció. Ya al resbalar duna abajo, echó de menos la compañía de Feng. Por un momento sintió como si abandonara a un amigo en plena naturaleza virgen.

—¿Qué ocurrirá ahora con él? —inquirió.

—El desierto tiene sus propios recursos —contestó Helian Cui—. El calor seco resecará su cuerpo pero lo conservará. Si sus dioses lo permiten, todavía estará aquí dentro de cien años.

—¿Como momia?

—¿Es así como llamas un cuerpo que se ha secado? Sí, se convertirá en una momia. Quien lo encuentre un día, podrá incluso distinguir sus rasgos.

—Pero nadie sabrá quién era realmente —añadió Tauro, y Helian Cui asintió.

—Es esto lo que se pierde con la muerte —señaló ella—. Nuestros cuerpos solo son recipientes intercambiables. Nuestros espíritus, en cambio… —No concluyó la frase.

—Voy a lavarme ahora —dijo Helian de repente—. Si te molesta, puedes apartar la vista o colocarte detrás de la siguiente duna. Pero Buda exige la purificación después del ritual funerario. —Dicho esto, se inclinó, cogió el borde inferior de su túnica blanca y se la sacó por la cabeza. El hábito revoloteó hasta la arena y se quedó allí como la piel abandonada de un gusano de seda.

Tauro se la quedó mirando. No le hubiera sorprendido que a la budista le salieran alas de la espalda. Bajo la túnica llevaba unas cintas anchas y claras de seda que cubrían sus pechos y el sexo. También estas cayeron al suelo. Sin prestar atención a Tauro, ella se arrodilló, recogió arena y se la frotó contra la piel. A la luz plateada de la luna, el de Bizancio distinguía cómo los granitos se precipitaban en cascadas por las extremidades de la mujer. Intentó ignorar el cuerpo juvenil. Pero la luna esculpía la silueta de Helian como haría un viejo maestro con un cincel de luz.

—¿Es un ritual del monasterio? —preguntó.

Helian levantó la vista hacia él.

—La arena lava el cuerpo tan bien como el agua. —Tenía los ojos anegados en lágrimas—. «Aprende a ver el mundo en un grano de arena», repetía la superiora de mi monasterio, «y aprenderás a sostener la eternidad en la palma de tu mano y a sentir el infinito en una hora».

—Parece una reflexión sabia —dijo Tauro. Se arrodilló junto a ella y empezó también a tomarse su tiempo lavando los poros de la piel. Los granitos de arena le rascaban mientras él se frotaba con energía y en su interior se preguntaba en qué momento de ese viaje había perdido su insensibilidad.

Las manos de Helian le frotaron la espalda. En ese roce se unían la suavidad y la fuerza. Él quería corresponder a ese contacto, pero sus movimientos eran torpes. ¡Qué abundancia de sensaciones podía transmitirle Helian Cui! ¿Cuántas percibiría ella? Cuando la penetró, Helian ya no intentó controlar su respiración.

Dos nómadas estaban junto al fuego contemplando las llamas, cuando los dos regresaron.

El de Bizancio cogía de la mano a la budista.

—La noche todavía es larga. Si quiero ir a buscar a Wusun y Olimpiodoro, debo marcharme —le susurró.

—La oscuridad te devorará. Temo por ti.

¿Era cierto que ninguna otra persona le había dicho antes algo así? ¡Tonterías! No se habría convertido en un romántico idiota como Feng, ¿verdad?

—¿Os enseñan a ser miedosas en el monasterio? Cuando te vi luchar no me di cuenta —dijo él.

Ella soltó su mano y se dirigió a hurtadillas al lugar donde las monturas estaban atadas y con ellas también Danzarín.

Tauro la siguió mirando, vio flotar la túnica blanca como una nube en la oscuridad y se pasó la mano por la piel de los hombros moldeados, donde ella se había agarrado a él. Luego se dio media vuelta. Había llegado el momento de buscar los bastones y ponerse algo de ropa. En caso de que la búsqueda de Wusun y Olimpiodoro se prolongara, el sol le quemaría la piel si no la protegía.

Tauro se acercó al carro en el que había descansado junto al cadáver de Feng y algunos metros de seda. Podría hacer una túnica con la tela. ¡Menudo derroche! Esa seda era más costosa que cualquier cosa que Bizancio hubiera visto y él iba a hacer allí un agujero para pasar la cabeza por él, como si esa fuera la ropa de trabajo de un mendigo.

La superficie de carga del carro crujió bajo su peso. ¡Con tal de no alertar a los nómadas! Pero procedente de la hoguera resonó el leve murmullo de los hombres de Tuoba. Abrió uno de los fardos de seda, hizo con los dientes un agujero en la tela y lo ensanchó con los dedos. El ruido de la tela al desgarrarse pareció sacudir todo el desierto, pero los nómadas permanecieron impasibles. Cuando la abertura fue lo suficientemente grande, Tauro pasó la cabeza por ella. La tela se ciñó fría a su cuerpo y le recordó la sensación producida por el roce de las manos de Helian en su piel. Acarició lentamente la seda.

Algo rodeó su tórax y le comprimió los brazos. Tauro quería darse la vuelta pero ya estaba en el suelo y un uigur se había sentado sobre sus piernas. Un golpe en la nariz rota impidió que luchara por liberarse. Lo ataron y lo sujetaron al eje de la rueda del carro.

Apareció Tuoba y, junto a él, Helian Cui.

—¿Y ahora qué dices, bizantino? Tú salvas a una princesa de los nómadas y, a cambio, ella te entrega a tus enemigos. ¿Crees que voy a dejarte ir ahora que me has prometido los caballos más grandes del mundo?