Conclusión


Es cierto que había espías al servicio del emperador de Bizancio. El erudito bizantino Procopio (c. 500 - c. 562 d. C.) los menciona en sus historias. Según él, dos hombres disfrazados de monjes llevaron el secreto de la fabricación de la seda a la corte bizantina. Además, consiguieron transportar clandestinamente huevos de gusanos de seda al Bósforo. La identidad de esos hombres no ha pasado a la posteridad. En cambio, sí se conoce que a partir de ese acontecimiento, el mismo Bizancio fabricó seda, lo que posibilitó que aumentara su riqueza y consolidara su poder. Un resultado con efecto duradero: la «Perla del Bósforo» dominó parte del mundo entonces conocido durante novecientos años más.

Por supuesto, en el siglo VI nadie, ya fuera chino, bizantino o persa, conocía el concepto de «ruta de la seda». La expresión existe desde el siglo XIX. Su invención se atribuye al explorador alemán Ferdinand Freiherr de Richthofen. De ahí que en la presente novela los ladrones de la seda viajen por la «vía imperial».

Puede que el nombre haya cambiado, pero la ruta sigue siendo hoy en día la misma. En realidad habría que hablar de «rutas», pues no se trata de un tramo que una dos puntos, sino de una red de caminos de enormes dimensiones entre el mar de China y el Bósforo. El hecho de que la importancia de esta vía comercial, tiempo atrás tan importante, y sus caravanas haya disminuido se debe a los modernos medios de transporte. Pero todavía es posible encontrar las huellas que incontables patas de camellos han dejado en la piedra.

Otros indicios yacen bajo la arena desde hace mucho tiempo. A principios del siglo XIX los exploradores emprendieron muchas expediciones por la cuenca del Tarim. Quien recorre en la actualidad esta región solo encuentra restos de los lugares entonces documentados. También han desaparecido muchos sitios que en la novela juegan un papel importante, sobre todo Loulan y el lago Lop. Sobre la antigua ciudad han crecido dunas. Hoy en día se realizan allí unas excavaciones. Las aguas, tiempo atrás el lago salado sin desagüe más grande de la Tierra, se han secado. En su cuenca se halla hoy en día una planta de abono potásico.

En el siglo VI, toda Asia experimentó una transformación determinante. El budismo, procedente de India, se extendió hacia el norte y hacia el este. Contribuyeron a este hecho los emperadores de la dinastía Liang, quienes fueron los primeros monarcas del Imperio del Medio que hicieron profesión de fe al budismo. Esta religión fue adquiriendo de forma progresiva mayor relevancia, hasta formar parte de las «tres doctrinas», junto con el taoísmo y el confucianismo. Según el parecer de los chinos, las tres se complementan. La segunda de las dos estatuas de Buda en el valle de Bamiyán se acabó en realidad en la época en que se desarrolla la novela. Esas dos enormes figuras atrajeron durante 1.500 años la presencia de peregrinos, hasta que los explosivos colocados por grupos radicales talibanes las destruyeron en marzo de 2001. En la actualidad, la Unesco y el gobierno afgano trabajan para prevenir que los nichos, ahora vacíos, no se desmoronen. Todavía no se ha confirmado si se reconstruirán las estatuas de los budas.

Otro monumento histórico de la novela es de carácter cristiano: la Hagia Sophia. El edificio alberga hoy en día una mezquita. No obstante, Santa Sofía se construyó como iglesia cristiana después de que un terremoto derribase el edificio anterior. La estructura de la nueva iglesia se concluyó en el año 537. No ha quedado constancia de cuándo exactamente se colocaron la cúpula y los suelos de mármol. A favor de la trama de la novela me he permitido la licencia de demorar unos quince años la inauguración de la iglesia. Y eso que Hagia Sophia ya tiene, literalmente, una historia movida.

Lo mismo puede aplicarse a Bizancio y, sobre todo, a los nombres de la famosa ciudad a orillas del Bósforo. Fundada como Byzantion, desde que el emperador romano Constantino I el Grande la eligió en el siglo IV d. C. como capital, llevó el nombre de Constantinopla. En la época en que se sitúa la novela, se introdujo en el imperio una vuelta a lo griego que llevó a recuperar el nombre de Byzantion. Con él se denominaba tanto la ciudad como el imperio. Esta tendencia prosiguió más tarde. Unos cincuenta años después de la muerte de Justiniano, el emperador Heraclio grecizó el imperio también oficialmente: la lengua de la administración fue el griego en lugar del latín y los nombres de los dioses griegos relevaron a los romanos. Cuando los otomanos conquistaron la ciudad a orillas del Bósforo en 1453, esta adquirió el nombre por el que todavía se la conoce ahora: Estambul.

La presente novela ha intentado dar cierta unidad a ese descontrol de nombres. Para no tener que ir alternando constantemente Bizancio y Constantinopla, se propuso utilizar el nombre de Bizancio tanto para la ciudad como para el imperio, un procedimiento habitual hoy en día en la investigación. Algún que otro viajero en el tiempo se extrañará de no encontrar «Constantinopla». Sin embargo, estoy seguro de que en «Bizancio» se sentirá tan como en casa como Tauro y Olimpiodoro.