19
¿O es que tú no me has manejado a mí igual que como quien tira de un buey por su nariz?
Tauro ignoraba cuántas veces había dirigido inútilmente la palabra a Helian Cui. Pero poco a poco se le iban agotando las ideas para apaciguar la cólera de la joven. Desde que los nómadas le habían enrollado una cuerda en el tobillo izquierdo y la habían atado a un carro, era como si también hubiesen encadenado la lengua de Helian.
—De todos modos has encontrado los escritos. —Tauro señaló el montón de rollos de piel que yacían entre dos fardos de seda sobre el carro. Hasta el momento, la budista no se había dignado mirarlos ni una sola vez—. ¿No quieres ni siquiera comprobar si son los correctos?
Pero no había nada que lograra que la princesa prestara atención a su hallazgo o a su compañero.
Enfurruñado, Tauro decidió no volver a pronunciar palabra. Sería más fácil vencer las montañas del Tian Shan que el orgullo de Helian Cui. Ante ellos se alzaban en la niebla las escarpadas cumbres, gigantes de piedra de un gris azulado con sus tocados blancos. Las Montañas de las Crines de Caballo, llamaban los uigures a ese macizo montañoso.
Detrás de ellas, según había contado Tuoba a Tauro, encontrarían el campamento del Gran Kan junto a la orilla de un enorme lago, el Isyk-Kul. Allí era donde se instalaba el monarca durante los meses de otoño, no solo a causa de los grasientos pastos, sino también porque el Isyk-Kul conservaba el calor incluso en las noches más frías y nunca se congelaba en invierno. El jefe de los nómadas había contado con una sonrisa lo mucho que su padre amaba meterse en esas cálidas olas y bañar su cuerpo enfermo de gota y fatigado por la vida a lomos de una montura. A veces, explicó Tuoba, el Gran Kan regresaba rejuvenecido del lago y cubría a todas sus mujeres en una sola noche.
—Para la princesa tomará un baño especialmente largo —había añadido el nómada antes de desaparecer riendo para colocarse al frente de la expedición.
Esta emprendió el ascenso hacia el desfiladero. Tauro no dejaba de admirar las crestas afiladas, las vertiginosas laderas y las angostas gargantas. Se lo señaló a Helian Cui. Pero ella callaba y mantenía la mirada clavada en sus pies.
La situación no cambió durante los días que siguieron. Cuanto más alto subían y más se acercaban a los glaciares, más frío hacía. Los campos de nieve brillaban al sol. A esas solitarias cumbres trepaban los uriales y en la soledad de los pastos altos pacían los yaks. En una ocasión, Tauro observó en la lejanía cómo unos lobos hambrientos atacaban a una manada de onagros. Esa noche, Tuoba reforzó la vigilancia de los animales y ordenó que ardieran las hogueras hasta que saliera el sol. Danzarín gritó de miedo hasta la mañana.
Tras cinco días en las montañas habían llegado a la altura del desfiladero. La vista dejó a Tauro sin respiración, e incluso Helian Cui olvidó por un rato su enfado y se enderezó junto a él para poder admirar el panorama.
Al oeste, el agua bajaba bramando por una pared de piedra, se acumulaba en una concavidad y se precipitaba como un torrente a las profundidades. Diez mil pies más abajo, el arroyo crecía formando un río y serpenteaba como una cinta plateada por la verde llanura.
Tauro deslizó la mirada por el paisaje y descubrió un lago, un ojo azul noche en medio del verdor. Allí los aguardaba el campamento de invierno del Gran Kan y a Helian Cui también la esperaba la celebración de su boda… si Tauro no era lo suficientemente hábil a la hora de tirar sus dados.
Ya a la mañana siguiente el carro avanzaba por la hierba, tan alta y dura que cosquilleaba las barrigas de los yaks. En esa ladera de la montaña, los prados que flanqueaban el camino estaban poblados de caballos, ovejas, vacas y camellos. Era una tierra tan fértil que a Tauro le pareció que el desierto que hacía tan poco acababan de cruzar no era más que un lejanísimo sueño.
Algo más abajo, las tiendas de fieltro blanco salpicaban la llanura verde, eran tantas como flores brotan en primavera. Cinco mujeres salieron a caballo al encuentro del grupo de Tuoba y hablaron brevemente con este. A Tauro le resultó imposible entender lo que decían, pero se fijó en que las amazonas llevaban arcos cortos. Entre los uigures, como ya había oído decir en Bizancio, las mujeres cabalgaban junto a sus hombres para luchar y para cazar.
Las cinco amazonas tenían la misión de dar la bienvenida a los recién llegados y de acompañarlos hasta el Gran Kan. A medida que el grupo se aproximaba a la orilla del lago, más apiñadas se veían las tiendas de fieltro. Reinaba en el campamento una atmósfera alegre. El bizantino vio por todas partes a los nómadas esquilando ovejas. La lana formaba pilas tan altas que a nadie le molestaba que el viento la deshilachara o que se llevara un par de copos para jugar con ellos. Flotaba por el aire como nieve y se posaba sobre el cabello o la ropa de quienes pasaban.
Tauro observó cómo Helian Cui retiraba los copos de su ropa y se frotaba con ellos las mejillas. El hecho de que los nómadas comprasen seda a los seres, pese a tener lana en abundancia, le advirtió que era mejor no mencionar a los gusanos que llevaba en el bastón de peregrino.
Cuando la comitiva se acercó a la orilla del lago, vio un edificio de ladrillos de adobe con revoque blanco que resaltaba contra las nubes bajas. Era el único edificio fijo, sin duda la residencia de invierno del Gran Kan. En la fachada ondeaban banderines de colores, la puerta estaba flanqueada por unos puestos de guardia y una calle empedrada conducía hasta la entrada. Sobre la cubierta del palacio había una tienda. Como todas las demás tiendas era de fieltro blanco, aunque incomparablemente más grande. Sobre su vértice flameaba una bandera impulsada por un viento desatado que soplaba desde el Isyk-Kul.
—Me juego la flota del emperador de Bizancio por un camello bactriano a que el Gran Kan vive ahí arriba —dijo Tauro, mientras buscaba con su mirada en la cubierta del palacio la confirmación de sus palabras.
—Mi libertad por tu barba a que solo apuestas cuando estás seguro de ganar —dijo Helian Cui.
El de Bizancio no había contado con que fuera a contestarle y la miró sorprendido.
—¿No es así? —preguntó ella cortante y respondiendo a su mirada—. Tú no corres ningún riesgo si puedes evitarlo.
Él asintió con expresión seria.
—Me alegro de que por fin lo hayas entendido.
En cuanto los uigures llegaron delante el palacio del Gran Kan, saltaron de sus ponis, solicitaron ayuda y se apresuraron a descargar los fardos de seda.
Tuoba cortó las ataduras de Helian con un alfanje.
—Ya no hay razón para escapar, beldad. Has llegado al paraíso.
—Vuestro paraíso precisa de una limpieza urgente —resopló desdeñosa Helian—. Con fuego —añadió. Pero obedeció al gesto del nómada y entró en el palacio detrás de él.
El de Bizancio se colocó a toda prisa el cráneo animal bajo el brazo, cogió el bastón de bambú y siguió a Tuoba y Helian Cui a la morada de uno de los hombres más poderosos de Asia.
El palacio los recibió con un agradable frescor. El olor de humus se mezclaba con el de hierbas y mirto. En unos recipientes con arena se consumían unas varas de incienso, que mostraban a los visitantes que el Gran Kan disfrutaba de un tiempo infinito.
Tauro iba a tener razón: subieron un laberinto de escaleras y escalas para llegar en presencia del Gran Kan. Cuando salieron a la cubierta, el viento sopló con fuerza un instante entre los cabellos de Tauro.
Desde ahí arriba, el mundo parecía no tener límites: al este se elevaban las montañas por las que habían descendido; al sur y al oeste se extendía la llanura verde; al norte, sin embargo, el horizonte le pertenecía al lago. Las aguas del Isyk-Kul semejaban un pañuelo de seda azul a la luz del atardecer y Tauro creyó escuchar que lo llamaban. Un baño, pensó. ¿Cuánto hacía que ningún agua envolvía su cuerpo? Luego se acordó de la forma de lavarse de Helian y el recuerdo del olor del cuerpo de la mujer lo invadió. Tosió y desvió su atención hacia la tienda que se erigía ante ellos.
—La Gran Yegua —señaló con un deje de orgullo Tuoba—. La tienda de mi padre.
Era tan grande que habría superado el domus de Tauro en Bizancio. En la parte delantera se abría una rendija en el pesado tejido de fieltro: la entrada estaba custodiada por dos fornidos nómadas. Por lo visto, no preveían que su monarca corriera algún peligro pues jugaban sentados en el suelo lanzando como dados unos huesecillos de carnero.
El acceso era tan estrecho que Tauro, Helian Cui y Tuoba tuvieron que entrar en fila. El interior de la tienda estaba iluminado por antorchas cuyo humo se acumulaba bajo los incontables rincones en lo alto de la carpa y desde allí se desvanecía en el aire nocturno por las pequeñas ranuras. A ambos lados estaban sentados cincuenta hombres con las piernas cruzadas. Habían peinado su largo cabello en unas trenzas que colgaban sobre sus túnicas de seda bordada. Todos llevaban puñales en el cinto y a su lado reposaban unos arcos cortos con adornos de plata. Un profundo silencio se extendió ante la presencia de los recién llegados. Solo una triste música de flauta se desplegaba por la tienda.
Tauro no conocía las costumbres de esos salvajes jinetes, así que optó por atenerse a la verdad y presentarse como enviado de la corte del emperador de Bizancio, el señor del mundo, del Sol y de la Luna. Sin dignarse a mirar por segunda vez a los sedentes, avanzó entre los nómadas junto a Helian y Tuoba hasta llegar al extremo posterior de la tienda. Allí se encontraba un solo hombre sobre una tarima, flanqueado por dos caballos de una belleza tal como nunca antes había visto el bizantino. Eran sementales altos y fuertes, con lomos largos, crines sedosas y cascos oscuros, como cincelados en obsidiana. El pelaje brillaba como el oro, y de oro eran sus arneses provistos de adornos damasquinados. ¿Cómo habrían llegado esos animales a la cubierta del edificio?
—El Gran Kan de los uigures os da la bienvenida —dijo el monarca con voz quebrada. En el suelo, junto a la tarima, se sentaba una niña de unos diez años tocando ensimismada una flauta de madera. Tauro buscó en vano una especie de trono sobre el que el Kan pudiera sentarse. Sin embargo, exceptuando los caballos, la tarima estaba vacía. El Gran Kan de los pueblos túrquicos parecía preferir permanecer de pie por encima de sus súbditos.
Tauro asintió discretamente. Son como caballos que se levantan sobre las patas traseras para mostrar su superioridad, pensó.
Observó al monarca. Así que ese era el temido guerrero, el que enseñaba al emperador de Serindia lo que era el miedo, el señor de millones de caballos: un anciano. Tenía largo el cabello blanco, pero no se lo había trenzado, sino que lo llevaba suelto, cubriéndole la espalda. En la frente lucía una cinta verde. La túnica, también de color verde, era de seda y los cortes laterales dejaban a la vista unas botas altas de cuero. De un cinturón ancho de jade y oro colgaba un alfanje adornado de gemas. El Gran Kan irradiaba la nobleza de un elefante.
Pero el elefante, como percibió Tauro, estaba enfermo.
Tuoba se hincó de rodillas ante su soberano y se quedó mirando las puntas de las botas de este. El de Bizancio permaneció en pie. Desde atrás, una mano se posó en su hombro e intentó forzarlo a arrodillarse. Él cogió los dedos y los apretó, brevemente pero con fuerza. La mano desapareció.
—Rokshan, Gran Kan de nuestras tiendas, padre de los cien mil cascos —dijo Tuoba—. Perdóname y déjame que mate a este animal que se ha arrastrado hasta tu tienda para ofenderte.
El Gran Kan puso con suavidad una mano sobre la cabeza de Tuoba.
—Nadie derrama sangre en mi tienda. Aquí solo fluyen la leche hervida de las yeguas y las historias que traen de lugares lejanos los audaces guerreros. Háblame, hijo mío, de las tierras allende las montañas y cuéntame a quién traes a mi morada. —Tuoba siguió hablando exclusivamente a las botas del monarca. Le contó el viaje, las provechosas negociaciones con los seres y el cierre anual del comercio de ponis. Enumeró cuántos carros cargados de seda le había llevado y le comunicó que lo seres habían huido como ratas cuando él los había amenazado con una guerra.
Pasado un rato, el Gran Kan lo interrumpió.
—Estas son historias para el administrador del campamento. Yo quiero saber cuál es el caso de este hombre y —señaló a Helian Cui, que se mantenía en un segundo plano— su acompañante.
—Ella es mi regalo para vos, padre. Helian Cui es una princesa, hija del emperador de Serindia.
El murmullo que se escuchaba al fondo enmudeció. Las palabras de Tuoba flotaban en el aire como unos hermosos frutos y nadie osaba recogerlos. A continuación, el Gran Kan abrió la boca, descubrió dos hileras de dientes blancos como perlas y soltó un sonido atronador. Tauro se estremeció. Entonces se dio cuenta de que Rokshan estaba riendo.
—¿La hija del emperador? —preguntó el Kan—. ¿Dónde se supone que la has encontrado? —Llamó con un gesto a Helian Cui—. ¡Acércate, muchacha, deja que te veamos!
Pero la persona solicitada seguía en el fondo. Tuoba se levantó y tiró de Helian hacia delante. Monarca y princesa se miraron.
De repente, el tiempo se detuvo para Tauro. En ese momento entendió que estaba a punto de perder a Helian para siempre. Simultáneamente, sin embargo, había alcanzado una meta, concluido una etapa. Entrar en la tienda del Gran Kan todavía no era la salvación de Bizancio, pero significaba que él aún estaba vivo tras dejar la cuenca del Tarim. Y todavía tenía en su poder los gusanos de seda. Su puño se cerró con más fuerza en torno al bastón de bambú. Si bien no estaban todos los gusanos, sí los suficientes para coronar con éxito su misión.
—Tuoba se equivoca —dijo Tauro—. No es la hija del Hijo del Cielo. —Cogió la mano de Helian—. Sino mi novia.
El Gran Kan no apartó la vista de los ojos de Helian cuando preguntó.
—¿Dice el extranjero la verdad?
—Miente —se apresuró a responder Tuoba—. Se me ha ofrecido como acompañante para traerte a la princesa Helian Cui, padre.
—¡Calla! —lo interrumpió Rokshan—. He preguntado a la mujer.
Helian se soltó de la mano de Tauro.
—Lo que dice Tuoba es cierto. Soy Helian Cui, hija de su majestad celestial, el emperador, guía y monarca del Imperio del Medio. Estos hombres me han traído aquí en contra de mi voluntad. Y vos me dejaréis marchar ahora porque yo tengo un cometido que cumplir para mi país.
Tauro oyó la risa de los cortesanos y el resoplido desdeñoso de Tuoba. Sintió el vacío en su mano. Luego vio que el Gran Kan todavía seguía mirando a Helian Cui. Sus ojos, rodeados de profundas arrugas, resplandecían.
—El fruto del Hijo del Cielo cae en mi prado, ¿y yo no voy a poder saborearlo?
—Si mi cuerpo es el precio que he de pagar para que me dejéis ir, pagaré —contestó Helian Cui.
Al bizantino se le puso la piel de gallina. Pero entonces advirtió que una sombra pasaba por el rostro del Kan. Rokshan se dio media vuelta, con paso pesado se acercó a uno de sus caballos e, inmerso en sus pensamientos, le acarició el flanco.
—Tu cuerpo es una chuchería carente de valor que yo tomo cuando quiero. Pero el miedo de mi mayor rival, tu padre, a perder a su hija es más valioso que todas las mujeres del mundo. Incluso más valioso que la seda de tu pueblo. ¿Puedes pagar también un precio por ello?
—Yo sí puedo —dijo el de Bizancio.
—¿Quién es este? —preguntó el Gran Kan a Tuoba.
Pero antes de que el nómada respondiera, el mismo Tauro habló.
—Soy Tauro de Bizancio, enviado y hermano del único y auténtico emperador del mundo.
El Kan resolló divertido.
—La novia procede del palacio de un emperador, el novio de la casa de otro. De ahí saldría una poderosa alianza. ¡Si ella accediera!
La risa irónica de los uigures llenó la tienda.
—Basta. —Rokshan paseaba arriba y abajo sobre la tarima, las manos cruzadas a la espalda. Había algo peculiar en la forma en que movía las piernas—. ¿Qué precio quieres pagar por la hija de la Rata del Cielo? —preguntó, dirigiéndose a Tauro.
Tauro dejó sobre la tarima el cráneo que había llevado bajo el brazo.
—Esta es mi oferta.
El Kan arqueó una ceja.
—Un hueso viejo a cambio de una hermosa joven. Tauro de donde quiera que seas, pariente del emperador que sea, infravaloras mis necesidades.
—En absoluto. —Tauro lanzó el cráneo con el pie al Gran Kan.
El monarca de los uigures lo esquivó con un movimiento rápido. Su rostro se contrajo de dolor. Pero solo por un instante, enseguida recuperó el control.
—Esta es la cabeza de un caballo —explicó Tauro—. Es antiquísima. Yo conozco un país en el sur, no lejos de aquí, donde se crían los descendientes de este animal. Son más altos y más fuertes que todos los caballos de los uigures.
—Lo que dice es cierto —terció Tuoba.
—¡Payaso! —le dijo el Gran Kan—. ¿Cómo lo sabes?
—¡Mira qué cabeza tan enorme! Un animal vivo de este tamaño… —Tuoba gesticuló en el aire buscando las palabras— hasta podría eclipsar a tus más hermosos caballos.
—¡Eclipsar a mis caballos! —Rokshan fulminó al nómada con la mirada—. ¡Qué tonterías dices! —Señaló a algunos hombres de su comitiva—. Vosotros tres. ¡Tirad a este pajarraco de la cubierta y comprobad si vuela!
Los uigures sacaron a Tuoba de la tienda. Sus protestas todavía se dejaron oír un rato en la sala. Luego imperó el silencio y los tres cortesanos volvieron.
—Y ahora tu turno, temerario novio. Cuéntame por qué habría de dar credibilidad a tu fantasía. ¿Qué puede saber un extranjero como tú sobre los caballos de los uigures?
—Más de lo que sospechas, Gran Kan —respondió serenamente Tauro—. Vuestros caballos de Fergana son famosos desde hace miles de años. Un hombre de mi pueblo, llamado Herodoto, ya escribió leyendas sobre ellos. Nosotros conservamos sus conocimientos, por eso sé perfectamente de qué estoy hablando.
—¡Bah! —El Kan hizo un gesto de desprecio con la mano—. ¡Habladurías! Dime en qué se caracteriza un tarpán, entonces tal vez llegue a creerte.
—El tarpán tiene una cabeza alargada y una crin peculiar. En verano está tiesa, pero en invierno crece, al igual que el pelaje, para soportar el crudo frío de la estepa.
Tauro carraspeó mientras recordaba el texto de los Nueve libros de historia escrito por Herodoto.
—En verano, el nómada escoge un caballo con la piel más delgada, que en los meses anteriores no se haya montado con frecuencia, pues cuando hace demasiado calor, un caballo al que se le ha exigido poco cargará mejor con su jinete que otro cuyas fuerzas ya flaquean.
—¿Y en invierno?
—El mejor poni para el inverno tiene la piel grasa, el pelo largo y un vientre redondo. Sus patas crecen rectas como las cañas de los cañizales y son igual de flexibles.
Rokshan asintió pensativo y acarició la frente de uno de los corceles.
—A lo mejor sí sabes de qué estás hablando, extranjero. ¿Te desenvuelves también en el arte de sanar? ¿Qué hierbas das a un poni que ha bebido de un manantial demasiado frío?
Tauro aprovechó la oportunidad de hacerle un guiño al Kan.
—Si el animal tiene dolor, le doy artemisa, hinojo y huesos de albaricoque. Esto le quitará los dolores, permitirá que vuelva a correr sin problemas y aumentará su fertilidad.
La mano de Rokshan se detuvo por un instante sobre la cabeza de su caballo y confirmó a Tauro que había elegido el camino adecuado. En efecto, el Gran Kan se volvió y, sin hacer caso del de Bizancio, se dirigió a los miembros de su séquito.
—Este hombre podría estar diciendo la verdad. La mujer o un reino lleno de caballos. ¿Qué decisión he de tomar? Vosotros sois mis consejeros, ¡aconsejadme, pues!
Uno de los hombres que estaban sentados en la parte delantera se levantó, llevaba una túnica de seda azul bajo la cual asomaba una armadura de piel pulida. Tenía la cara redonda y los dedos de la mano, que levantaba en ese momento, eran cortos y romos.
—Con la princesa tenemos una garantía frente al emperador. Él nunca se atreverá a atacarnos mientras una de sus hijas esté en nuestro poder. Para mí esto es más importante que los caballos. —Miró a su alrededor. Después de haber recibido la señal de aprobación de los demás, volvió a sentarse y cruzó los brazos delante del pecho.
—¿Hay alguien que tenga otro parecer? —preguntó Rokshan. Golpeó con fuerza al caballo en el flanco hasta que el animal resolló. Nadie dijo nada—. Está bien. Entonces escuchad lo que os digo. Vuestra opinión es digna de un ser, pero no de un uigur. No entendéis nada. ¡Nada en absoluto!
El silencio se abatió sobre los hombres. La música de la flauta enmudeció y la voz del Kan retumbó como cien cascos a través de la tienda.
—¿Así que debemos armarnos contra un ataque de la Rata del Cielo? ¿Debemos aguardar a que llegue el enemigo y esperar que nuestra defensa sea lo suficientemente adecuada? ¿Y qué tipo de defensa debe ser esa? ¿Lo son mil guerreros a lomos de caballos que hemos criado nosotros mismos? ¿Esperan brillantes lanzas y espadas al enemigo que se atreva a poner el pie en nuestros pastos? ¡No! Queréis poner como escudo a una mujer y esconderos debajo de su falda y suponer que es la hija del emperador. ¿Sabéis lo que me estáis diciendo con esto? Que habéis estado sentados demasiado tiempo en mi tienda en lugar de aumentar la fama de vuestro Gran Kan, en lugar de cabalgar alegremente por él hasta que os sangre el trasero. Que de un pueblo de guerreros de mirada penetrante os habéis convertido en un rebaño de pastores con mirada de oveja. Os lo advierto: cabalgaremos hacia el sur con el arma en la mano. Recordaremos quiénes somos y quiénes queremos ser. Al diablo todos aquellos que prefieren morir en los brazos de una mujer que perder la vida en la punta de una lanza. ¡Que se vayan al diablo! Arrancó la flauta de la mano de la intérprete y la arrojó a los reunidos.
En Bizancio, todos los implicados habrían encogido la cabeza, por miedo a quedarse sin ella, ante una reacción así del emperador. Entre los nómadas, sin embargo, las cabezas parecían valer menos que tener la oportunidad de expresarse libremente.
Otro hombre del séquito de Rokshan se levantó, tenía los puños cerrados y la cara enrojecida.
—Gran Kan, emprender una campaña en una tierra desconocida es una insensatez. ¿Deseas realmente confiar en la palabra de un extraño y cabalgar hacia lo desconocido por un par de caballos? Yo digo: ¡mata al mentiroso extranjero y cubre a la princesa! ¡Haz de ella tu khatun!
Rokshan replicó:
—¿No crees que esos caballos existan, pero sí que esta mujer es una princesa?
El uigur que había hablado el primero volvió a tomar la palabra.
—Si es hija de un emperador, será especialmente fértil y por fin te regalará un descendiente. Reflexiona, Rokshan: si mueres sin heredero en una batalla, nuestro reino se repartirá entre indignos y nuestros enemigos se abalanzarán sobre ellos como una bandada de cuervos sobre el cadáver de un caballo.
Tauro observaba cómo el semblante belicoso del Gran Kan se cerraba. Su mirada, que antes había clavado en sus adversarios como una lanza, estaba ahora concentrada en las puntas de sus botas.
El de Bizancio carraspeó.
—Un buen argumento. Pero tiene un punto débil. Pues mujeres y princesas fértiles las hay en muchos países. Caballos enormes, sin embargo, solo se encuentran en Persia.
El Gran Kan miró a Tauro con ojos ardientes:
—¡Afilad vuestras cuchillas, llamad a vuestros más fuertes hijos! Nos vamos hacia el sur.