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El oráculo auguró desgracia. Rodeadas de una horda de marineros semidesnudos, doce gallinas negras rascaban las tablas del Poseidonia. Las cabezas de las aves se ladeaban con atención en todas direcciones. Tan solo ignoraban con el desdén propio de unas princesas ptolemaicas las migajas de pan que les habían echado.

La tripulación guardaba un silencio digno de una nave funeraria. Ninguno de los marineros se frotaba la piel curtida, tampoco hacía crujir los nudillos ni rechinaba los dientes. Todas las miradas estaban posadas en las gallinas, que, pese a ello, no se dejaban intimidar. Ufanas y tranquilas, pasaban por encima de la abundante comida esparcida sin picotear ni una sola miga.

Un hombre flaco, con la cabeza casi rapada, se apartó de la borda de la embarcación y rompió el círculo del oráculo y el del silencio. Tenía el rostro pálido como la espuma cuando se dirigió a gritos a la tripulación para que encerraran de una vez a las malditas gallinas en las jaulas. Pero nadie se movió para obedecer la orden.

En lugar de ello, un tipo robusto y de mirada penetrante se adelantó y cogió al flaco del brazo.

—Capitán, la desgracia ha caído sobre nuestra nave. No debemos zarpar. —Señaló a las aves—. Las gallinas hablan el idioma de los dioses. Si levamos el ancla, la mar se volverá contra nosotros. Unas olas negras nos devorarán y escupirán nuestros cuerpos sin vida a la playa.

El capitán se desprendió de la mano del marinero.

—¡Silencio, remero! ¿Acaso crees que ignoro lo que significa que las gallinas rechacen la comida? Si yo tuviera el mando dejaría el barco anclado hasta la fiesta de Isis, aunque me costara un brazo.

»¡Huyamos! Ese Tauro ya encontrará otro barco para su funesta travesía a Oriente. ¡Mira a tu alrededor! El puerto está lleno de marinos que llevarían a los correos de Bizancio hasta el fin del mundo por tan solo medio sólido.

—Pero no hasta el Hades. —Una voz grave, procedente de la pasarela del barco, resonó por encima de las cabezas de la tripulación como si descendiera del Olimpo.

Apareció un hombre vestido con los intensos colores azul y rojo de los emisarios bizantinos, de los enviados del emperador. Si bien las rayas de la túnica que le caía hasta la pantorrilla apuntaban a su procedencia imperial, el chaleco era de origen persa. Debía de andar por la cuarentena. Su barba adornada con anillos, larga y negra, resplandecía tanto bajo el efecto del aceite de oliva como el largo cabello que embellecía la cabeza de ese esbelto varón. Sin embargo, lo que más fundamentalmente lo destacaba de los hombres del puerto era la cinta de color negro que llevaba en la frente y de la que colgaban unos flecos: un mandili como el que solían lucir los cretenses.

—¡Tauro! —El capitán inclinó la cabeza—. Subid al barco. El Poseidonia está a vuestra disposición.

—¿De qué me sirve un barco sin tripulación, trierarca? Tan poco como una casa sin esclavos, ¿no es cierto?

Los marineros, que por fin volvían a reaccionar, traspasaron a Tauro con la mirada. Crujieron los nudillos e hicieron rechinar los dientes corroídos por el aire salino como barcos hundidos en un banco de arena.

El capitán se pasó la mano por la cabeza casi calva y miró de reojo a sus hombres.

—No una casa, sino un palacio será para vos el Poseidonia. ¿Quién necesita esclavos si tiene príncipes a su servicio? Por favor, subid a bordo, Tauro.

Este señaló a las aves con un dedo ensortijado.

—Lo que vosotros llamáis palacio es un gallinero. ¿Tendré que incubar huevos durante el viaje?

—Es el oráculo de nuestro barco. Las gallinas rechazan la comida. Eso anuncia infortunio. Es el motivo de que la tripulación esté tan nerviosa.

—¿Un oráculo con gallinas? Bien, si los animales no quieren comer y eso representa un problema, yo mismo os ayudaré. —El bizantino subió a bordo de un salto y con dedos ágiles cogió una apática gallina. El ave protestó con un cacareo—. ¿Se os ha ocurrido pensar que vuestras gallinas no comen porque tienen sed? —Sin esperar respuesta, arrojó a la dársena la gallina, que describió un elevado arco en el aire.

La tripulación se precipitó a estribor, algunos vociferando de rabia, otros gritando órdenes a la gallina, que se ahogaba rápidamente. Pero el desesperado animal ni las entendía ni las obedecía, agitaba enloquecido las alas, facilitando así que el agua penetrase aún más deprisa entre su plumaje.

Cuando uno de los remeros saltó por la borda para salvar al animal, ya era demasiado tarde. El ave se había ahogado. Colgaba de la mano del hombre como un alga negra.

—¡Y ahora a los remos, redentores de gallinas! —La voz de Tauro se alzó por encima de la furiosa tripulación—. De lo contrario, lo que queda de corral también acabará nadando. ¡Y vosotros igual! Vale más que os preparéis con vuestras gallinas un oráculo de sopa para no volver a distraer a los enviados del emperador de sus importantes negociaciones. ¡Por el lago de fuego que arde con azufre! ¿Dónde se ha metido mi compañero? —Con un gesto de desprecio, Tauro se sacudió una pluma de gallina del hombro.

Unas maldiciones en egipcio resonaron desde el muelle, donde el remero acababa de salir del agua. Las gotas que caían del cuero se mezclaban con las lágrimas que se deslizaban por su rostro cuando volvió a subir al barco. En sus manos yacía marchito el cadáver de la gallina ahogada que tendió a Tauro.

—Esta gallina —empezó a decir— la traje yo mismo de Delfos cuando todavía no era más que un polluelo. Ella, al igual que sus hermanas, era una de las favoritas de la mismísima pitonisa del oráculo de Delfos. Ante mis propios ojos bendijo la vidente a esos animales siguiendo la voluntad de Apolo, el hijo de Osiris. A una gallina así no se la arroja sin más por la borda. —Las últimas palabras recordaban al gruñido de un perro.

El de Bizancio se volvió pausadamente hacia el egipcio.

—Una tragedia. Pero tus problemas acaban de empezar.

Unas pequeñas olas mecían la embarcación con un golpeteo.

Tauro miró adusto al remero.

—Hace más de ciento cincuenta años que el emperador Teodosio silenció el oráculo de Delfos. Ya había oído decir que allí siguen conservándose en secreto los antiguos ritos. Si es verdad que has estado en Delfos y que has participado en el culto a los ídolos, has violado las leyes y debes ser castigado, y con mayor severidad que tus diabólicas gallinas. Porque ellas al menos no son tan cretinas como para confesar un crimen al hermano del emperador sin un interrogatorio previo. ¡Y ahora, al trabajo, antes de que llame a la guardia del puerto!

El egipcio dejó caer la mano con el cadáver de la gallina. Dudó un momento y después lanzó el fardo de nuevo a la dársena.

—¡Mirad! —exclamó en ese momento el capitán—. Las gallinas están comiendo. Los dioses serán benignos con nosotros.

En efecto, las aves estaban picoteando en la cubierta. Pero lo que desaparecía entre sus picos no era la comida que les habían echado los marineros. Comían gusanos y babosas que se retorcían entre las tablas del barco. Una de las gallinas sostuvo triunfal en el pico un grueso limaco y se alejó de allí con el botín para poder engullirlo sin que la molestaran. Extasiada con su presa, casi tropezó contra las piernas de un hombre que asomaba en la cubierta de popa. La indumentaria del recién llegado era tan lujosa y señorial como la de Tauro. Adornaba su cabeza un cabello claro y fino, su figura juvenil daba muestras de estar bien nutrida y de disfrutar de una vida que nadaba en la abundancia. En ese momento tiraba a la cubierta el último gusano que quedaba en un cubo de madera.

Tauro palmeó con energía la espalda del capitán.

—¿Los dioses, trierarca? Si los dioses os envían como ayuda a mi sobrino Lázaro Julio Olimpiodoro, deben ser demonios.

Poco después, el Poseidonia surcaba el mar de fondo del Caspio. Los golpes de remo se transferían al casco del barco y hacían vibrar la madera. Un viento cálido procedente de Oriente soplaba contra los hombres y los hacía sudar al tiempo que impedía izar las velas. Con el único impulso de la fuerza muscular de los cincuenta remeros, el dromon emprendía rumbo hacia Asia.

Los dos enviados de Bizancio se situaron en la proa, donde la roda dividía las olas. Tauro se había envuelto la cabeza con un pañuelo de seda para proteger el cabello que con tanto esmero cuidaba. La tela mostraba los grifos bizantinos, un ornamento que inspiraba terror por doquier y con el que el bizantino imponía respeto. Salvo en aquel lugar. Una docena de gaviotas voló sobre la cubierta como si se mofase de la imagen de esos míticos congéneres pintados en la tela.

Tauro examinó las aves con una mirada llena de rencor.

—Tierra de bárbaros —dijo—. Hasta las gaviotas son aquí más salvajes y necias. Ojalá estuviéramos de nuevo en la ciudad imperial. —Entrecerró los ojos. El horizonte era una nítida línea entre el azul profundo del mar y el azul solo algo más claro del cielo. Suspiró.

—Para ser precisos —apuntó su compañero—, nos encontramos en un territorio que depende de Bizancio. Es en la otra costa donde comienza el país extranjero. Por ese motivo el mismo emperador es señor de este pequeño mar y —añadió levantando la vista— de ahí que también lo sea de estas gaviotas. —Olimpiodoro se envolvía el cuerpo con los brazos para evitar que el viento le arrancase la ropa. Se le habían puesto las manos rojas, como si hubiesen permanecido demasiado tiempo en agua caliente.

—¡Señor de las gaviotas! —Tauro hizo una mueca con los labios—. Cuando volvamos a estar en Bizancio, podrás poner este título a los pies de mi hermano. Por el lago de fuego, estoy convencido de que lo encontrará sumamente original.

Olimpiodoro soltó una risotada que a Tauro le recordó el sonido de las escudillas de hojalata. En los treinta y un años que hacía que conocía a su sobrino, había visto estremecerse a muchos hombres ante este sonido. Incluso a él se le erizaban los pelos de los fuertes brazos cuando Olimpiodoro reía. Si los escarabajos supiesen reír, lo harían de ese modo, pensó Tauro.

—A lo mejor saben —exclamó en voz alta. Su sobrino le dirigió una mirada de interrogación, pero Tauro meneó la cabeza—. ¿Qué has maquinado para que las gallinas se pusieran a comer? —preguntó—. Nunca había visto unas gallinas comiendo babosas. Estaban insaciables como leones.

—Si el hambre no basta para disfrutar de un ágape, es obligado que intervenga el cocinero. Eché las babosas y gusanos que esperaban en los cubos su final en un anzuelo de pesca. Un factor, dos resultados. —Olimpiodoro alzó el mismo número de dedos al aire—. Primero, la comida salada parece haber gustado a nuestras invitadas con plumas. En todo caso, más que el pan duro que el egipcio les había repartido. A lo mejor lo había robado de la tumba de un faraón. Segundo, las gallinas morirán de todos modos a causa del condimento, pues la sal, en tales cantidades, es puro veneno para un cerebro de gallina. Hazme caso, amigo mío, las gallinas negras de este barco pronto bajarán por el oscuro río del Averno.

Tauro esperaba que la profecía no se cumpliese hasta que hubiesen llegado de nuevo a tierra y estuvieran fuera del alcance de los marineros. Pero lo que contaba era que ese puñado de supersticiosos ignorantes se hubiese echado a la mar. Y eso gracias al ingenio de su sobrino.

—Si me hicieras el favor de prestar atención y no confundirme durante el viaje con una de tus babosas… —dijo, mientras las gaviotas seguían chillando en lo alto.

—De todos modos, no recorreremos el camino de Serindia a mayor velocidad que la de un reptil —advirtió Olimpiodoro—. ¡La ruta del norte! Territorio ignoto sin vía de caravanas, un trayecto sin puestos comerciales, pero rebosante de salvajes muertos de hambre que matarían a su madre por el pañuelo que llevas en la cabeza. ¡Ojalá hubieras escogido la ruta del sur! Pronto veríamos la cuenca del Tarim y una caravana nos llevaría hacia Oriente.

Tauro dejó que el viento se encargara de responder a su compañero. Ya habían discutido sobre el plan con demasiada frecuencia.

El emperador, todo el reino, necesitaba la seda de Serindia, el país de los seres. Hacía siglos que el preciado hilo recorría desde ese legendario país oriental las viejas rutas comerciales hacia Occidente. Varios miles de camellos, muchos cientos de barcos y un ejército de comerciantes transportaban los fardos de seda hasta el Bósforo. Allí, el ansia por esa tela brillante era insaciable. Tanto hombres como mujeres se cubrían con tal costoso tejido, las paredes de las casas patricias se hallaban decoradas con cintas de seda y esta incluso era objeto de codicia del pueblo llano, pues el valor de los fardos dictaba los precios en todo el reino, incluso los del pan y la leche. El emperador Justiniano había hecho forrar de seda hasta el último rincón de su palacio para acariciar con ella sus pies.

El anhelo de Bizancio por la seda no era ajeno a otros pueblos. Alanos, gépidos, ostrogodos, vándalos, lombardos y egipcios suspiraban por ese género que llamaban «vello de ángel» o «cabello de los dioses». Pero solo Bizancio podía suministrarla. La seda era la sangre que corría por las venas del Imperio y que mantenía con vida al coloso del Bósforo.

Pero ahora ese corazón había dejado de latir. Para llegar desde su fuente, en el país de Serindia, hasta Bizancio, los preciados fardos tenían que viajar a través de tierras hostiles. Una de ellas era Persia, un imperio enorme gobernado por un borracho. El rey Cosroes era impredecible, enemigo implacable de Justiniano y un belicoso por tradición: sus antecesores habían sembrado el miedo y el horror en el Mediterráneo durante miles de años.

Ocho meses antes, cuando había vuelto a estallar el conflicto entre Persia y Bizancio, Cosroes había mandado cerrar todas las vías comerciales. En lugar de ordenar a sus ejércitos que arremetieran contra el enemigo, se limitó a quitarles sus medios de subsistencia. Sin seda, Bizancio no era más que un mendigo que necesitaba vivir de las limosnas de Persia. Pero Justiniano no estaba dispuesto a besarle los pies a su rival.

La seda tenía que llegar hasta allí, no iban a humillar al Imperio del Bósforo, el único heredero legítimo de Roma, convirtiéndolo en un pobre vasallo de los persas. Pero como el flujo de mercancías procedente de Oriente se dispersaba en las fronteras persas, a Bizancio no le quedaba otro remedio, tenían que producir la seda. La única pregunta era cómo.

Hacía siglos que los artesanos de la capital dominaban el arte de tejer delicadas telas con los hilos de seda. Asimismo, los maestros del gremio conseguían teñir ese género tan bien como sus modelos de los países orientales. Sin embargo, nunca habían logrado producir o al menos confeccionar las hebras.

No era que Bizancio hubiese renunciado a seguir experimentando. Un regimiento de estudiosos, artesanos y sacerdotes había intentado descubrir el misterio de la seda. En sus gabinetes y laboratorios había ocurrido como en los de aquellos locos que desde tiempos inmemoriales trataban de hacer oro: rebaños de ovejas lanares, plantas de procedencias exóticas y un tropel de esclavos habían desaparecido en ese intento. Al final, los sabios habían acabado con las manos vacías y pretextos injustificados. Cuando Justiniano puso punto final, los experimentos habían costado a las arcas del Imperio un cuarto de los ingresos fiscales y la cabeza a varios eruditos. Sin embargo, seguía sin haber nadie capaz de producir la seda.

Pero Justiniano no arrojó la toalla. Rastreó en las ciudades portuarias de Asia Menor en busca de viajeros que conocieran el país de los seres, todo en vano. Ninguna de las caravanas comerciales cubría el trayecto completo entre Serindia y Bizancio. Antes al contrario, la enorme ruta que unía Asia con Europa era como una cuerda formada por cientos de pedazos cortos anudados. Un mercader solo recorría una pequeña parte de esa cuerda, cargaba sus camellos de mercancía en un punto para descargarla un trecho después y darse media vuelta. Casi nadie que fuera originario de Serindia había visto la costa del Mediterráneo. Ni tampoco se hallaba en Tiro, Merv o Damasco un viajero que conociera las estepas del país de los seres, ni qué decir de esas secretas cuevas en las que, según la leyenda, los seres obtenían la seda.

No fue ningún viajero sino un antiguo escrito el que al final volvió a encender la luz de la esperanza en Bizancio. Cuando la desesperación y la cólera de Justiniano habían alcanzado su punto culminante, llegó a la corte bizantina una comitiva de Egipto. Los egipcios depositaron a los pies del emperador un frágil papiro. Como todo el mundo en Europa y África, los regentes del Nilo también conocían la obsesión del emperador bizantino por descubrir el secreto de la seda. Esa fue la razón por la que en lugar de llevarle un cargamento de damasco, perlas y mantos de fénec, le entregaron un modesto y casi deslucido manuscrito. Según la comitiva egipcia, el texto tenía quinientos años y procedía de la pluma del famoso naturalista romano Plinio. El papiro se había conservado tan solo gracias al clima desértico de Egipto.

El hecho de que de ese modo los egipcios se autoproclamasen de forma bastante insolente los custodios por naturaleza del conocimiento antiguo le importaba poco a Justiniano. Este nada más tenía ojos para el escrito de Plinio, que, salvando un abismo de medio milenio, prometía susurrarle al oído el secreto de la seda.

Pero Plinio resultó ser un pícaro. Tal como revelaba el texto, su autor nunca había estado en Oriente y no conocía ni Serindia ni a los maestros de la producción de la seda. El romano no mencionaba de dónde brotaba la fuente de su conocimiento. Tanto podía tratarse de la crónica de un viajero como de la fantasía de un veterano ebrio, de la canción burlona de un niño o del gusto por la fábula de una hetaira en el lecho de amor. Y pese a ello, Justiniano no tuvo otro remedio que dar crédito a esas antiguas palabras.

La seda, según Plinio, crecía en los árboles. La madera y las hojas de estos eran de color blanco, de ahí que el nombre de ese vegetal excepcional fuese el de «medusa espumosa». Las medusas debían su color a una especie de lana que crecía en ellas. Los habitantes de Serindia rociaban los árboles con agua tres veces al año y con un peine extraían de ellos los hilos mojados. De esa cosecha se hacía la seda, concluía Plinio en su informe.

Eso era todo.

Los sabios de la corte imperial se retiraban a estudiar y se reunían en las salas de conferencias, los soldados se desplegaban y llevaban a Bizancio retoños de todos los rincones del Imperio. Justiniano vació el barrio arameo de la ciudad para plantar árboles allí. Quien ignorase las razones de todo aquel trasiego habría calificado de loco al emperador. En el senado, sus rivales políticos saltaban de alegría. Empezaron a circular nombres como «ordeñador de árboles» o «emperador de las raíces». Agradecidos, los oradores recurrían a ese tema y desde las tribunas lanzaban improperios en los que aludían a «la podrida madera del Imperio» y las «ramas cortadas de viejo monarca». También se encontraron en el reino de las plantas comparaciones diversas con la capacidad para procrear del emperador.

Abonado con la burla, en medio de la capital creció un bosque tan poblado de sabios como un monte lo está de animales monteses. Sin embargo, la medusa espumosa no apareció.

Las arcas del Imperio se vaciaban a ojos vistas, la presión del senado crecía. «¡Guerra!», clamaban los senadores, y su demanda resonaba cada vez más fuerte desde el edificio del senado en el Augustaion. El eco se multiplicaba por mil en los mercados y en los insulae, los edificios de viviendas de alquiler de la ciudad. Pero Justiniano hacía oídos sordos. Enfrentarse contra Persia sin disponer de dinero estaba condenado al fracaso.

Pero una tarde en que el emperador mandó tapiar con tablas los agujeros de las ventanas para no oír los gritos de la multitud, se acercó su sobrino Olimpiodoro, el hijo de su hermano menor, y susurró algo en el oído del dueño del mundo.