13


Kuruktag, la Montaña Seca, los recibió con hielo y nieve. Apenas medio día antes el calor del desierto de Taklamakán había deshidratado sus cuerpos como si fuesen uvas cuando se convierten en uvas pasas. Los ladrones de la seda temblaban ahora de frío. Los ligeros hábitos no oponían la menor resistencia contra el viento helado de las montañas. La situación tampoco cambiaba gran cosa con las mantas de los camellos, con las que se habían envuelto las caderas, hombros y cabeza. Tauro aconsejó a sus compañeros que se untasen con los restos de mantequilla de yak. Al menos la capa de grasa añadida mantendría en el cuerpo un resto de calor. Feng fue el único que renunció a esa grasa que olía a buey y prefirió sentir los mordiscos del hielo. La razón del martirio voluntario del adolescente no era un secreto para nadie.

Cuando apareció ante sus ojos el monasterio del Gran Ganso Salvaje, Tauro comprendió por qué llevaba ese nombre. Las cumbres de cinco montañas se alzaban como torres alineadas hacia el cielo. En lugar de estar coronadas por almenas, lo estaban por terrazas sobre las cuales los edificios del monasterio se vinculaban a través de puentes que colgaban por encima de los desfiladeros. La nieve cubría las cubiertas arqueadas, al igual que las montañas del entorno. Era cierto: para llegar a esa altitud, lo mejor era subir en un gran ganso silvestre o también en uno de los camellos bactrianos de Wusun. Tauro estaba impresionado. Ese monasterio era una fortificación. Y no conocía ningún ejército del mundo que fuera capaz de invadirlo.

Incluso el jinete de las estepas se asombró cuando pasaron a los recintos del monasterio por una puerta de jade y cruzaron un puente estrecho y frágil que colgaba sobre un brumoso barranco. Helian Cui explicó que se trataba de un monasterio de mujeres. En qué lo distinguió, solo ella lo sabía.

De hecho, cinco mujeres vestidas con hábitos amarillos y rojos recibieron a los ladrones de la seda en un patio empedrado. Al parecer habían visto subir a los visitantes por la montaña.

Wusun tuvo que dejar sus camellos a dos monjas. Luego corrieron, inclinados para defenderse del viento, hacia el portal del edificio más grande. Las hojas de una enorme puerta les cedieron el paso y los viajeros fueron tragados por la boca abierta de la fortaleza.

—Este mundo efímero es como una estrella de la mañana, una burbuja de aire en un río impetuoso, un rayo en un cielo de verano, una lámpara de trémula llama, un fantasma o un sueño.

La recitadora repetía las palabras una y otra vez y en cada ocasión el rítmico sonido del coro iba aumentando su volumen. Un sinnúmero de lámparas de aceite iluminaba el enorme salón. Alrededor de este estaban sentadas más de cien monjas, tarareaban y sacudían matracas del tamaño de un cántaro de vino. Pese a la corriente de aire helado que pasaba por las paredes laterales del salón, las budistas no llevaban otra prenda de abrigo que las túnicas amarillas y los pañuelos rojos sobre las cabezas afeitadas.

Tauro se asomó por la puerta y retrocedió un paso. Tras él, en la antecámara del gran salón, estaban Wusun, Feng y Olimpiodoro calentándose junto a unos braseros de carbón. Helian no estaba con ellos, sino que participaba en la oración. Esta ya se prolongaba durante dos horas. Y, aun así, los ladrones de la seda todavía no habían entrado en calor.

—¿No querrá quedarse aquí, en esta montaña helada? —Feng se echó aliento en las manos. La punta de su nariz relucía con un alarmante color azul.

—Tú sí tienes algo más caliente que ofrecerle, ¿verdad? —comentó irónico Wusun.

—Puede que seas un guía estupendo, anciano —respondió Feng—. Pero no sabes nada sobre los sentimientos de las mujeres. ¡Nada en absoluto! ¿Sabes lo que voy a hacer? Haré construir en mi plantación un templo para ese Buda e invitaré a todas las monjas a que vengan a nuestra casa. Ahí mi esposa podrá rezar con ellas, meditar y hacer lo que tengan que hacer.

Wusun hizo un gesto negativo con la cabeza.

—¿No me crees? Es propio de ti. ¡Tú, espera! Helian encontrará en este monasterio los manuscritos que está buscando y esta misma noche nos iremos los dos juntos a casa. Llevaré a mi novia a nuestro hogar. Y por mí, podéis meteros en la próxima tormenta de arena que estalle o congelaros en las nieves perpetuas.

—No es tu novia —farfulló Tauro—. ¡Y cierra el pico de una vez!

El joven dio una patada a una de las sartenes de carbón. El brasero de hierro fundido tintineó y el contenido incandescente se extendió por el suelo de piedra.

Los cánticos del salón enmudecieron. Por la rendija de la puerta apareció el rostro de Helian Cui.

—¡Silencio! ¡Comportaos, si no queréis dormir con los camellos! —Observó el carbón esparcido. Cuando Feng fue a decir algo, lo interrumpió.

—¡Y arreglad este desaguisado! —Y dicho esto, volvió de nuevo al salón.

Las oraciones no tardaron en reanudarse, sometiendo a una dura prueba la paciencia de los que esperaban.

Cuando por fin se abrió la puerta del salón y las monjas salieron, el carbón volvía a estar en el brasero, pero entre los hombres reinaba cierta tirantez. Las budistas, sin embargo, no parecieron percatarse de ello. Se agruparon en torno a los cuatro visitantes y los miraron con detenimiento. En todos los rostros había una sonrisa y, pese a que Tauro se tomaba con escepticismo esta costumbre de los asiáticos, se sintió agradablemente bien recibido por las monjas. Algunas de ellas señalaron los disfraces remendados de Tauro, Feng y Olimpiodoro. Debían de parecerles una compañía de comediantes harapientos.

Helian los convocó en el gran salón. Sin la comunidad, la habitación parecía más vacía que el estómago de Tauro. Hasta el momento no les habían dado nada de comer. Y si Feng seguía comportándose de ese modo, nada cambiaría, pensó el bizantino, furioso.

En el rincón más alejado de la sala se veía una pequeña figura sentada. Debía de ser la abadesa. Tauro había esperado conocer a una vieja, llena de arrugas y sabiduría. Se quedó pasmado al verse frente a una niña. La superiora del monasterio tendría entre unos diez o doce años. Su rostro era el de una niña bien alimentada. Estaba sentada sobre un cojín y con una voz argentina invitó al desconocido a que tomara asiento frente a ella sobre otro almohadón.

—Soy Miaodan, la superiora de este monasterio. La hermana Jade Verde me ha hablado de vosotros —dijo en sogdiano—. Me alegro de que busquéis alojamiento e iluminación en nuestro monasterio.

—¿Quién es la hermana Jade Verde? —preguntó el bizantino.

La superiora soltó una risita.

—Vuestra acompañante. Helian Cui es Jade Verde en el idioma de los seres. ¿No lo sabíais? —Se tapó la boca con la mano.

Tauro levantó la vista hacia Helian. Los ojos de ella resplandecían con tal intensidad que él se creyó impregnado de luz verde.

—No —contestó, asombrado de avergonzarse de su ignorancia ante una niña.

La abadesa hizo un gesto con las manos para sosegarlo. Una corriente de aire entró por la ventana y las llamas de las lámparas temblaron.

—Debemos proseguir nuestro viaje lo más deprisa posible —no pudo evitar decir Tauro—. Le agradecería que nos permitiera reponer nuestras existencias. Por supuesto, pagaremos por ello.

—Ya está hecho. Podéis seguir vuestro camino en cuanto dejéis esta habitación —dijo Miaodan.

Tauro suspiró tranquilizado. Había contado con que se produjeran retrasos, más oraciones, cánticos y procesiones que durarían días vagando por la montaña. Pero, al parecer, la superiora quería desprenderse de los viajeros.

—A no ser que queráis participar en la ceremonia de la ordenación. Se realizará mañana. Os invito. Si bien se diría que os habéis ordenado vos mismo. —Señaló los retales de su hábito de monje.

—¡Oh, no! —Tauro se inclinó desde el cojín—. No es necesario. Somos…

—¡Qué amable de vuestra parte, Miaodan! —Se entremetió Helian Cui—. Por supuesto, aceptamos la invitación. —Lanzó al hombre una mirada afilada.

El de Bizancio se levantó de un salto.

—Eso es imposible. Tenemos que marcharnos a Bizancio lo antes posible. El Tian Shan se halla a varios días de viaje, desde aquí.

—No deberíais ir hasta allí —advirtió Miaodan—. Los señores de los Veinticuatro Reinos han mandado cerrar todos los pasos. Controlan rigurosamente a todos los viajeros. Corre el rumor de que han robado los últimos gusanos de seda de la plantación Feng. —Hizo una seña con la cabeza a Feng, pero el muchacho apartó la vista.

—¿Los han ordenado cerrar? ¿Cómo es eso? —preguntó Tauro con prudencia.

—Porque la seda es la sangre que corre por las venas de las ciudades oasis. Si se agota esa corriente, las ciudades mueren. Esto es lo que desean evitar los poderosos. Así que están intentando deteneros.

Wusun intervino.

—¿Pero cómo saben quiénes somos? Ninguna caravana puede haber difundido esta noticia sobre nosotros. Galopamos como el viento.

—¿Como el viento? Tal vez. Pero las noticias a veces también vuelan por el aire.

—Fue mi madre —dijo Feng. Se quedó mirando absorto en la lejanía—. Ha divulgado la noticia y nos sigue. Está cerca.

—¡Absurdo! Es solo una mujer. —Tauro rechazó la observación de Feng—. ¿Y por qué deberíamos creeros? —preguntó a la muchacha, señalándola con el bastón—. Nos retenéis aquí y, mientras tanto, los esbirros de los señores de los oasis suben la montaña. ¡No! Seguimos nuestro viaje antes de que el sol se ponga.

La abadesa entrecerró los ojos y calló. El de Bizancio retrocedió un paso. Bajo sus pies crujió un tablón.

Helian también se había levantado y se acercó a él.

—¿No te has dado cuenta de que los budistas no llevan seda, Tauro? Nosotros odiamos esa tela porque solo se obtiene a través de la muerte. ¿Por qué íbamos a contribuir a que continúe tal matanza?

Tauro descendió la mirada hasta ella.

—¿Sucede entonces que esta niña no quiere eliminarnos a nosotros sino a los gusanos?

Helian suspiró y negó con la cabeza.

—Eres fuerte como un buey, pero asustadizo como un saltamontes. Se trata de confianza. Solo eso nos allana el camino. —Extendió la mano—. Dame el bastón.

Tauro retrocedió.

—¡Nunca! —exclamó.

—¡Coge este! —Olimpiodoro se levantó y le tendió su bastón de peregrino. Tauro lo fulminó con la mirada.

Helian Cui colocó el bambú cuidadosamente sobre el suelo. Luego abrió el compartimento y se inclinó por encima de él. La superiora se agachó. Juntas hablaron sobre el interior del bastón como niñas que se susurran secretos. Tauro jadeaba y sudaba.

—Pero si no tienen nada que comer —les reprochó la abadesa.

—En el desierto no crece ningún árbol, si es que todavía no os habéis dado cuenta desde aquí arriba, en vuestra montaña santa.

—Os equivocáis. Esta montaña no es santa, Tauro de Bizancio. Pero es bonita, ¿no es verdad? —Dicho esto, la abadesa se desplazó a un lado de la sala y abrió una cajita cuya laca negra centelleó a la luz de las lámparas de aceite. Sacó de allí algo y se acercó con ello al bastón abierto. En su mano había unas hojas de un verde resplandeciente y un olor conocido llegó hasta las fosas nasales de Tauro.

—¿Qué es esto? —Tauro tendió autoritario la mano.

Miaodan le dio las hojas.

—Míralo tú mismo.

Tauro se inclinó hacia delante. Eran hojas de la medusa espumosa. Y estaban frescas.

—¡Por el lago de fuego que arde con azufre! ¿De dónde las habéis sacado? ¿No querréis hacerme creer que en estas alturas crecen árboles?

—Seguro que no. Pero el comercio sí llega hasta aquí. Y con estas hojas nosotras hacemos un lu cha, una infusión que ayuda a combatir el resfriado. Es muy rica. Su amigo debería probarla. —Señaló a Feng, cuya nariz no solo centelleaba de un color azul sino que mostraba un líquido brillante—. ¿Confiáis ahora en mí?

La cuchilla se aproximaba a la cabeza de la muchacha. Bastó un rápido movimiento y otros mechones cayeron al suelo formando un pequeño montón que brillaba negro a la luz del sol de la mañana. De vez en cuando, unas ráfagas de viento recogían la cosecha. La ordenación había empezado en el monasterio del Gran Ganso Salvaje y veinte novicias esperaban en una fila sobre la tarima a que les tocara el turno de desprenderse de su cabello y dejar su antigua vida.

En cierto modo, Tauro se sentía conmovido por el acontecimiento. Estaba con sus compañeros en el patio más grande del monasterio, rodeado por mil quinientos invitados. Por la mañana, las familias habían ascendido la montaña a lomos de yaks, camellos, burros o en carros de bueyes, e incluso a pie. Para llegar a tiempo a la ordenación, tenían que haber emprendido el viaje en plena noche. Sin embargo, no tenían aspecto cansado o desabrido. Los rostros resplandecían como el sol, que suavizaba el frío del diáfano aire de montaña.

—¿Cómo es que ha venido tanta gente? —preguntó Tauro. El aliento se cristalizó delante de su boca. Algunos pelos sueltos flotaban por el aire y le hacían cosquillas en la nariz. Helian Cui estaba a su lado con una túnica nueva de algodón. Al igual que su antiguo hábito, este también era sencillo y de color blanco.

—El budismo es fuerte en esta zona. Procede del sur, del Tíbet. Está cerca. En el país de mis padres, por el contrario, el budismo, por desgracia, todavía no se ha extendido. —Suspiró—. El Imperio del Medio unido bajo la bendición de Buda… no podré verlo. Ni tampoco mis hijas.

—¿Tienes hijas? —Pese a que Helian ya casi había superado la edad indicada para ser madre, a Tauro nunca se le había ocurrido que lo fuera.

—¡Mirad! —señaló el estrado, donde ya estaba la superiora.

Miaodan cogió una cuchilla y empezó a cortar al cero el cabello corto de las novicias. Al mismo tiempo entonaba una canción que al principio resonaba en las paredes de las montañas pero que pronto cantaron todas las monjas y, al final, toda la comunidad allí congregada.

En cuanto me despierto,

rezo para que todo ser vivo

adquiera una redentora sabiduría,

tan extensa como el universo infinito.

Rapadas y elogiadas, las novicias desfilaron en procesión y desaparecieron por una puerta. En cuanto se hubieron ido, unas figuras vestidas de colores hicieron acto de presencia. Unas tocaban los címbalos y otras llevaban unas campanillas en un bastón que emitían unos sonidos argentinos.

Helian aplaudió.

—Comienza la función de máscaras. ¡Ahí llegan las actrices!

Dos mujeres subieron al estrado por los lados opuestos. Las dos se cubrían el rostro con unas máscaras de madera lacadas de colores. Bailaron dando vueltas, acelerando el paso mientras la música aumentaba el volumen.

—La hermana con la máscara roja y negra representa una diabla —explicó Helian Cui a los ladrones de la seda—. La de la máscara verde interpreta el papel de diosa.

—¿Diablos y dioses bailando juntos? —Wusun se rascó la barbilla bajo la poblada barba—. Si yo fuera uno de los dos, el otro besaría el polvo y yo bailaría sobre su cabeza.

La muchedumbre gritó. La diabla había dado un puntapié a la diosa. La víctima se vengó con un puñetazo contra la clavícula de su rival. La danza se convirtió en la coreografía de una lucha.

Wusun se sonó.

—Eso está mejor. Ya sabía yo que vosotras las budistas no sois unas santurronas amuermadas.

Entretanto, en el estrado la acción se iba animando. La diabla había levantado una mano para golpear a la diosa en el pecho, pero esta última la había esquivado a tiempo inclinándose. Cuando volvió a levantarse, sostenía en el puño el dedo gordo del pie de su adversaria. La diabla estuvo a punto de perder el equilibrio.

El público animaba a las luchadoras con sus gritos. Todos querían que venciera el bien. A todo ello se mezclaba el cada vez más disonante tintineo de los cascabeles, las campanillas y los címbalos. Tauro esperaba con impaciencia el resultado del combate, pero al parecer, las contrincantes tan solo se habían calentado. Un puño crujió contra una máscara de madera y la víctima del golpe cayó al suelo. No era un espectáculo. Esas mujeres iban en serio.

—¿A qué viene esta lucha tan implacable? —preguntó el de Bizancio.

—Es la lucha del bien contra el mal. ¿Cómo iba a ganarlo sino? Si los poderes se trataran bien, el mundo se perdería y Mara el Tentador triunfaría —explicó Helian.

—¡Pero son mujeres! —dijo Tauro.

—¿Lo ves? Dudas de nuestras capacidades. Es lo mismo que les sucede a todos nuestros hermanos varones. Mujeres budistas… Para un hombre es inconcebible. Por eso mis pasos me llevan a los escritos de Asanga.

—¿Qué hay en ellos? —intervino Olimpiodoro.

—Es una historia extraída de la vida de Buda. El sabio se negaba a que las mujeres entrasen en sus monasterios. Pero su madre le hizo entender a través de largas conversaciones que se equivocaba. A partir de entonces, Buda también dio la bienvenida a sus hermanas.

—¿Los textos colocarían a monjas y monjes en un mismo nivel? —preguntó Tauro.

—No. Pero nos harían la vida más fácil. Siempre habrá diferencias, unas diferencias horribles. Hay monasterios en los que mis hermanos se mutilan. ¿No visteis que el monje de Loulan no tenía pulgares?

—¿Ese forzudo que nos vendió el papel? Sí, yo me di cuenta. No es inusual. Mucha gente pierde miembros del cuerpo.

—Pero no de ese modo. En los monasterios se practican ritos en los que los monjes sostienen los dedos sobre una llama hasta que ya no queda nada de ellos.

—¡Es absurdo! Nadie soporta algo así sin perder el conocimiento. O la razón. —Tauro observó el rostro de Helian buscando indicios de que estaba bromeando.

—Es una prueba de un nivel superior de ensimismamiento. Esos hombres pueden replegarse tan profundamente en su mente que llegan a no sentir su cuerpo.

—A lo mejor ocurriría de otro modo si cayeran en mis manos.

—Es una ceremonia espiritual, Tauro. El mismo Buda se mutiló para ayudar a los demás. En una de las leyendas, Buda, en una encarnación temprana, se tira de un acantilado. Su cuerpo iba a servir de alimento a una tigresa y sus cachorros. Otra historia habla de un joven ordenado que se corta los órganos genitales.

Wusun gritó.

—Yo nunca quise ser un santo.

Tauro lo hizo callar con una mirada de desaprobación.

—Pero castrarse no ayuda a nadie. Eso no es un acto de altruismo, sino un castigo.

Helian lo miró a los ojos.

—La intención del hermano era no despertar en las mujeres ningún deseo hacia su cuerpo.

—Si tenía los cataplines tan grandes como su arrogancia, es una pena. —Y con esto, Tauro volvió a dirigir su atención a la lucha del estrado.

El sol ya había llegado a su cenit cuando el Bien por fin venció al Mal. Las dos luchadoras se desprendieron de sus máscaras. Tenían los rostros marcados por los golpes y las patadas, pero sonreían. La diabla había perdido, la vida de las novicias en el monasterio empezaba de forma prometedora.

—Han peleado bien —dijo Tauro a Helian Cui—. Pero no llegarían a la altura de un hombre. Son demasiado ligeras y frágiles.

Helian lo miró inquisitiva.

—¿Te refieres a un hombre como tú?

—No quiero parecer vanidoso. Pero soy más alto y más fuerte, y en mi ciudad natal yo era maestro en lucha y lucha con puños. La estatua de Mercurio de mi madre contra el dios árbol de los germanos: para cualquiera de mis alumnos acabar con vuestras luchadoras sería un juego.

—Buscas la iluminación. Esto te honra, Tauro de Bizancio.

—¡Tonterías! —dijo él—. Solo me pregunto por qué rechazáis las prácticas de los hombres pero afirmáis que podéis luchar igual que ellos.

Helian le tocó el brazo.

—¡Espérame aquí! —exclamó.

Entre los visitantes que estaban en el patio se produjo una agitación. Creció el volumen de los gritos.

—¡Venid! En la cocina del monasterio han estado trabajando durante días. ¿Va a ser en vano todo ese esfuerzo? —Por uno de los puentes colgantes, los primeros hambrientos avanzaban hacia la cumbre contigua. Una nube de vapor que subía al cielo les mostraba allí el camino que debían seguir. Los visitantes afluían en esa dirección sin preguntarse la capacidad de carga del puente. Wusun, Feng y Olimpiodoro se unieron a ellos.

Al cabo de un rato, Tauro se había quedado solo. Únicamente Helian Cui y la abadesa se encontraban todavía sobre el estrado conversando.

Helian lo llamó con un gesto.

—Miaodan no tiene nada en contra. Si quieres puedes hacer una demostración de tus artes en la lucha contra una mujer.

Feng no podía creer lo que veían sus ojos. Mientras la multitud lo empujaba hacia delante, veía sobre la planicie opuesta a Helian Cui y Tauro. Se habían quedado atrás solos. ¡Y Tauro se estaba desnudando! Feng montó en cólera. Se olvidó de la sopa y del pan. Se dio media vuelta de golpe e intentó abrirse camino entre los cuerpos de los que iban a comer. Pero era tan incapaz de avanzar como una mariposa en una tormenta.

Un puño se cerró sobre su hábito.

—¡Dirección equivocada, maestro Feng! A comer se va por aquí. —Wusun tiró de él para que lo siguiera.

—¡Mirad lo que está pasando! —gritó Feng, desprendiéndose de la garra. Encontró un lugar al borde de la terraza donde la afluencia de la muchedumbre era menor. Wusun y Olimpiodoro lo acompañaron. Cuando distinguieron lo que ocurría en el estrado, al otro lado del desfiladero, se quedaron mirando pasmados.

—Esto es mejor que la sopa —dijo Wusun.

Olimpiodoro se agarraba a la barandilla. La última vez que Feng había visto tal fascinación en el rostro del bizantino había sido cuando había liberado al guía de una caravana de los huevos que un insecto indescriptible había puesto en su nariz.

—¿Cómo es que os quedáis ahí sin hacer nada? ¡Tenemos que ayudar a la princesa! —gritó Feng.

Pero ya era demasiado tarde. Tauro estaba casi desnudo delante de Helian Cui. El hombre solo se había liado un paño alrededor de las caderas. ¿Qué era esa malla de cicatrices que se extendía por su vientre? Feng decidió que prefería no conocer la historia que había detrás.

Pero la princesa Helian no se había desnudado. Se inclinaba con su holgada túnica blanca delante del de Bizancio. Luego se irguió y esperó. Los dos contrincantes estaban al acecho. Ninguno daba el primer paso.

—¿Debe suponerse que esto es una lucha? —preguntó Wusun.

Olimpiodoro asintió.

—En la gran palestra, el público ya les habría mostrado su impaciencia. Y de forma violenta.

Entonces el rápido puño de Tauro se precipitó hacia delante. Helian esquivó el golpe con destreza, se agachó debajo del brazo y golpeó al de Bizancio debajo de las costillas. El impacto no provocó ninguna reacción. El bizantino estaba como una estatua: listo para la estocada, con los brazos levantados.

—Como le haga daño, ¡lo mato! —jadeó Feng.

—Deja de soñar, Feng. Mira cuando te ofrecen algo. —Wusun cogió el pan de la mano de una persona que pasaba por su lado y cortó dos pedazos que dio a sus compañeros.

Sobre el estrado, Helian Cui daba vueltas lentamente alrededor de su adversario, que seguía sin moverse de su sitio. ¡Ahora! Le propinó una patada en la corva. Tauro alargó el puño hacia ella, pero no mostró ninguna otra reacción.

La preocupación de Feng se iba transformando paulatinamente en fascinación.

—¿Se ha petrificado? ¿Por qué no se mueve? —preguntó.

—Lo llamamos lucha con puños —respondió Olimpiodoro—. Un tipo de deporte antiquísimo y una pelea sin trucos ni tretas. Lo único que debe saber un luchador así es soportar el dolor y quedarse quieto. Y eso más tiempo que su contrincante.

Feng movió la cabeza.

—¡Sois auténticos bárbaros! Así no se pelea. Y jamás contra una mujer.

—Los bárbaros sois vosotros —replicó—. ¡Porque entre nosotros las mujeres nunca luchan! Incluso tienen prohibido observar los combates. Ni qué decir… —Olimpiodoro hizo un gesto hacia el espectáculo.

Antes de que pudieran seguir discutiendo, se oyó un grito. Tauro había alcanzado a Helian Cui.

Feng creyó sentir el dolor de la princesa en su propio cuerpo. ¡Suficiente! Angustiado se lanzó contra los cuerpos de los asistentes a la celebración y se abrió paso hacia el puente. La sopa caliente mojó su hábito y las protestas de aquellos a quienes iba atropellando lo persiguieron. Llegó al paso por el desfiladero.

Tauro observaba sorprendido cómo Helian Cui se transformaba. A veces daba vueltas a su alrededor acechándolo como una leona, a veces volaba delante de él como una lechuza. Sus manos formaban alas, uñas y garras. Se erguía como un oso, se encabritaba como un ciervo y saltaba como un mono. Si la princesa hubiera estado sola sobre el escenario él se habría buscado un cuenco con granos de uva y contemplado asombrado igual que un espectador que asiste a una función. Pero su posición no le permitía relajarse de ningún modo.

Los golpes y patadas de la mujer estaban bien colocados. No intentaba dejarlo fuera de combate mediante dolorosas acometidas, pensaba Tauro. En cambio, los embates alcanzaban los lugares más sensibles de su rival, y Helian Cui parecía conocer bien cuáles eran: las corvas, la tráquea, las axilas, los oídos y los ojos. Tauro esquivaba los avances, y cuando no lo conseguía soportaba el impacto como había practicado durante décadas. Una vez, la budista consiguió clavar las puntas de los dedos en la arteria del cuello. Por un momento, un velo cayó sobre su campo visual. Pero él sabía que lo siguiente que ella intentaría hacer sería darle en las piernas y dirigió el puñetazo a ciegas hacia abajo. Fue su primer acierto. Si bien no podía decir dónde la había alcanzado, el golpe le dio un respiro.

De repente algo se precipitó sobre Tauro desde fuera del estrado. Él se apartó. Agarró a Feng. Este se agitó bajo sus garras y hundió sus puños de niño en el de Bizancio. ¡Qué loco! Tauro lanzó al muchacho a un lado como quien arroja al suelo una prenda al desvestirse. El joven de Serindia se estrelló contra una mesa sobre la que los músicos habían dejado sus instrumentos. Con el ruido de una orquesta de feria, se vio enterrado por los instrumentos.

Helian estaba junto a Feng al instante. La parte inferior del ojo izquierdo se le estaba hinchando.

—¡Déjalo! —gritó el de Bizancio. Era consciente de que el estrépito de los instrumentos había llamado la atención de los invitados que estaban en la otra terraza. Los visitantes se apretujaban ahora en la barandilla para ver lo que estaba sucediendo. La curiosidad no satisfecha parecía ser mayor que el miedo al abismo que se abría ante sus pies.

¿Por qué no dejaba Helian que ese insolente se pudriera de celos? Tauro avanzó hacia los dos. Feng tenía que darse cuenta de lo que significaba interrumpir la lucha de un maestro de Bizancio. Pero entonces sintió la mano de Helian sobre el pecho.

—¡Tauro! Es solo un niño.

El bizantino, jadeante y sudoroso, había cerrado los puños. Pero la palma de la mano de Helian descansaba cálida y tranquilizadora sobre su piel. Exhaló lentamente el aire hasta que le dolieron los pulmones. Luego dejó caer los brazos.

Pero si el contacto de la mujer había serenado a Tauro, la cólera de Feng no disminuyó. El muchacho ser salió de debajo de los cascabeles, campanillas y címbalos y miró furibundo al de Bizancio.

—Solo por tu fuerza te libras de rendir cuentas. —Feng señalaba a Tauro con dedos temblorosos.

¡No cabe duda de que es un mentecato!, pensó el bizantino. Pero yo no le voy a la zaga. Sus sentimientos lo hacen imprevisible, pero he prestado demasiada poca atención a este hecho. Se dio media vuelta y volvió al estrado para recoger su ropa. Cuando se pasó la túnica por la cabeza, lamentó que la lucha no hubiera tenido un desenlace. Solo Fortuna sabía si volvería a presentarse una oportunidad como esa.

—Regresa conmigo al Imperio del Medio —oyó decir a Feng—. En unos pocos días habremos pasado la Muralla de los Diez Mil Li. Desde allí podemos viajar a Chang’an o a la plantación. A donde tú quieras.

Cuando Tauro sacó la cabeza del ropaje, vio que Helian se separaba unos pasos de Feng.

—Voy hacia el oeste, en dirección al sol poniente. La abadesa conoce el paradero de los escritos de Asanga. Se encuentran en un sepulcro al oeste de aquí. ¡Feng! La abadesa me encargó que buscase las aguas perdidas del Taklamakán y a los pescadores del desierto. Buda me apoya, pues esa es la dirección en la que también viajan nuestros compañeros. Tenemos la misma meta; al menos por cierto tiempo.

—Mi meta está allí. —Feng señaló hacia el este—. Y aquí. —Señaló a Helian Cui—. Vienes conmigo. Por libre voluntad.

El rostro de Feng había cambiado. El sudor perlaba su frente. Los ojos centelleaban febriles. Tauro esperaba que solo se tratase de un catarro que el muchacho habría atrapado durante la cabalgada por la montaña.

—¡Maestro Feng! —En la voz de Helian resonaba un tono amenazador—. Mis argumentos se han agotado tanto como mi paciencia. ¡Si no quieres venir con nosotros, no nos amargues el camino!

Es realmente una princesa, pensó Tauro. Por primera vez se comportaba de forma majestuosa. Solo el muchacho pareció no darse cuenta. Se acercó a ella y le escupió delante de los pies.

—¡Engendro con corazón de perro! ¡Sufre la violencia de los bárbaros hasta que entres en razón! ¡O pierdas la poca que te queda! —Feng se marchó corriendo y tropezó al hacerlo con un tamboril. Cuando se precipitó hacia el puente, el instrumento rodó a su lado antes de perderse para siempre en el abismo que se abría entre las cimas.