17
Están vivos —dijo Helian Cui, tendiendo a Tauro la cantimplora de agua—. Puedes estar seguro. Olimpiodoro y Lao Wusun están bien.
El bizantino le apartó la mano y la cantimplora cayó al suelo. Del recipiente de piel se deslizó un agua turbia y formó un charco en la superficie de carga del vehículo. Helian recogió la cantimplora y limpió el tapón.
—Lo único cierto es que Wusun y Olimpiodoro están muertos, muertos de sed, de hambre o devorados por algún animal. Porque tú me hiciste atar —replicó Tauro.
El vehículo en el que viajaban dio una sacudida al pasar por un bache y se golpearon contra la pared del carro.
—¡Un camello! —gritó Tauro—. ¡Por el lago de fuego que arde con azufre! Quiero un camello de una maldita vez. ¡Tuoba!
Pero los nómadas no respondieron a sus gritos. Al igual que llevaban días sin hacerle ningún caso.
La ciudad oasis de Kuqa los había dejado pasar, los uigures habían acampado a la vista de la puerta de la ciudad, la guardia los había estado observando con desconfianza pero no los había molestado. Lo mismo había ocurrido unos días más tarde cuando pasaron junto a Aksu. Si era cierto que los reyes del desierto buscaban a un grupo de extranjeros que amenazaba con paralizar el comercio de la seda, no sospechaban que convivieran con una horda de nómadas. El plan de Tauro funcionaba.
¡Pero a qué precio! Wusun y Olimpiodoro se habían quedado atrás. Enterrados vivos por los nómadas y traicionados por Helian Cui. Pero era él el responsable de su muerte. Si él no hubiese confiado en Helian Cui, ella tampoco habría dejado que lo apresaran. Ahora Tauro estaría con sus compañeros. O muerto.
Lo habían desatado dos días después, cuando ya era demasiado tarde para dar marcha atrás. Entretanto, Helian le había estado curando la nariz. Había preparado un ungüento y le había untado la fractura con él. ¡Un ungüento con las hojas de la medusa espumosa que estaban destinadas a los gusanos! Cuando Tauro lo vio se puso verde de rabia, más verde que la medicina, más verde que los ojos de Helian. Y, no obstante, tenía que admitir que ella había hecho lo correcto. Uno de los bastones había desaparecido. A Tauro, el ladrón, le había robado Ur-Atum, el estafador. Y los gusanos que ahora estaban en poder del egipcio no tenían nada que comer. Entonces, ¿por qué no utilizar de forma sensata las hojas sobrantes en lugar de dejarlas marchitar?
Helian Cui volvió a ofrecerle el cuenco, pero Tauro volvió la cabeza a un lado. Prefería soportar el dolor que los cuidados de ella.
—Hazme caso. Wusun y Olimpiodoro están bien —repitió ella.
—¿Eres clarividente? Esa maldita Nong E tiene razón: eres una bruja. —Helian Cui lo agarró por la barba y tiró de él hacia sí. Sus ojos despedían chispas.
—Y tú eres un cretino, ¡mil veces más bobalicón que todos estos nómadas juntos! Un idiota que quiere salvar a sus compañeros sin saber si en realidad es necesario. Un loco que tira su vida por la borda cuando todo un imperio está esperando su ayuda. ¿Por qué te ha elegido tu gente, si ni siquiera eres capaz de poner tus propias necesidades detrás de las de aquellos que han depositado en ti todas sus esperanzas?
Tauro hizo rechinar los dientes. Ella era la sensatez; él, la falta de autocontrol. Ella veía con claridad; él, a través de la niebla de la desesperación. ¿En qué lo había transformado este viaje?
—Está bien —dijo al final—. Si soy tan tonto como tú dices, también puedo dejarme curar por una bruja. —Ella mojó los dedos en el ungüento verde y le frotó con cuidado el puente de la nariz. Cuando el vehículo volvió a saltar, trazó una línea sobre el rostro de Tauro. De forma instintiva, él se protegió cerrando los ojos.
Cuando volvió a abrirlos, la cara de Helian estaba muy cerca de la suya. Y cuando un rato después ella se separó de él, tenía el ungüento repartido entre la nariz, las mejillas y la frente.
—Me gustabas más con mis hábitos. —Helian pasó la mano por la ropa de Tauro.
Los nómadas le habían dado un pantalón ancho de cáñamo. Encima llevaba una túnica de algodón roja y con un estampado de serpientes. Lo único que recordaba sus orígenes eran dos anillos, ambos decorados con camafeos tricolores. Tauro se sacó las joyas de los dedos, dio la vuelta a uno de los anillos en la mano y lo lanzó con un gesto amplio al desierto.
—¿Qué era eso? —preguntó Helian.
—Una vida anterior —respondió Tauro—. Ya hace tiempo que se me había escurrido de la mano.
—Las vidas no se tiran, incluso si son antiguas —dijo Helian Cui poniendo su mano sobre el puño de Tauro. Poco después, él volvía a colocarse el segundo anillo.
El desierto pasaba mudo junto a ellos. Tauro y Helian Cui también callaban. Las dunas se hundían ante sus ojos, cada vez eran más bajas y más escasas, hasta acabar desapareciendo por completo. El paisaje se hacía más llano y regular y recordaba un fondo marino que la marea ha dejado al descubierto.
A la luz del sol, ya bajo, Tauro distinguió que el suelo arcilloso estaba repleto de conchas. Se lo señaló a Helian.
—En un tiempo, esto debía de ser mar —dijo.
Ella miró a su alrededor y asintió.
—Sí. Un océano.
—Y se ha reencarnado en un desierto, ¿verdad, gongzhu?
Esa observación no estaba exenta de burla, pero Helian Cui movió la cabeza con gravedad.
—No. No ha desaparecido en absoluto. Atiende. Se puede escuchar el susurro del oleaje y oler las algas secándose al sol.
Tauro cerró los ojos y prestó atención.
Por la noche, cuando montaron el campamento, Tauro desmenuzó un terrón de tierra entre los dedos y lo lamió con cautela. El suelo parecía estar compuesto de arena, cal y sal, los residuos de un mar. Cuando soplaba el viento, el polvo tiznaba las caras de rojo. Los nómadas llamaban «shor» a ese lugar y uno de los jinetes le contó que era el país de los muertos, una región entre los dominios del Hijo del Cielo y los del Gran Kan. No había nada que fuera más importante para los nómadas que cruzar lo más deprisa posible el shor para no ser víctimas de las maldiciones que el viento acarreaba por ese territorio. Pues, según contó uno de ellos, las corrientes de aire eran el aliento de espíritus quejumbrosos y quien los escuchaba demasiado tiempo perdía la razón.
Tauro se sorprendía del poder de la superstición que dominaba a esa indómita tribu. Por muy intrépidos que fueran los nómadas cuando se trataba de luchar contra otros hombres, y aunque combatirían en primera fila en la batalla, ante lo irracional, un sudor frío les cubría la frente y sus ojos se abrían tanto como los de un caballo al ver una culebra.
Esa noche, las llamas de las hogueras apenas se alzaron y las historias se contaron entre susurros. En ellas, los muertos regresaban de sus tumbas, unos gigantes galopaban a lomos de esqueletos de caballos y nacían niños con la cabeza de rocines. Cuando el viento empezó a cantar con voz hueca en la distancia, los nómadas se envolvieron en sus mantas y se fueron a dormir. Incluso Tuoba se entregó al silencio. Pero más de uno pasó la noche dando vueltas, inquieto y sin poder dormir.
Tauro descansaba pegado a Helian Cui. Mientras dormía, seguía sosteniendo el único bastón de peregrino que quedaba. Hasta el momento, los nómadas no habían descubierto los gusanos de seda y, con ayuda de Helian, Tauro lograba inspeccionar a escondidas los insectos y darles hojas para que siguieran alimentándose. Pero las provisiones que había obtenido en el monasterio se marchitaban y los animales desdeñaban las partes que se habían puesto marrones. Con asombro y horror a un mismo tiempo, Tauro distinguió esa espectral noche que se había formado un capullo en torno a uno de los animales. Era tan fino como la espuma y casi invisible. Había empezado el proceso de transformación de una crisálida.
Al día siguiente, el miedo de los nómadas encontró con qué alimentarse. El grupo estaba pasando junto a una alameda seca cuando del bosquecillo emergió un silbido de varias voces. Tuoba detuvo a sus hombres, que sacaron las armas. Pero nada se movía entre los troncos muertos. Solo creció el ruido.
Minutos después, una silenciosa comitiva salió de entre los árboles muertos. Delante iban dos mujeres vestidas de rojo. Llevaban unos palos con unos faroles de papel que eran tan grandes que colgaban hasta llegar a la rodilla. Les seguían seis hombres que cargaban con una camilla sobre la cual yacía el cuerpo de una persona cubierto con una tela azul. Cuatro hombres más portaban dos sillas, similares a palanquines, en las cuales se sentaban dos mujeres, una anciana y otra joven. A continuación apareció una docena de flautistas. Pero lo más sorprendente de esa comitiva eran los niños que cerraban la procesión. Llevaban túnicas rojas y gorras en punta. En sus manitas sostenían unos largos remos con las palas dirigidas hacia el cielo. Nadie pronunciaba ni una palabra. Solo la estridente música y el peculiar susurro del viento acompañaban la escena.
Tuoba hizo una señal a sus hombres para que retirasen las armas.
—No se espera ningún peligro de un cortejo fúnebre —dijo Tauro a Helian Cui, que estaba junto a él en el carro.
Helian señaló a los niños.
—Los remos —dijo, cogiendo el brazo de Tauro.
—Asombroso. Aquí en el desierto —contestó el de Bizancio.
La procesión desfilaba en ese momento justo a su lado. La comitiva no dirigió ni una sola mirada a los uigures. El sonido de las flautas era tan estridente que los ponis pateaban inquietos y sacudían la cabeza.
—En algún momento este pueblo debió vivir aquí junto al agua —comentó Helian—. Tal vez de la pesca.
Tauro recordó las conchas que, blancas y muertas, habían jaspeado el suelo, tan viejas, que las rocas habían crecido sobre ellas. ¿Cuánto tiempo haría que ahí ya no había agua? Cientos, quizá miles de años.
—¡Habla con ellos! —lo animó entonces Helian Cui.
—¿Por qué iba a hacerlo? —preguntó Tauro—. Están en duelo. Ni siquiera sé qué lengua hablan.
—Confía en mí. Luego te lo contaré.
—No. No conozco sus costumbres. A saber qué hace esa gente si me inmiscuyo en sus rituales.
—Yo soy la que lo sé. Y tú eres el que debería saber que yo nunca te haría daño.
Tauro se pasó la mano por la cabeza. Sus cabellos ya eran de nuevo tan largos como el pelaje de un gato. Recordó la sensación que había tenido cuando Helian apoyó la cabeza en sus manos.
—¡Eh, vosotros! —gritó en la lengua de los seres y por encima de la música de las flautas, al tiempo que agitaba la mano a los que pasaban. Algunas cabezas se levantaron—. ¿A quién vais a enterrar?
Puesto que no consideraba que su pregunta fuera irrespetuosa, se asombró de que nadie contestara. En lugar de ello, las miradas volvieron a bajar hacia el suelo, como si los dolientes contasen las conchas sobre las que pasaban.
—Gracias —le susurró Helian Cui al oído, presionando su mano.
Tauro no entendió lo que ella pretendía con eso. Al principio.
Pero entonces Tuoba se acercó a caballo. Estaba furioso.
—¡Debes de estar chiflado, hombre de Bizancio! Debería enterrarte en la arena como a tus compañeros por lo que has hecho. Después de haberte cortado la lengua. ¿Pero tú qué te has pensado?
Tauro se encogió de hombros.
—Quería saber quién era el muerto. ¿Tú no?
Tuoba soltó un aullido que parecía el eco de las flautas fúnebres.
Helian interrumpió sus improperios.
—¡Calla, nómada! ¿Pretendes disgustar todavía más a los espíritus de este lugar?
El uigur enmudeció al instante.
—Es probable que seas realmente así de tonto —prosiguió el nómada susurrando— y no sepas la que has armado. «Quería saber quién era el muerto» —dijo imitando a Tauro—. No me extraña que tu país natal esté condenado a la desgracia si es así como tratas a los espíritus. —Se dio media vuelta y ordenó acampar.
El de Bizancio todavía no entendía qué estaba sucediendo. Helian saltó del carro y él la siguió. Cuando ella iba a introducirse entre los álamos, Tauro la agarró para detenerla.
—¿Qué es lo que acaba de ocurrir? ¿A dónde vas? —preguntó.
—Los uigures temen a los muertos —respondió ella.
—De eso ya me he dado cuenta. Pero ¿por qué tenía que entremeterme, por qué descansamos aquí?
—Porque has perturbado la tranquilidad de los muertos. Es algo imperdonable. Esta noche tendrán que ejecutar algunos rituales para calmar a los espíritus.
—¿Y si no lo hacen?
—La tierra se abrirá y devorará a los uigures, la lepra los atacará a ellos y a sus familias, los caballos reventarán a causa del asma y ellos mismos enloquecerán. Las posibilidades de tener miedo por algo son múltiples. —Helian se soltó—. Y los uigures dominan a la perfección ese arte.
—¿Qué es lo que estás planeando, princesa Helian? —Nunca la había llamado por su título.
Por una fracción de segundo, la desconfianza apareció en el semblante de la muchacha. Entonces lo cogió de la mano y tiró de él.
—¡Ven! Mientras los nómadas construyen su campamento, nadie nos vigila.
Tauro la siguió con curiosidad, mientras ella se abría paso entre los troncos muertos de los álamos. Detrás del bosque quedaba al descubierto la llanura que una vez había sido mar… Y la comitiva fúnebre, que a cierta distancia ya había alcanzado su meta. Los remos se alzaban en medio círculo alrededor del ataúd y los presentes habían colocado las manos delante de la cara mientras uno de los hombres dibujaba arabescos en el aire.
Helian hizo una visera con las manos.
—¿Lo ves? —preguntó.
Tauro entrecerró los ojos. Pero la fosa quedaba demasiado lejos para distinguir los detalles. ¿Cómo lo conseguía ella? ¿Eran por eso tan verdes sus ojos?
—La fosa, no —dijo Helian. ¿Acaso se estaba burlando de él?—. ¿Es que no ves el cementerio lleno de muertos? —Tauro entendió. El entierro se ejecutaba en el extremo más alejado de un óvalo que estaba repleto de postes. Pero no eran postes, sino remos como los que llevaban los niños. Estaban clavados en vertical en la arena y parecían marcar algo.
—Lápidas —dijo Tauro—. Son monumentos a los muertos.
Helian asintió.
—Al parecer, mantienen una antiquísima tradición. Los espíritus les susurran que, en un tiempo pasado, el remo tuvo que ser importante para ellos. —Cegado por el sol, Tauro apartó la vista.
—No habrás hecho parar a los nómadas aquí para estudiar las costumbres de los habitantes del desierto.
—No, se trata de los escritos de Asanga —contestó Helian Cui con un deje de pesar en la voz—. Siento haberte manipulado, llevándote de la nariz como si fueras un buey.
—Si debo hacer caso de lo que dicen tus paisanos, por el tamaño de mi nariz lo difícil es no sacarme de paseo tirando de ella.
Helian sonrió complacida.
—Si la abadesa tiene razón, los escritos se encuentran en una fosa como esas. Miaodan habló de las aguas perdidas de Taklamakán y de los marineros del desierto. De remos que se mueven en el cielo. Como aquellos. Vale la pena hacer el intento. —Una sombra cayó sobre sus ojos—. Tauro, si encuentro los escritos, tendré que regresar.
—Regresar —repitió él, entendiendo lentamente a qué se refería ella. Por supuesto, durante todo ese tiempo había sido consciente de que ella debería volver en cuanto hubiese alcanzado su objetivo. No obstante, siempre había creído que los escritos se hallarían en el otro extremo del mundo y había esperado en secreto que no existieran. Textos de días antiquísimos. Palabras perdidas en el desierto. Nadie recuperaba algo así.
El viento le llevaba a los oídos retazos de la salmodia del cementerio.
—Sí —respondió—. Lo sé.
Esa noche los nómadas no iban a poder dormir; se sentaron alrededor del fuego que alimentaban las ramas de los álamos y se apretujaron unos contra otros como ovejas en medio de una tormenta.
En esta ocasión, fue el mismo Tuoba quien asumió la tarea de distraer a sus hombres con una historia de su tétrica imaginación. Escogió una leyenda que hablaba del origen de las constelaciones. Pero ya desde las primeras palabras, Tauro tuvo claro que el relato no tranquilizaría en absoluto a esos nómadas impregnados de supersticiones.
Tuoba habló de la reina Kala Kan, quien dio a luz un hijo de rostro azul y cuerpo velludo. Se decía que ya de bebé se alimentaba de carne cruda. Apoyado en la rueda de un carro, Tauro observaba a los oyentes que trataban de abrirse paso con la mirada en la oscuridad. Estaba convencido de que si se deslizaba a hurtadillas y daba alaridos alrededor del campamento, los hombres se verían invadidos por el pánico.
El narrador se refería en ese momento a la serpiente de siete cabezas que salía reptando de la arena para comerse al hijo de Kala Kan, cuando una mano se posó en el bastón de peregrino de Tauro. Este se estremeció y sujetó la caña con más fuerza.
Era Helian Cui. Se había cubierto la túnica blanca con una manta de caballo y apenas se la reconocía en la penumbra. Señaló el cielo cubierto de nubes.
—La noche nos regala su oscuridad. Los nómadas están ocupados consigo mismos. No nos vigilan. Ha llegado el momento de inspeccionar más de cerca el cementerio. —Sus palabras eran apenas un soplo.
—Nos regala. A nosotros —refunfuñó Tauro—. Si he entendido bien, aquí se trata tan solo de tu objetivo.
Ella se quedó un momento junto a Tauro. Pero como él no siguió hablando, se levantó y se internó en la noche sin hacer ruido.
El de Bizancio siguió observando a los nómadas, escuchaba con atención las palabras de Tuoba y el chisporroteo de la hoguera. Por un momento pensó en si debía comunicar a los uigures los planes de Helian. Que la budista iba a perturbar la tranquilidad de los muertos precisamente en esa región maldita e infestada de espíritus. Que pretendía escabullirse de ahí en lugar de ponerse al servicio del Gran Kan como princesa.
Apretó el bastón de bambú en cuyo interior los gusanos de seda habían empezado a tejer sus capullos. Apenas le quedaba tiempo para llegar a Bizancio, ni qué decir para deambular por el desierto con unos nómadas supersticiosos o para inspeccionar antiguas tumbas con una testaruda budista. Pero si permitía que Helian Cui se metiera sola allí y encontraba de verdad esos condenados manuscritos, entonces tal vez ella se limitaría a desaparecer. Y entonces Tauro carecería de valor para los nómadas y acabaría compartiendo el destino de Wusun y Olimpiodoro. Más le valía seguir a Helian Cui e impedirle que actuara de forma irreflexiva.
Cuando la alcanzó, Helian ya casi había llegado a las sepulturas. Ella lo recibió en silencio. El viento se enredaba en sus cabellos y empujaba las nubes, la luna volvía a derramar su luz por el lugar. Los remos se elevaban hacia el cielo como dedos de madera. La fosa recién cavada apenas se distinguía de las anteriores. No había adorno que la embelleciera ni nadie que la velara. Quien moría en esas tierras, quizá seguía viviendo en las historias de su familia. Pero su cuerpo pertenecía por completo al desierto.
—¿Qué tumba es? —preguntó Tauro.
—Una de estas —respondió de forma vaga Helian, y él alimentó por un momento la esperanza de que la muchacha nunca consiguiera registrar todas las fosas en busca de un jirón de pergamino. Pero larga era la noche y Helian Cui estaba agraciada con la testarudez de una princesa.
—¿No hay ninguna indicación? ¿Ningún nombre? A lo mejor podemos tratar de diferenciar las tumbas antiguas de las recientes —propuso Tauro. La idea de andar toda la noche revolviendo la arena entre los muertos no le seducía. Y menos aún si esos muertos llevaban apenas unas horas enterrados.
—Si los escritos realmente estuvieran aquí —contestó Helian—, sería desde hace mucho tiempo.
—Entonces debe tratarse de las más antiguas —señaló aliviado Tauro. Al instante, sin embargo, todas sus expectativas se vieron frustradas. Las fosas frente a las que se encontraban no se diferenciaban en nada entre sí. El desierto las había cubierto todas de arena por igual. Incluso la tumba de ese mediodía ya había desaparecido a medias bajo una capa clara, mientras otras se hallaban libres de arena, como si las hubiesen cerrado pocos minutos atrás.
—Betún y alcohol de madera —dijo Helian Cui.
Tauro la miró inquisitivo.
—Las momias. Emanan un olor característico —explicó ella. El de Bizancio se sentía como el alumno de un monasterio—. Cuanto más antiguas son, más potente es el olor. A una mezcla de betún y alcohol de madera. —Helian señaló el rostro de su acompañante—. Tu nariz tiene trabajo, hombre de Bizancio. Ya se la ha cuidado durante tiempo suficiente.
Helian Cui se arrodilló delante de la primera tumba. Apartó la arena a un lado hasta formar una hondonada. Luego se colocó la túnica delante de la nariz e inspiró profundamente. Poco después se puso en pie y movió la cabeza.
—Si por aquí hay alguna momia, no es en esta fosa.
Tauro miró dentro de la hondonada. Justo debajo de la arena se distinguía algo oscuro. Se inclinó y palpó con las manos. Sus dedos tocaron algo duro, era quebradizo como el cuero viejo. Retiró bruscamente la mano.
Helian se echó a reír.
—Es solo la piel vieja de un animal. Revisten los ataúdes con ellas. En lugar de con tapas de madera. El aire caliente entra y los cadáveres se secan más deprisa.
Las nubes corrían por el cielo, la luna amarilla brillaba sobre el desierto, la arena exhalaba un frío aire nocturno, y Tauro y Helian olfateaban las tumbas. Se arrastraban por la tierra como escarabajos, escarbaban y olisqueaban. Pero todo lo que ascendía por la nariz del bizantino era el olor a ropa vieja y a excremento de camello. Ni siquiera el hedor a podrido se filtraba por la arena. Casi habría agradecido descubrir, al menos, la presencia de un muerto.
Al final (Tauro llevaba un buen rato barajando la idea de convencer a Helian para que volvieran al campamento), un olor se expandió por su nariz, una emanación desconocida, con un asomo de dulzura y un matiz especiado. Observó con mayor atención la tumba en cuestión. También el extremo del remo era un poco más ancho que los otros.
Tauro, desconcertado, buscó a su compañera. Estaba arrodillada detrás, retirando la arena de una de las fosas. Todavía no se había dado cuenta de que él había encontrado algo. El de Bizancio todavía tenía el futuro en sus manos.
—¡Helian! —gritó. Cuando ella se volvió, le hizo una concisa señal—. Aquí hay algo.
Poco después ya habían dejado la tumba al descubierto. Los alcanzó un fuerte olor procedente de la fosa. Sin embargo, la arena suelta resbalaba de nuevo en el hoyo y Tauro estaba ocupado despejando la excavación mientras Helian Cui intentaba distinguir algo por el agujero. ¡Si hubieran tenido una linterna! Pero la luz habría atraído (o ahuyentado) a los nómadas insomnes. Tauro ignoraba que habría sido peor.
—Tenemos que sacar el ataúd —dijo él. Helian dio un paso atrás—. De lo contrario, no veremos nada.
Como ella seguía dudando, Tauro extendió directamente los brazos en el interior de la fosa. Sus dedos palparon la caja de madera, encontraron sostén y la agarraron. Con tal de que la madera podrida de la caja no se resquebraje…, pensó. Entonces Helian se puso a su lado y lo ayudó.
Lo que sacaron de la fosa era una canoa. Uno de esos botes planos con los que navegaban los pescadores de Loulan. Aun así ese era un ejemplar de tiempos remotos. La madera podrida se desmenuzaba entre sus dedos. La proa y la popa de la embarcación estaban desarmadas y se habían reparado con unas tablas cruzadas. Estaba cubierta por una piel de animal tensada y sujeta con ganchos de madera. Tauro exploró los bordes de la piel con las manos, la desprendió cuidadosamente de la madera y a continuación la levantó ligeramente para mirar el interior de la canoa.
El olor que salió del bote se quedó aferrado a su nariz. Helian Cui volvió la cabeza hacia un lado y se tapó la cara con la mano. Tauro sacudió la cabeza como un toro que espanta una mosca.
Manteniendo la respiración, Helian se inclinó sobre la nave fúnebre. Todavía se distinguía con claridad un cadáver. Tauro ya había visto anteriormente momias, pero estaban embalsamadas. A este muerto, sin embargo, solo el desierto lo había convertido en lo que era ahora.
La piel se había tensado sobre el cráneo, los labios habían desaparecido y los dientes quedado al descubierto. Desde el cuello hasta los pies, la momia estaba envuelta en una manta. Cuando Tauro la tocó en mitad del cuerpo, esa parte se convirtió en polvo.
Helian Cui le agarró la mano.
—No. Mírala. ¡Qué bonita es!
El de Bizancio miró a la momia. En la cabeza llevaba un tocado similar a un turbante. Sus párpados cerrados se extendían sobre las cuencas de los ojos. Incluso se habían conservado las pestañas y las cejas, y bajo el adorno de la cabeza asomaban unos cabellos negros.
—Nuestros conceptos de belleza discrepan —afirmó Tauro.
—No hay una única forma de belleza —contestó Helian Cui—. ¿Crees que no te considero hermoso también a ti? Pensaba que a estas alturas ya te lo había dejado claro.
Sonrió irónico por debajo de la barba.
—Somos tortolitos con un pie en la tumba. Wusun compondría con esto una canción. —Y se preguntó en su fuero interno dónde estaría en esos momentos el anciano.
Helian Cui recorrió con la mano en el aire el cadáver sin rozarlo. Entretanto entonó una melodía que recordaba el murmullo de un manantial. Las notas chapoteaban sobre la momia como el agua sobre los cantos rodados y Tauro no se habría sorprendido si el muerto hubiese abierto los ojos.
—Es una mujer —dijo Helian—. Una princesa, tal vez la reina del desierto, la soberana de un imperio hundido.
—¿Como tú?
Ella negó con la cabeza.
—Ella todavía irradia algo mayestático. ¿No lo notas?
Tauro puso todo su empeño por compartir lo que Helian sentía. Inspiró el olor agrio, abrió la boca para estimular las papilas gustativas, intentó reconocer algo inusual. Pero no hubo nada que se le revelara, salvo un ataúd podrido con un cadáver reseco.
—No —admitió—. Pero no deberíamos quedarnos aquí meditando, sino darnos prisa.
Helian asintió.
—Tienes razón. —Introdujo la mano entre la pared del ataúd y el cuerpo. Palpó con cuidado los huecos que quedaban. Pero no encontró nada.
—Tendremos que desvendarla —dijo Tauro. Se dio cuenta de que todo el tiempo hablaba en voz baja. ¡Qué absurdo! Ahí nadie podía oírles. Y sin embargo, no era capaz de decir nada con un tono de voz normal.
Por lo visto, a Helian le sucedía lo mismo.
—No —susurró ella—. Ya hemos molestado demasiado a los muertos. Si los pergaminos hubieran estado entre sus ropas, seguramente ya no quedaría nada de ellos.
—Pero esta parece ser la única tumba digna de consideración.
Helian se quedó mirando un buen rato el rostro de la momia. Tauro tenía la impresión de que entre las dos mujeres se entablaba un diálogo por encima del abismo del tiempo.
La budista se tocó el cabello y enrolló un mechón en el dedo. ¡Cuánto le había crecido desde su primer encuentro! El de Bizancio nunca se había fijado en que ahora formaba rizos alrededor de la cabeza de la muchacha. Últimamente había visto algo así en su país, pero allí las mujeres se rizaban el pelo con tenacillas. Ahí, en los países de Oriente, por el contrario, todos los cabellos eran lisos.
—Debe de haber otro escondite —dijo Helian—. Otra tumba.
Tauro miró a su alrededor. Habían comprobado casi todas las sepulturas. Esa era la única que se diferenciaba de las demás. Era más fácil que los muertos que estaban bajo la arena resucitasen que el que aparecieran los pergaminos con los antiguos escritos en las tumbas restantes.
—A lo mejor están en otro cementerio —dijo el bizantino, y de nuevo germinó la esperanza de que Helian siguiera el viaje con él.
—¿A lo mejor? A lo mejor los gusanos de seda sobreviven también sin hojas verdes —contestó ella imitándolo.
—Y a lo mejor Wusun y Olimpiodoro han conseguido seguir con vida sin mi ayuda. —Sintió chocar sus enfados respectivos por encima del ataúd abierto.
Cogió a Helian por el hombro.
—No podemos abrir todas las tumbas.
—Ya lo sé —contestó ella—. Pero sin estos escritos moriré. Cumplir esta tarea es mi karma. Es lo único por lo que he venido al mundo.
—¿Morirás? —insistió él—. Entonces, ¿para qué me estoy esforzando? Lo mejor es que te quedes aquí y escojas una de estas tumbas como última morada. Dentro de unos años regresaré y miraré cómo te ha ido. Entonces veremos si nuestro concepto de la belleza sigue siendo diferente.
Se fue al extremo de la tumba con los puños cerrados de rabia. Cogió el remo que estaba clavado en la arena y la madera podrida se rompió en pedazos. Furioso, arrojó la pala al agujero de la tumba abierta.
Desde el fondo del hoyo resonó un sonido hueco, muy distante, al cabo de un tiempo sorprendentemente largo. Tauro y Helian se inclinaron con prudencia sobre la abertura, que les dejó al descubierto un negro pozo sin fondo.
El bizantino cogió el bastón de bambú, que había dejado a un lado mientras excavaba, se tendió sobre el vientre al borde de la tumba y hurgó con la caña. En un lugar, el bastón ya no encontraba resistencia. Ahí debía de estar el agujero.
Buscó a continuación algún objeto que arrojar. Algo que hiciera ruido. Se le ocurrió que podía ser el anillo que le quedaba. Se lo sacó, lo apretó fuertemente una vez más en la palma de la mano y luego lo arrojó a la oscuridad. Desde las profundidades se oyó un sonido argentino.
—Dos pérticas —calculó Tauro. Cuando se dio cuenta de que Helian Cui no conocía ese concepto, añadió—. Veinte pies.
—Agárrame fuerte —dijo Helian, tendiéndole las manos.
—¿Tienes conciencia de lo que son veinte pies de profundidad? Puede que yo tenga los brazos largos, pero no miden más de tres pies.
—Si no me sujetas tú, bajo sin tu ayuda.
—¿Buda te ha dado alas? —preguntó Tauro—. Incluso si llegaras sana y salva hasta allí, no podrías ver nada. Voy a buscar una cuerda y una antorcha.
Helian Cui fue deslizándose de espaldas en la tumba y ya habría desaparecido en la negrura si Tauro no la hubiera cogido del brazo en el último momento. Colgaba de su mano y miraba hacia abajo, ahí donde la oscuridad se tragaba sus piernas.
—Bájame con cuidado —dijo—. Puede ser que los escritos estén aquí.
Tauro negó con la cabeza y tiró del brazo hacia arriba el peso pluma de la joven. Pero en cuanto volvieron a aparecer los pies de Helian, sintió un dolor lacerante en los dedos. Le fallaron los músculos y soltó la carga. La joven se le escapó y desapareció tan deprisa en la fosa como si nunca hubiese existido.
Tauro se asomó cuanto pudo al orificio.
—¡Helian Cui! —gritó, convenciéndose de que si ella no respondía él saltaría para ir a buscarla.
Desde abajo resonó el eco de un espacio profundo, seguido de la voz de la budista.
—No es tan profundo. Y si te alejaras del orificio hasta podría ver algo a la luz de la luna.
Tauro apartó la cabeza y esperó. La arena resbalaba hacia el interior de la fosa, desde donde se abría paso el silencio.
—Parece ser una gruta —oyó por fin decir a Helian—. Espaciosa. Puedo ver hasta cinco pasos. Pero sigue bajando. Iré a tientas. Nuestros dedos son mejores guías que nuestros ojos. ¡No te preocupes!
¿Que no se preocupase? ¿Se estaba riendo de él?
—¡Vuelve! —gritó.
¡Y si caía en un abismo! Quién podía saber qué inframundos se extendían bajo la arena del shor. Tal vez, incluso la entrada a ese reino que algunos llamaban Hades y otros el infierno.
En ese momento oyó un alarido. Subía desde las profundidades, hueco y frío. Tauro se estremeció. Al principio pensó en una desgracia, que Helian hubiese despertado de su antiguo reposo a una bestia gris y grande como aquella cuyo cráneo él transportaba de un sitio a otro. Pero a continuación sintió como si Olimpiodoro le pusiera una mano sobre el hombro para sosegarlo y transformar en conocimiento sus fantasías.
—El viento —dijo Tauro—. Exacto. Es solo el viento.
Ahí debajo debía de haber galerías que atravesaban el shor, cavernas de aquellos tiempos en que las mareas todavía bañaban el terreno. Piedras erosionadas y galerías abiertas por antiguas corrientes saladas y en las que hoy en día solo el aire interpretaba melodías perdidas.
—¿Helian? —volvió a llamarla. Pero esta vez no obtuvo respuesta.
Tauro se levantó. Aunque el corazón se lo pidiera, habría sido una insensatez seguir a Helian e introducirse en la fosa.
—Voy al campamento y vuelvo con una antorcha —gritó, y concluyó con un susurro—: y con una cuerda. —Pero la tumba permaneció en silencio como la momia que habían sacado de ella.
Con el viento del este aullando por detrás, Tauro corrió en dirección al campamento.
Los dedos de Helian se habían convertido en ojos. La conducían por peñascos y grietas, se sumergían en los esponjosos tejidos de los hongos. Había humedad, ahí abajo. El mundo estaba lleno de maravillas, y Buda era lo suficientemente generoso para revelarle una de ellas. ¡Ojalá la guiase también al lugar adecuado!
Una ráfaga de aire volvió a filtrarse entre el cabello de Helian. La gruta cantaba para ella. Si bien la letra era incomprensible, los sonidos sosegaban su corazón. La soledad resonaba con ellos. ¿Durante cuánto tiempo no habría pisado un ser humano ese lugar?
Tanteaba precavida con los pies el terreno. Cuesta arriba. Tiró una piedra y oyó que rebotaba. Frente a ella debía alzarse algún obstáculo. Mientras con la mano izquierda palpaba las piedras, sostenía la diestra ampliamente extendida al frente. En el centro de las palmas de las manos, los puntos laogong percibían parte del entorno y su mente estaba muy abierta, mucho más abierta de lo que lo habría estado con luz, cuando los ojos se distraen de lo esencial. Con esos sentidos para los que el cuerpo no tiene órganos, Helian Cui percibía el tamaño de la sala y comprobaba su forma.
Algo se deslizaba por las palmas de las manos. El roce le hacía cosquillas. Pensó que Olimpiodoro posiblemente le habría podido revelar qué cavernícola había llegado a saludarla. Se detuvo y sintió que numerosas patas recorrían sus brazos.
—¿Me guías? —preguntó al insecto. Por su peso, debía de tener el tamaño de un zapato de niño—. Seguro que te conoces todos los rincones de aquí.
Las patas se quedaron enganchadas a su túnica, tropezaron en el algodón y se quedaron colgadas. Luego, el huésped de la oscuridad desapareció por el suelo y no quedó ni rastro de él.
Cuando Helian volvió a recorrer la pared rocosa con los dedos, sintió unas ranuras en la piedra. Las palpó con ambas manos. Los surcos se extendían de forma tan regular sobre la pared que solo podían ser obra del hombre. Al principio pensó que serían signos, una escritura quizá. Pero cuando bajo su tacto un símbolo se convirtió en un triángulo y este en una cola, reconoció lo que tenía ante ella en la oscuridad.
Un pez nadaba sobre la roca. Otro más. Todo un banco de peces surgía en la penumbra. Deslizó emocionada la mano por encima de los grabados. La imagen no parecía tener límites. Helian no podía determinar cuáles eran los otros animales que nadaban junto a los peces. Algunos extendían sus tentáculos, otros carecían de extremidades, como conchas. Alguien le tendió una mano. Poco a poco Helian llegó palpando a un hombro, a una cabeza. Hombre o mujer, no podía confirmarlo. Pero lo que sí estaba claro era la red que lanzaba la figura sobre los generosos caladeros.
Asanga el Pescador, así llamaban los hermanos y hermanas al Iluminado. Porque había tenido la infinita paciencia de ir a pescar la sabiduría donde, aparentemente, no podía encontrarse ninguna. Asanga debía de haber vivido en una gruta como esa y esperado allí que el bodhisattva Maitreya, el próximo buda, se le apareciera.
—Pero Maitreya no se mostró —susurró Helian Cui, y sus palabras se unieron al sonido del viento. Fue cuando Asanga abandonó la gruta en la que había pasado una parte de su vida que se le apareció el bodhisattva. Y cuando Asanga le preguntó dónde había estado tanto tiempo, Maitreya le respondió: «Siempre he estado a tu lado».
Helian disfrutó del fresco consuelo de la leyenda. Sus dedos bajaron a los pies del pescador y a los nichos que se habían cavado en la piedra. Palpó una media docena de rollos de piel.
—¡Daos prisa! —exclamó Tauro. Corría a través de la noche, esta vez alumbrado por la luz de una antorcha.
Tuoba y otros cuatro nómadas seguían sus pasos. Al cabecilla de los uigures le faltaba el aliento, pero despotricaba tanto de Tauro como Jantipa de Sócrates.
Los hombres tenían miedo. El de Bizancio los había arrancado de su estado crepuscular y seguían estando como paralizados por el miedo y la superstición. El viento bramando en la oscuridad, los jirones de nubes recorriendo el cielo y la espectral luna amarilla no contribuían a levantarles los ánimos. Pero los argumentos de Tauro pesaron más que todo aquello con que los demonios de los siete infiernos nómadas pudieran amenazarlos.
—La princesa intenta huir. —Tauro no sabía cuántas veces había aguijoneado con estas palabras a los uigures. Pero, por el lago de fuego, ¡funcionó!
Tuoba golpeaba a sus compañeros en la cabeza en cuanto aminoraban la marcha y tiraba de ellos por el cinturón. Finalmente habían llegado al cementerio.
El bizantino fue el primero en alcanzar la tumba y ya estaba mirando dentro del foso cuando los nómadas todavía no habían llegado.
—¿Helian Cui? —gritó hacia las profundidades.
La respuesta llegó más rápida que el eco.
—¡Súbeme! Espero que hayas traído una cuerda.
Tauro indicó a Tuoba que dejara caer el extremo de una de las dos cuerdas en el agujero. Cuando vio que Helian salía de la tumba, sintió que se quitaba un peso de encima. Pero disfrutó por poco tiempo de ese alivio.
En cuanto la budista salió completamente de la sepultura, los nómadas se abalanzaron a traición sobre ella y la ataron de brazos y piernas con la segunda cuerda. Dejó caer algo. Gritó. Después de que Tauro hubiera recogido los rollos, entendió que estaba maldiciendo su nombre.