Lucile pasó días buscando y reuniendo los elementos necesarios para calcular su pensión. Había trabajado en negro durante varios años en la fábrica de bolsos de piel, había perdido cierto número de papeles. Las fotocopias, los desplazamientos, las gestiones con la Caja de Pensiones, le parecían insalvables.

Lucile estaba agotada, le dolía la espalda, los brazos, los hombros, absorbía cada día medicamentos cada vez más fuertes contra el dolor, sus manos y sus piernas habían vuelto a temblar.

Los tratamientos contra el cáncer habían terminado, quedaba el dolor, que se suponía disminuiría al cabo del tiempo. Lucile debía efectuar controles cada tres meses.

Angustiada por sus temblores, Lucile temía un principio de Parkinson. Pidió hacerse exámenes de diagnóstico, que dieron resultado negativo.

Volvió a sus paseos por París, se inscribió como voluntaria en una asociación para dar cursos de alfabetización, siguió el programa de belleza propuesto en el hospital por un fabricante de cosméticos. Ralentizada, sin aliento, deprimida, Lucile intentaba inventarse una nueva vida.

Un miércoles, a la hora de la comida, sentada a la mesa con mis hijos, recibí su llamada.

Mi madre ha muerto —me anunció, no sin cierta brutalidad, que yo había identificado desde hacía mucho tiempo como un elemento básico de su sistema de defensa.

Y después Lucile, que ya no lloraba, se puso a llorar.

Quería marcharse a Pierremont inmediatamente, no conseguía preparar sus cosas, estaba tan cansada, no tenía fuerzas.

Le dije que iría, llamé al padre de mis hijos para pedirle si podía venir a recogerlos, aceptó y me fui. Encontré a Lucile confusa y desamparada.

Justine y Violette se habían instalado en Pierremont desde hacía varias semanas, habían acompañado a Liane hasta el final, le habían permitido morir en su casa, como deseaba mi abuela.

Lucile las llamó delante de mí, por sus protestas comprendí que le pedían que fuera más tarde, uno o dos días después. Lucile colgó y se desmoronó de nuevo.

Fui hasta la cocina y allí llamé inmediatamente a las hermanas de mi madre, he olvidado cuál de las dos me explicó que tenían previsto ir a buscar a Tom a su residencia y a llevarle a un restaurante para anunciarle la noticia. Aquello complicaba las cosas, no era un buen momento. Le dije: no tenéis derecho a hacer eso.

Ayudé a Lucile a preparar sus cosas, tenía dolores, se asfixiaba, era incapaz de la menor iniciativa. Llamé a la compañía ferroviaria para informarme de los horarios de tren y después volví a llamar a Pierremont para avisar de su hora de llegada. Creo que cogimos un taxi hasta la estación de Lyon. Era demasiado tarde para que Lucile pudiese comprar un billete, cargué con su bolsa y la metí en el tren, busqué dinero para darle que no tenía, volví a salir del vagón donde la había dejado, lívida y temblorosa.

Los funerales de Liane tuvieron lugar a principios de diciembre, en la iglesia Hacía un frío glacial. Leí un texto que había escrito sobre mi abuela, no fui la única, los textos convergían en un mismo impulso afectivo, rendían homenaje a su vitalidad, a su alegría, evocaban con las mismas palabras el recuerdo solar que dejaba tras ella, una huella luminosa y tenaz. La familia, los amigos y los vecinos llenaban la iglesia.

De vuelta a la casa de Pierremont, Lucile participó en el ágape que sus hermanas habían organizado, se refugió en el cuarto de Tom.

Tras un largo momento, recuerdo haberme dado cuenta de su desaparición, haber subido a verla, haberla encontrado tumbada en la cama, tenía una palidez extrema, de cera, casi transparente. Yo le reprochaba no estar con nosotros, aislarse, no compartir, tuve con ella una breve conversación, molesta, que me atormentó durante meses.

No vi su dolor, no vi su desesperación, volví a cerrar la puerta con un gesto seco.

Me quedé abajo, en ese ambiente saturado de emoción y tensión que sigue a menudo a los funerales, reí, charlé, evoqué viejos recuerdos, volví a ver a unos y otros, admiré las fotos de sus hijos o de sus nietos, comí quiche, bizcocho y bebí vino.

Durante largo tiempo me obsesionó esta idea: no estaba en el lugar correcto.