Escribir sobre la familia es sin duda alguna el medio más seguro de enfadarse con ella. Los hermanos de Lucile no tienen ningunas ganas de leer lo que acabo de transcribir ni lo que me dispongo eventualmente a decir sobre ello, lo siento en la tensión que rodea ahora mi proyecto y la certidumbre de que les voy a herir me perturba más que ninguna otra. Hoy se preguntan sin duda lo que voy a hacer con eso, de qué forma voy a abordarlo, hasta dónde estoy dispuesta a llegar. Desde el momento en que intento acercarme a Lucile, no puedo omitir las relaciones que tuvo con su padre, o más bien las que tuvo él con ella. Debo, como mínimo, hacerme la pregunta. Pero esa pregunta no es indolora.

Disparo a quemarropa y lo sé.

Un día que almuerzo con mi hermana, le cuento el terror en el que me ha sumergido la lectura del hermoso libro de Lionel Duroy, Le Chagrin[4], que revive su infancia y cuenta la manera radical e inapelable en que sus hermanos se alejaron de él tras la aparición de otra novela, escrita quince años antes, en la que el escritor ya hablaba de sus padres y sus hermanos. A día de hoy siguen sin dirigirle la palabra: es el traidor, el paria.

¿Basta el miedo para callar?

Delante de un sándwich mixto, algo impresionada, mi hermana me asegura su apoyo incondicional. Hay que llegar hasta el final, me dice, no dejar nada en la sombra.

Me marcho convencida de que el único camino posible, en el punto donde estoy, en el punto donde estamos todos, es el que pasa por ese punto.

El hombre al que amo (y del que he terminado creyendo que también me ama) se inquieta al verme perder el sueño a medida que avanzo en la escritura. Intento explicarle que es normal (nada que ver con el hecho de que me haya desviado en un ejercicio de un género nuevo, nada que ver con el material que manipulo, eso me ha pasado con otros libros, de pura ficción, etc.). Juego a los bravucones, barro las preocupaciones con el dorso de la mano.

¿Basta el miedo para callar?

Con treinta y dos años, Lucile escribe que su padre la ha violado. Envía el texto a sus padres y hermanos, nos lo da a leer. Durante semanas, imagino que va a pasar algo muy grave y realmente estruendoso, una implosión familiar que no dejaría de provocar terribles daños. Estoy a la espera del drama.

Y, sin embargo, no pasa nada. Continuamos yendo de vez en cuando a pasar fines de semana a Pierremont, nadie persigue a mi padre con una escoba, nadie le parte la cara contra los escalones, mi propia madre habla con su padre y no le escupe a la cara. Tengo doce años y la lógica de las cosas se me escapa. ¿Cómo es posible que una revelación así no tenga ningún efecto? En la escuela, la gramática es la única asignatura que me interesa. Sin embargo, en Pierremont, en ausencia de conjunción subordinada —si bien, en consecuencia, por lo tanto— no pasa nada, ni lágrimas, ni gritos, mi madre va a casa de sus padres, que se preocupan por ella porque parece muy cansada, ha adelgazado, sus rasgos se han afilado, no duerme, la vida es tan dura para ella, que cría sola a sus hijas.

Meses más tarde, Lucile se retractó. Hablaba entonces de una relación «incestiva» más bien que incestuosa, refutaba el relato de la consumación.

Como miles de familias, la mía se acomodó a la duda o se libró de ella. En rigor podía admitirse cierta ambivalencia, un clima que se prestaba a la confusión, pero de ahí a imaginar lo peor… Una violación imaginada por Lucile, eso era todo. Eso hacía las cosas respirables, si bien había muy poco aire.

La prueba de que Lucile no andaba bien, no tardaríamos en tenerla.

Años más tarde, cuando Manon y yo ya éramos adultas, en una época en la que Lucile estaba bien, mi hermana volvió a hacerle la pregunta. Lucile le respondió que sí, que había pasado. Y que nadie había reaccionado a la lectura del texto que había enviado.

El texto se quedó en letra muerta y Lucile no recibió como respuesta más que un silencio petrificado.

Hace unos meses, cuando pedí a los hermanos de mi madre que me hablaran de ella, aceptaron con sincero entusiasmo. Rendir homenaje a Lucile, intentar entenderla: sí, por supuesto.

Para todos nosotros, Lucile —su dulzura, su violencia sigue siendo un misterio.

Por supuesto la hipótesis de que Lucile fuera violada por mi abuelo figuraba en un lugar importante entre los temas que quería abordar. Sin embargo, en el momento en que comencé este trabajo, no tenía ninguna certidumbre.

Cuando volví a escuchar las conversaciones que mantuve con cada uno de ellos, me parece que la cuestión está omnipresente desde las primeras palabras. Pesa antes incluso de ser planteada. A pesar del silencio, años más tarde, el texto de Lucile ha dejado su huella. Saben que llegaré a él, retrasan el momento, o por el contrario lo anticipan, algunos admiten la adoración que Georges sentía por su hija, hablan de fascinación o de pasión. Un amor, una mirada, sí, que podía ser opresora para ella, suscitar el fantasma. ¿Acaso no es cierto que las hijas están enamoradas de su padre? Hablan con precaución, evalúan cada palabra. Incesto no, por supuesto que no: ni un gesto.

Sólo Justine (que aborda el tema casi de inmediato) admite la posibilidad de la consumación.

Justine es la última de los hermanos de Lucile a la que interrogué. Vive en el campo, no viene a menudo a París, nos costó encontrar una fecha para que fuera a su casa, al final fue ella la que vino. Temía esa entrevista más que las demás porque las relaciones de Justine con Lucile fueron a menudo conflictivas, tensas hasta el extremo, como si entre ellas hubiese cristalizado un dolor imposible de compartir. Tras haber escuchado a Lisbeth, Barthélémy, Violette, y la imposibilidad epidérmica que tienen de pensar que Lucile hubiese dicho la verdad, el testimonio de Justine, que nunca tuvo pelos en la lengua (y que se alejó de Georges durante unos años), me interesaba en sumo grado.

Justine me relató un mes de verano que había pasado sola con Georges, cuando tenía dieciocho o diecinueve años, en la época en la que éste llevaba a sus hijos a Pierremont, uno por uno o a varios a la vez, para que le ayudasen con las obras. Justine me contó la forma en la que Georges la había acosado, sin descanso, para que se quitase la camiseta, el sujetador, para que se desnudara, para que se pusiese cómoda. Quería hacerle fotos, ayudarle a descubrir su sexualidad, enseñarla a masturbarse. Justine se escapaba en cuanto le era posible para pasear al borde del canal, Georges cerraba la puerta de entrada con llave. Ella sintió miedo todo el tiempo. Él tomó una serie de fotos de ella que Justine no encontró nunca. Georges no era un hombre al que se le pudiese decir que no.

Le pedí que precisara: ¿hasta dónde había llegado? La había toqueteado, pero no violado. Quizá tenía miedo de que hablase, porque Justine, a diferencia de Lucile, era bastante locuaz. Justine vivió la opresión de Georges, su mirada, la amenaza que representaba.

Hoy reivindica una parte del odio hacia ese hombre que destrozó su juventud y comprometió durante mucho tiempo su capacidad de ser feliz. Ese hombre que hubiese podido contentarse con ser un padre maravilloso.

Otro día, siempre con vistas a este libro, visité a Camille. Camille es la hermana más joven de Gabriel, era una de las mejores amigas de mi madre cuando tenían unos veinte años. Quería que me hablase de Lucile, de sus primeras turbaciones, saber qué tipo de chica fue Lucile, conocer la forma en que reía, bailaba, se enfrentaba al futuro. Esperaba que Camille me ayudara a encontrar a la Lucile radiante y alegre del documental rodado para la televisión, quería a una Lucile fútil y despreocupada.

No me imaginaba ni por un momento lo que Camille iba a contarme, y sin embargo llegó pronto, entre líneas, cuando le pedí que me hablara de Lucile, de Georges, de la familia Poirier. Una frase inacabada, en suspenso, cuyo sentido no entendí. Camille dudó: no era mi tema, habíamos sufrido tanto ya, no estaba segura de deber evocar eso. Insistí.

Camille no hablaba de las relaciones de Lucile y de su padre, sino de las que ella misma tuvo con él. Una de las primeras veces que vio a Georges, ella tenía dieciséis años. Estaba previsto que él la llevara a Alicante, donde Liane y sus hijos, así como Gabriel, pasaban ya las vacaciones desde hacía unos días. Camille había sido invitada a España por los Poirier. Su padre había muerto el año anterior, su madre era mayor, pensaron que le sentaría bien cambiar de aires, viajar con jóvenes, divertirse. Días más tarde, Camille se encontró dentro del coche de Georges, al que apenas conocía. Durante el camino, hicieron una primera escala para recoger a un primo de Lucile, y después una segunda, en casa de unos amigos de Georges, para dormir un poco. Se encontraron los tres en la misma cama, el primo, Camille y Georges, este último apoderándose con autoridad del lugar del medio. Durante la noche, Georges se pegó contra ella, empezó a acariciarla. Petrificada, Camille no dijo nada. En España, se mantuvo a distancia, antes de sufrir una crisis de apendicitis aguda y ser repatriada inmediatamente a Francia.

Durante meses, Georges exigió que Camille le llamase, que se viesen, aquí o allá. Estaba loco por ella. Concertaba citas a las que ella no acudía, daba códigos para que la llamase a la agencia y direcciones donde encontrarse. Cuanto más lo rehuía, más amenazador se mostraba él. Si no accedía a sus deseos, le contaría a su madre cómo se había pegado a él, aquella noche, cómo se había comportado para incitar su deseo, para provocarle. Camille no sabía nada del sexo y la idea de que su familia pudiese enterarse de tales horrores la aterrorizaba. Tanto más cuanto que su madre insistía en que les diese las gracias a Liane y Georges, que habían sido tan generosos de invitarla, y que aceptase las invitaciones de éste, reiteradas sin cesar. Pasó el tiempo y Georges no soltó la presa, no perdió ninguna ocasión de recordarle lo que le debía.

Acabó consiguiendo lo que perseguía. Primero una noche, después de una cena a la que la había obligado a acudir; después un fin de semana entero en Pierremont, en el que le tendió una auténtica emboscada para encontrarse a solas con ella. Aterrorizada por sus amenazas, Camille había cedido. De esos dos días que pasó encerrada bajo el yugo de Georges (con el pretexto de que los vecinos no debían verla), durante los que tuvo que plegarse a sus juegos eróticos y a sus castigos, Camille conservó un recuerdo vergonzoso, doloroso e inconfesable durante mucho tiempo. El curso siguiente, se marchó a un colegio en Inglaterra para escapar de Georges, de su influencia. Durante años, se sintió culpable.

Al volver a Francia, Camille se casó, tuvo hijos, a pesar de la marca que Georges había dejado en su cuerpo, y de ese sentimiento de culpabilidad que nunca la ha abandonado.

Tras el divorcio de Lucile y Gabriel, Lucile y Camille perdieron el contacto. Camille se divorció también, y se volvió a casar años más tarde.

Asistió al funeral de Lucile.

Le conté a Camille el texto de Lucile y su posterior retractación. La forma en la que nos escondimos tras la idea de que se trataba de un delirio, dada su enfermedad, la duda que para mí perduraba y que no encontraba respuesta alguna. Camille estaba conmocionada. Me confesó haber notado que Lucile se protegía de su padre, que evitaba quedarse a solas con él.

Nunca hablaron de ello. Durante un fin de semana en el que Camille estaba en Pierremont con Lucile y Gabriel, Georges había entrado desnudo, en plena noche, en la habitación de Camille. Pero cuando oyó a Gabriel en el pasillo, que seguramente le había visto entrar, sintió miedo. Más tarde, durante el viaje de regreso, estando las dos solas en el coche, Lucile le hizo a Camille preguntas sobre su padre, qué hacía allí en plena noche, qué quería, Camille no dijo nada.

Si hubiese hablado, si hubiesen hablado, ¿habría sido su vida diferente?

Tras su visita, Camille me escribió para decirme cuánto la había aliviado nuestra conversación. Después de todos esos años, se sentía menos culpable.

Durante mis pesquisas, Manon me contó una escena que ya me había relatado y que yo había ocultado. Un día, mientras estaba de vacaciones en La Grande-Motte, Georges, por una razón que ha olvidado, había decidido regalarle un bañador. En la época en la que el topless era de rigor, Manon había elegido un bañador de una pieza color blanco, de doble espesor y aspecto deportivo. Mientras le agradecía ese regalo, Georges se acercó a ella, le acarició el hombro y le dijo:

—Si eres buena, podrás tener otros regalos.

Manon tenía dieciséis años y no se le escapó la ambigüedad de Georges. Se lo contó a los hijos de Lisbeth y uno de nuestros primos no pudo evitar repetir la confidencia a Liane. Ésta, con un tono glacial que Manon no conocía, la previno:

—No está bien contar cosas como ésa de vuestro abuelo.

Lucile guardaba todo su correo. Cuando murió, encontramos en sus cajas la mayoría de las cartas de su padre. Manon las había guardado en su casa junto al resto de papeles y escritos. Cuando empecé este trabajo, le pedí que me las devolviera. Manon las había leído, no había nada, me previno, nada en particular. Georges escribía a Lucile de vez en cuando para darle noticias, nada más. Cuando quise ordenarlas por fecha, se me presentó un hecho extraño: durante el verano del 78 (pocos meses antes de que Lucile escribiera su texto), Georges le había escrito ocho cartas en menos de tres semanas. Según la tradición, Liane realiza entonces su vuelta de julio (una especie de gira de invitaciones a comer dedicada a la familia y los amigos), mientras Georges se marcha solo al sur, donde después se le une mi abuela el mes de agosto. Ocho cartas en tres semanas, a veces dos fechadas el mismo día. Me estremecí ante la idea de encontrar una pista, un detalle, que hubiese escapado al análisis de mi hermana y las leí con la mayor atención. Pero esas cartas no revelan nada. A juzgar por lo que cuenta Georges, Lucile tiene dificultades en su trabajo y se inquieta por su salud. Georges le aconseja que visite a un hematólogo, que descanse, insiste para que se reúna con él, durante un momento espera que esté libre el fin de semana del 14 de julio, le recuerda que, en caso necesario, se haría cargo del billete, y después, una vez pasado el 14 de julio, insiste para que vaya durante el mes de agosto.

Dos meses después de la muerte de Milo, a la que no hace ninguna alusión, Georges se preocupa por Lucile. Quizá teme por ella, eso es todo.

El día en que estábamos en el trastero en casa de Violette, buscando las memorias de Georges grabadas en cintas de casete, en el momento en que expresé mi deseo de llevarme a casa ese material, a Violette le dio un ataque de cólera terrible. Una cólera temblorosa, aguda y febril, para decirme que no, que no quería, que en ningún caso me confiaría esas cintas si era para utilizarlas contra su padre. Desamparada, precisé que no buscaba nada más que los recuerdos profesionales de Georges y algunas anécdotas de la calle Maubeuge, que quería relatar y para las que necesitaba recrear el ambiente. Era cierto, en la medida en que no pensaba ni por un segundo encontrar en ese material ni un rastro de la ambigüedad de Georges frente a Lucile.

En la época en que Georges grababa sus memorias, un día anunció a Violette que había consagrado una casete a su sexualidad. Ella le expresó con claridad que no quería. Quince días más tarde, le dijo que la había destruido. Ella misma me lo ha contado.

Violette me dejó coger las cintas.

Lucile y Georges están muertos, es demasiado tarde para conocer la verdad. Lucile era bipolar y parece ser que el incesto figura entre los factores desencadenantes de la enfermedad. No he encontrado estudios estadísticos sobre el tema. El texto que Lucile dejó entre sus cosas cuenta que Georges le hizo tomar un somnífero y después la violó.

Entre los escritos que encontramos en su casa (escritos que no juzgó útil tirar, que dejó, pues, a nuestro alcance), encontré uno de los borradores de ese texto, escrito a lápiz sobre un cuaderno escolar. Revela en ese punto las etapas de su elaboración.

Última escena: nos vamos a nuestra casa de campo con mi novio, estamos con mi padre. No me muestro tierna tengo tanto miedo de que mi padre nos vea en esa actitud. Mi amigo Forrest duerme arriba. Voy a mear, él me acecha, me da un somnífero y me lleva hasta su cama para que me relaje, estoy tan nerviosa. No sé si me ha violado, Me violó mientras dormía, hace dieciséis años y lo digo.

Cuando Manon volvió sobre este tema, años más tarde, Lucile le contó que Georges la había obligado a sentarse en el borde de su cama, después había empezado a acariciarla. Ella se había desmayado de terror. Nada de somníferos. Es de hecho aproximadamente la misma versión que escribió en 1984 para su psicoanalista, que la trata desde hace meses y choca contra su silencio, y le pide que escriba un diario:

Sábado 29.12.1984. Hoy mi padre me ha regalado un reloj redondo para esconder el tatuaje que no le gusta de mi muñeca. A mí me gusta mi tatuaje, forma parte de mí misma. Mi padre no sabe que él es el origen de ese tatuaje. Diez y diez, es la hora en la que me he despertado en su habitación tras haber pasado una noche con él y quizá me ha violado. No lo sé. Todo lo que sé es que he sentido mucho miedo y me he desmayado. Ha sido la vez en la que más miedo he sentido en toda mi vida.

Lucile conservó ese reloj redondo hasta el final de su vida, tatuado en la muñeca. Diez y diez, la hora de despertar, la hora en la que se detienen los relojes, en los escaparates de las joyerías.

¿Y si durante esa noche no pasó nada? ¿Y si no existiese más que el miedo, ese miedo inmenso, y la inconsciencia que le siguió?

A veces me viene una idea que me atormenta:

¿Y si, incapaz de decirlo o de escribirlo, Lucile se hubiese topado con un tabú aún más profundo, el de su estado de conciencia? ¿Y si Lucile no se hubiese desmayado, a pesar de estar paralizada por el miedo, y Georges hubiese abusado de su poder, de su dominio, para someterla a su deseo, para convencerla de ceder? ¿Y si Lucile, al igual que Camille, no hubiese podido, no hubiese sabido decir que no?

Después la vergüenza habría destilado su veneno y prohibido toda palabra, salvo disfrazada. Después la vergüenza habría cavado el lecho de la desesperanza y del asco.

Vuelvo a leer estas palabras de L’Inceste[5], en las que Christine Angot revela cómo su padre abusó del ascendiente que tenía sobre ella: «Siento hablaros de todo esto, me gustaría tanto poder hablaros de otra cosa. Pero así es como me volví loca, eso es. Estoy segura, es así como me volví loca».

No lo sabremos nunca. Tenemos, unos y otros, nuestras propias convicciones, o bien no las tenemos.

Quizá eso es lo más difícil, no haber podido odiar nunca a Georges, no haberlo podido absolver tampoco. Lucile nos dejó esa duda en herencia, y la duda es un veneno.

Meses después de la redacción de ese texto, y del silencio que acompañará a su difusión, Lucile fue internada por primera vez. La coordinación es a la escritura lo que el montaje a la imagen. Tal y como escribo estas frases, tal y como las yuxtapongo, ofrezco mi verdad. Sólo me pertenece a mí.