A veces Jean-Marc se protegía la cabeza sin razón, con un gesto brusco, como ante la amenaza invisible de un golpe. Entonces Liane se acercaba a él, desplegaba los brazos del niño enrollados sobre su cabeza, liberaba su rostro y le acariciaba la mejilla. Había que ser bueno con él, ayudarle a hacer los deberes, enseñarle a atarse los zapatos, a comportarse en la mesa y a rezar en misa. Había que prestarle los juguetes y los libros, hablarle con dulzura. Lucile no quería a Jean-Marc. No le quería como quería a Lisbeth o a Barthélémy, como había querido a Antonin: sin pensar. Intentaba sentir hacia él algo de ternura, y a veces lo conseguía, cuando Jean-Marc la miraba con esa carita que te encoge el corazón, como decía su madre, pero siempre volvía esa sensación de impotencia. Lucile se sentía culpable por mantenerse a distancia, porque le observaba como un cuerpo externo, disonante, porque le costaba tanto tocarlo. No quería estar a su lado en la mesa, ni en el coche, ni en el metro. Jean-Marc era raro, hablaba otra lengua, se comportaba de forma diferente. Lucile no quería a Jean-Marc, pero se había acostumbrado a él. Jean-Marc formaba parte del decorado, había encontrado su lugar. Por nada del mundo hubiese cuestionado su presencia. Estaba allí, protegido de su verdadera familia, intentando adaptarse a la suya, adoptar sus códigos, sus horarios, su vocabulario. Y además Lucile compartía con él algo que los demás ignoraban. Porque Lucile también tenía miedo. Miedo del ruido, del silencio, de los coches, miedo de los ladrones de niños, de caerse, de romperse el vestido, de perder algo importante. No sabía cuándo apareció el miedo. El miedo siempre había estado allí. Lucile necesitaba a Lisbeth para encender la luz del pasillo y atravesar el patio del edificio cuando estaba oscuro. Necesitaba a Lisbeth para que le contara cuentos cuando no conseguía dormirse y para que se pusiera tras ella cuando se subía a la escalera de mano. Barthélémy se burlaba de ella. No podía entenderlo. Barthélémy desafiaba a su madre, no paraba de idear nuevas proezas, escalaba las paredes, se escabullía, desaparecía. No temía a nada, nada podía frenar sus impulsos. Un día que estaba castigado en una esquina, ante la mirada atónita de sus padres, se puso a arrancar metódicamente el papel pintado. Y cuando Liane, agotada y al borde del ataque de nervios, le encerraba en el servicio, salía por la ventana y daba la vuelta al patio caminando sobre el voladizo, la espalda pegada a la pared del edificio, para así volver a su habitación o huir por el hueco de la escalera. Los vecinos veían al niño suspendido en el vacío y gritaban. Pero a Barthélémy le gustaban las alturas, extendía su territorio, de la cañería al canalón y del canalón a la cornisa, y pronto sería capaz de ir desde el número 15 bis hasta el 25 de la calle por los tejados.

Cuando había que formular un deseo porque era la primera vez —primeras fresas, primeras nieves, primeras mariposas— Lucile deseaba siempre el mismo. Soñaba que se hacía invisible: verlo todo, escucharlo todo, aprenderlo todo, sin que nada palpable señalara su existencia. No sería más que una onda, un suspiro, un perfume quizá, nada que se pudiera tocar o atrapar. Hasta donde llegaba su memoria, Lucile siempre había captado la atención. Apenas entraban en la habitación o se detenían en medio de la acera, los adultos se inclinaban sobre ella, se extasiaban, le cogían la mano, acariciaban su pelo, le hacían preguntas, qué hermosura de niña, qué guapa es, es tan bonita, parece tan buena, ¿estudias mucho en el colegio? Desde la campaña de carteles para los textiles Intexa, Lucile se había convertido en una niña vedette. Había participado en La Pista de las Estrellas, presentado por Pierre Tchernia, y después en el formidable espectáculo dirigido por Georges Cravenne en la Torre Eiffel, durante el cual la habían fotografiado sentada sobre las rodillas de Brigitte Bardot. Todas las grandes marcas de ropa la reclamaban. Georges y Liane aceptaban sólo algunas solicitudes. Algunos meses, el dinero de las fotos ayudaba a pagar el alquiler, pero Lucile debía continuar sus estudios en el colegio.

En clase, desde la distribución del papel secante, Lucile había perdido cualquier posibilidad de fundirse en la sombra. Había descubierto la admiración, la envidia, los celos, convergiendo en ella bajo una forma compacta que la abrumaba. Lucile advertía en ciertas chicas el deseo de acercarse a ella, de atribuirse un lugar a su lado, pero también su encarnizada búsqueda de una falla vergonzosa o un defecto risible que manchase su imagen y les permitiese fulminarla. A pesar de todo, Lucile se sentía orgullosa. Orgullosa de ganar dinero, orgullosa de ser la elegida entre las demás, orgullosa porque Georges lo estaba de ella y se felicitaba de su éxito.

Cuando conseguía aislarse, Lucile escuchaba en el pick-up las canciones de Charles Trenet. Frente al espejo, sonriente y bien peinada, cantaba «Boum», «La Java du diable» o «J’ai ta main» y se las sabía todas de memoria.

Durante mucho tiempo, los domingos por la mañana habían sido consagrados a los mimos: en el calor de las sábanas, a intervalos de veinte minutos y de dos en dos (Lisbeth y Barthélémy, Lucile y Antonin, Milo y Justine), los niños se metían por turno en la cama de Liane y Georges, sus cuerpecitos pegados a los de sus padres. Tras la muerte de Antonin, a la vuelta de vacaciones de L., el ritual había cesado.

Georges había abierto dos años antes su propia agencia de publicidad, buscaba nuevos clientes y trabajaba sin descanso. Durante la semana, los niños apenas le veían. Volvía tarde por la noche, cuando ellos ya habían cenado, los besaba uno por uno con la misma expresión de lejanía, y cada día la ausencia de Antonin se presentaba ante él de esa forma insidiosa, mientras que los demás se alejaban dentro de sus pijamas estampados: a fin de cuentas, faltaba uno. Georges había cambiado. No de forma súbita, radical, sino lentamente, poco a poco, como si se hubiese dejado invadir por un rencor sordo cuya victoria se negaba a admitir. Georges no había perdido nada de su elocuencia, de sus juegos de palabras, de su espíritu crítico. Su mirada acerba y su gusto por la burla permanecían intactos. Al contrario, Georges había ganado en agudeza lo que había perdido en ternura. En cenas y veladas, hacía reír y continuaba captando la atención. La palabra era la expresión de su poder, de su fuerza. El hablar de Georges era alto, preciso, académico. Fustigaba en los demás las concordancias desafortunadas, los errores de sintaxis, las aproximaciones semánticas. Georges dominaba la gramática francesa a la perfección y no ignoraba ninguna palabra del argot. A veces era asediado por vahos de amargura, en el transcurso de una velada, de una conversación o de una película mala, y pronto acabaría formándose en su garganta una bola de cólera que no dejaría de crecer.

Un día que llevaba varios minutos con la mirada en el vacío, extraño al ruido que le rodeaba, Lisbeth, inquieta, se dirigió a su madre en la cocina.

—El que está ahí no es papá.

—¿Qué dices?

—Es un hombre que se ha puesto una máscara que parece papá. Pero estoy segura de que no es él.

Por la noche, Georges observaba a sus hijos, y a ese muchachito que había acogido entre ellos, tan moreno como rubios eran los otros, ese muchacho dulce y temeroso que durante varias semanas había huido de su mirada. Georges observaba a su familia y pensaba en las elecciones que había hecho. Se había casado con una mujer cuya principal voluntad era la de traer niños al mundo y educarlos. Muchos niños. Él no era de los quisquillosos, de los vacilantes, de los cicateros. De los debiluchos, mezquinos, temblorosos. No tenía dinero suficiente, ¿y qué? Ya lo encontraría. ¿No tenía suficiente espacio? Pues bien, echaría abajo los tabiques y construiría literas en forma de armarios. La vida no estaba sino para plegarse a sus deseos, y sus deseos eran inmensos. El espacio estaba lleno de ruido, de gritos, de disputas. Él necesitaba ese número, esa abundancia. Le pasaba lo mismo con las mujeres, aunque sólo amara a una. Hasta ahora, ninguna se le había resistido. Y quedaban todavía tantos cuerpos por descubrir. Pero en el fondo —y eso es lo que sin duda pensaba Georges por la noche, la mirada perdida entre las tablas del parqué—, allí donde se encontrase, en brazos de mujeres, presidiendo largas mesas llenas de amigos, al volante del coche con el que recorría los caminos de un lado a otro, con sus hijos apelotonados detrás, allí donde se encontrase, sí, en el fondo, estaba solo.

Liane había vuelto a reír y a cantar. De jovencita había aprendido todo un repertorio de cantilenas y canciones que canturreaba ahora a sus hijos, soldadito vuelves de la guerra, bien suavecito, un pie calzado y el otro desnudito, de dónde vienes, soldadito, bien suavecito. A veces una especie de ardor le perforaba el vientre de tal manera que ningún embarazo podría colmarla. Pero Liane creía en el cielo, en Dios misericordioso, en el descanso eterno. Un día, en el Paraíso de los hombres o quizá en un espacio desconocido, mezcla de guata y de tibieza, volvería a encontrarse con su hijo. Cuando nació Violette, semanas después del entierro de Antonin, aún más regordeta y vigorosa que todos los demás, Liane pensó que Dios le enviaba una señal. O un regalo. El nacimiento de Violette había envuelto su tristeza con un velo de cansancio y plenitud. Violette absorbía toda su energía y, al mismo tiempo, la mantenía con vida. A Liane le gustaban los lactantes, el olor de los pliegues del cuello, sus dedos minúsculos, y la leche que brotaba de sus senos en plena noche. El bebé acaparaba por completo a Liane por sus despertares nocturnos y sus voraces exigencias. Violette le ofrecía su balbuceo, sus sonrisas, su mirada. Pero cuando Justine, su hija pequeña que todavía no había cumplido tres años, se acercaba a ella, tendía sus brazos, se acercaba a sus faldas, Liane la rechazaba. Justine quería a su madre y reclamaba la parte que le debía. Pero Liane ya no tenía fuerzas. No podía más.

Los demás eran mayores. Se las arreglaban. Lisbeth interpretaba su papel de hija mayor, ayudaba a su madre a preparar la comida, enjuagaba la vajilla, vigilaba a los pequeños. Barthélémy pasaba la mayor parte de su tiempo fuera, se burlaba de Dios y encontraba siempre un medio para saltarse la misa. Milo jugaba con Jean-Marc, coleccionaba coches y tabas, Lucile miraba a los adultos, no se perdía una palabra de sus conversaciones, lo grababa todo.

Más que ningún otro, Lucile era la hija de Georges. Se parecía a su padre, tenía su humor, su mirada, sus entonaciones. Liane hubiese querido ser capaz de amarla mejor, de consolarla, de romper la fortaleza de su silencio. En lugar de eso, Lucile seguía siendo esa niña misteriosa que había crecido demasiado deprisa y a la que ya no cogía en sus brazos.

Pronto Lucile sería más viva que ella, más inteligente, más espiritual. ¿En qué momento surgió esa sensación? Liane lo ignoraba. Y Lucile continuaba observándola, con aquella cara de saberlo todo sin haber aprendido nada, aquella forma de estar allí sin estarlo, de llevar una existencia paralela a la de los demás, y a veces de juzgarla.