Tras el arreglo ritual, vestido con un traje oscuro, Jean-Marc se había quedado tres días en casa. Su cuerpo, tendido sobre su cama, había sido rodeado de cirios. Todos los niños habían podido verle. Semanas antes, Barthélémy se había rebelado ante la idea de que Jean-Marc fuese también a su escuela. ¿Desde cuándo Jean-Marc estaba dotado para las artes plásticas? No quería tenerlo a sus espaldas, se avergonzaba de él. Pero ahora que su hermano estaba muerto, Barthélémy, que no creía en Dios, rezaba con todas sus fuerzas para que resucitara. Habría dado cualquier cosa para dar marcha atrás, para que la muerte de Jean-Marc no hubiese ocurrido, para que nada parecido volviese a devastar a su familia.
La prensa se lanzó sobre el suceso. Habían venido periodistas, habían llamado a la puerta, telefoneado sin descanso. Uno tras otro se encontraron con la violencia de Georges, con sus insultos. Algunos se habían quedado en las cercanías de la casa, con la esperanza de conseguir algunas palabras por parte de los hermanos del adolescente muerto, o de cualquiera que asomara la nariz. Como los demás, Lucile salía con la cara cubierta con la bufanda, ignorando las llamadas, las arengas, y mirando fijamente al frente.
A Lucile y a sus hermanos les habían explicado la muerte de Jean-Marc con voz pausada. Al haber sido un niño maltratado, Jean-Marc tenía la costumbre de protegerse la cabeza para dormirse. Esa noche, agotado por su entrenamiento de natación, se había cubierto con una bolsa de plástico y no había despertado. Jean-Marc había muerto asfixiado en su sueño, no había sufrido. No añadieron nada más.
La casa, por grande que fuese, abrigaba desde entonces una atmósfera pesada, saturada. Georges se sobresaltaba despavorido ante cualquier llamada. A los niños les ocultaron los titulares de los periódicos que alimentaban su cólera. A los demás no había que decirles nada. Jean-Marc había muerto, no había nada que añadir.
¿Acaso con quince años o casi podía alguien dormirse con una bolsa de plástico en la cabeza sin querer, sin haberlo deseado? Ésa era la pregunta que se planteaba Lucile como sin duda la mayoría de sus hermanos. Y si Jean-Marc hubiese decidido poner fin a sus días, ¿qué infelicidad, qué abandono era el origen de su desesperación? Nadie se había dado cuenta, Jean-Marc parecía feliz. ¿De qué eran culpables, ellos, que todavía vivían, ellos, que no se habían dado cuenta de nada?