Allí estaba, es decir, en la página ciento cinco del documento de Word en el que trabajo —y a la víspera de un fin de semana sin nada planeado—, cuando por fin decidí escuchar las cintas grabadas por mi abuelo quince años antes de su muerte.

Desde 1984 hasta 1986, entre bocanadas de humo de su pipa y sentado en su despacho, Georges relató una parte de su vida en cintas de casete, en un total de treinta y siete. Ese monólogo de más de cincuenta horas estaba dirigido inicialmente a Violette, que tenía por entonces unos treinta años. Violette le había pedido a su padre que contara su infancia, de la que hablaba poco. Georges aceptó, se dejó llevar, y siguió su relato mucho más allá de la petición inicial. Cuando lo dejó, decidió crear una copia para el resto de la familia. Violette conserva ahora las dos copias.

Volveré más tarde sobre las circunstancias en las que recuperé esas cintas, tras una disputa que fue terriblemente violenta para mí y que me atormentó durante varias semanas. Esa escena basta de hecho para explicar por qué no había conseguido escucharlas hasta ahora, cuando estaban en mi posesión desde hacía tiempo y para hacerlo me había procurado un aparato que pronto sería prehistórico.

A tientas, escribía sobre «la calle Maubeuge» con la voluntad de rendir cuentas a la vez de la época y del medio social en el que había crecido mi madre, mientras las cintas permanecían en alguna parte bajo una estantería, apiladas en la vieja bolsa de plástico en la que las había transportado.

En el momento en que me disponía a evocar la mudanza que conduciría a mis abuelos desde París hasta Versalles, me pareció que había dejado algo de lado. No podía proseguir sin haber escuchado las cintas, ni continuar escribiendo como si no existiesen. Las cintas estaban en mi casa, habían sido copiadas por Georges en persona y, a pesar de las reticencias que sentía ante la idea de escuchar la voz de mi abuelo, muerto hace más de diez años, debía, como mínimo, escucharlas por encima.

Cuando saqué las cajas de la bolsa y quise ponerlas en orden, me di cuenta de que faltaban tres (18, 19 y 20). Se me pasó por la mente llamar a Violette para decírselo, pero cambié de opinión. Poco tiempo antes de su muerte y cuando creo que ya había decidido poner fin a su vida, Lucile había cogido prestadas la totalidad de las cintas para escucharlas. Si mencionaba a Violette la ausencia de tres de ellas, sin duda pensaría que Lucile las había destruido o escondido. Es cierto que Lucile, en diferentes ocasiones, había demostrado una actitud radical frente a objetos ligados de forma concreta o simbólica a su familia. Pero también era perfectamente posible que al rebuscar en el sótano de Violette hubiese olvidado involuntariamente una parte de las cajas, o que éstas hubiesen sido guardadas en otra caja.

El sábado por la mañana, introduje la cinta 17 en el lector para saber dónde se situaba el punto de ruptura. La cinta termina en junio de 1942, en el momento en que Georges, que acaba de perder su trabajo en Toute la France (un periódico destinado a las familias de prisioneros, cuyo director acaba de ser arrestado), busca un nuevo trabajo.

La cinta 21 empieza semanas más tarde, cuando Georges y Liane se conocen en un guateque. Georges tiene veinticinco años, apunta maneras de seductor, que pule desde que está en París, y domina diferentes estrategias de aproximación al género femenino cuya eficacia, una noche más, queda confirmada. A Georges le gusta bailar, los cuerpos apretados y la mano más o menos audaz, y hace reír a las mujeres hasta la carcajada. Liane, a la que ve por primera vez y a la que llama su pequeña hada azul (alusión a Charles Trenet, del que es un gran admirador), acepta bailar con él, a pesar de que lo considera, a primera vista y teniendo en cuenta la reputación que le precede, un perfecto grosero. De hecho, enseguida le deja las cosas claras: su vestido no es azul sino verde y ni se le ocurra practicar con ella ninguna forma de flirteo. Georges se da por enterado. Bailan un poco y después Georges revolotea de nuevo de mujer en mujer antes de volver a su casa con seis o siete números de teléfono. Un récord, precisa. Durante las semanas siguientes, la imagen de esa joven provinciana, de la que describe la sonrisa, la frescura y los rizos rubios, permanece en su memoria. Se vuelven a ver meses más tarde, en una velada que tiene lugar en casa de una de las hermanas de Liane, Barbara, que ya está casada y vive en París. Sorprendido por el toque de queda, Georges pasa el final de la noche hablando con la pequeña hada azul. A la mañana siguiente, acepta acompañarla a la misa dominical. Están enamorados. Así es como Georges, que ha acariciado muchas pieles, elige a Liane, que lo ignora casi todo de la vida. Creo que sabe reconocer en ella a la mujer que nunca le traicionará, que le será devota en cuerpo y alma, esta última grande y generosa, y que no verá en él durante toda su vida más que el hombre brillante y fantasioso con el que se ha casado.

De vuelta en Gien, Liane pide a sus padres autorización para cartearse con Georges. Lo vuelve a ver varias veces durante sus visitas a París, donde va regularmente a tomar clases de violín. Se casan en septiembre de 1943 en Pierremont, la fiesta tiene lugar en la casa de los padres de Liane, que los alemanes han terminado abandonando. Como Georges no tiene un céntimo, un vecino le presta un chaqué algo grande para la ceremonia religiosa, y su futura suegra le regala un traje para la boda civil. Así pues, Georges se casa, no sin inquietud, con una mujer con la que nunca ha hecho el amor, ni siquiera, precisa, le ha visto nunca los senos. Su corto viaje de novios (unos días en una provincia francesa) es un alivio: Liane demuestra cierto temperamento. Georges relata después cómo se instalan en un pequeño apartamento de un dormitorio en París y los primeros pasos de su vida en común.

He escuchado la cinta 21 íntegramente, cautivada por el relato de Georges, su manera de alternar los detalles, las anécdotas y el análisis, y de dominar el suspense entre dos digresiones. Georges hablaba como escribía: claro, preciso, construido. Me hubiese bastado con saltar cinco o seis cintas para pasar directamente a la época que buscaba, la de la infancia de Lucile. En lugar de eso, escuché las cintas a lo largo de más de diez días, con un cuaderno en las rodillas o al alcance de la mano. Las puse una tras otra y llegué hasta el final.

Más tarde, la víspera de una cena en la que debíamos encontrarnos, acabé mencionando a Violette la ausencia de las tres cintas. Fuese cual fuese la razón, no era tan grave, porque disponía del juego original. Le pedí las cintas que faltaban y aceptó confiármelas. La idea de que Lucile pudiese haberlas destruido o escondido me intrigaba.

La cinta 18 empieza pues cuando Georges, tras la desaparición de Toute la France, pierde su empleo. Busca entonces un nuevo periódico que le contrate. Acaba un artículo que estima brillante sobre la juventud parisina y lo ofrece él mismo a Révolution nationale, un semanario colaboracionista que acogería las plumas de Drieu La Rochelle y de Brasillach. El artículo seduce a Lucien Combelle, que dirige el periódico y decide publicarlo en dos partes. Después Lucien Combelle encarga a Georges una crónica regular sobre la vida parisina. Éste acepta, titula su crónica «Amar, beber y cantar» y pasa desde entonces muchas de sus veladas en los music-halls y los cabarets. Semanas más tarde, a petición de Combelle, Georges se convierte en secretario de redacción de Révolution nationale. Seguirá en ese puesto hasta su desaparición. Es en esa época cuando conoce a Liane.

Las tres cintas que faltaban están centradas esencialmente en la vida profesional de Georges durante la Ocupación: su trabajo en Révolution nationale, su respeto, si no su fascinación por Combelle, de quien alaba la audacia y la honestidad, los numerosos encuentros (entre ellos, con Robert Brasillach) que le facilita el periódico. En la Liberación, Georges cuenta cómo Combelle, que se negó a huir de Francia, fue detenido, condenado a quince años de trabajos forzados y después amnistiado en 1951.

El trabajo de Georges en Révolution nationale no es un secreto de familia propiamente dicho. Todo el mundo lo sabe, pero todo el mundo lo ha olvidado de alguna manera. Algunos se preguntaron sobre cómo debían interpretar la actitud de Georges, y buscaron respuestas. Ninguno de los hermanos de Lucile parece haber hablado con él sobre ese tema, que no le gustaba mencionar, pero hoy en día ninguno parece tener un juicio definitivo sobre la presencia de Georges en Révolution nationale.

Por lo que yo sé, la mayor parte de los hijos de Georges (cuyas elecciones políticas fueron, en algunos casos, radicalmente opuestas a las suyas) le consideraban un reaccionario. Cuando tuve edad para interesarme por el mundo, Georges se había convertido en un hombre amargado y de vuelta de todo, fustigaba con la misma amargura a la prensa escrita, la televisión, la izquierda revolucionaria, la izquierda caviar, la derecha hipócrita, demagoga o biempensante, la multiplicación de rotondas en las carreteras secundarias, la Educación Nacional, los cantantes desprovistos de órgano, los presentadores de televisión de vocabulario aproximativo, los en base a, a decir verdad y otras muletillas, los adolescentes de todo tipo y toda época. Pero, desde que tengo memoria, los dos temas a evitar a cualquier precio durante las comidas familiares eran la política y el cine francés (a esta lista se añadiría después el camembert pasteurizado).

Sin embargo, por muy desengañado que estuviese, Georges continuó hasta el final de su vida luchando por causas inverosímiles o desesperadas.

En las cintas que siguen a las que faltaban, Georges vuelve sobre su posición durante la guerra y, por mucho que diga, intenta justificarse.

No menciona las relaciones que pudo tener en aquella época con su propio padre, que tras haber perdido su trabajo en La Croix du Nord, cuando el periódico dejó de publicarse, se negó a escribir para el Journal de Roubaix, bajo control de la censura alemana, y fue asiduo a los comedores de beneficencia durante varios meses.

Tras la Liberación, en un estado de malestar que se niega a nombrar, argumentando la prioridad que considera un deber ceder a los que no trabajaron durante la Ocupación, Georges tardará más de un año en presentarse ante el Comité de depuración para obtener su documento de identidad profesional. Éste le será concedido tras analizar su dosier y le permitirá ejercer de nuevo su profesión. Georges evoca la hipótesis de haber obtenido el apoyo de François Chalais. Más tarde aún, en otra cinta, mientras relata los años de posguerra, Georges vuelve por última vez a sus actividades durante la Ocupación y reflexiona utilizando este increíble eufemismo:

«¿Era oportuno trabajar en un periódico que se llamaba Révolution nationale y que no era un periódico de la resistencia? Por supuesto…».

Durante varias semanas, me pregunté si debía mencionar esos elementos de una forma u otra, o bien considerar que no tenían nada que ver con mi objetivo. ¿La posición de Georges durante la guerra podía haber afectado al sufrimiento de Lucile? Me planteé esa hipótesis porque las cintas faltaban (Lucile tuvo siempre un sentido de la desaparición simbólico, así como de la puesta en escena de mensajes en clave, más o menos comprensibles para los demás), pero también bajo la influencia del libro L’Intranquille[2] publicado por Gérard Garouste. Lucile tiene algunos puntos en común con Garouste, empezando por la enfermedad que sufren ambos, llamada durante mucho tiempo psicosis maniaco-depresiva y que ahora denominan trastorno bipolar. La lectura de ese texto hace unos meses, en el momento en que giraba, sin querer decidirme, alrededor de la idea de escribir sobre mi madre, me conmocionó. En ese libro, el pintor evoca la figura de su padre, de un antisemitismo visceral y patológico, el cual hizo fortuna con la expoliación de bienes judíos. El confuso horror y la vergüenza que su padre inspira a Garouste tuvieron mucho que ver con su sufrimiento y parecen haberle acosado durante mucho tiempo.

Que yo sepa, Georges no fue ni antisemita ni fascista. Nunca oí salir de su boca opiniones que pudiesen dejar suponer la menor ambigüedad por su parte sobre esos temas, y eso que Georges hablaba alto y claro y no tenía por costumbre disimular sus opiniones. Tal como la veo hoy, la colaboración de Georges en Révolution nationale es la propia de un joven oportunista, ávido de reconocimiento y desprovisto de discernimiento.

A fin de cuentas, si bien, como lo hicieron otros de sus hermanos, Lucile se preguntó sobre el pasado de su padre, si bien se extrañó de las numerosas paradojas que éste albergaba, creo que en lo referente a la vida de Georges en la Ocupación le concedió, como mínimo, el beneficio de la duda.

Y le odió por otras razones.