Poco antes de su sesenta cumpleaños, Lucile efectuó los trámites necesarios para retrasar su jubilación y continuar trabajando en el hospital. No disponía de la cotización necesaria que le hubiese permitido acceder a una pensión completa, le gustaba su puesto y temía la inactividad.
Poco tiempo después de haber obtenido ese aplazamiento, Lucile, que se quejaba de un dolor en el hombro, consultó a su médica de cabecera. Ésta le prescribió una radiografía de pulmones.
La radiografía reveló una mancha en el pulmón derecho. Tuvieron que hacerle más pruebas.
Lucile me llamó una tarde y me anunció con ese tono categórico y febril tan suyo que tenía cáncer de pulmón. No disponía entonces de ningún resultado, así que intenté tranquilizarla. Debía esperar para saber más, quizá no era tan grave, no había que dramatizar, ¿qué día tenía cita para su escáner?
Recuerdo muy bien haber terminado esa conversación con tono ligero, haber colgado y haberme dicho: tiene cáncer y lo sabe.
El verano anterior, Lucile se había quejado en varias ocasiones de un cansancio inusitado. Durante un fin de semana en Pierremont, donde nos habíamos reunido Manon y yo, nuestros hijos y Lucile (en ausencia de Liane, que dejaba gustosamente su casa en verano), habíamos justificado su agotamiento por su trabajo, los transportes, su falta de sueño, la insonorización deficiente de su piso de protección social, el ritmo parisino, o incluso su falta de voluntad ante las tareas domésticas. Después Lucile había pasado una semana de vacaciones con Manon y había descansado bien.
Tras los exámenes complementarios, Lucile vio confirmadas sus sospechas.
Nos pidió en un primer momento que no hablásemos de ello, efectuó todas las citas necesarias para la puesta en marcha del protocolo. En un primer momento debía someterse a una operación para extirpar el tumor (que parecía relativamente localizado), después una quimioterapia y después una radioterapia.
Lucile esperó hasta el último momento para avisar a su familia.
Se quejó de la reacción de Liane, que, según ella, no le hizo mucho caso. A Liane le daba igual, todo le había importado siempre una mierda.
El día en que Lucile ingresó en el Instituto Montsouris, comí con ella en un café del distrito 14, a dos pasos del apartamento de la calle Auguste-Lançon (donde habíamos vivido con ella y Gabriel), a dos pasos del parque Montsouris, por el que nos paseaba cuando éramos niñas, a dos pasos del piso de Bérénice, a dos pasos del Hospital Sainte-Anne.
Esos años aparecieron ante mí como una especie de vértigo, desplegados sobre el mantel de papel, sin que pudiese ligar los unos con los otros, mientras Lucile se mantenía ante mí, tensa, e intentaba poner buena cara. Lucile había dejado de fumar, su futuro se anunciaba como un sinfín de curas, ciclos, rayos, catéteres. Intentaba al menos hablar de otra cosa, me hizo algunas preguntas sobre la salida de mi libro y la forma en que las cosas evolucionaban en mi empresa, donde yo atravesaba un periodo difícil.
Lucile fue operada el lunes por la mañana. No fue posible verla en reanimación, nos habían avisado de que deberíamos esperar al día siguiente. Pudimos, al menos, informarnos por teléfono cuando hubo salido del quirófano. La operación había ido bien, a pesar de que había habido que extirparle dos costillas, en las que se había desarrollado metástasis.
Al día siguiente, salí antes del trabajo para ir a ver a Lucile. Atrapada por drenajes y tubos, acababa de volver a su habitación, intentaba reanimarse a pesar de las dosis de morfina que disminuían su dolor, y pronunció algunas palabras.
Durante varios días, Manon y yo nos turnamos ante su lecho.
El cuarto o quinto día después de la operación, encontré a Lucile sentada sobre su cama, muy perturbada y de humor agitado. Apenas entré en su habitación me agarró por el brazo y me suplicó que la sacase de allí. Me explicó de forma muy confusa que era víctima de medidas punitivas por parte del personal sanitario, como prueba aseguraba que su televisión había sido saboteada de tal forma que sólo podía ver una cadena, la seis, que como yo sabía detestaba, y en la que se sucedían a todo lo largo del día programas que competían en estupidez, y encima destinados a perjudicarla. Debía darle mi palabra de que la creía y organizarme con Manon, con la que había hablado por teléfono esa misma mañana, para sacarla de allí lo más rápido posible.
En el estado de debilidad física en el que se encontraba, su pánico me conmocionó. Enseguida comprendí lo que pasaba.
Fui a ver a una enfermera que, con un sonoro suspiro e incluso antes de que pudiera hacerle la pregunta que me inquietaba, me informó de que Lucile era una paciente difícil. Y con razón. Las indicaciones referentes a la reanudación de su tratamiento, interrumpido por la operación a causa de la insuficiencia respiratoria que podría generar, se habían perdido por el camino. Lucile se encontraba bajo una alta dosis de morfina sin el menor medicamento para compensarla.
Tuve una conversación bastante agria con la enfermera, que se comprometió a hablar de ello con el médico. Las cosas volvieron a su cauce en cuanto Lucile dejó la morfina y volvió a tomar sus medicinas.
Lucile salió quince días más tarde del Instituto, al que fui a buscarla en taxi para llevarla directamente a casa de Manon.
Manon se había organizado para acoger a Lucile en su casa durante la convalecencia. Yo no me había ofrecido para llevarla a la mía, no sólo por falta de espacio, sino sobre todo porque era incapaz. Enferma o no, no me imaginaba soportando a Lucile más de unos pocos días. Admiraba a mi hermana por haber sido capaz de hacerlo.
Sé cuánto se lo agradeció Lucile.
Cuando recuperó la movilidad y fuerzas suficientes, Lucile volvió a su pequeño apartamento en el que las plantas, que yo había regado con regularidad, habían sobrevivido a su ausencia.
Un domingo por la tarde, Lucile llegó a mi casa puntual para tomar un té y me declaró sin preámbulos —como me confesó habérselo anunciado a Manon la víspera— que no seguiría ningún tratamiento. Lo había pensado bien, la operación era necesaria, habían extirpado el tumor, pero se negaba a someterse a quimioterapia.
Soy incapaz de decir lo que pasó por mi cabeza en aquel momento, qué cortocircuito inmediato, de rara violencia, acabó con mi pudor y mis reservas: estallé en sollozos y le grité a Lucile que no tenía derecho a hacer eso. Mi pánico y mi vehemencia parecieron impresionarla. Frente a mi desamparo, bajó la guardia. Conseguí que me dejara fijar una nueva cita con el oncólogo (a quien ya había visto pero al que, según me confesó, no había dicho nada de su decisión) para que le expusiese ante mí las consecuencias de esa decisión. Quería que midiese por completo las consecuencias, y después, si seguía pensando lo mismo, la respetaría.
Lucile aceptó.
Días más tarde, la acompañe a Saint-Louis, donde el médico, que conocía la cantinela, acabó por convencerla.
No me entretendré en los meses que Lucile pasó en quimioterapia. Hoy todos nosotros conocemos a alguien que sufre o ha sufrido la extrema violencia del cáncer y los tratamientos que lo acompañan.
Lucile no perdió el pelo, engordó, permaneció tumbada en su casa durante horas, devastada por la fatiga, se hinchó por efecto de la cortisona.
Y después Lucile empezó con los rayos que le quemaron la piel.
Durante todo ese tiempo, creo que Manon y yo estuvimos todo lo presentes que pudimos, cada una a nuestra manera. Por mi parte me había acercado a Lucile, hablaba más con ella por teléfono, me desplazaba con más asiduidad para verla.
Durante todo ese tiempo, no me fue posible abrazar a Lucile, ni una sola vez, ni rodear sus hombros, ni siquiera poner mi mano sobre la suya. Lucile estaba rígida, huidiza, se mantenía a distancia, envuelta en su dolor. Más allá de los rápidos besos de hola y adiós, en los que no nos entreteníamos, la actitud de Lucile, desde hacía mucho tiempo, desanimaba a todo contacto físico.
Ya no sé exactamente en qué momento nos enteramos de que Liane sufría un cáncer de páncreas y que apenas le quedaban unos meses de vida.
Lucile acabó ese año de tratamiento extenuada y agotada. Por razones administrativas, dado que tenía la baja por larga enfermedad, no pudo prolongar su aplazamiento y se vio obligada a aceptar la jubilación. Para ella fue un duro golpe, esperaba, al finalizar, volver a su trabajo.
Teniendo en cuenta la clasificación de su cáncer, Lucile buscó en Internet las estadísticas de recaída. En un horizonte de cinco años, sólo un 25% de los pacientes había sobrevivido. Me rebelé contra su conducta, le demostré que no tenía ningún sentido, y le hice prometer que no volvería a hacerlo.
Tres meses después del final de su tratamiento, Lucile realizó una primera serie de pruebas. Su amiga Marie la acompañó a la consulta del oncólogo. Lucile podía respirar, los resultados eran buenos.