En Bagneux, Lucile ya no soportaba el ambiente de aislamiento de nuestra residencia, la moqueta sucia por el tiempo, las ventanas dobles abiertas de arriba abajo, la longitud del trayecto que la llevaba a su trabajo en transporte público. A finales del mes de julio, a la una de la tarde, visitó un piso en el distrito 9, a dos pasos del barrio donde había vivido de niña. Mucho más grande que los otros ofrecidos por el mismo precio, le pareció limpio y luminoso. La cocina y el cuarto de baño eran grandes y estaban en buenas condiciones. El agente inmobiliario le metió prisa, firmó inmediatamente. Lucile se ocupó de la mudanza, pintó nuestros cuartos, y después se reunió con nosotros en el sur, donde estábamos de vacaciones con Liane y Georges. Todo transcurrió como si su texto no hubiese existido nunca, como si nada de todo eso (las horas negras, las acusaciones) hubiese tenido lugar. Volvimos las tres juntas a finales de agosto. Lucile no tardó en darse cuenta del tamaño de su error.
En el número 13 de la calle Faubourg-Montmartre, nuestro nuevo piso se situaba exactamente frente a la discoteca Le Palace y la sede del periódico L’Équipe. Por esa estrecha arteria circulaban dos líneas de autobús e innumerables autocares de turistas, cuyo trayecto hacia Pigalle o al Folies-Bergère, a cualquier hora del día o de la noche, pasaba bajo nuestras ventanas. La calle era una de las más ruidosas de París, había gente por todas partes, todo el tiempo. En el portal de nuestro edificio, para llegar a la escalera, había que rodear la cola del Studio 43, un cine de barrio cuya programación (películas de serie B, Z o X, dos por el precio de una) sigue siendo para mí, aún hoy, bastante oscura. Desde la ventana de la cocina, veíamos las monstruosas ratas que se alimentaban con toda serenidad de la basura del fast-food vecino, cuyos carteles parpadeaban toda la noche, y no era raro que, después de la hora de cierre de Le Palace, nos despertaran los gritos y las sirenas. Escondida tras las cortinas, me levantaba para observar los altercados, la llegada de la policía, la dispersión que seguía a las peleas.
Lucile seguía trabajando como secretaria en la misma empresa de promoción, se burlaba con ganas de su jefe, soñaba con largas y lejanas vacaciones y a veces nos contaba anécdotas de su trabajo.
La habitación de Manon se abría al salón donde Lucile había instalado su cama. El colchón de Lucile estaba colocado sobre palés de madera que hacían las veces de somier. Casi todas las noches, Manon oía llorar a Lucile.
Empecé tercero en un instituto de la calle Milton, al que llegaba en autobús. Lejos de Tadrina y de nuestra complicidad infantil, la adolescencia se me presentaba como un verdadero calvario: llevaba un aparato dental que mis primos llamaban la central nuclear, tenía un pelo rizado imposible de dominar, senos minúsculos y piernas de mosca, me sonrojaba en cuanto me dirigían la palabra y no dormía por las noches ante la idea de recitar una poesía o presentar una exposición delante de la clase. En ese entorno parisino que me intimidaba tanto, para poder mantener cierta compostura, me inventaba un personaje de chica triste y solitaria, corroída por un drama secreto, y rechazaba toda invitación susceptible de distraerme de mi tormento; Manon, que estaba en cuarto de primaria en un colegio del barrio y la mayor parte de cuyas amigas eran judías, decía que también ella lo era, se inventó fiestas religiosas e intensas oraciones. Para explicar la forma de su rostro (liso y alargado, a lo Faye Dunaway), Manon contó a quien quiso escucharla que un día, galopando a gran velocidad sobre un caballo indisciplinado, se había estampado contra un árbol.
Manon era una niña alegre, confiada, sonriente. Yo era una adolescente seria, grave, cerebral. Pasábamos la mayor parte de nuestro tiempo robando en las tiendas, el barrio nos ofrecía múltiples posibilidades. Pains d’Épices, una tienda de juguetes y miniaturas del pasaje Jouffroy, donde actuábamos varias veces por semana y de donde salíamos con los bolsillos llenos, así como el Monoprix, donde los sistemas de protección antirrobo todavía no existían, se convirtieron en nuestros lugares predilectos. Para justificar ante Lucile tan repentina abundancia, yo multiplicaba las mentiras: negocios de pacotilla, dinero milagrosamente encontrado en la calle, amigas demasiado orondas que me daban su ropa, madres enternecidas que me ofrecían regalos…, el resto lo escondíamos en nuestros cajones.
Un día una vendedora pilló a Manon y la sermoneó, escapamos por poco a la catástrofe.
Lucile no soportaba el ruido incesante de la calle, los ratones que invadían la cocina en cuanto nos dábamos la vuelta, las ratas grandes como conejos que se agitaban toda la noche en los cubos de la basura.
Lucile se aislaba en un mundo cada vez más opaco, donde el polvo sucedió a veces a las volutas de humo.
Virginia estaba en mi clase y vivía justo enfrente de nosotras, en el sexto piso del edificio de L’Équipe. No le importaban mis problemas, ni los suyos, ni los problemas en general. Virginia vivía en diez metros cuadrados con su madre, que era asistenta, se vanagloriaba de llevarme a los guateques y al cine, cada mañana me silbaba por la ventana para darme la señal de partida. Su energía no tardó en mermar el papel que me había asignado. Gracias a ella, ingresé en la banda más prestigiosa del instituto. Descubriría The Specials, Madness, Police y The Selecter, evitaba las clases que me parecían aburridas, y prefería las animadas conversaciones en los cafés, o las expediciones a las Galerías Lafayette. Entraba de lleno en un mundo nuevo, un mundo que vivía, latía, vibraba.
El 4 de enero de 1980, Barbara, la hermana de mi abuela, y su marido Claude, que en aquella época era director de información de France-Soir, fueron invitados al plató de Apostrophes para hablar de un libro que habían escrito juntos, titulado Deux et la folie. El libro contaba a dos voces la enfermedad de Barbara, caracterizada por la alternancia de periodos de excitación, hasta de delirio, y periodos de depresión profunda.
Seguramente esa fecha se correspondía con el final de las vacaciones de Navidad, pues en la increíble sala de televisión de Pierremont, dedicada por completo al culto a la pequeña pantalla (que era inmensa y reinaba en medio de un mueble de madera concebido para acogerla), me parece que ese día se reunió la familia entera en un silencio religioso. Los unos se habían instalado sobre los largos sofás cubiertos de piel de pelo suave, los otros sentados en el suelo sobre la moqueta azul. Reteníamos el aliento. Apenas comenzado el programa, se susurraron los primeros comentarios, pero por qué se viste así, por quién va a empezar, pero, bueno, para nada, su traje es perfecto. Se lanzaron los primeros chis de exasperación a través de la habitación. Y después ya está, atención, sí, Barbara y Claude eran los primeros, no es genial, formidable, asombroso, pero, bueno, callaos, ¿y quién es el que no para de toser?
Cuando volvimos a París, Lucile empezó a pintar en la pared del salón, que también era su habitación, un fresco atormentado, compuesto de arabescos y espirales, verde oscuro sobre fondo blanco. Así es como lo recuerdo, tortuoso y amenazante.
Una noche, Pablo, el amigo de Justine, llamó a nuestra puerta, las manos cargadas con una cesta de ostras que acababa de robar del escaparate de un restaurante del bulevar Montmartre. Pasaba por allí. Minutos más tarde, volvió a bajar para pedir un limón, consoló con unas palabras amables al comerciante, que se lamentaba de que se la hubiesen jugado cuando apenas había vuelto la espalda. Pablo abrió las ostras y disfrutamos el festín.
En los días que siguieron, Lucile me pareció cada vez más agitada.
Otra noche, a modo de cena, nos sirvió frambuesas congeladas, recién sacadas de la caja, que nos fue imposible comer.
Durante unos días, Lucile no compró más que alimentos dulces (yo precisé en mi diario: que cuestan supercaros).
El 29 de enero, Lucile nos convocó a Manon y a mí a una reunión extraordinaria cuyo orden del día no tardó en ser revelado. Lucile quería anunciarnos que era telépata. Podía pues saber todo lo que pasaba, incluso a una gran distancia, y controlar la mayoría de los objetos. Justo acababa de pronunciar esas palabras, cuando se escuchó un grito de ratón en la cocina. Lucile precisó que también podía hacer huir a los ratones, para desdecirse inmediatamente: «Ah no, qué tonta, no son objetos» (frase reproducida in extenso en mi diario). Allá donde estuviésemos, nos veía en los espejos, nos protegía a distancia. Nosotras también teníamos poderes. Manon era una bruja que escuchaba todo y podía descifrar, gracias a su oído, el mundo hostil que la rodeaba. Lucile precisó que habría que llevarla al otorrino para optimizar sus poderes auditivos. Por mi parte, yo era el oráculo de Delfos, predecía el futuro y mis predicciones se realizaban. Pero debía guardarme de anunciar malos presagios. Lucile acercó a mi cuello un par de tijeras cuya punta rozó mi piel. Yo ya no respiraba, vigilaba el temblor de su mano. Se recuperó y nos explicó después que había escrito una carta a un psicoanalista famoso que, a falta de sello, iba a transmitirle por telepatía.
El día siguiente era miércoles, día de Escuela Dental. Los estudiantes se ocupaban de los cuidados clásicos de Manon por la mañana, mientras que la tarde estaba consagrada a la ortodoncia que llevaba yo. Cuando estábamos a punto de irnos, Lucile declaró que no quería oír hablar de que fuésemos en metro: la red metropolitana escapaba en parte a su control. Me dio dinero para que cogiésemos un taxi, porque en cambio controlaba sin restricción el conjunto de taxis parisinos. Ningún vehículo escapaba a su vigilancia. Lucile me preguntó con la mayor seriedad si preferiría que el nuestro fuese conducido por un hombre o una mujer. Tras varios segundos de reflexión, acabé respondiendo que prefería una mujer. Manon y yo no osábamos mirarnos, bajamos las escaleras con un silencio consternado.
Mi madre era una adulta, mi madre había leído mucho y conocía un montón de cosas, mi madre era sabia, ¿cómo podía imaginarme que mi madre pudiese decir tonterías? Yo tenía trece años, avanzaba con paso incierto hacia los coches alineados en fila, desgarrada entre el respeto a su palabra y el despertar de mi propia conciencia, desgarrada entre el deseo de que el taxista fuese un hombre y el de que el taxista fuese una mujer. Estaba sucediendo algo que no se definía, que escapaba a mi conciencia. Se me pasó por la cabeza coger el metro a escondidas y devolverle más tarde el dinero (tomar un taxi no formaba parte de nuestro modo de vida y me pareció un despilfarro espantoso), pero temía que, gracias a sus poderes, descubriese mi traición. Manon permanecía en silencio. Con un nudo en el estómago, nos dirigimos a la parada de taxis.
En el primer taxi había un hombre al volante. Nos montamos en el coche, le indiqué nuestro destino, calle Garancière, el billete que Lucile me había dado me quemaba en las manos. Me sentía mareada.
Esa misma noche, Lucile volvió a casa con un ojo morado. Nos explicó que Jacques Lacan, el gran psicoanalista, la había pegado.
Lisbeth vino a cenar con nosotras desde Brunoy. Los hermanos de Lucile empezaban a inquietarse por ella, decía cosas raras por teléfono, Lisbeth había sido enviada como exploradora. Lucile nos llevó al restaurante, el ojo a la funerala, en un estado de gran agitación. En Chartier, como es costumbre, compartimos nuestra mesa con otros clientes. Durante la comida, Lucile habló mucho, rio, estalló en sollozos, robó patatas fritas del plato de su vecino, agitó los brazos e interpeló al camarero por una tontería. Estaba convencida de que nos hacía esperar adrede, tenía algo contra nosotras, contra ella, personalmente, ya se había dado cuenta.
Yo miraba a Lisbeth, esperaba que dijese algo, no os preocupéis, lo que pasa en este momento es normal y no hay razón para inquietarse ni tener miedo, vuestra mamá volverá a ser como antes, una buena noche de sueño y se acabó, pero Lisbeth parecía tan desamparada como nosotras. Después de la cena, subimos a casa, Lisbeth se fue a la suya. En el momento en que iba a apagar la luz, Lucile me anunció que me regalaría al día siguiente los pantalones de pana fina rosa que le había reclamado sin éxito.
Desde hacía unos días Lucile se gastaba el dinero que no tenía, no tardaríamos en descubrirlo, Lucile compraba sin mirar.
Más tarde, durante la noche, Manon la oyó llorar de nuevo en su cama.