Durante las vacaciones escolares, Liane y sus hijos se iban regularmente a Pierremont, donde se encontraba la casa de la familia de Liane. Georges se unía a ellos los fines de semana. Lucile y sus hermanos adoraban ese lugar, su olor a tiza, a polvo y humedad, el graznar de las cornejas, la proximidad del río y del canal. En las casas de alrededor encontraron amigos de su edad. Poco a poco, Lucile, Lisbeth y Barthélémy habían formado una pequeña banda, ahora adolescente, a la que se unían cada noche tras escaparse de sus casas. En la de los Poirier bastaba con bajar por el balcón del primer piso, que sobresalía sobre la acera desierta. La operación era discreta y poco peligrosa, salvo cuando, con pie torpe, Lucile se apoyaba en el timbre. Tras haber comprobado que tenían vía libre, corrían hasta la plaza del pueblo, donde una de las esquinas no iluminada constituía el lugar ideal de reunión. Una vez juntos, se dirigían a una pequeña playa que habían acondicionado en la orilla del río, bebían refrescos o cerveza y, los mayores, fumaban cigarrillos.
Una noche en que se habían juntado todos, la conversación desembocó en el abominable Pichet, el estanquero del lugar, conocido por sus borracheras y la ausencia de escrúpulos con la que explotaba a una chiquilla a quien los servicios sociales le confiaban durante las vacaciones escolares. Lucile estaba persuadida de que la manoseaba. Además, desde hacía unos meses, para prevenir toda tentativa de robo, Pichet había prohibido a varios de ellos la entrada a su ultramarinos-bar-estanco. Lucile propuso una expedición de castigo, Barthélémy elaboró el plan. Se trataba de secuestrar el gran anuncio metálico en forma de zanahoria que constituía la enseña de todos los estancos de la época. La noche del día siguiente se puso en marcha la expedición. Descolgar la zanahoria fue terriblemente largo; ésta, colgada mucho más alto de lo previsto, medía cerca de dos metros y pesaba una veintena de kilos. Lucile dirigió la maniobra. Después de varios intentos salpicados de hilaridad y risas contenidas, Barthélémy, ayudado por un chico de la banda, consiguió descolgarla. A continuación la llevaron al otro lado del pueblo y la escondieron en un pequeño cobertizo. Lucile no se había sentido tan feliz desde hacía mucho tiempo.
Dos días después, un suelto de L’Yonne républicaine informaba de la misteriosa desaparición. La pequeña banda decidió repetir la hazaña y asaltó, esa misma noche, el otro estanco de la pequeña ciudad de Pierremont, cuyo propietario, sin ser tan antipático, no era menos siniestro. Dos días más tarde, una columna más resaltada evocó la hipótesis de un enfrentamiento entre estanqueros. Embriagados por ese nuevo éxito, los adolescentes decidieron ampliar su campo de intervención a las comunas colindantes. Así fue como, días más tarde, transportaron a pie con la ayuda de una gran carretilla la zanahoria de un pueblo vecino. La proeza fue recompensada abandonando las páginas dedicadas a la comuna para ocupar una parte de la página dos del periódico: «Desaparición de otra zanahoria».
Lucile estaba encantada. Adoraba lo absurdo del gesto, su inutilidad. Esa gloria anónima, desprovista de imagen. El final de las vacaciones lo dedicaron a recolectar algunas zanahorias suplementarias, que apilaron en el cobertizo abandonado. En cada ocasión el suceso aparecía en la prensa local, acompañado de distintas suposiciones. Hasta el día en el que Lucile descubrió en el quiosco de prensa la primera página de L’Yonne républicaine: «La banda de las zanahorias de Yonne ataca de nuevo». Compró el periódico y se lo llevó a casa. Se planteaban distintas hipótesis: delirio maniaco de un coleccionista, posible reciclado de ciertos materiales, primeras amenazas de una mafia regional, acción comando llevada a cabo por la liga antitabaco. La banda de los siete renunció a proseguir sus acciones cuando la gendarmería de Auxerre abrió una investigación.
Días más tarde, Lucile y su pequeña banda decidieron deshacerse de las pruebas de su crimen y, en plena noche, arrojaron una decena de zanahorias metálicas al canal de Bourgogne.
El verano siguiente, cuando se decidió vaciar el canal, encontraron las zanahorias reposando en el fondo. Una decena de cadáveres señalaban silenciosamente la casa más cercana, donde vivían dos miembros activos de la pequeña banda. Los adolescentes se llevaron un susto, pero no hubo pruebas que apoyaran las sospechas.
Lucile y sus hermanos continuaron pasando las vacaciones en Pierremont y haciendo trastadas.
El año siguiente se decidió que Georges compraría la casa de Pierremont a sus suegros y éstos se reservarían el usufructo, pues ya no podían mantenerla. Así empezarían las obras de reforma, que nunca terminarían por completo.