Durante las entrevistas que llevé a cabo, reuní muy pocos recuerdos referentes a Lucile sobre los años que pasamos en Bagneux. Nadie recordaba dónde trabajaba, cuáles eran sus ocupaciones, a quién frecuentaba, ni cómo atravesó esos años. Creo que poco a poco Lucile se fue aislando de sus amigos, de su familia, que se eclipsó, para disimular su errar o intentar, como los demás, llevar su propia vida.
En el fondo de una caja con la que cargo de trastero en trastero, he encontrado el diario íntimo que empecé con doce años. Es mi material más preciado acerca de esa época y los diez años siguientes.
Al principio de esas páginas, de una caligrafía vacilante, hablo de Lucile, de la distancia que se crea entre nosotras, de mi creciente miedo de encontrarla en el suelo por la tarde, al volver de la escuela. Lucile está en libertad condicional y Manon y yo vivimos atormentadas por el acontecimiento o el detalle que hará que se hunda.
El periodo llamado de los suicidios figura entre los temas de mi guía de entrevistas (pues pronto Baptiste, el primo hermano de Lucile, que vivía asimismo en Clamart y que es el padre del hijo de Justine, se pegará, él también, un tiro en la cabeza). Por encima de mis propios recuerdos, quería volver sobre la amplitud de la deflagración: saber lo que se había dicho, murmurado, susurrado sobre esas muertes; qué hipótesis o qué certidumbres, de qué manera había sido posible sobrevivir a aquello.
Si uno se interesa en la trayectoria de Lucile, en lo que la conduce, durante los meses que siguieron, a salir de una vez por todas de lo real, nada de eso puede ser ignorado.
Cuenta la leyenda que los tres, Niels, Milo y Baptiste, una noche que tenían un poco de dinero que gastar y cenaban en un gran restaurante, habían hecho la promesa de poner fin a sus días. La leyenda habla de un pacto hecho entre ellos, del que Lucile conocía la existencia, léase al que, de forma tácita, se había asociado. Todavía hoy, durante las entrevistas que realicé, varias personas evocaron la hipótesis o siguen convencidas de la existencia de ese pacto. En cuanto al restaurante en el que tuvo lugar, algunos evocan el Lasserre, otros el Pré Catelan. Justine, a quien le planteé la cuestión, no cree que ese pacto existiese realmente.
Como me han aconsejado en varias ocasiones, he visto por primera vez Mourir à trente ans. La película de Romain Goupil relata el compromiso político desde muy joven, el combate, el desencanto. Hay que tener en cuenta la época, considerar en qué forma interfiere. Eso es cierto para los tres. En el momento en que se produjeron los suicidios, esa visión política o filosófica del pasar a la acción triunfó a veces sobre el resto. Más tarde, los que se preguntaron sobre la forma en la que estas desilusiones habían entrado en resonancia, para cada uno de ellos, con fallas infinitamente más íntimas.
Todos los que trataron a Niels recuerdan hasta qué punto la idea del suicidio se encontraba omnipresente en su discurso. Alain, que era su primo y uno de sus mejores amigos, me contó algunos recuerdos que tenía de él, cómo Niels había evocado ante él su relación con Lucile, y me confió una copia del diario que éste había escrito en un cuaderno escolar, durante las dos semanas que precedieron a su muerte. Esperaba encontrar huellas de mi madre, no fue el caso. El texto es una sucesión de trozos de frases, sin sentido, tachadas, asfixiadas, tengo la impresión de que no hay sitio para nadie.
A todos los hermanos de Lucile les pedí que me hablaran de Milo, que desapareció tan joven. De esa hermandad de nueve niños, es el tercer hermano muerto. Ignoro si esos dolores se suman o se multiplican, pero creo que, para una sola familia, empieza a ser mucho.
Y entonces Lisbeth me responde, con ese humor provocador tan suyo:
—Bueno, la verdad es que empezábamos a acostumbrarnos.
De Milo se cuenta que era frágil, que se había enfrentado mucho a su padre, que había sido destruido por él, que nunca había encontrado realmente su lugar, que era el más cercano a Jean-Marc y, por ello, se había visto particularmente afectado por su muerte, que vivía de pequeños trabajos, que había creído en la revolución, que bebía demasiado para su edad, que había sufrido un gran desengaño amoroso, que había nacido con dos semanas de antelación, que era torpe y se le caía todo, que fue el primero de los hermanos que aprobó el bachillerato. Y que cuando Georges le preguntó con tono solemne qué iba a hacer con el título, Milo le había respondido, aplastando su cigarrillo con una sonrisa victoriosa: marcharme de vacaciones, mucho tiempo.
A Lucile le había regalado la letra de una canción de Mouloudji, copiada a mano, que los dos cantaban en aquella época y que cantamos con ella, de la que no he olvidado el estribillo, ni la última copla.
Autant de pavés par le monde
de grands et de petits pavés
que de chagrins encavés
dans ma pauvre âme vagabonde.
Je meurs je meurs de tout cela,
je meurs je meurs de tout cela,
et ma chanson s’arrête là[3].
Un sábado por la mañana, Milo salió de su casa, compró una pistola en una tienda (entonces no existía el permiso de armas), cogió un tren de cercanías y se internó en un bosque, en alguna parte hacia el este, me dijeron. Nadie recuerda el nombre de aquel sitio (lo encontré en un texto escrito por Lucile, se trata de Fort de Chelles) que Milo había elegido al parecer porque no significaba nada para su familia ni había ningún recuerdo ligado a él. Horas más tarde, un caminante lo vio de lejos, tendido en el suelo.
Pensó que era un borracho y prosiguió su camino. Al día siguiente, el caminante lo encontró en la misma posición. Esta vez se acercó. Milo llevaba su documentación encima, Liane y Georges recibieron la llamada de la gendarmería. Después, ellos mismos avisaron a sus hijos. Salvo a Violette, que acababa de irse de vacaciones.
Como hice con los demás, escuché para transcribirlas las grabaciones de las tres entrevistas que realicé con Violette, en su casa o en la mía, almacenadas en mi ordenador en formato mp3. En el momento en que evoca el suicidio de Milo y ese detalle —no se juzga útil prevenirla porque está de vacaciones en Drôme—, Violette se interrumpe y desaparece unos minutos. Es su ausencia, se me oye decir en voz alta: «Qué locura». Cuando Violette vuelve a la habitación, le confieso mi perplejidad por el hecho de que nadie se lo comunicara. No parece extrañarse. Argumento: avisarte para compartir el golpe, el horror, para poder abordar el dolor al mismo tiempo que los demás. El hecho es que no se entera de la noticia hasta ocho días más tarde, a su regreso. En ese tiempo, Barthélémy ha ido a reconocer el cuerpo de su hermano al Instituto Médico Forense y Milo es enterrado en L., al lado de Antonin y de Jean-Marc. Violette vuelve de vacaciones justo a tiempo para asistir a la misa que tiene lugar en Pierremont. A ésta le sigue un tentempié al que son invitados los miembros de mi familia, los amigos y los vecinos. Ese momento está dominado por el sufrimiento de Georges, un paquete de odio compacto, amargo, lanzado a la cara de todos.
Al escuchar la grabación, oigo lo doloroso que resulta para Violette el recuerdo de esa jornada, cómo le cuesta hablar de ella. Su voz se altera aún más cuando evoca los recuerdos que ella y las otras hermanas de Lucile encontraron en Pierremont cuando vaciaron la casa. Liane, mi abuela, había reunido algunos objetos fetiche de cada uno de sus hijos desaparecidos. De Antonin, una maleta de cartón minúscula, un cuaderno escolar, una carta escrita aplicadamente, con ocasión del día de la madre. De Jean-Marc, un cuaderno, una medalla de natación y una cruz de los scouts de madera tallada. De Milo, metidos en una bolsa de plástico transparente que probablemente sirvió para entregárselos, su abono de transporte, un mechero y la agenda en la que había escrito estas palabras, en la fecha exacta de su acción…
—¿En la que había escrito qué?
Violette ya se ha echado a llorar. Con voz ahogada, me oigo ofrecerle un pañuelo que acepta. Sigue un silencio de varios segundos durante los cuales no podemos articular palabra ni una ni otra, y después vuelvo a la carga con una voz que busca su propia determinación: «¿En la que había escrito qué?». No lloro. Quiero saber. Soy una sádica, eso es, un vampiro ávido de detalles, meto el dedo en la llaga y me deleito con el ruido húmedo de la sangre, chapoteo con delectación, chas, chas, hundo hasta lo más profundo, eso es lo que pienso en aquel momento, y eso es lo que pienso ahora que escucho la grabación.
Violette se suena ruidosamente, y después consigue terminar su frase:
—En la que había escrito: «Os pido perdón, nunca quise vivir».
Sigue un nuevo silencio de dos o tres minutos, de un peso infinito, y de pronto nos echamos a reír. Descoyuntadas, desternilladas, muertas de risa. Entre dos hipidos, murmuro: la tortura…
Violette ríe aún más y me confiesa que ha venido a rastras (es la segunda vez que nos vemos), no tenía ningunas ganas, ningunas, de verdad, incluso se preguntaba por qué voy y después pensó que era necesario. Era importante.
Violette me pregunta si me doy cuenta del efecto que provoca mi trabajo, porque ahora los hermanos de Lucile hablan entre ellos, se cuentan lo que no se contaban desde hacía mucho tiempo, lo que cada uno sabe de la historia de los muertos y los vivos. Y Violette pronuncia estas palabras que me hacen sonreír: sabes, esto hace que el sistema se mueva.
Más tarde en esa conversación que escucho de nuevo, para obtener hasta el menor suspiro, para no perderme nada del regalo que me ha hecho, al igual que los demás, prestándose al juego, Violette me dice que está deseando leer el libro. Le emocionará, piensa, leer a mi Lucile. Y precisa:
—Porque, a pesar de todo, creo que ella os permitió entrar en la vida sin dificultad. Hay fotos de Lucile con una dulzura que, en esta familia, sólo veo en ella, ¿sabes?
Entonces intento explicar lo que me gustaría escribir. En el momento de esas entrevistas, varias semanas antes de empezar, no tengo ni idea de lo que me espera. Porque es exactamente eso: me gustaría expresar el tumulto, pero también la dulzura. Mi voz se altera, esta vez soy yo la que flaquea.
De pronto, mi ordenador, que permanecía en reposo, nos anuncia con voz femenina y solemne (igual que más o menos tres veces al día):
—LA BASE DE VIRUS VPS HA SIDO ACTUALIZADA.
Violette me mira, maliciosa, y me pregunta:
—¿Estás contenta?