Tras siete años sin embarazos, cuando había renunciado desde hacía mucho tiempo a aparentar que seguía el método contraconceptivo de Ogino, Liane se quedó embarazada. La noticia provocó primero una extraña agitación, teñida de inquietud. Habían perdido la costumbre. Pero Liane permaneció serena, su cuerpo se había redondeado, su piel se había tensado, no tardó en ir a buscar al desván la cuna, los pañales, los sonajeros y la ropa guardada desde hacía mucho tiempo. Había vuelto a dormir por la tarde, aprovechando esas horas de silencio que guardaba para ella, ahora que Violette iba al colegio. Las manos en su vientre, bajo el calor espeso del edredón, Liane estaba contenta. Los mayores vivían sus vidas, empezaban a coquetear, eran invitados a fiestas y verbenas. No tardarían en marcharse. Los pequeños ya no eran tan pequeños, e incluso Violette, su querida hija menor, había aprendido a leer y a escribir. Liane cumpliría pronto cuarenta y tres años. Había dado a luz a siete niños, sin contar a Jean-Marc, y no conocía sensación más plena, más intensa que la de sentir a un pequeño ser moverse en su vientre, y después estrecharlo contra ella, buscando su seno con avidez.
Liane recibió ese embarazo como ningún otro antes. Se aprovechó de la lentitud a la que la obligaba su estado y miró crecer sus senos. No se sintió enferma, ni cansada, nada le parecía más fácil, ni más evidente. Ninguna preocupación manchó esos meses de dulzura, los niños ayudaban y Georges estaba de excelente humor. Por supuesto, volvía tarde los días de diario, se marchaba a veces de viaje, mantenía relaciones particulares con algunas mujeres… ¿Tenía motivos para quejarse? Se encontraba a solas con mujeres, les prodigaba sus consejos, les presentaba gente, les hacía descubrir París. Incluso a veces invitaba a cenar a esas mujeres. Eran jóvenes y le miraban con admiración.
Desde el principio, Liane comprendió una cosa: si empezaba a pensar, por un instante, un pequeño instante, en las caricias que Georges podía dispensar a otras mujeres, si se dejaba llevar por una imagen, una sola, estaría muerta. Había tenido suerte, una suerte inmensa. Amaba a su marido y su marido la amaba. Debía alegrarse de ello y no dejar que nada degradara su alegría. Georges deseaba a las mujeres, a todas las mujeres, pero no por ello dejaba de ser su esposo, su amado, porque así le llamaba ella, incluso cuando hablaba de él con otra persona. La vida en Versalles era infinitamente más tranquila que la que habían llevado en Maubeuge. Ahora disponía de una asistenta, una lavadora con centrifugado automático y de un robot de cocina procedente de Estados Unidos, se acabaron las cuentas del Gran Capitán y las líneas de gastos apelotonadas las unas contra las otras, sin nada que poder ahorrar para garantizar el equilibrio. Un nuevo hijo no le daba miedo. Liane, a pesar de sus numerosos embarazos, conservaba su fino talle y su silueta deportiva. Cuando salía por la noche con Georges, se maquillaba un poco, fumaba algunos cigarrillos mentolados, se mesaba el cabello con la mano y reía a carcajadas.
Creía que su cuerpo había dejado de ser fértil y estaba de nuevo embarazada: era la más feliz de las mujeres. Justine, Milo y Jean-Marc saltaban de impaciencia. Violette, un poco preocupada por perder su plaza, se estrechaba contra su madre.
Ese hijo sería el último, imprevisto, inesperado: un regalo de Dios.
Al llegar el verano, Liane y Georges enviaron a su tribu a la casa de Pierremont, bajo la responsabilidad de los mayores. Lisbeth tenía dieciocho años, Barthélémy diecisiete, Lucile dieciséis. Liane se quedó en Versalles con su gran barriga, esperando el nacimiento. En agosto, partirían todos juntos a España, a Alicante, donde Georges, otro año más, había alquilado un gran apartamento.
A principios de julio, al final de la tarde, Liane rompió aguas, llamó a Georges a la agencia y, acompañada por una vecina, se dirigió rápidamente a la clínica de París donde estaba inscrita. Dio a luz en menos de dos horas a un magnífico varón de pelo casi blanco. Georges llegó poco después de la batalla.
En Pierremont, la noticia se supo esa misma noche por teléfono. ¡Había nacido Tom! Lisbeth y Lucile compraron sidra para festejar el acontecimiento e invitaron a algunos amigos a proseguir la velada. Según Georges, el bebé era magnífico, ¡y más robusto aún que los anteriores! Los mayores levantaron sus copas y brindaron por la llegada de Tom. Alguien había traído una guitarra, no les faltaban cigarrillos, la velada proseguiría hasta altas horas de la noche.
Por la mañana temprano, Milo, Justine y Violette (entonces con doce, diez y ocho años de edad, respectivamente) aprovecharon el aturdimiento propio del día siguiente a una fiesta para unirse a sus propios amigos y marcharse de expedición, tras haberse aprovisionado en el frigorífico de algo con lo que hacer un pícnic. Tomaron el camino del río y decidieron llegar a la presa. Una vez allí, subieron a la pasarela para observar la situación. Nunca se supo si Violette había pasado por encima o por debajo de la barandilla. Desde una altura de dos metros cincuenta, cayó de cabeza sobre el pavimento de hormigón. Pasaron varios segundos antes de que los otros niños se dieran cuenta de que ya no estaba allí. Violette yacía en veinte centímetros de agua, de cara al pavimento. Cuando Neneuil, el mayor de la pandilla, se dio cuenta, fue hasta ella en pocos saltos y tuvo el reflejo de girarla.
Lucile se despertó con los gritos. Ella, que tardaba tanto tiempo en levantarse, había saltado de la cama con un nudo en la garganta como si la estrangularan. Se puso un pantalón corto y corrió detrás de los niños hasta la presa. Cuando descubrió a Violette tendida en el suelo, estuvo a punto de vomitar de terror. Se acercó, sus piernas temblaban, sus manos también, creyó por un instante que iba a desmayarse. Violette estaba lívida, los ojos apenas abiertos. Lucile sintió ganas de coger a su hermana entre sus brazos pero recordó lo que había aprendido: nunca hay que mover a un accidentado. Lisbeth había llamado a los servicios de emergencia, no tardarían. Lucile cogió la mano de Violette, buscó palabras para tranquilizarla, pero no las encontraba, sólo gritos, aullidos sordos, que se golpeaban unos con otros sin que uno solo pudiese salir de su boca. En la ambulancia, Lucile se quedó al lado de su hermana, el vientre retorcido por la angustia, hipnotizada por la sangre que brotaba de los oídos de Violette e impregnaba ahora su pijama de rizo, primero una mancha roja, después el pijama entero. Violette deliraba.
Hubo que llamar a Georges a la agencia. Lisbeth se enfrentó a las preguntas de su padre y a su voz fría, rota. Violette estaba en manos del equipo médico, estaba consciente, le dolía, sí, le dolía mucho, no, no habían dicho nada. Nada.
Mientras Georges recorría en coche la distancia de París a Joigny, Liane vio llegar a su cabecera al médico que había asistido al parto. Tomó algunas precauciones oratorias y le anunció que debía ser muy valiente. El niño que acababa de traer al mundo no era un niño como los demás. Tom sufría el síndrome de Down, una enfermedad que empezaba a conocerse mejor y que entonces se denominaba trisomía 21. Y como Liane no reaccionaba, el médico añadió, cuidando de pronunciar cada sílaba:
—Su hijo es mongólico, señora Poirier.
El médico aconsejó a Liane confiar al bebé a los servicios sociales. Un niño como ése, y más en el seno de una familia numerosa, sólo presagiaba catástrofes. Su desarrollo intelectual sería extremadamente limitado y las estructuras de acogida eran escasas. Tom sería una preocupación permanente. Mejor ser sinceros: sería una cruz el resto de sus vidas. Liane, aturdida, respondió que hablaría con su marido. Miró a Tom en la cuna que estaba a su lado, sus minúsculos puños cerrados, la mata rubia en su cráneo, su boca increíblemente fina y dibujada. El bebé buscaba el pulgar y emitía un ruido de succión. Sobre todo tuvo la sensación de que era como todos los demás: incapaz de sobrevivir solo.
Los días que siguieron estuvieron marcados por una gran confusión. Violette, víctima de una fractura craneal, se había librado por poco de lo peor, pero tenía que permanecer tres semanas en el hospital. Liane, atrapada en la clínica, tuvo que esperar unos diez días para ir a ver a su hija.
Georges hizo idas y venidas entre París, el hospital de Joigny y la casa de Pierremont.
A principios de agosto, toda la familia partió hacia Alicante excepto Violette, cuya convalecencia implicaba permanecer varias horas al día tumbada y cuyo estado era incompatible con el calor. Fue confiada a la hermana de Georges y pasó el final del verano con sus primos.
En septiembre, cuando toda la familia estuvo de vuelta en París, Georges se dedicó a visitar todos los hospitales con Tom. Su hijo no sería un minusválido. Georges hizo multitud de pruebas, exámenes complementarios, diagnósticos y contradiagnósticos, recopiló todo lo que la investigación había escrito en los últimos veinte años, asistió a conferencias y visitó todo tipo de gurús. Encontraría una solución, aunque tuviese que recorrer los cinco continentes. No fue necesario. El cromosoma suplementario entre el par cromosómico veinte y veintiuno había sido descubierto en Francia, dos años antes, por el profesor Lejeune, que había establecido, por primera vez en la historia, el vínculo entre el estado de deficiencia mental y la aberración cromosómica, y lo había bautizado «trisomía 21». Georges, tras semanas de gestiones, actos de audacia y correspondencia escandalizada, consiguió una cita con el profesor Lejeune. Si Tom tenía un cromosoma de más, bastaba con quitárselo. El médico le recibió en su despacho y pasó más de una hora con él. No cabía la posibilidad de destruir el cromosoma suplementario, pero quizá un día sería posible neutralizarlo. La trisomía 21 debía ser considerada una enfermedad y no un retraso. En un futuro lejano, quizá la medicina fuese capaz de curar o atenuar la deficiencia intelectual. Pero no por el momento.
Georges partió en un estado de gran tristeza. Tomó una decisión que modificaría sensiblemente el curso de su vida: consagraría a ese hijo toda su energía y desarrollaría al máximo sus capacidades.
Georges y Liane no se plantearon ni por un segundo ingresar a Tom en una institución especializada.