Lucile empezó su carrera de asistente social en el Hospital Avicenne de Bobigny, dentro de la unidad de sida. Sabía que no había elegido lo más fácil, pero deseaba enfrentarse a su nueva profesión, llegar, más allá de las buenas intenciones, hasta su verdadera dimensión.
Permaneció allí cuatro años, trabó amistad con algunas de sus compañeras, trabajó un montón de horas sin que le importara, se reveló competente y tenaz. Lucile hablaba a veces de su trabajo, evocaba las esperanzas, las decepciones, los trámites administrativos necesarios para la obtención de una tarjeta de residencia, de la CMU[8], las infinitas llamadas telefónicas para encontrar un centro de acogida, un centro de atención, el desamparo con el que se enfrentaba de golpe, la muerte repentina o inesperada de un hombre o una mujer a quien seguía desde hacía meses. Aprendió poco a poco a dejar todo aquello tras ella cuando volvía a casa por la noche, a alegrarse de sus minúsculas victorias, a aceptar la derrota. Lucile aprendió a encontrar la distancia exacta, a no sacrificar sus noches.
Que yo sepa, sólo una vez renunció a las reglas que intentaba imponerse. Lucile me pidió que empadronara en mi casa a una pareja de haitianos para que pudiesen permanecer en Francia y seguir el tratamiento. Durante unos años les serví de buzón, mientras Lucile se desvivía por ellos, obtenía su tarjeta de residencia, su tratamiento médico y les invitaba a menudo a cenar. A pesar de la enfermedad que sufrían ambos, consiguieron tener un hijo. Los vi varias veces. Cuando los V. se enteraron de su muerte, nos escribieron a Manon y a mí una carta magnífica sobre Lucile y lo que había hecho por ellos.
Entre su piso lleno de flores y la exigencia de su profesión, nos pareció que Lucile había encontrado una forma de equilibrio.
Manon siguió a Antoine a México y meses más tarde dio a luz a su primera niña.
En vísperas del verano de 2003, Lucile vio llegar a su servicio a una mujer joven de treinta y cuatro años, toxicómana, enferma de sida, víctima de malos tratos y, según todas las apariencias, obligada a prostituirse. Había sido encontrada sin sentido, atrapada detrás de un frigorífico, cubierta de quemaduras de cigarrillo. El estado de la joven y su historia impresionaron profundamente a Lucile. Evocó en varias ocasiones la conmoción que había sufrido la primera vez que había visto a esa mujer, el terror en su mirada. Semanas más tarde, decidió que era el momento de cambiar de servicio, de encontrar un puesto menos pesado, menos expuesto. Solicitó una plaza en el Hospital Lariboisière, donde fue contratada.
Sin embargo, la imagen de aquella joven continuó atormentándola, la canícula de aquel verano hizo el resto. Por culpa del calor, Lucile tuvo que disminuir su tratamiento y en pocas semanas empezó a sufrir episodios de paranoia. Lucile imaginó un complot alrededor de esa joven, en el que estaba implicado un hombre de negocios y que tenía numerosas y peligrosas ramificaciones. Se convenció de que me introducía en su casa para robarle fotos y papeles, y que su portera aprovechaba su ausencia para abrir el gas.
A pesar de mis inquietudes, me fui de vacaciones con mi familia y mis amigos a Gers. Me interesaba regularmente por Lucile, que parecía cada vez más angustiada y una mañana me informó de que tenía «placas metálicas en el cerebro». Manon acababa de llegar de México para pasar algunas semanas en París, y perdió al mismo tiempo que yo el contacto con Lucile, quien de repente dejó de responder al teléfono y desapareció de su trabajo (acababa de empezar en el Hospital Lariboisière). Tuvimos varias conversaciones inquietas. Por la mañana temprano, Manon decidió ir a casa de Lucile para ver qué pasaba. Lucile accedió a abrir la puerta, pero la cerró inmediatamente en las narices de su marido. Manon, que llevaba a su hija en una sillita para bebés, se encontró sola frente a Lucile. En un gesto de pánico, la empujó violentamente y consiguió hacer entrar a Antoine. Lucile estaba en plena crisis y llevaba varias noches sin dormir. Cuando llegaron los bomberos, huyó por las escaleras, se negó a ir con ellos y se refugió en el ascensor, donde terminaron atrapándola.
Esa misma mañana cogí un tren hacia París. Cuando me enteré de que, en virtud de la sectorización, había pasado por las urgencias de Lariboisière antes de ser transferida a otro lugar, se me cayó el mundo encima. Precisamente acababa de ser contratada allí y no había terminado su periodo de prueba.
Lucile había cerrado la puerta tras ella, dejando la llave en el interior, tuvimos que llamar a un cerrajero para abrirla. El piso estaba patas arriba, había una veintena de botellas esparcidas por el suelo, Lucile había cortado los cables del teléfono, literalmente, con un par de tijeras, y anotado cierto número de objetos, libros, reproducciones de pinturas con ayuda de post-it o papelitos, en los que se podía leer, con su caligrafía temblorosa, las elucubraciones más o menos comprensibles de su delirio.
Tras quince años de estabilidad, Lucile había recaído.
Fue transferida a un anexo del Hospital Maison Blanche, cerca de Buttes-Chaumont, a una pequeña habitación sin luz.
Se perdió la memorable boda de Violette, a la que asistió toda la familia vestida de vivos colores. Radiante y magnífica, Violette regaló a la casa de Pierremont su última gran fiesta.
La estancia de Lucile no fue muy larga, la recaída había sido frenada inmediatamente, salió al cabo de unas semanas con un nuevo tratamiento.
Tras una rápida convalecencia, Lucile volvió al trabajo apenas comenzado en el seno del Equipo de Coordinación e Intervención para Enfermos Drogodependientes, en el Hospital Lariboisière.
Durante su breve paso por urgencias, había sido recibida por una psiquiatra que había conocido durante sus entrevistas de trabajo y con la que iba a trabajar. Cuando le dieron el alta médica, Lucile fue contratada. Expresó ante nosotros un profundo reconocimiento hacia esa mujer, ignoro si tuvo la ocasión de hacérselo saber.
Como asistente social, fueron sus mejores años.
Meses más tarde, cuando parecía haber encontrado sus referencias y su velocidad de crucero, Lucile se sentía atacada a veces por miedos, momentos de desorientación, expresaba sospechas hacia unos y otros y entre dos hipótesis retenía siempre la peor. Un poco inquieta, decidí llamar al médico que la había tratado durante su hospitalización. Me explicó las cosas de forma muy clara: o bien volvía a poner a Lucile bajo tratamiento farmacológico, en cuyo caso sería incapaz de trabajar, o bien le daba una oportunidad de llevar una vida normal, y entonces deberíamos aceptar que expresase algunas ideas irracionales o sospechosas.
—Como mucha gente que no está considerada enferma —me precisó.
Esa conversación me confirmó en la idea de que debíamos aceptar a Lucile tal como era, tal como había atravesado esa época de renacimiento, con ese volumen de sonido que a veces hacía daño en los oídos, porque eso no le impedía vivir, trabajar, amarnos. Debíamos confiar en ella, dejarle tiempo para regular ella misma sus temores y sus humores.
Allá por donde pasó Lucile en los quince o veinte últimos años de su vida, incluidos los de esa corta hospitalización, hizo amigos. Lucile ejercía a su alrededor una forma de atracción fantasiosa y descabellada, mezclada con un gran sentido de la seriedad. Aquello le valió encuentros singulares y largas amistades.
Creo que el sentido que encontraba en su trabajo, la sensación de sentirse útil, de poder medir los efectos de su compromiso, su voluntad de salir de su propio sufrimiento para intentar apaciguar el de los demás, fueron para ella una fuente de estabilidad, incluso, por primera vez en su vida, de realización.
Lucile aprovechaba sus vacaciones para reunirse con Manon en México, adonde viajó en varias ocasiones. Le gustaban esos paréntesis alejados de su universo diario, el reencuentro con Manon y su familia, su bonita casa, el barrio de Coyoacán, la pintura de Frida Kahlo y la de Diego Rivera.
Después de pasar tres años en México, poco tiempo después del nacimiento de su segunda hija, Manon volvió a vivir en París.
Primero mis hijos, y más tarde las hijas de Manon, llamaron a Lucile, a petición suya, abuela Lucile. Las cosas tenían el mérito de estar claras. Lucile reivindicaba su estatus como una conquista, para ella se trataba en efecto de una victoria: haber aguantado hasta ahí.
Las visitas de mis hijos a casa de su abuela obedecían a un ritual inmutable del que conservan, más allá de las crepes y los obligados paseos por el parque de la Villette, un recuerdo preciso. Cada vez que Lucile les recibía en su casa, les dejaba cocinar un pisto de su invención, para cuya confección estaban autorizados a utilizar cualquier producto de su cocina, y que se comprometía, pasara lo que pasase, a probar.
Así Lucile tragó, ante la mirada burlona de mis hijos, las mezclas más infames a base de especias, chocolate, harina, confitura, salsa de soja, coca-cola, hierbas provenzales, leche condensada, aceite de oliva y mucho más.
Lucile fue una abuela ansiosa y ultraprotectora, multiplicó hacia nuestros hijos las angustias que no había tenido con nosotras. No los soltaba ni un segundo, exigía que le diesen la mano para cruzar la calle (hasta una edad avanzada), no dejaba nunca una ventana abierta en su presencia y pasaba su tiempo imaginando o anticipando los escenarios catastróficos susceptibles de afectarles (cómo tal objeto, por efecto de una corriente de aire tan violenta podría de pronto caer y arrastrar a otro en su caída, el cual no dejaría de golpear, etc.).
Yo pensaba en las horas que habíamos pasado libradas a nosotras mismas, tan lejos de su mirada.
Un día que quedé con Lucile en un café, me comentó las terribles inquietudes que sentía por mis hijos. Desde hacía algún tiempo, Lucile veía pedófilos por todas partes, y consideraba a todo hombre de más de quince años, perteneciente a nuestro entorno cercano o lejano, un sospechoso. A fuerza de insistir, su angustia me oprimía, y tenía miedo de que oprimiese a mis hijos. La discusión se calentó rápidamente, Lucile estaba tensa y agresiva, yo me dejé llevar. He olvidado mis palabras exactas, ligadas al hecho de que sentía por nuestros hijos angustias que hubiera sido mejor que sintiese por nosotras. Lucile se levantó de golpe, volcando estruendosamente sobre mis rodillas la mesa en la que comíamos. En ese café de moda de la calle Oberkampf, ante una treintena de miradas asombradas, contemplé el pollo con patatas y el sándwich mixto con ensalada derramados sobre mis pantalones. Lucile había desaparecido. Más digna que nunca, puse la mesa en su sitio, recogí las patatas fritas una por una, dejé un billete y salí sin darme la vuelta.
Nunca volvimos a mencionar ese episodio. El tiempo nos había enseñado eso, a la una y a la otra: a podernos echar la bronca y pasar página.
A Lucile le gustaba la avenida Jean-Jaurès, las tiendas Fabio Luci y Sympa, en las que se mezclaba todo tipo de ropa y accesorios de una calidad y gusto discutibles. Se pasaba horas allí, recorriendo los estantes abarrotados, en busca del carmín, del par de medias, de la camiseta, del sujetador, del bolso, de los zapatos que le parecían inigualables. Lucile mariposeaba por las tiendas de saldos, los Paris Pas Cher y otros Troifoirien, donde tenía el arte de descubrir muchas pequeñas cosas más o menos útiles y decorativas. Al cabo de los años, Lucile había desarrollado cierto gusto por lo cheap, la baratija y la fruslería.
A Lucile le gustaban las tiendas de antigüedades, los mercadillos y las ventas de segunda mano, conseguía para sus nietos regalos inverosímiles (cachivaches, cajas, pulseras, pasadores de pelo, navajas Opinel, portalápices, figuritas de belén…), tan estrafalarios como inútiles, en todas sus visitas.
Cuando rememoro esos pocos años que siguieron al regreso de Manon, me parece que para Lucile se corresponden con un intervalo de dulzura, uno de esos momentos de tranquilidad en el que las cosas parecen por fin estar en su lugar, un tiempo de calma que precede a la tormenta. Lo atestiguan algunas fotos tomadas por mi hermana en los últimos cumpleaños de Lucile, su sonrisa, esa expresión de orgullo que luce, las velas que apaga en medio de todos nosotros.