12
El almuerzo con Jack Makepeace mejoró considerablemente la actitud de Kincaid ante la vida. Se habían hinchado de queso, encurtidos y cerveza Green King y salieron a la calle guiñando los ojos. Habían pasado todo el almuerzo en un pub poco iluminado cerca de la comisaría de High Wycombe.
—¡Vaya sorpresa! —dijo Makepeace volviendo la cara hacia el sol—. Dudo que dure demasiado. La previsión es que lloverá a cántaros.
El perfecto antídoto para una mañana pasada sin ir a ninguna parte, dando vueltas sobre sí mismo, era un paseo, pensó Kincaid mientras disfrutaba del leve calor del sol en su cara.
—Creo que voy a aprovechar el buen tiempo —le dijo a Makepeace cuando llegaron a la comisaría—. Ya sabe dónde localizarme si surge algo.
—Los hay que tienen suerte —contestó Makepeace afablemente—. A los currantes nos toca volver al tajo. —Saludó con la mano y desapareció tras las puertas de cristal.
Kincaid condujo el corto trayecto de High Wycombe a Fingest y al llegar al pueblo vaciló un momento antes de girar en dirección al aparcamiento del pub. Si bien la vicaría tenía un aspecto apacible y atractivo a la luz del atardecer, y el vicario era realmente una autoridad en paseos locales, pensó que probablemente acabaría pasando el resto de la tarde cómodamente agasajado en el estudio del vicario.
Al final Tony demostró ser igual de valioso y complaciente en el tema de los paseos que en todo lo demás.
—Tengo justo lo que busca —sacó un libro de uno de los misteriosos huecos de debajo de la barra—. Paseos a pubs locales. ¿Son tres millas y media demasiadas para usted? —Miró a Kincaid evaluándolo.
—Creo que puedo lograrlo —dijo Kincaid con una sonrisa.
—Fingest, Skirmett, Turville y vuelta a Fingest. Los tres pueblos están cada uno en su propio valle, pero este paseo en concreto evita la colina más pronunciada. Aunque puede que acabe hecho un asco.
—Gracias, Tony. Prometo no dejar pisadas en sus alfombras. Me voy a cambiar de ropa.
—Tenga mi brújula —dijo Tony cuando Kincaid ya se daba la vuelta para irse. La brújula apareció en la palma de su mano como por arte de magia—. Le vendrá bien.
* * *
Al final del primer ascenso largo, algún ciudadano considerado había colocado un banco sobre el cual el paseante sin resuello podía sentarse y disfrutar de la vista. Kincaid aprovechó el descanso, luego siguió avanzando por bosques y campos, y por encima de cercas. Al principio, recordó la breve historia que le explicó el vicario y mientras caminaba imaginó la sucesión de celtas, romanos, sajones y normandos estableciéndose en estas colinas, todos dejando su impronta en estas tierras.
Después de un rato la combinación de aire fresco, ejercicio y soledad lograron tener un efecto positivo en él. Su mente regresó por sí misma a la cuestión de la muerte de Connor Swann y clasificó los hechos y las impresiones que había recopilado hasta entonces. Las pruebas del patólogo hacían que fuera bastante improbable que Tommy Godwin hubiera matado a Connor fuera del Red Lion en Wargrave. Es posible, por supuesto, que hubiera dejado a Connor inconsciente y lo hubiera matado horas más tarde, después de regresar de Londres. Pero al igual que Gemma, a Kincaid no se le ocurrió un escenario lógico para el traslado posterior del cuerpo desde el coche a la esclusa.
El informe del doctor Winstead también significaba que Julia no podía haber matado a Con durante su breve ausencia de la galería. La declaración de David en la que situaba a Connor en Wargrave hasta las diez de la noche hacía imposible que ella lo hubiera visto en River Terrace y hubieran quedado para más tarde. Kincaid rehuyó la sensación de alivio que esta conclusión le trajo, y se forzó a considerar la siguiente posibilidad: que hubiera visto a Connor mucho más tarde y que Trevor Simons hubiera mentido para protegerla.
Estaba tan absorto en sus cavilaciones que no vio la boñiga hasta que hubo metido el pie en ella. Soltó un taco y se limpió la zapatilla de deporte lo mejor que pudo en la hierba. El motivo de un asesinato era como esto, pensó mientras caminaba con más cuidado, a veces no lo ves hasta que caes encima. A pesar de lo mucho que se esforzaba, no podía hallar una razón probable por la cual Julia hubiera querido matar a Con. Tampoco creía probable que, tras haber tenido una pelea ese mismo día, hubiera acordado quedar con él más tarde para tener otra.
¿Había sido esa discusión con Julia tras el almuerzo lo que provocó el cada vez más extraño comportamiento de Connor durante el resto del día? Sin embargo, fue después de dejar a Kenneth que Con se desvió de un patrón de comportamiento habitual en él. Y esto llevó a Kincaid a pensar en Kenneth. ¿Dónde había estado el jueves por la noche? ¿Y por qué, al preguntarle por sus movimientos, había pasado de una cooperación reacia a un retraimiento total y obstinado? Mientras imaginaba a Kenneth, envuelto en su cazadora como si fuera una armadura, recordó la testigo que Makepeace había mencionado. «Un chico vestido de cuero...», había dicho. Kenneth era de constitución delgada y Makepeace había descrito al chico como de un metro y setenta de altura. Al lado de Connor se podría haber confundido perfectamente por un chico. Era una posibilidad que valía la pena seguir investigando.
El bosque lo rodeó de nuevo cuando dejó Skirmett. Caminó por un mundo oscuro y silencioso. Sus pisadas eran absorbidas por el mantillo. Ni siquiera el canto de los pájaros rompía el silencio, y cuando paró a mirar un reflejo blanco que podría haber sido un ciervo escapando dando saltos, pudo oír su propio torrente sanguíneo en los oídos.
Kincaid continuó caminando y siguió el hilo que partía de la masa informe de especulaciones: si Connor se fue en coche del Red Lion después de su pelea con Tommy Godwin ¿adónde fue? La cara de Sharon Doyle se le apareció. Ella, al igual que Kenneth, se había puesto agresiva cuando Kincaid le preguntó por sus movimientos de aquella noche.
Cuando llegó a Turville miró hacia el noroeste, hacia Northend, donde estaba situado Badger’s End, bajo el baldaquín de hayas. ¿Qué había llevado a Julia de vuelta a esa casa, como si un cordón umbilical invisible hubiera tirado de ella?
Se paró en el camino secundario a Northend y frunció el ceño. Un hilo que no podía agarrar recorría su caso. Notaba que se le escapaba cada vez que se acercaba demasiado, como una escurridiza criatura de las profundidades marinas huyendo a nado.
Enclavado entre el grupo de casitas que conformaba Turville, el pub Bull and Butcher le hacía señas. Pero Kincaid se declaró inmune a la tentación de la cerveza Brakspear y se dirigió de nuevo a los prados.
Pronto llegó a la carretera que llevaba a Fingest. El sol había descendido por debajo de las copas de los árboles y la luz pasaba entre los troncos, iluminando motas de polvo y parpadeando en su ropa como un proyector de películas defectuoso.
Cuando apareció el ya familiar campanario a dos aguas de la iglesia de Fingest, Kincaid había tomado dos decisiones. Pediría a los de Thames Valley que detuvieran a Kenneth Hicks y se vería lo bien que resistía la bravata de Hicks en una sala de interrogatorios de la comisaría local.
Y luego haría otra visita a Sharon Doyle.
* * *
Cuando Kincaid regresó al pub Chequers —un poco sucio de barro tal como había dicho Tony y agradablemente cansado de su caminata— seguía sin haber noticias de Gemma respecto a sus progresos con Tommy Godwin. Llamó a Scotland Yard y le dejó al sargento de turno un mensaje para ella. Tan pronto como acabase se tenía que reunir con él. Quería que estuviera en el interrogatorio de Hicks. Y, teniendo en cuenta la antipatía que sentía hacia las mujeres, pensó Kincaid con una sonrisa, quizás podía realizar ella el interrogatorio.
* * *
Una vez en Henley, Kincaid dejó el coche cerca de la comisaría y caminó hasta Hart Street con los ojos fijos en el campanario de la iglesia de St. Mary the Virgin.
Era cuadrada y sólida, y la ciudad quedaba anclada a su alrededor como si ella fuese el centro de una rueda. Church Avenue estaba cuidadosamente situada a la sombra del campanario y miraba hacia el cementerio como si fuera su propio jardín privado. Una placa montada en la cantería informaba de que la hilera de casas de beneficencia había sido cedida por John Longland, obispo de Lincoln, en 1547, y reconstruida en 1830.
Las casitas eran inesperadamente encantadoras. Estaban estucadas en verde muy pálido, las puertas eran de color azul brillante y había cortinas de encaje en cada ventana. Kincaid llamó a la puerta que Sharon Doyle le había indicado. Oyó el sonido de una televisión y, débilmente, la voz aguda de una criatura.
Había levantado la mano de nuevo para volver a llamar cuando Sharon abrió la puerta. Excepto por los inconfundibles tirabuzones dorados, apenas la hubiese podido reconocer. No llevaba maquillaje, ni siquiera pintalabios, y su cara lavada tenía un aspecto joven y desprotegido. Habían desaparecido las ropas de vestir y los tacones altos y los había sustituido por una camiseta desteñida, tejanos y zapatillas de deporte sucias. Desde la última vez que la vio había adelgazado a ojos vistas. Para su sorpresa, parecía patéticamente contenta de verlo.
—¡Comisario! ¿Qué hace aquí? —Una versión pegajosa y alborotada de la niña de la foto que había visto Kincaid apareció al lado de Sharon y se agarró a la pierna de su madre.
—¡Hola Hayley! —dijo Kincaid, agachándose a la altura de sus ojos. Miró hacia Sharon y añadió—: He venido a ver qué tal andaban.
—Uy, pase —dijo Sharon, como si hiciera un esfuerzo por recordar sus modales y se retiró, cojeando debido a la niña pegada a ella como una lapa—. Hayley justo estaba tomando su té, ¿no es así, cariño? En la cocina, con la abuela. —Ahora que tenía a Kincaid en el salón no tenía ni idea de qué hacer con él y se quedó tal cual, acariciando la maraña de rizos rubios de la niña.
Kincaid miró a su alrededor con interés. Blondas y muebles oscuros, pantallas de lámpara con flecos y olor a cera con aroma de lavanda, todo arreglado y limpio como si se hubiera conservado en un museo. El sonido del televisor estaba sólo un poquito más alto que cuando Kincaid esperaba afuera. Eso le hizo suponer que las paredes interiores de la casita debían de haberse construido con una gruesa capa de yeso.
—A la abuela le gusta tener la tele en la cocina —dijo Sharon, rompiendo el silencio—. Es más acogedor sentarse cerca de la cocina económica.
La sala podría haber sido la escena de un noviazgo de hace mucho tiempo, pensó Kincaid. Imaginó a los jóvenes amantes sentados afectadamente en las sillas de crin. Luego recordó que estas casitas se habían construido para pensionistas y si alguna vez había habido alguien cortejando, debía de haber sido lo suficientemente mayor como para no hacerse ilusiones. Se preguntó si Connor habría venido alguna vez aquí.
Dijo, con diplomacia:
—Si Hayley quisiera ir con su abuela y acabar su té, quizás usted y yo podríamos salir afuera y charlar un rato.
Sharon miró agradecida a Kincaid y se inclinó hacia su hija.
—¿Has oído lo que ha dicho el comisario, cielo? Necesita hablar conmigo, así que ve con la abuela y acábate el té. Si te comes todas las judías y la tostada podrás comer una galleta —añadió, para engatusarla.
Hayley estudió a su madre como si evaluara la sinceridad de su promesa.
—Lo prometo —dijo Sharon dando la vuelta a su hija y dándole una palmada en el trasero—. Ve. Dile a la abuela que iré en un momento. —Miró cómo la niña desaparecía por la puerta de la parte posterior de la sala y luego dijo a Kincaid—: Déjeme ir a buscar un cardi.
El cardi resultó ser un cardigan de hombre color marrón, un poco comido por las polillas e irónicamente reminiscente del que había llevado Sir Gerald Asherton la noche en que Kincaid lo conoció. Viendo la mirada del comisario, Sharon sonrió y dijo:
—Era de mi abuelo. La abuela lo guarda para llevar por casa. —Mientras seguía a Kincaid de camino al cementerio, continuó—: En realidad ella es mi bisabuela; nunca conocí a mi abuela. Murió cuando mi madre era un bebé.
A pesar de que el sol se había puesto durante el breve tiempo que Kincaid había estado en la casa, el cementerio resultaba más atractivo con la luz crepuscular. Se dirigieron hacia un banco que había al otro lado del camino. Al sentarse, Kincaid dijo:
—¿Siempre es tan tímida, Hayley?
—Siempre ha charlado como una cotorra, desde el día que aprendió a hablar, incluso con extraños. —Las manos de Sharon yacían relajadas sobre su regazo, con las palmas hacia arriba. Podrían haber sido incorpóreas, tan inanimadas parecían, y Kincaid notó que desde la última vez que la vio se había mordido las uñas hasta llegar a la carne—. Desde que le expliqué lo de Con que está así. —Miró a Kincaid, con aire de súplica—. ¿Tenía que decírselo, no? No podía dejar que pensara que se había largado, ¿no? No podía dejarla creer que no le importábamos.
Kincaid reflexionó cuidadosamente antes de responder.
—Creo que ha hecho lo correcto, Sharon. Sería duro para ella de todos modos y a largo plazo estoy seguro de que es mejor decir la verdad. Los niños notan cuando uno miente, y luego han de superar la traición además de la pérdida.
Sharon escuchó atentamente, luego asintió una vez cuando Kincaid hubo terminado. Estudió sus manos por un momento.
—Ahora quiere saber por qué no lo podemos ver. Mi tía Pearl falleció el año pasado y la abuela la llevó a verla antes del funeral.
—¿Por qué se lo ha dicho?
Sharon encogió los hombros y dijo:
—Cada uno hace las cosas como cree correcto, eso es todo. ¿Qué más podía hacer?
—Imagino que quiere pruebas concretas de que Con esté realmente muerto. Quizás la podría llevar a su tumba, después. —Con un gesto indicó las tumbas cuidadosamente dispuestas sobre la hierba verde del cementerio—. No se trata de algo que no le sea familiar.
Sharon se volvió hacia él, con las manos apretadas convulsivamente.
—No tengo a nadie con quien hablar, ¿entiende? Mi abuela no quiere saber nada de esto. Ella no tenía buen concepto de él.
—¿Por qué? —preguntó Kincaid, sorprendido de que la mujer no estuviera complacida por las posibilidades de mejora en la vida para su bisnieta.
—El matrimonio es el matrimonio a los ojos del Señor —la imitó Sharon. Y de repente, Kincaid tuvo una visión clara de la anciana—. La abuela es muy firme en sus creencias. Para ella, el hecho de que Con no viviera con ella no cambiaba nada. Y mientras Con estuviera casado yo no tendría derechos, me dijo. Al final resulta que ha tenido razón, ¿no?
—Debe usted de tener amigas con las que hablar —dijo Kincaid, sin respuesta útil para la última pregunta.
—Ellas tampoco quieren saber nada. Parece como si de repente tuviera la lepra o algo así. Actúan como si les pudiera contagiar y estropearles la diversión. —Sharon se sorbió la nariz y luego añadió, en voz más baja—: En cualquier caso, no quiero hablar de Con con ellas. Lo que teníamos era entre nosotros, y no me parece justo airearlo como si fuera la colada.
—No. Tiene razón.
Estuvieron sentados durante unos minutos mientras las luces empezaban a encenderse en las casitas. Formas poco definidas se movían tras las cortinas y, de vez en cuando, un pensionista aparecía tras una puerta, y luego otra, sacando las botellas de leche y recogiendo los periódicos. La escena le hizo pensar a Kincaid en esos relojes alemanes tan elaborados, la clase de reloj en los que pequeñas personas aparecen y desaparecen alegremente mientras dan las horas. Miró a la chica sentada a su lado. De nuevo había inclinado la cara hacia sus manos.
—Haré que le devuelvan sus cosas, Sharon. A ella le gustaría. —Maldita sea, había metido la pata—. A la señora Swann le gustaría que se las devolvieran —dijo, corrigiéndose a sí mismo.
Su respuesta, cuando llegó, sorprendió a Kincaid.
—Lo que dije la otra noche... bueno. He estado pensando. —En la tenue luz pudo observar el brillo de sus ojos, pero ella volvió a desviar la mirada—. No fue justo, lo que dije. Ya sabe. Sobre ella...
—¿Lo que dijo sobre que Julia hubiera matado a Connor, quiere decir?
Asintió, toqueteando sin darse cuenta un punto de la parte delantera de su camiseta.
—No sé porqué lo dije. Supongo que quería darle la culpa a alguien. —Al cabo de un momento continuó, en un tono como de descubrimiento—: Creo que quería creer que ella era tan horrible como Con decía. Hacía que me sintiera mejor. Más segura.
—¿Y ahora? —preguntó Kincaid. Al no contestar, continuó—: ¿No tenía razón alguna para hacer esas acusaciones? ¿Con nunca le dijo nada que le hiciera pensar que Julia pudiera haberlo amenazado?
Ella negó con la cabeza y habló tan bajito que Kincaid tuvo que acercarse a ella para oírla.
—No. —Olía a jabón Pears, y la vulgaridad de ese olor bueno y limpio le oprimió de repente la garganta.
La penumbra se intensificó y de algunas de las ventanas de las casitas salía el parpadeo azul de las televisiones. Kincaid imaginó que las pensionistas —sólo había visto a mujeres— tomaban sus cenas temprano para poder instalarse delante de la tele, sin interrupción, aisladas de sí mismas y de los demás. Se estremeció levemente y se sacudió la ola de melancolía que lo amenazaba, como un perro saliendo del agua. ¿Por qué, después de todo, habría de sentirse descontento del confort que disfrutaban estas mujeres?
A su lado, Sharon tiró de su cardigan envolviéndose más en él. Kincaid se frotó las manos para calentarlas y se volvió hacia ella, diciéndole con brío:
—Una cosa más, Sharon. Y luego será mejor que entre antes de que coja frío. Tenemos un testigo que está seguro de haber visto a Connor en el Red Lion de Wargrave después de dejarla aquella noche. Con se encontró con un hombre cuya descripción coincide con Tommy Godwin, un viejo amigo de los Asherton. ¿Lo conoce? ¿Oyó a Con mencionarlo alguna vez?
Casi podía oírla pensar mientras seguía sentada a su lado, en la oscuridad. Pensó que si miraba con detenimiento vería su ceño fruncido mostrando concentración.
—No —dijo, finalmente—, nunca le oí mencionarlo. Se volvió hacia Kincaid y recogió una de sus piernas sobre el banco para poder mirarlo bien a la cara—. ¿Tuvieron...? ¿Se pelearon?
—Según el testigo no fue un encuentro demasiado amistoso. ¿Por qué?
Se puso la mano delante de la boca y mordisqueó la uña de su dedo índice. Morderse las uñas era una forma de autoestímulo que nunca había atraído a Kincaid, y se estremecía cuando veía la carne dañada. Esperó, entrelazando los dedos para impedir que su mano apartara la de Sharon de su boca.
—Creí que había sido yo la que lo había hecho enfadar —dijo precipitadamente—. Volvió aquella noche. No estaba contento de verme, quería saber por qué no había vuelto a casa de la abuela, como ya le dije. —Tocó la manga de Kincaid—. Por eso no dije nada antes. Me sentía una completa idiota.
Kincaid le dio una palmadita en la mano.
—¿Por qué no se fue a casa?
—Lo hice. Pero la partida de bridge de la abuela había terminado temprano —una de las ancianas se encontraba mal— de modo que volví. Me sentía mal por haberme largado enfadada. Pensé que estaría contento de verme y esperaba que pudiéramos... —Tragó saliva, incapaz de seguir adelante. Pero para Kincaid estaba claro lo que ella esperaba sin mayores explicaciones.
—¿Estaba bebido?
—Había tomado unas copas, pero no estaba realmente borracho.
—¿Y no le dijo dónde había estado o a quién había visto?
Sharon negó con la cabeza.
—Dijo: «¿Qué estás haciendo aquí?» y pasó por mi lado como si yo fuera un mueble o algo.
—¿Luego qué? Explíquemelo poco a poco, todo lo que recuerde.
Cerró los ojos, pensó durante un momento y luego empezó a hablar, obediente:
—Fue a la cocina y se sirvió una copa.
—¿No fue al carrito de bebidas? —preguntó Kincaid, recordando la cantidad de botellas.
—Eso era sólo por apariencia. Para las visitas. Con bebía whisky y siempre tenía una botella en la encimera de la cocina, —dijo, y luego continuó despacio—. Volvió al salón y noté que se tocaba continuamente la garganta. «¿Estás bien?», le pregunté. «¿Te encuentras mal, cielo?» Pero no me contestó. Subió arriba al estudio y cerró la puerta.
—¿Lo siguió? —preguntó Kincaid cuando ella se quedó en silencio.
—No sabía qué hacer. Empecé a subir las escaleras cuando lo oí hablar. Debía de haber llamado a alguien. —Miró a Kincaid y, a pesar de la débil iluminación, pudo ver su angustia—. Estaba riendo. Eso es lo que no podía entender. ¿Cómo podía estar riendo cuando apenas me había dirigido la palabra?
—Cuando volvió a bajar las escaleras me dijo: «Salgo otra vez, Shar. Cierra cuando salgas». Para entonces ya había tenido suficiente. Le dije que cerrara él mismo su maldita puerta. No le había estado esperando para que me tratara como una simple fulana, ¿no? Le dije que si me quería ver que cogiera el maldito teléfono y me llamara, y que me lo pensaría si no tenía nada mejor que hacer.
—¿Qué respondió Connor?
—Se quedó allí, con la cara inexpresiva, como si no hubiera oído una palabra de lo que le había dicho.
Kincaid ya había oído a Sharon en pleno ataque de ira y pensó que Connor debía de haber estado realmente preocupado.
—¿Y lo hizo? ¿Irse?
—Tenía que hacerlo, ¿no? ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Es verdad que la escena exigía una salida por la puerta grande —dijo Kincaid, sonriendo.
Sharon le sonrió un poco a su pesar.
—Di un portazo tan fuerte que me arranqué una uña. Un dolor de mil demonios.
—De modo que no lo vio salir del piso, ¿no?
—No. Me quedé afuera durante un minuto. Supongo que esperaba que viniera a decirme que lo sentía. Vaca estúpida —añadió, amargamente.
—No fue estúpida, de ningún modo. No tenía manera de explicarse el comportamiento de Con. En su lugar, pienso que yo hubiera hecho exactamente lo mismo.
Sharon se tomó un momento para asimilar estas palabras y luego dijo, entrecortadamente:
—Señor Kincaid, ¿sabe por qué Connor dijo esas cosas? ¿Por qué me trató así?
Deseó poder consolarla y respondió:
—No —luego añadió con más certeza de la que sentía—, pero voy a descubrirlo. Vamos, ha de entrar en casa. Su abuela habrá llamado a la policía.
La sonrisa de Sharon fue tan débil como flojo el chiste de Kincaid, y se la dirigió simplemente para complacerlo, de eso estaba seguro. Cuando llegaron a la puerta de la casita, él le preguntó:
—¿Qué hora era cuando dejó a Con? ¿Lo recuerda?
Asintió, indicando el enorme campanario que tenían detrás:
—Las campanas dieron las once justo cuando pasé por el pub Angel.
* * *
Después de dejar a Sharon, le salió como lo más natural del mundo bajar la colina y seguir por el río hasta el piso de Julia. Recogería las cosas de Sharon ahora que lo tenía en mente, y mientras estaba allá podría interrogar a Julia otra vez sobre sus movimientos después de que la galería cerrara aquella noche.
O así se lo decía la parte racional, lógica de su mente. La otra parte se quedó observando las maquinaciones de la primera, como espectador entretenido y burlón. ¿Por qué no admitía que esperaba poder sentarse junto a ella, mirando cómo la cálida luz de la lámpara se reflejaba en la brillante curva de su cabello? ¿O que quería volver a ver la manera en que sus labios se curvaban por las comisuras cuando encontraba divertido algo que él decía? ¿O que su piel todavía recordaba el toque de los dedos de ella en su cara?
¡Qué gilipollez!, dijo Kincaid en voz alta, apartando al espectador a un lugar recóndito de su mente. Necesitaba aclarar unos cuantos puntos, eso era todo, y su interés por Julia Swann era puramente profesional.
El viento que antes había despejado el cielo había parado al atardecer, dejando la noche silenciosa y calmada, aunque a la expectativa. Las luces que se reflejaban en la superficie del agua la hacían parecer sólida como el hielo, y cuando pasó junto al pub Angel y caminó junto al terraplén, notó el aire fresco cerniéndose sobre el río como una nube.
Al pasar por la galería de Trevor Simons lo vio fuera de la puerta. Cruzó la calle rápidamente y lo encontró todavía agachado sobre el cerrojo. Tocó su brazo.
—Señor Simons. ¿Tiene problemas con la cerradura?
Simons dio un salto, soltando el pesado llavero que sostenía en la mano.
—Dios Santo, comisario, me ha dado un susto tremendo. —Se agachó a recoger las llaves y añadió—: Se encalla un poco, me temo, pero ya lo tengo.
—¿De camino a casa? —dijo Kincaid, en tono agradable. Incluso se preguntó si el itinerario de Simons incluía una visita a Julia. Ahora que se había vuelto a instalar en el piso, justo un poco más abajo, ya no tendrían necesidad de encontrarse furtivamente en el taller de detrás de la galería.
Simons estaba un poco incómodo, con las llaves en una mano y la carpeta de trabajos en otra.
—La verdad es que sí. ¿Necesitaba verme?
—Hay un par de cosas —respondió Kincaid, tomando una decisión mientras hablaba—. ¿Por qué no cruzamos la calle y tomamos algo?
—¿No tardaremos más de media hora? —Simons miró su reloj—. Hoy salimos a cenar. Mi mujer ha enviado a las niñas a casa de amigos. No puedo llegar tarde si en algo valoro mi vida.
Kincaid se apresuró para tranquilizarlo.
—Será sólo un momentito, en el pub Angel. Le prometo que no estaremos mucho rato.
Encontraron el pub lleno, pero el público era reposado. Kincaid calculó que se trataba básicamente de profesionales que tomaban una copa rápida antes de irse a casa después del trabajo.
—Un sitio agradable —dijo, mientras se ponían cómodos en una mesa junto a una de las ventanas que daba al río—. Salud. Admito que me he aficionado a la cerveza Brakspear’s Special. —Mientras saboreaba su cerveza miró a su compañero con curiosidad. Simons parecía algo incómodo debido a su cita para cenar, no obstante daba la impresión de que era sincero—. Parece que usted y su esposa han planeado una noche romántica —dijo Kincaid, como andando a la caza de algo.
Simons apartó la mirada. Su incomodidad parecía más evidente aún. Las canas plateadas en su espeso cabello castaño atraparon la luz cuando se pasó la mano.
—Bueno, comisario. Ya sabe cómo son las mujeres. Ella se sentirá muy defraudada si no participo con entusiasmo.
Un barco pasó despacio por debajo del puente de Henley. Las luces de babor y estribor brillaban ininterrumpidamente. Kincaid empujó el posavasos de la cerveza hacia delante y hacia atrás con un dedo y luego miró a Simons.
—¿Sabe que Julia se ha vuelto a mudar a su piso?
—Sí. Lo sé. Me llamó ayer. —Antes de que Kincaid pudiera responder, Simons explicó convincentemente—: Mire, comisario, seguí su consejo el otro día. Le hablé a mi mujer de... de lo que pasó con Julia. —La cara huesuda de Simons tenía aspecto demacrado por el cansancio. Al tomar a sorbos el whisky con agua su mano tembló levemente.
—¿Y? —dijo Kincaid al ver que no proseguía.
—La noticia la sacudió. Y estaba dolorida, como podrá imaginar, —dijo Simons en voz baja—. Creo que el daño no será fácil de reparar. Nuestro matrimonio ha sido bueno, probablemente mejor que el de la mayoría. Nunca debí cometer este error.
—Suena como si no quisiera continuar su historia con Julia, —dijo Kincaid, sabiendo que no era de su incumbencia y que su investigación apenas justificaba cruzar los límites de los buenos modales.
Simons negó con la cabeza.
—No puedo. No si quiero arreglar las cosas con mi esposa. Se lo he dicho a Julia.
—¿Cómo se lo ha tomado?
—Estará bien. —Simons sonrió con ese humor moderado, de desaprobación, que Kincaid ya había observado—. Yo no fui más que un capricho pasajero para Julia. Probablemente le he ahorrado la molestia de tener que decirme, «lo siento, querido, pero era tan solo un poco de diversión».
A Kincaid se le ocurrió que Simons, al igual que Sharon Doyle, agradecía tener un oyente imparcial y aprovechó esta ventaja.
—¿Estaba enamorado de ella?
—No estoy seguro de que «amor» y «Julia» existan en el mismo vocabulario, señor Kincaid. He estado casado durante casi veinte años. Para mí el amor significa calcetines zurcidos y «¿a quién le toca sacar la basura, querido?» —Sonrió mientras tomaba un sorbo de su whisky—. Quizás no sea apasionante, pero de este modo uno sabe dónde se encuentra. —De repente se serenó—. O al menos debería saberlo, a menos que se comporte como un asno.
»Estaba encaprichado con Julia, fascinado, embelesado. Pero no estoy seguro de que nadie pueda acercarse a ella lo suficiente para amarla.
A pesar de lo mucho que le desagradaba a Kincaid la necesidad de atacar, lo hizo con una voz repentinamente severa:
—¿Estaba lo suficientemente encaprichado como para mentir por ella? ¿Está seguro de que ella no abandonó la galería cuando terminó la fiesta? ¿Le dijo ella que tenía que ver a alguien? ¿Qué volvería en una hora o dos?
El buen humor había desaparecido de la cara de Trevor Simons. Terminó su whisky y depositó el vaso con cuidado, adrede, en el centro exacto de su posavasos.
—No lo hizo. Puede que sea un adúltero, comisario, pero no soy un embustero. Y si piensa que Julia tuvo algo que ver con la muerte de Connor, le puedo decir que está usted buscando en el lugar equivocado. Ella estuvo conmigo desde que cerramos la galería hasta el amanecer. Y después de quemar las naves, por así decirlo, confesándoselo a mi esposa, testificaré ante un tribunal si es necesario.