11

Alison Douglas protestó cuando Gemma la llamó temprano al día siguiente.

—Pero sargento, ¿cómo voy a llamar a los acomodadores para que vengan esta mañana si ayer trabajaron hasta tarde? Y algunos tienen otros trabajos, o estudian.

—Haga lo que pueda. La alternativa es que vayan a Scotland Yard, lo cual no creo que les entusiasme. —Gemma trató de disimular su irritación. Una noche agitada y un viaje de vuelta a Londres en medio del tráfico de hora punta la habían puesto de mal humor. Pero eso no era excusa para desquitarse con Alison. Y, después de todo, no era una petición muy razonable.

—Estaré ahí antes de mediodía —le dijo a Alison, y colgó.

Puso el auricular en la horquilla y contempló con aversión el papeleo que inundaba el escritorio de Kincaid. No notó la satisfacción que normalmente sentía al haberse apropiado de su despacho, sino más bien el mismo malestar que la había mantenido despierta hasta altas horas de la madrugada. Había habido algo distinto en Kincaid anoche. Al principio sólo había notado una calidad febril en su comportamiento. Pero mientras daba vueltas en la cama durante toda la noche, llegó a la conclusión de que sus reacciones hacia ella también se habían modificado. ¿Acaso había sido imaginación suya la camaradería espontánea de la noche anterior en Londres? Había sido él quien la había ido a buscar. ¿Acaso su entusiasmo en el piso de ella y el evidente disfrute de su compañía habían hecho que bajara demasiado sus defensas, dejándola vulnerable?

Se encogió de hombros y se masajeó los ojos tratando de hacer desaparecer el cansancio. Sin embargo, no pudo borrar el pensamiento fugaz de que el cambio en la actitud de Kincaid tenía que ver con Julia Swann.

* * *

Al final, Alison pudo traer a cuatro de los acomodadores. Estaban sentados en sillas plegables, apretujados, con aspecto contrariado, pero también había en ellos cierto aire de curiosidad.

Gemma se presentó y añadió:

—Trataré de no entreteneros más de lo necesario. ¿Conocéis alguno de vosotros a Tommy Godwin, el director de Vestuario? Alto, delgado, tirando a rubio, muy bien vestido. —Mirándolos, Gemma no se hizo demasiadas ilusiones de que la elegancia en el vestir ocupara un lugar en sus léxicos. Los tres chicos estaban arreglados, pero eran ordinarios. La chica había conseguido vestirse con lo que Gemma reconoció como ropa de bajo presupuesto, pero con un poco de estilo—. Quiero saber si uno de vosotros lo vio el jueves por la noche. —Los chicos se miraron unos a otros con las caras en blanco. Alison estaba detrás de ellos, con los brazos cruzados, apoyándose ligeramente contra la pared. Gemma vio cómo abría levemente la boca a causa de la sorpresa.

Gemma movió ligeramente la cabeza en señal de negación para Alison y esperó, forzando el silencio.

Finalmente habló la chica.

—Yo sí, señorita. —Su voz tenía una leve cadencia antillana. Gemma pensó que probablemente la había adquirido de sus padres o de otros miembros de la familia que fueron la primera generación de inmigrantes.

Gemma exhaló el aire que había retenido inconscientemente y dijo:

—¿Sí? ¿Estás segura de que fue el jueves por la noche? Pelléas et Mélisande, ¿verdad? —No había esperado realmente un resultado tan positivo, pero aun así no se fiaba.

—Sí, señorita. —La chica sonrió como si encontrara divertida la duda de Gemma—. Veo todos los montajes. Sé distinguir uno de otro.

—Bien. Me alegro de que uno de nosotros sepa hacerlo. —Gemma sonrió, reprochándose por haberla tratado con condescendencia—. ¿Cómo te llamas?

—Patricia, señorita. Soy estudiante de diseño. Estoy interesada en el diseño de vestuario, de modo que a veces ayudo un poco en el departamento. Por esto conozco al señor Godwin.

—¿Me puedes hablar del jueves por la noche?

La chica se dio la vuelta para mirar a Alison, como pidiendo permiso a la autoridad más cercana.

—Adelante, Patricia. Explícaselo a la sargento. Estoy segura de que todo está bien —respondió Alison.

—El señor Godwin entró en el vestíbulo por las puertas de la calle. Normalmente estoy junto a las puertas dentro del auditorio y escucho la representación. Pero acababa de regresar de los aseos y justo estaba cruzando el vestíbulo. Lo llamé, pero no me oyó.

Gemma no supo si se sentía aliviada o decepcionada. Si Tommy había estado diciendo la verdad, sí había visto la representación, no podía haber estado en Wargrave con Connor.

—¿Qué hizo entonces? ¿Lo viste?

—Pasó al siguiente pasillo. El de Roland —miró de refilón al chico más guapo del grupo.

—¿Lo viste? —Gemma se volvió hacia él.

El chico sonrió, a gusto con la repentina atención recibida.

—No estoy seguro, señorita, ya que no lo conozco. Pero no recuerdo haber visto a nadie que coincidiera con la descripción.

Al menos no la había llamado «señora». Gemma devolvió la sonrisa y centró su atención en Patricia.

—Cuando volviste a tu puesto en el auditorio, ¿lo volviste a ver?

La chica negó con la cabeza.

—La gente empezó a salir justo después y yo estaba muy ocupada.

—¿El intermedio, tan pronto? —preguntó Gemma, confundida.

—No. —Patricia negó con más energía esta vez—. Caída del telón. Me di cuenta de que había ido al baño —echó una mirada a los chicos como para acallar cualquier crítica—, justo a tiempo.

—¿Caída del telón? —repitió Gemma débilmente—. Pensaba que habías dicho que había llegado justo después de empezar la representación.

—No, señorita. Cinco minutos, quizás, antes del final. Justo antes de las once.

Gemma inspiró, recobrando así la calma. Entonces, debía de ser Tommy el del Red Lion.

—¿Lo viste después, cuando estabas recogiendo?

—No, señorita. —Tras haber entrado en ambiente, Patricia parecía genuinamente decepcionada de no tener nada más que ofrecer.

—Está bien. Gracias, Patricia. Has sido de gran ayuda. —Gemma miró a los chicos—. ¿Alguien tiene algo más que añadir? —Al recibir las esperadas negativas, dijo—: Está bien. Os podéis ir. Todos. —Patricia fue la última en irse y miró hacia atrás con timidez—. Una chica lista —dijo Gemma cuando se cerró la puerta.

—¿Qué es todo esto de Tommy, sargento? —preguntó Alison, que fue a sentarse al borde del escritorio. Se alisó distraídamente las arrugas de su traje de lana marrón, cuya tela era del mismo tono suave que su cabello y sus ojos. Gemma pensó que la hacía parecer un pequeño pajarillo.

—¿Está segura de que no lo vio hasta que fue al camerino de Gerald?

—Categóricamente. ¿Por qué?

—Él me dijo que estuvo aquí, en el teatro, durante toda la representación. Pero Patricia parece contradecirlo y parece una testigo fiable.

—¿No creerá que Tommy pueda tener nada que ver con la muerte de Connor? Eso es imposible. Tommy es... en fin, a todo el mundo le gusta Tommy. Y no sólo porque sea ingenioso y divertido. —Alison lo dijo como si Gemma se lo hubiese sugerido—. No es eso a lo que me refiero. Es amable cuando no tiene obligación de serlo. Sé que no lo creería por su actitud, pero se fija en la gente. Esa chica, Patricia. Imagino que él la ha alentado. Cuando empecé iba con muchísimo cuidado, con pánico a cometer un error, y él siempre tuvo una palabra amable conmigo.

—Estoy segura de que tiene usted razón —dijo Gemma, esperando calmar la hostilidad de Alison—, pero hay una discrepancia y debo seguir adelante con la investigación.

Alison suspiró y de repente se la vio cansada.

—Supongo que debe hacerlo. ¿Qué puedo hacer para ayudarla?

—Piense en aquellos minutos en el camerino de Sir Gerald. ¿Notó algo fuera de lo común?

—¿Cómo voy a saberlo? —preguntó Alison, de nuevo irritada—. ¿Cómo puedo estar segura de que mi recuerdo no está distorsionado por lo que me ha contado, de que quizás vea un problema donde no lo hay? —Al ver que Gemma no contestaba, siguió más bajito—. He estado pensando en ello. Dejaron de hablar cuando entré en el camerino. Me sentí como si hubiera metido la pata, ¿entiende? —Miró a Gemma, buscando confirmación—. Luego, después de ese momento incómodo, parecieron demasiado entusiasmados, demasiado alegres, ¿comprende? Ahora creo que por eso sólo me quedé un minuto, el tiempo justo para ofrecer mi acostumbrada felicitación, aunque en aquel momento no me di cuenta.

—¿Algo más? —preguntó Gemma, sin esperar demasiado.

—No, lo siento.

—Está bien. —Gemma sonrió a Alison e hizo un esfuerzo por vencer el aletargamiento que había empezado a notar en sus piernas—. Tendré que hablar con él otra vez, y está demostrando ser bastante escurridizo. Esta mañana he tratado de encontrarlo, sin suerte, en su piso, en LB House y aquí. ¿Tiene alguna sugerencia?

Alison negó con la cabeza.

—No. Debe andar por ahí.

Viendo la mirada de preocupación en los ojos de Alison, Gemma dijo, con consideración:

—Espero que nuestro señor Godwin no resulte difícil de encontrar.

* * *

El CID de High Wycombe había hecho sitio para Kincaid en el escritorio de un inspector ausente. Había pasado la mañana allí, leyendo informe tras informe, todos inconcluyentes. Mientras se desperezaba barajó la idea de tomar otra taza del espantoso café, o bien renunciar a él y salir a almorzar.

El deber y el café parecían estar ganando la batalla cuando Jack Makepeace sacó la cabeza por la puerta.

—¿Algo nuevo?

Kincaid hizo una mueca.

—No valen un carajo. Usted ya los ha leído. ¿Algo nuevo del equipo de Wargrave?

Makepeace sonrió malévolamente.

—Dos latas grandes aplastadas, dos envoltorios de chicle de aluminio, los restos de un pájaro muerto y media docena de condones usados.

—Parece que es un aparcamiento popular, ¿no?

—Señala el principio de un sendero que corre a lo largo del río durante un trecho y luego rodea el cementerio. Aparcar allí no es totalmente legal, pero la gente lo hace igualmente y me atrevería a decir que es también un lugar donde la gente se cita a medianoche. —Makepeace se toqueteó el bigote por un instante—. Los forenses han dicho que la grava está demasiado blanda y estropeada para sacar moldes de rodadas.

—Lo que esperaba. —Kincaid lo miró pensativamente—. Jack, si el cuerpo cayó al río en Wargrave, ¿podría haber ido a la deriva río abajo y llegar a Hambleden por la mañana?

Makepeace negó con la cabeza antes de que Kincaid terminara la frase.

—No es posible. El río es demasiado lento, por un lado, y, por el otro, está la esclusa de Marsh, justo después de Henley.

Pensó en la breve escapada de Julia de la galería y dijo:

—Entonces lo mismo pasaría en Henley si el cuerpo hubiera caído en River Terrace.

Makepeace se apartó del marco de la puerta, donde había estado apoyado, y se dirigió hacia el mapa de la zona que había en la pared. Con un dedo regordete apuntó al cordón serpenteante que representaba el río Támesis.

—Mire todas las vueltas y recodos, todos son lugares donde un cuerpo puede quedar atrapado. —Se volvió hacia Kincaid y añadió—: Yo creo que su cuerpo cayó a unos cien metros de donde fue encontrado.

Kincaid empujó hacia atrás la chirriante silla, estiró las piernas y entrelazó los dedos en la nuca.

—Me temo que tiene razón, Jack. Me intento agarrar a cualquier cosa. ¿Qué hay de las casas junto al río, por encima de la esclusa? ¿El ir de puerta en puerta ha revelado alguna cosa?

—O bien estaban durmiendo como troncos antes de las diez de la noche —dijo Makepeace con sarcasmo y juntó las manos y las colocó en su mejilla imitando a alguien durmiendo—, o bien ven el hablar con nosotros como una excusa para contarnos las fobias de sus mascotas. ¿Recuerda ese edificio en restauración al principio de la pasarela de la presa? Una vieja de uno de los pisos del margen del río me dijo que había oído voces en algún momento después de la última edición de noticias. Cuando miró por la ventana vio a un hombre y a un chico en la pasarela. «Maricones», dijo, «maricas pecando contra el Señor». Ya, y encima matones en motocicleta. —Los ojos de Makepeace se arrugaron, divertidos—. Parece ser que el chico llevaba el pelo largo y ropa de cuero, y eso fue suficiente para ella. Antes de que mi agente pudiera escapar, ella ya le había preguntado si había sido salvado por Jesús.

Kincaid soltó una risotada.

—Esto hace que no eche de menos los tiempos en que iba de ronda. ¿Qué hay del acceso por el sur? A través de los prados.

—Se necesita un Land Rover o algo con tracción a las cuatro ruedas. El suelo es como pegamento después de toda esta lluvia. —Makepeace estudió la cara de Kincaid. Luego dijo, comprensivo—: Mala suerte. ¡Ah! —dio unas palmaditas a la carpeta que llevaba bajo su brazo izquierdo— aquí hay algo que le puede animar: el informe final de patología. —Se lo pasó a Kincaid—. ¿Quiere comer algo?

—Déme diez minutos —Kincaid hizo un gesto con la mano a modo de saludo y luego atacó el informe.

Tras una somera lectura cogió el teléfono y finalmente logró ponerse en contacto con el doctor Winstead en su osera.

—Doctor —dijo, tras identificarse—, ya sé a qué hora comió Connor, a las nueve o poco después. ¿Está seguro de que no pudo haber muerto tan pronto como las diez?

—Carne y patatas, ¿verdad?

—Bistec, en realidad —admitió Kincaid.

—Yo pondría su muerte más cerca de medianoche, a menos que el tipo tuviera unos ácidos en el estómago como para disolver pintura.

—Gracias, doctor Winnie. Es usted un ángel. —Kincaid colgó y contempló los informes desperdigados. Al cabo de un momento los apiló todos en un montón, se apretó el nudo de la corbata y salió en busca de perspectivas más agradables.

* * *

Cuando Gemma regresó a Scotland Yard se encontró un mensaje en su escritorio que decía: Tom Godwin ha llamado. Hotel Brown, a las tres.

Se fue en busca del sargento de turno.

—¿Eso ha sido todo, Bert? ¿Estás seguro?

Él respondió, ofendido:

—¿Me has visto equivocarme alguna vez con un mensaje, Gemma?

—No, claro que no. —Le dio unas palmaditas cariñosas en la cabeza—. Es que es raro, eso es todo.

—Esto es lo que dijo el caballero, literalmente —dijo Bert, un poco más calmado—. Por cierto, el jefe quiere verte.

—Vaya, perfecto —rezongó mientras recibía una mirada de apoyo de Bert.

—No se ha comido a nadie desde el almuerzo, encanto.

—Gracias, Bert —Gemma sonrió—. Esto hace que me sienta muchísimo mejor.

De todos modos fue caminando por el pasillo algo atemorizada. Había que reconocer que el comisario jefe Denis Childs era justo con su personal, pero había algo en su actitud agradable y cortés que hacía que Gemma quisiera confesar incluso fechorías imaginadas. Su puerta estaba abierta —ésa era su política— y Gemma golpeó suavemente antes de entrar.

—¿Quería verme, señor?

Childs la miró por encima de una carpeta. Recientemente había adquirido unos lentes estilo abuela que le quedaban raros, encaramados en mitad de la enorme cara con forma de luna. Gemma tuvo que morderse el labio para contener una risita. Afortunadamente se los sacó y los hizo oscilar entre su pulgar y su índice.

—Siéntese, sargento. ¿A qué se han dedicado usted y Kincaid estos últimos días? ¿A perder el tiempo? He recibido un toque del comisionado asistente. Quería saber por qué no se habían presentado los brillantes resultados que esperaba. Aparentemente, Sir Gerald Asherton les ha pegado una gran bronca.

—Sólo han pasado cuatro días, señor —dijo Gemma, herida—. Hasta ayer no pudo el patólogo realizar la autopsia. En cualquier caso —dijo con prisa, antes de que Childs saliera con lo de resultados, no excusas—, tenemos un sospechoso. Lo voy a interrogar esta tarde.

—¿Alguna prueba sólida?

—No señor, todavía no.

Childs dobló los brazos por encima de su barriga y Gemma se maravilló, como siempre hacía, de que a pesar de su corpulencia este hombre irradiara tal magnetismo físico. Por lo que ella sabía, estaba felizmente casado y utilizaba su atractivo para algo tan poco siniestro como mantener la disciplina entre las mecanógrafas.

—Todos los equipos están fuera. Hemos tenido una racha de homicidios. Pero a pesar de lo mucho que los necesito aquí, no creo que debamos defraudar al comisionado asistente, ¿no cree, sargento? Siempre resulta conveniente mantener contentas a las autoridades. —Le sonrió, mostrando unos dientes cegadoramente blancos que contrastaban con la piel de tono oliváceo—. ¿Se lo podrá comunicar al comisario Kincaid cuando hable con él?

—Sí, señor —contestó Gemma e interpretando lo último como una autorización para marcharse, se retiró precipitadamente.

* * *

Cuando Gemma regresó a la oficina de Kincaid, los rayos de sol entraban inclinados en la habitación. Parecían suficientemente consistentes como para tocarlos. La calidad de su luz era casi viscosa. Como si no confiara demasiado en el fenómeno, Gemma se dirigió a la ventana y miró entre los estores. La luz era lo más clara y azul posible, teniendo en cuenta la polución de la ciudad. Dirigió su mirada de la ventana al montón de papeles, que seguían caprichosamente donde los había dejado. El ángulo de entrada de la luz con el escritorio revelaba rayas de polvo y varias huellas dactilares perfectas. Gemma se dirigió al escritorio sonriendo y procedió a limpiarlo con un pañuelo de papel. Eliminar las pruebas, ésa era la primera regla. Entonces cogió su bolso del perchero y se fue a buscar el ascensor antes de que nadie pudiera pararla.

Atajó por St. James Park, caminando rápido e inspirando grandes bocanadas de aire frío y limpio. Los ingleses tienen un instinto para la luz del sol, por breve que sea su duración, pensó Gemma, como si tuvieran un sistema de radar que los avisara antes. El parque estaba lleno de gente que había hecho caso a la señal. Algunos caminaban rápido como ella y obviamente se dirigían a algún sitio. Otros sólo paseaban o estaban sentados en bancos. Todos parecían fuera de lugar debido a su ropa formal. Los árboles, que con la llovizna de los últimos días habían estado como apagados, mostraban restos de rojo y amarillo a la luz del sol. Pensamientos y crisantemos tardíos habían aparecido valientemente en los arriates.

Salió al Mall, y cuando llegó a Piccadilly pasando por St. James Street notó su corazón palpitar y calor en la cara. Tan sólo quedaban un par de manzanas más por Albemarle Street. Por primera vez en ese día notó la cabeza despejada.

A pesar de haber calculado exactamente el tiempo que tardaría, llegó unos minutos temprano y se encontró que Tommy Godwin había llegado antes que ella. Éste le hizo señas con la mano, con el aspecto de encontrarse como en su propia casa, sentado en un mullido sillón del hotel. Gemma fue hacia él y de repente fue consciente de su pelo revuelto por el viento, sus mejillas rosadas y sus cómodos y poco elegantes zapatos de tacón bajo.

—Siéntese, querida. Parece como si hubiera estando haciendo un gran esfuerzo sin necesidad alguna. He pedido algo para usted. Espero que no le importe. Es un lugar estirado y pasado de moda —señaló con un movimiento de cabeza la sala, con sus paredes de paneles de madera y el fuego chisporroteante— pero preparan el té como Dios manda.

—Señor Godwin, ésta no es una ocasión social —dijo Gemma tan severamente como pudo mientras se hundía en las profundidades del sillón—. ¿Dónde ha estado? He estado buscándolo todo el día.

—He visitado a mi hermana en Clapham esta mañana. Una necesidad familiar horripilante si bien habitual, una a la que temo que la mayoría de nosotros estamos sometidos. A menos que uno haya tenido la buena suerte de venir a este mundo en una probeta. Pero incluso eso debe tener unas ramificaciones que no quiero ni pensar.

Gemma trató de enderezar la espalda contra el blando cojín del sillón.

—Por favor, no se me vaya por la tangente, señor Godwin. Necesito respuestas.

—¿Podemos tomar el té primero? —preguntó con voz lastimera—. Y por favor, llámeme Tom. —Se inclinó hacia ella y dijo, en tono confidencial—: Este hotel fue el modelo que Agatha Christie usó para su novela En el Hotel Bertram, ¿lo sabía, sargento? No creo que haya cambiado demasiado desde entonces.

A pesar de sus mejores intenciones, Gemma sintió curiosidad y echó una ojeada a la sala. Algunas de las diminutas viejecitas sentadas cerca de ellos podrían haber sido clones de Miss Marple. Los estampados descoloridos de sus vestidos —iban sensatamente cubiertas con chaquetas de lana— armonizaban con los apagados reflejos azules y violetas de sus cabellos, y sus zapatos... Los cómodos zapatos planos de Gemma no alcanzaban siquiera a rozar el concepto de sensatez de los robustos zapatos de cuero de las señoras.

Qué lugar tan extraño como para formar parte de las preferencias de Tommy Godwin, pensó Gemma, estudiándolo a escondidas. Observó que la chaqueta azul marino que llevaba era de cachemir, la camisa era de una impecable lanilla color gris pálido, los pantalones eran gris marengo y el discreto y cálido estampado de la corbata era azul marino y rojo.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Tommy Godwin dijo:

—Es el aura de antes de la guerra lo que lo hace tan irresistible. La edad de oro de los modales británicos, ya desaparecidos. Una gran pérdida. Nací durante el Blitz, pero incluso durante mi infancia quedaban rastros de aquel refinamiento de la vida inglesa. ¡Ah! Aquí está nuestro té —dijo, mientras el camarero les llevaba la bandeja a su mesa—. He pedido Assam para acompañar los sándwiches —espero que le parezca bien— y una tetera de Keemun para las pastas.

El té en la familia de Gemma se había limitado a las bolsitas de Tetley’s Finest metidos en una tetera de estaño. No le gustaba admitir que no había probado ninguno de los dos tés ofrecidos, por eso atacó la observación anterior.

—Uno sólo piensa que esos tiempos fueron perfectos porque no los vivió. Imagino que la generación de entre guerras veía la Inglaterra eduardiana como la edad de oro, y los eduardianos pensaban lo mismo de los victorianos.

—Tiene razón, querida —dijo con seriedad, mientras servía el té en su taza—, pero había una gran diferencia: la Primera Guerra Mundial. Habían estado en la boca del infierno, y sabían lo frágil que es en realidad nuestra civilización. —El camarero regresó y colocó una bandeja de tres pisos sobre la pequeña mesa. La bandeja inferior contenía sándwiches, la del medio bollos, y la superior pastitas, el toque supremo—. Tome un sándwich, querida —dijo Tommy—. El de salmón en pan integral es especialmente sabroso.

Sorbió su té y continuó con su sermón mientras sostenía un sándwich de pepino con los dedos.

—Está de moda, hoy en día, calificar las novelas de misterio de la edad de oro como triviales y poco realistas. Pero no eran así. Era su postura contra el caos. Los conflictos eran íntimos, en lugar de globales. Y la justicia, el orden y el castigo siempre prevalecían. Necesitaban desesperadamente esa tranquilidad. ¿Sabía que Gran Bretaña perdió casi un tercio de sus hombres jóvenes entre 1914 y 1918? Sin embargo esa guerra no nos amenazó físicamente de la misma manera que lo haría la siguiente. Esa guerra se quedó en el frente europeo.

Hizo una pausa para tomar de un solo mordisco medio sándwich. Masticó durante un instante y luego dijo, con tristeza:

—Qué gran pérdida debió de parecer, la flor y nata de los hombres de Gran Bretaña, y nada palpable que mostrar sino titulares de periódicos y discursos de políticos. —Sonrió—. Pero si lee Christie o Allingham o Sayers, el detective siempre cazaba al asesino. Y se dará cuenta de que el detective siempre funcionaba fuera del sistema. Las historias siempre expresaban una consoladora creencia en la validez de la acción individual.

—¿Pero los asesinatos no eran siempre limpios e incruentos? —preguntó Gemma más bien impaciente, con la boca llena. Estaba demasiado cansada e inquieta para almorzar y la caminata la había dejado de repente hambrienta.

—Algunos de ellos eran de hecho muy diabólicos. A Christie le gustaban especialmente los envenenamientos, y no se me ocurre ninguna forma menos civilizada de cometer un asesinato.

—¿Sugiere acaso que hay métodos civilizados de cometer un asesinato? —Como ahogar a tu víctima en un río convenientemente situado, pensó, sorprendida por el giro que estaba tomando la conversación.

—Claro que no, querida, sólo que siempre he encontrado la idea del veneno especialmente abominable. Que una persona pueda infligir tanto sufrimiento e indignidad a otra...

Gemma bebió otro sorbo de su té. Se lo pasó por la lengua y decidió que le gustaba el rico sabor a malta.

—¿Entonces prefiere los asesinatos rápidos y limpios, Tommy?

—No los prefiero de ningún modo, querida —dijo, mirándola mientras servía más té. Estaba jugando con ella, tomándole el pelo, ella lo notaba en la sonrisa reprimida de sus ojos.

Es hora de una pequeña dosis de realidad, pensó, chupando la ensalada de huevo de las puntas de sus dedos.

—Siempre he pensado que el ahogamiento tenía que ser una muerte horrible. Ceder ante esa desesperada necesidad de llenar de aire los pulmones, luego atragantarse, oponer resistencia, hasta que llega la pérdida de la consciencia como bendito alivio.

Tommy Godwin se sentó en silencio, mirándola, con las manos relajadas encima de la mesa. Qué manos más bonitas, pensó Gemma, con dedos largos y finos, con las uñas perfectamente cuidadas. Encontraba totalmente inconcebible la idea de que él fuera capaz de pelearse como un vulgar rufián y utilizar esas manos para estrangular y asfixiar, o quizás mantener un cuerpo apaleado bajo el agua.

—Tiene razón, querida —dijo en voz baja—. Ha sido de muy mal gusto seguir en esa línea, pero las novelas policíacas son un hobby mío. —Cogió un sándwich de berros y lo estudió por un instante antes de devolverlo a la bandeja. Sus ojos, de un cándido color azul oscuro, se encontraron con los de ella—. ¿Cree que el pobre Connor sufrió?

—No lo sabemos. El patólogo no encontró evidencia que indicara que tragase agua del río, pero eso no lo convierte en imposible. —Gemma dejó que el silencio se alargase durante un latido, y añadió—: Esperaba que usted pudiera decírmelo.

Sus ojos se agrandaron.

—Venga ya, sargento. ¿No creerá...?

—Me mintió cuando dijo que asistió a la ópera aquella noche. Uno de los acomodadores lo vio entrar desde la calle justo minutos antes de que acabara la representación. Y tengo un testigo que lo puede situar en un pub de Wargrave teniendo una conversación no demasiado amigable con Connor Swann —dijo, presentando su farol con toda la autoridad que pudo lograr.

Por primera vez desde que lo había conocido, a Tommy parecieron faltarle las palabras. Al estudiar su cara serena, vio que la mayor parte de su atractivo no recaía en sus rasgos individuales, sino en la expresión de curiosidad despierta y divertida que normalmente animaba dichos rasgos. Finalmente suspiró y empujó su plato vacío.

—Debería de haber sabido que era inevitable. Incluso cuando era niño no me salía lo de contar mentiras. Tenía intención de asistir a la representación aquella noche, eso era cierto. Luego escuché en mi contestador un mensaje urgente de Connor en el que decía que necesitaba verme. Supongo que cuando fue al teatro por la tarde me había estado buscando.

—¿Le pidió que lo fuera a ver al Red Lion?

Mientras Tommy asentía, el camarero trajo la segunda tetera. Tommy dijo, levantándola para servir el té:

—Debe probar el Keemun, querida. ¿Con qué le gustaría acompañarlo?

Gemma había empezado a negar con la cabeza cuando él dijo:

—Por favor, sargento, tome algo. Todo esto es especial para usted. Pensé que una mujer policía que trabaja duro probablemente no tiene muchas oportunidades de tomar el té por la tarde.

Gemma recordó las palabras de Alison, y pensó que independientemente de lo que pudiera haber hecho Tommy, no podía rechazar este pequeño detalle.

—Tomaré un bollito, por favor.

Tras coger él también un bollito, sirvió té a Gemma de la tetera recién preparada.

—Pruébelo. Si quiere puede ponerse leche, pero no se lo recomiendo.

Gemma hizo lo que le aconsejó, luego lo miró con expresión de sorpresa.

—Es dulce.

Pareció satisfecho.

—¿Le gusta? Es un té Congou del norte de China. Opino que es el mejor de los tés negros de China.

—Hábleme de Connor —dijo Gemma, mientras untaba crema de leche espesa y mermelada de fresa en el bollito.

—En realidad no hay mucho que decir. Me encontré con él en el Red Lion, como dice, y desde el principio se comportó de manera bastante extraña. Nunca lo había visto así. Aunque me han llegado historias sobre las semanas posteriores a su separación de Julia. Había estado bebiendo, pero no creí que eso fuera lo que le hacía comportarse de aquella manera. Estaba... no sé... casi histérico.

—¿Por qué lo quería ver?

Acompañó con un poco de té el trozo de bollo que había tomado.

—Lo descubrí al poco rato. Dijo que había decidido que quería su antiguo puesto, que estaba harto de trabajar con cuentas de medio pelo, de ciudad de provincias, y que quería que yo intercediera por él.

—¿Podría haberlo hecho? —preguntó Gemma con cierta sorpresa.

—Bueno. Sí, supongo que sí. Hace muchos años que conozco al socio más antiguo. De hecho, fui yo quien lo animó a ir detrás de la cuenta de la ENO. —Miró a Gemma por encima de la taza que sostenía con ambas manos—. Es una pena que no podamos prever las consecuencias de nuestros actos. Si no lo hubiera hecho, Connor nunca hubiera conocido a Gerald y Caro, y a través de ellos, a Julia.

—Pero usted rechazó la solicitud de Connor.

—Al principio, cortésmente. Le dije que mi reputación dependería de su rendimiento y que, teniendo en cuenta su conducta previa, no creía que debía arriesgarla. La verdad es que —añadió esto mientras dejaba la taza sobre la mesa y apartaba la mirada de Gemma— nunca me gustó. No es algo que debería decir cuando se es sospechoso de haber cometido un acto delictivo ¿verdad, sargento? —Sonrió, tomándole el pelo de nuevo, luego dijo pensativamente—: Me acuerdo de su boda muy claramente. Fue una boda de junio, en el jardín de Badger’s End. Sé que no debe de haberlo visto, pero puede ser muy bonito en esa época del año. Todo obra de Plummy, aunque Julia solía ayudarla bastante cuando tenía tiempo.

»Todos decían lo perfectos que quedaban Julia y Connor, y debo admitir que era una pareja atractiva, pero cuando los miraba sólo veía desastres. Eran completamente, totalmente incompatibles.

—Por favor, no se vaya por las ramas, Tommy —Gemma se preguntó cómo le podía recalcar la gravedad de la situación con la boca llena de bollito.

Suspiró.

—Nos peleamos. Se volvió más y más abusivo, hasta que al final le dije que ya había tenido suficiente. Me fui. Eso fue todo.

Gemma apartó su plato hacia un lado y se inclinó hacia Tommy.

—Eso no es todo, Tommy. El camarero salió justo después de que usted y Connor salieran del pub. Dice que los vio pelearse junto al río.

Aunque jamás hubiese imaginado que un hombre con el porte y la experiencia de Tommy Godwin pudiera ruborizarse, podría haber jurado que su cara se puso rosa de vergüenza.

Hubo una breve pausa durante la cual él no la miró a los ojos. Finalmente, dijo:

—No he hecho algo así desde que iba al colegio, e incluso entonces consideraba cualquier forma de violencia física indecorosa y poco civilizada. Era una manera aceptada de salir adelante en la vida —obtener algo de alguien a base de palizas— y yo hice la elección intencionada de vivir la mía de manera distinta. Se me tildó de afeminado, por supuesto —añadió, dejando entrever su familiar y encantadora sonrisa—, pero podía vivir con ello. Con lo que no podía vivir era la idea de abandonar mis principios.

»Cuando me di cuenta de que estaba metido en una ridícula pelea de patio de colegio con Connor, simplemente paré y me fui.

—¿Y él lo dejó irse?

Tommy asintió.

—Creo que para entonces ya había perdido ímpetu.

—¿Aparcó su coche en la grava, junto al río?

—No. Encontré un sitio en la calle, una o dos manzanas más arriba del río. Alguien lo habrá visto —añadió esperanzado—. Es un Jaguar clásico, rojo, inconfundible.

—¿Y luego, cuando volvió al coche?

—Regresé a Londres. Después de haber visto a Con sabiendo que era una equivocación, la noche se había estropeado y sentía que había hecho el ridículo. Pensé que lo mejor era rescatar lo que pudiera de mi plan original.

—¿Por cinco minutos? —preguntó Gemma, escéptica.

Sonrió.

—Hice lo que pude.

—¿Y no se fue al camerino de Sir Gerald para establecer una coartada?

Tommy contestó con paciencia:

—Como ya le dije, sargento, quería felicitarlo.

—¿A pesar de no haber visto la representación?

—Pude ver por la reacción del público que había ido especialmente bien.

Estudió su cara y él le devolvió la mirada sin apartar los ojos.

—Tiene razón, ¿sabe? —le dijo al final—. Es usted un terrible mentiroso. ¿Supongo que se fue directamente a casa desde el teatro?

—Pues sí, lo hice.

—¿Hay alguien que pueda responder por usted?

—No, querida. Me temo que no. Y aparqué en la parte trasera de mi edificio y subí con el montacargas, así que no vi a nadie. Lo siento —añadió, como si le afligiera defraudarla.

—Yo también lo siento, Tommy. —Gemma suspiró. De repente se sintió cansada y dijo—: Usted pudo poner el cuerpo de Connor en el maletero de su coche, conducir de nuevo a Hambleden después de la representación y tirarlo a la esclusa.

—¿De verdad? Qué idea tan extraordinariamente imaginativa. —Tommy parecía divertido.

Gemma dijo, exasperada:

—¿Se da cuenta de que tendremos que incautar su vehículo para que el equipo de forenses lo examine? ¿Y que tendremos que registrar su piso en busca de pruebas? Ahora tendrá que venir conmigo a Scotland Yard y hacer una declaración formal.

Levantó la delicada tetera de porcelana y sonrió a Gemma.

—Entonces será mejor que termine su té, querida.