5
Desorientada, Gemma estiró la mano y tocó el otro lado de la cama de matrimonio. Estaba vacío. Al abrir los ojos vio la tenue luz gris que iluminaba el lado equivocado de la habitación.
Se despertó totalmente. Piso nuevo. Sin marido. Por supuesto. Se sentó apoyándose en las almohadas y se apartó la maraña de pelo de la cara. Hacía meses desde la última vez que soñó con Rob y pensaba que ese fantasma en concreto ya la había dejado de incordiar.
Cuando el temporizador automático de la calefacción central se encendió, el agua caliente de los radiadores empezó a gorgotear. Por un segundo se preguntó con pánico por qué no habría sonado la alarma del despertador. Luego se relajó, aliviada. Era domingo. Cerró los ojos y se acurrucó entre las almohadas. Disfrutó de esa lujosa sensación de pereza que uno tiene cuando se despierta temprano y sabe que no se ha de levantar.
Sin embargo, no logró volver a dormirse. No dejaba de pensar en la entrevista que había conseguido programar para esa mañana en el Coliseum, hasta que finalmente, con un bostezo, sacó los pies de debajo del edredón. La ópera le había parecido el sitio lógico por dónde empezar a comprobar la historia de Gerald Asherton. Descubrió con un cosquilleo de placer que deseaba que comenzase el día.
Cuándo sus dedos tocaron el suelo se encogieron involuntariamente por el frío y tanteó el suelo en busca de las zapatillas mientras se ponía la bata. Al menos podría aprovechar el rato antes de que Toby se despertara para tomar tranquilamente una taza de café y organizarse el día.
Unos minutos más tarde el piso ya estaba caliente. Gemma se sentó en la mesa de listones negros que estaba frente a las ventanas que daban al jardín. Con el tazón caliente en sus manos, Gemma empezó a cuestionarse su cordura.
Había vendido su casa de Leyton —tres dormitorios, casa semiadosada con jardín, un símbolo en ladrillo revestido de los planes poco realistas de Rob para su matrimonio— y en lugar de comprar el práctico piso en Wanstead que ella tenía en mente, había alquilado... esto. Miró a su alrededor, desconcertada.
Su agente inmobiliaria le había rogado:
—Sólo échale una ojeada, Gemma, es lo único que te pido. Ya sé que no es lo que estás buscando, pero es que has de verlo. —Y así fue como vino, vio y firmó en la línea de puntos, convirtiéndose de repente en la inquilina de un garaje reconvertido, construido detrás de una casa victoriana, en una calle arbolada de Islington. La casa misma parecía algo fuera de lugar porque estaba situada entre dos de las más elegantes hileras de casas adosadas de estilo georgiano, pero ocupaba su espacio con la confianza que le otorgaba su clase.
El garaje estaba separado de la casa y se había construido por debajo del nivel del jardín. Así, las ventanas que ocupaban toda una pared del piso y llegaban a la altura de la cadera, vistas desde fuera estaban a nivel del suelo. Los dueños, ambos psicólogos, habían decorado el garaje con un estilo que la agente describió como «japonés minimalista».
Gemma casi soltó una carcajada al pensar en su situación. Un concepto adecuado para describir su vida actual era el de «minimalista». El piso consistía básicamente en una habitación grande, amueblada con un futón y un par de elegantes piezas contemporáneas. En la pared opuesta a la cama, unos pequeños cuartuchos contenían cocina y aseo. Un trastero con una pequeña ventana se había convertido en la habitación de Toby. El arreglo no permitía demasiada privacidad, pero la privacidad con un niño pequeño era de todas formas una cualidad insignificante y Gemma no se imaginaba que fuera a compartir su cama con nadie en un futuro próximo.
Había guardado sus muebles y la mayoría de sus pertenencias en la parte trasera de la panadería de sus padres en Leyton High Street. Su madre había expresado su desaprobación meneando sus apagados rizos rojos.
—¿En qué estabas pensando, cariño?
Una calle tranquila, arbolada, con un parque al final. Un jardín verde, tapiado, lleno de rincones interesantes y escondrijos para un niño pequeño. Un lugar secreto, lleno de posibilidades. Pero Gemma se limitó a decir:
—Me gusta, mamá. Y está más cerca de Scotland Yard. —Dudaba que su madre la comprendiera.
Se sentía limpia, reducida a lo esencial, serena en la simplicidad del negro y gris de la habitación.
O al menos así había sido hasta esta mañana. Frunció el ceño y se preguntó de nuevo qué era lo que la había hecho sentirse tan inquieta. La imagen de Matthew Asherton, de doce años, se le apareció espontáneamente.
Se levantó, puso dos rebanadas de pan negro en la tostadora que había en la mesa y fue a despertar a Toby.
* * *
Tras dejar a Toby con su madre, Gemma cogió el metro hasta Charing Cross. Cuando el tren salió de la estación una ráfaga de aire proveniente del túnel agitó la falda alrededor de sus piernas. Gemma se cerró las solapas de la chaqueta. Dejó la estación y entró en el paseo peatonal de detrás de St. Martin-in-the-Fields. Rodeó la iglesia y tomó St. Martin’s Lane. Fuera del metro no se estaba mejor. Una ráfaga de viento del norte bajó por la calle, levantando polvo y pedazos de papel y dejando una estela de pequeños torbellinos.
Se frotó los ojos con los nudillos y parpadeó varias veces para limpiarlos. Luego miró a su alrededor. Delante, en la esquina, estaba el pub Chandos y justo detrás había un cartel vertical, texto en negro sobre fondo blanco, en el que se leía LONDON COLISEUM. Lo rodeaban estandartes azules y blancos con las letras ENO estampadas, que atrajeron su mirada. En el fondo azul pálido del cielo destacaba claramente la elaborada cúpula blanca. Cerca de la parte superior de la cúpula unas letras blancas anunciaban algo sobriamente la ENGLISH NATIONAL OPERA. Gemma pensó que debían encenderse por la noche.
Algo se removió en su memoria y se dio cuenta de que había estado antes aquí. Ella y Rob habían ido al Albury Theatre calle arriba y luego habían parado a tomar algo en el pub Chandos. La noche había sido cálida y habían tomado sus copas afuera, escapando de la aglomeración y el humo del bar. Gemma recordó que sorbía su Pimm’s y miraba cómo el público de la ópera se echaba a la calle con las caras animadas, moviendo las manos con gestos rápidos mientras diseccionaban la actuación.
—Podría resultar divertido —le había dicho con cierta nostalgia a Rob.
Él había sonreído de esa manera suya tan condescendiente y había dicho, socarrón:
—¿Vacas viejas en estúpidos disfraces chillando a pleno pulmón? No seas ridícula, Gem.
Gemma sonrió pensando en la foto que había visto de Caroline Stowe. A Rob se le hubiera caído la baba si se hubiera encontrado con ella cara a cara. Vaca vieja... Él nunca sabría lo que se había perdido.
Empujó las puertas del vestíbulo. La embargó una ola de emoción por poder acceder a este glamouroso mundo de cuento de hadas.
—Alison Douglas —dijo a la gruesa mujer de cabello gris que había en el mostrador de recepción—. Es la asistente del gerente de la orquesta. Tengo una cita con ella.
—Entonces tendrá que ir por detrás, tesoro —respondió la mujer en un tono altanero. Hizo un gesto en curva con el dedo—. Detrás de la manzana, al lado del muelle de carga.
Algo escarmentada, Gemma abandonó la dorada y lujosa calidez del vestíbulo y rodeó la manzana en la dirección indicada. Se encontró en un callejón lleno de entradas de reparto de pubs y restaurantes. La entrada al London Coliseum, con sus escalones de cemento y su pintura desconchada, se distinguía únicamente por el cada vez más familiar logo ENO que había cerca de la puerta. Gemma subió, pasó adentro y miró con curiosidad la pequeña recepción con suelos de linóleo.
A su izquierda había un portero sentado dentro de una cabina con ventanas de vidrio. Justo delante, otra puerta cerraba el paso a lo que debía ser el sanctasantórum. Se presentó al portero, quien sonrió mientras entregaba a Gemma una hoja de registro sujeta a una tabla con una pinza. Era joven, pecoso y el pelo castaño tenía toda la pinta de estar creciendo después de un rapado al estilo mohawk. Gemma lo estudió con más detenimiento y vio un diminuto orificio en el lóbulo de su oreja, revelando la anterior presencia de un pendiente. Sin duda había hecho un esfuerzo considerable por ponerse presentable para el trabajo.
—Llamaré a la señorita Alison —dijo mientras le entregaba una identificación adhesiva para que se la pusiera. Cogió el teléfono y murmuró algo incomprensible—. Enseguida estará con usted.
Gemma se preguntó si el chico habría estado de servicio después de la representación de la noche del jueves. Su sonrisa amistosa auguraba un interrogatorio fácil, pero sería mejor que esperara a que nadie los interrumpiera.
Empezaron a sonar las campanas de una iglesia.
—¿St. Martin’s? —preguntó.
El chico asintió mientras echaba un vistazo al reloj de la pared que tenía detrás.
—Las once en punto. Puede poner su reloj en hora.
¿Habría fieles que asistieran a los servicios de las once?, se preguntó Gemma, ¿o dirigía la iglesia sus esfuerzos a los turistas?
Recordó lo sorprendida que se había sentido cuando Alison Douglas había aceptado verla esta mañana y preguntó al portero:
—¿Aquí se trabaja siempre? ¿Incluso un domingo por la mañana?
El portero mostró su sonrisa.
—Función de tarde. Una de nuestra mayores atracciones. Especialmente cuando se trata de algo tan popular como La Traviata.
Perpleja, Gemma sacó su cuaderno de notas del bolso y hojeó en busca de un dato.
—Pelléas et Mélisande. Pensaba que estabais representando Pelléas et Mélisande.
—Los jueves y los sábados. Producciones...
El portero dejó de hablar cuando se abrió la puerta interior y cruzó por ella una joven mujer. Luego continuó:
—Ya lo entenderá. —Le guiñó un ojo—. Alison se asegurará de que así sea.
—Soy Alison Douglas. —Su fría mano asió la de Gemma con firmeza—. No haga caso de Danny. ¿En qué puedo ayudarla?
Gemma estudió el cabello corto castaño claro, el suéter y la falda negros, los zapatos de plataforma, que no la llegaban a hacer tan alta como Gemma. Pero la característica más notable de Alison Douglas era ese aire de tomarse a sí misma muy en serio.
—¿Hay algún sitio donde podamos hablar? ¿Su oficina, quizás?
Alison dudó, luego abrió la puerta interior y con un gesto de la cabeza indicó a Gemma que pasara delante de ella.
—Entonces será mejor que me siga. Mire —añadió—, tenemos una representación en menos de tres horas y hay cosas que he de hacer sin falta. Si no le importa seguirme, podemos hablar mientras caminamos.
—De acuerdo —dijo Gemma dudando que pudiera obtener algo mejor. Habían entrado en un laberinto subterráneo de pasillos verde oscuro. Gemma, ya perdida, caminaba tras los pies de Alison Douglas, los cuales torcían, giraban, subían, bajaban y vuelta a empezar. De vez en cuando bajaba la mirada a la sucia moqueta verde que pisaban sus pies y se preguntaba si Alison reconocía los dibujos de las manchas. ¿Podía seguirlas como las migas de pan de Hansel y Gretel? Los olores a humedad y desinfectante le dieron ganas de estornudar.
Alison se giró para hablar con ella y paró de repente, sonriendo. Gemma estaba segura de que su desconcierto era totalmente visible y pensó que por una vez debería estar agradecida por tener una cara que registrara todas sus emociones.
—Ésta es la parte trasera del teatro —dijo Alison suavizando su tono brusco por primera vez—. Es la parte sin glamour del espectáculo. Causa impacto si uno nunca ha estado entre bastidores, ¿no? Pero esto es el corazón del teatro. Sin todo esto —con un gesto señaló a su alrededor— nada ocurriría en el escenario.
—¿El espectáculo no continúa?
—Exactamente.
Gemma sospechó que la clave para aflojar la lengua de Alison Douglas era hablar de su trabajo.
—Señorita Douglas, no estoy segura de entender cuál es su trabajo.
Alison siguió adelante mientras respondía.
—Mi jefe, Michael Blake, y yo somos responsables de todos los detalles administrativos de la orquesta. Nosotros... —Dirigió la mirada hacia Gemma y titubeó. Parecía estar buscando una explicación menos complicada—. Nos aseguramos de que todo y todos estén donde tengan que estar. Puede ser un trabajo muy exigente. Y Michael justo está fuera por unos días.
—¿Trata con los directores en persona? —preguntó Gemma, aprovechando esta oportunidad a pesar de lo breve que pudiera ser. Pero el pasillo cambió de dirección de nuevo. Alison apartó una desvaída cortina de felpa que les cerraba el paso. Se apartó para dejar pasar a Gemma primero.
Gemma se paró y miró fijamente, con la boca abierta por la sorpresa.
A su lado, Alison le dijo en voz baja:
—Es increíble, ¿no? No sé valorarlo lo suficiente hasta que lo veo a través de los ojos de otra persona. Éste es el teatro más grande del West End y tiene el área de bastidores más grande de todos los teatros de Londres. Esto es lo que nos permite poner simultáneamente diversas producciones en escena.
El tenebroso espacio bullía de actividad. Había piezas de decorados de más de una producción una al lado de la otra, formando una yuxtaposición surrealista.
—Vaya —exclamó Gemma al ver una enorme sección de una pared de piedra moverse fácilmente por el suelo, guiada por dos hombres en mono de trabajo—. Eso es a lo que Danny se refería. Los jueves y los sábados Sir Gerald dirige Pelléas et Mélisande, y los viernes y domingos otro dirige... ¿qué dijo?
—La Traviata. Mire. —Alison señaló hacia el escenario—. Ahí está el salón de baile de Violeta, donde ella y Alfredo cantan su primer dueto. Y allí —apuntó hacia la pared de piedra que había sido cuidadosamente encajada en un hueco—, eso forma parte del castillo del rey Arkel, de Pelléas. —Miró a Gemma, estudió su reloj y luego volvió a mirar a Gemma y dijo—: Hay una serie de cosas de las que me he de ocupar sin falta. Puede echar una ojeada por aquí, si lo desea, mientras yo intento organizarme. Después intentaré que podamos hablar durante un cuarto de hora en la cantina. —Nada más finalizar la frase Alison se puso en marcha haciendo sonar las suelas de las plataformas de sus zapatos sobre el suelo de madera.
Gemma caminó hasta el borde del escenario y miró hacia el patio de butacas. Ante ella, las hileras de asientos del auditorio, tapizados en terciopelo azul con un toque dorado, se elevaban con barroco esplendor. Encima, las arañas de luces colgaban de la cúpula como lunas escarchadas. Se imaginó que los asientos ahora vacíos estaban ocupados y que los ojos de los espectadores se ponían sobre ella, a la espera de que abriera la boca y empezara a cantar. Tuvo un escalofrío y se estremeció. Caroline Stowe podía parecer delicada, pero para estar en un escenario como éste y enfrentarse al público se ha de tener una clase de fortaleza que Gemma no poseía.
Miró abajo, al foso, y sonrió. Al menos Sir Gerald tenía algo de protección y podía dar la espalda al auditorio.
Un hilo de música vino de repente de algún lugar. Unas voces de mujer llevaban una melodía evocadora y cadenciosa. Gemma se dio la vuelta y caminó hacia la parte trasera del escenario. Se esforzaba por oír la música, pero el estrépito y los golpes que la rodeaban ocultaban la dirección de donde provenía el sonido. Ni siquiera se dio cuenta del regreso de Alison Douglas hasta que la mujer habló:
—¿Ha visto el foso? En ese espacio metemos a ciento diecinueve músicos. ¿Se lo imagina? Codo con...
Gemma le tocó el brazo.
—Esa música... ¿qué es?
—¿Qué...? —Alison escuchó un momento, perpleja, luego sonrió—. Ah, eso. Es de Lakmé, el dueto de Mallika con Lakmé en el jardín del sumo sacerdote. El mes próximo, una de las chicas de La Traviata interpretará a Mallika en Covent Garden. Supongo que está estudiando como una loca, escuchando una grabación. —Miró su reloj y añadió—: Si quiere podemos tomar esa taza de té.
La música desapareció. Mientras seguía a Alison de vuelta al laberinto de pasillos, Gemma sintió una rara tristeza, como si algo bello y fugaz la hubiera afectado.
—Esa ópera —le dijo a Alison—, ¿tiene un final feliz?
Alison la miró por encima del hombro con una expresión divertida.
—Claro que no. Al final Lakmé se sacrifica para proteger a su amante.
* * *
La cantina olía a patatas fritas. Gemma se sentó a la mesa frente a Alison Douglas y tomó un sorbo del té, que estaba tan fuerte que le dejó la lengua pastosa. Buscó una posición cómoda para su espalda en la silla de plástico moldeado. A su alrededor, hombres y mujeres vestidos con ropas totalmente corrientes tomaban té y comían bocadillos. Pero cuando Gemma captó fragmentos de sus conversaciones, pudo oír que contenían oscuros términos tanto musicales como técnicos. Podían haber estado hablando cualquier idioma extranjero. Sacó su cuaderno de notas del bolso y tomó otro sorbo del té. El fuerte tanino le hizo hacer una mueca.
—Señorita Douglas —dijo, viendo como Alison tocaba la esfera de su reloj con la punta de los dedos—, aprecio que me conceda parte de su tiempo. No tardaremos más de lo necesario.
—No estoy segura de comprender en qué la puedo ayudar. Es decir, sé lo del yerno de Sir Gerald. Es algo espantoso, ¿no? —Se le arrugó la frente al fruncir el ceño. De repente su aspecto era de alguien muy joven e inseguro, como una niña enfrentándose por primera vez a una tragedia—. Pero no entiendo qué puede tener esto que ver conmigo.
Gemma abrió su cuaderno de notas, destapó la pluma y los dejó con toda tranquilidad al lado de su taza de té.
—¿Trabaja en colaboración con Sir Gerald?
—No más que con otros directores —Alison hizo una pausa y sonrió—, pero lo disfruto más. Nunca se pone nervioso, al contrario que algunos de los otros.
Dudando si admitir que no comprendía cómo funcionaba el sistema, Gemma ganó tiempo preguntando:
—¿Dirige a menudo?
—Más que nadie, excepto nuestro director musical. —Alison se inclinó sobre la mesa hacia Gemma y bajó la voz—. ¿Sabía que le ofrecieron el puesto, pero que declinó? Fue hace muchos años, mucho antes de estar yo, por supuesto. Dijo que quería más libertad para trabajar con otras orquestas, pero pienso que tenía algo que ver con su familia. Él y Dame Caroline habían empezado con la compañía en el teatro Sadler’s Wells. Era la persona más cualificada para el puesto.
—¿Todavía canta con la compañía, Dame Caroline? Hubiera dicho... quiero decir, tiene una hija adulta...
Alison rió.
—Lo que intenta decir es que ya está acabada, ¿no? —Se inclinó hacia delante otra vez, revelando lo mucho que disfrutaba enseñando a los no iniciados—. La mayoría de sopranos están en la treintena cuando cogen el ritmo. Desarrollar una voz exige muchos años de trabajo y entrenamiento. Si cantan demasiado o demasiado pronto pueden causar un daño irreparable. Muchas llegan a la cumbre de su carrera ya entradas en la cincuentena y unas pocas cantantes excepcionales continúan después. Aunque he de admitir que a veces resultan un poco ridículas actuando en papeles de ingenua estando ya entradas en años. —Sonrió a Gemma, luego continuó con más seriedad—. No es que piense que le sucediera eso a Caroline Stowe. No me la imagino haciendo el ridículo a ninguna edad.
—Ha dicho «le sucediera». No lo...
—Se retiró. Veinte años atrás, cuando murió su hijo. Nunca más cantó en público. —Alison había bajado la voz y, aunque su expresión era adecuadamente seria, explicó la historia con el entusiasmo que la gente reserva para las desgracias ajenas—. Y era brillante. Caroline Stowe habría podido ser una de las más célebres sopranos de nuestro tiempo. —Alison sonó genuinamente apenada mientras hacía un gesto de negación con la cabeza.
Gemma tomó un último sorbo del té y apartó la taza mientras pensaba en lo que había oído.
—¿Por qué el título, si había dejado de cantar?
—Es una de las mejores profesoras de canto del país, si no del mundo. Muchos de los cantantes más prometedores han recibido clases, y las siguen recibiendo, de Caroline Stowe. Y ha hecho mucho por la compañía. —Alison sonrió, sardónica, y añadió—: Ella es una señora muy influyente.
—Eso creo —dijo Gemma y pensó que, para empezar, había sido la influencia de Dame Caroline y la de Sir Gerald la que había arrastrado a Scotland Yard a esta investigación. Viendo que Alison se enderezaba en la silla, Gemma preguntó—: ¿Sabe a qué hora dejó el teatro Sir Gerald el jueves por la noche?
Alison pensó un momento, mientras arrugaba la frente.
—La verdad, no lo sé. Hablé con él en su camerino justo después de la actuación, cerca de las once de la noche. Pero no me quedé más de cinco minutos. Había quedado con alguien. —Bajó las pestañas y se le formaron hoyuelos en las mejillas—. Tendrá que preguntárselo a Danny. Él tenía turno esa noche.
—¿Parecía Sir Gerald disgustado? ¿Hubo algo diferente en su rutina aquella noche?
—No. No que yo sepa... —Alison paró. Tenía la mano suspendida encima de la taza—. Espere. Hubo algo. Tommy estaba con él. Claro que prácticamente se conocen desde siempre —y añadió enseguida—, pero no vemos a Tommy muy a menudo tras una representación. Al menos no en el camerino del director.
Gemma notó que estaba perdiendo el hilo de la conversación y preguntó:
—¿Quién exactamente es Tommy?
Alison sonrió.
—Me olvidé de que usted no lo sabría. Tommy es Tommy Godwin, nuestro director de vestuario. Él no considera una de sus visitas como algo cercano a lo divino, como algunos diseñadores de vestuario que conozco —hizo una pausa y puso los ojos en blanco—, pero si por alguna razón lo vemos en el teatro es porque está ocupado en la sección de vestuario.
—¿Está hoy aquí?
—No que yo sepa. Pero supongo que podrá pescarlo mañana en LB House. —Esta vez el desconcierto de Gemma debió de hacerse muy patente, porque antes de poder formular la pregunta Alison continuó—. Se trata de la Lilian Baylis House, en West Hampstead, donde tenemos el taller de vestuario. Permítame. —Cogió el cuaderno de notas de Gemma—. Le anotaré la dirección y número de teléfono.
Mientras miraba la caligrafía de Alison, redondeada, de colegiala, tuvo una idea repentina.
—¿Vio alguna vez al yerno de Sir Gerald, Connor Swann?
Alison Douglas se ruborizó.
—Una o dos veces. A veces venía a funciones de la ENO. —Devolvió el bolígrafo y el cuaderno, luego se pasó los dedos alrededor del cuello de su jersey negro.
Gemma ladeó la cabeza mientras examinaba a la mujer que tenía delante: atractiva, más o menos de su edad, y soltera, a juzgar por su mano izquierda sin anillo y la cita previamente aludida.
—¿Debo suponer que trató de ligar con usted?
—No tenía malas intenciones —dijo Alison, disculpándose—. Ya sabe, una lo nota.
—¿Mucha ostentación y nada de fundamento?
Alison se encogió de hombros.
—Yo diría que simplemente le gustaban las mujeres... Él te hacía sentir especial. —Levantó la mirada y Gemma se dio cuenta de que sus ojos eran de un color marrón muy claro—. Todos hemos hablado del asunto, por supuesto. Ya sabe cómo son los chismosos. Pero ésta es la primera vez que me he parado de verdad a pensar... —Tragó saliva y añadió despacio—: Era un hombre encantador. Siento mucho que esté muerto.
* * *
Las mesas de la cantina se estaban vaciando rápidamente. Alison miró e hizo una mueca, luego acompañó a Gemma apresuradamente por los túneles verde oscuro. Murmuró una disculpa cuando la dejó en manos de Danny el portero.
—Hola, señorita —dijo Danny, siempre alegre—. ¿Ha conseguido lo que había venido a buscar?
—No del todo. —Gemma sonrió—. Pero quizás tú seas capaz de ayudarme. —Sacó sus credenciales del bolso y sostuvo la funda abierta para que pudiera ver claramente la identificación.
—¡Caramba! —Sus ojos se abrieron y la miró de arriba abajo—. No parece de la pasma.
—No seas descarado, colega —sonrió. Luego, ya en serio, apoyó los codos en el antepecho del mostrador y se inclinó hacia delante—. ¿Puedes decirme a qué hora salió Sir Gerald el jueves por la noche, Danny?
—Ah, coartadas, ¿verdad? —El regocijo en la cara de Danny le hacía parecer una ilustración sacada de una novela de Enid Blyton.
—Por ahora, averiguaciones de rutina —Gemma logró mantenerse seria—. Hemos de saber los movimientos de todos los que hayan podido estar en contacto con Connor Swann el día que murió.
Danny levantó una carpeta de encima de un montón. La abrió por detrás y hojeó las últimas páginas.
—Aquí. —Señaló el lugar mientras sujetaba la carpeta abierta para que Gemma pudiera ver—. Medianoche en punto. Es lo que yo recordaba, pero he pensado que querría... ¿cómo lo llaman? ¿Corroboración?
La firma de Sir Gerald le pega, pensó Gemma, un garabato sencillo pero sólido.
—¿Se quedaba hasta tan tarde normalmente, Danny?
—A veces. —Miró la hoja otra vez—. Pero esa noche fue el último. Lo recuerdo porque quería cerrar... Podría decirse que tenía a un pájaro esperando. —Le hizo un guiño a Gemma—. Pero hubo algo —vaciló—. Esa noche... Sir Gerald... En fin, iba medio cocido.
Gemma no pudo evitar un tono de sorpresa en su voz.
—¿Sir Gerald estaba borracho?
Danny agachó la cabeza, avergonzado.
—No me gusta hablar de esto, señorita. Sir Gerald tiene siempre una palabra amable para todo el mundo. No como otros.
—¿Ha pasado alguna otra vez?
Danny negó con la cabeza.
—No que yo recuerde. Y he estado aquí más de un año.
Gemma anotó rápidamente la declaración de Danny en su cuaderno, luego lo cerró y lo metió en el bolso.
—Gracias, Danny. Has sido de gran ayuda.
Le pasó la hoja de registro para que firmara. Su sonrisa se había apagado en buena medida.
—¡Hasta luego! —Gemma se dirigió a la puerta.
Danny la llamó antes de que llegara a abrirla.
—Hay otra cosa, señorita. El yerno, ya sabe, el que la diñó. —Sostenía la carpeta y señalaba una entrada junto a la de Sir Gerald—. Él también estuvo aquí ese día.