9
Los árboles arqueándose por encima, las ramas entrelazándose como dedos enroscados que apretaban más y más fuerte... Gemma se sopló un mechón de pelo de la cara y dijo en voz alta: ¡Qué tonta! Las palabras parecieron resonar en sus oídos. Después, el silencio se hizo de nuevo en el coche, excepto por los ocasionales chirridos en los cristales de las ventanas de las ramitas y raíces que sobresalían de los taludes. El sonido le recordó el de uñas rascando una pizarra. Londres y la cortesía urbana de Tommy Godwin parecían estar a años luz, y por un momento deseó haber insistido en asistir a la autopsia con Kincaid. Éste había dejado un mensaje para ella en Scotland Yard en el que resumía los más bien inconcluyentes resultados.
Redujo a segunda cuando la pendiente se hizo más pronunciada. Kincaid había estado con ella cuando condujo por este camino la primera vez. Su presencia impidió que le acechara la claustrofobia. Qué tontería, de verdad, se autocensuró. Después de todo era solamente una carretera estrecha. Parte de su incomodidad se debía sin duda a su urbana desconfianza de todo lo rural.
Sin embargo, se sintió aliviada cuando vio la entrada al camino de Badger’s End y poco después paró en el claro que había delante de la casa. Salió del coche y se quedó parada un momento. A pesar del aire frío le llegó el aroma húmedo del mantillo, denso como otoño destilado.
Entre la calma oyó el mismo zumbido agudo que Kincaid y ella notaron la última vez. Miró hacia arriba, buscando líneas eléctricas, pero sólo vio más hojas y un parche de cielo uniformemente gris. Quizás fuera un generador o un transformador, o a lo mejor —sonrió, su humor mejoraba por momentos— un ovni. Trataría de hacérselo tragar al jefe.
Sus labios seguían curvados insinuando una sonrisa cuando llamó al timbre. Vivian Plumley abrió la puerta, como la vez anterior, pero esta vez sonrió al reconocer a Gemma.
—Sargento. Por favor, entre.
—Me gustaría hablar con Dame Caroline, señora Plumley. —Respondió Gemma cuando entró en el vestíbulo de piedra—. ¿Está en casa?
—Sí. Pero está dando una clase justo ahora.
Gemma oyó el piano, luego una voz de soprano cantó un verso rápido y cadencioso. Unas palabras que no pudo distinguir interrumpieron el canto y una segunda voz repitió el verso. Era más sombría y compleja que la primera; poseía una singularidad indefinible. Incluso tras la puerta cerrada del salón Gemma pudo reconocerla de inmediato.
—Es Dame Caroline.
Vivian Plumley la miraba con interés.
—Tiene buen oído, querida. ¿Dónde la ha escuchado?
—En una cinta —respondió Gemma bruscamente. De repente se mostró reacia a confesar su interés.
Vivian miró su reloj.
—Venga a tomar un té. Acabará pronto.
—¿Qué están cantando? —preguntó Gemma mientras seguía a Vivian por el pasillo.
—Rossini. Una de las arias de Rosina de El barbero de Sevilla. En italiano, gracias a Dios. —Le sonrió por encima del hombro mientras empujaba la puerta de la cocina—. Aunque en esta casa no es políticamente correcto decirlo.
—¿Por la política de la ENO?
—Exactamente. Sir Gerald está firmemente de acuerdo con su postura. Creo que Caro siempre ha preferido cantar ópera en la lengua original, pero no suele expresar su opinión con energía. —Vivian sonrió de nuevo, cariñosamente. El desacuerdo parecía obviamente una tradición familiar que venía de antiguo.
—Algo huele divinamente —Gemma respiró hondo. Después de la visita anterior, la cocina le parecía tan reconfortante y familiar como su propia casa. La cocina Aga roja irradiaba calor como un corazón de hierro fundido. Encima había dos hogazas de pan enfriándose sobre una rejilla.
—Acabo de sacar el pan del horno. —Vivian colocó unos tazones y una tetera de cerámica en una bandeja. En el fogón descansaba un humeante hervidor de cobre.
—¿No utiliza una tetera eléctrica? —preguntó Gemma con curiosidad.
—Soy un dinosaurio, supongo. Nunca me han gustado los artilugios. —Centró la atención en Gemma y añadió—: ¿Tomará un poco de pan caliente? Ya es casi la hora del té.
—Almorcé antes de salir de Londres. —Gemma recordó el bocadillo frío y grasiento de salchicha que había comido rápidamente en la cantina de Scotland Yard tras la entrevista en LB House—. Pero sí, tomaré un poco, gracias.
Se acercó a Vivian mientras ésta vertía el agua hirviendo en la tetera de cerámica y empezaba a cortar el pan.
—¿Integral?
—Sí. ¿Le gusta? —Vivian parecía complacida—. Es mi sello característico y me temo que también mi terapia. Lo amaso a mano dos veces, y es necesario dejar que fermente tres veces, pero en el horno se hincha de maravilla. —Le lanzó a Gemma una mirada divertida—. Y es difícil que una siga frustrada con la vida después de haber trabajado tanto la masa.
Cuando se sentaron en la mesa de roble llena de marcas, Gemma le explicó:
—Crecí en una panadería. Mis padres tienen una pequeña en Leyton. La mayor parte del trabajo lo hace una máquina, claro, pero era bastante fácil persuadir a mamá para que nos dejara meter las manos en la masa.
—Parece una buena educación —dijo Vivian con aprobación mientras vertía el té en el tazón de Gemma.
Una nube de vapor de aroma floral envolvió la cara de Gemma.
—¿Earl Grey?
—Le gusta, ¿no? Debería de haber preguntado. Es un hábito... es lo que siempre tomo por la tarde.
—Sí, gracias. —Gemma respondió con recato y pensó que si iba a convertir en costumbre el tomar el té en casas así, sería mejor que empezara a apreciarlo.
Tomó el pan con mantequilla en elogioso silencio y recogió las últimas migas del plato con la punta del dedo.
—Señora Plumley...
—Todos me llaman Plummy —invitó Vivian—. Los niños empezaron a llamarme así cuando eran pequeños y así se ha quedado. Me he acostumbrado.
—Bien, Plummy entonces. —Gemma pensó que el nombre le pegaba [7]. Incluso yendo vestida como iba hoy, con ropa de deporte de colores vivos y un suéter de cuello alto a juego, Vivian Plumley poseía un aura de anticuada comodidad. Gemma notó que todavía llevaba el anillo de boda y se frotó semiconscientemente su propio dedo desnudo de la mano izquierda.
Sentadas en silencio tomaron su té. En esta atmósfera relajada y casi aletargada a Gemma se le ocurrió preguntar tan fácilmente como si hubiera estado hablando con una amiga:
—¿No encuentra extraño que Connor tuviera una relación tan estrecha con la familia después de separarse de Julia? Especialmente si no había niños de por medio...
—Pero es que él los conocía de antes, a Caro y Gerald. Los conoció a través del trabajo y cultivó su amistad muy activamente. Recuerdo que en aquella época pensé que parecía bastante enamorado de Caro. Pero claro, ella siempre ha coleccionado admiradores de la misma forma que otros coleccionan mariposas.
Aunque Plummy había dicho esto sin el más leve deje de censura, Gemma imaginó de repente a una polilla clavada sin piedad en una tabla luchando por su vida.
—¡Puaj! —arrugó la nariz con desagrado—. Nunca he podido soportar la idea.
—¿Qué? —preguntó Plummy—. ¡Ah! Se refiere a las mariposas. Bueno, quizás sea una comparación poco amable. Pero los hombres parecen mariposear inútilmente a su alrededor. Creen que ella necesita que la cuiden, pero la verdad es que ella es muy capaz de cuidar de sí misma. Yo no me imagino algo así para mí. —Le sonrió—. No creo haber inspirado ese deseo en nadie.
Gemma pensó en Rob y en cómo asumió él de manera automática que ella le proporcionaría todo lo que él necesitara, tanto en el aspecto físico como emocional. Nunca se le ocurrió que ella podía tener sus propias necesidades.
—Nunca lo he pensado en estos términos, pero los hombres tampoco se han arrojado al suelo tratando de cuidar de mí. —Tomó un sorbo de su té y continuó—: Acerca de Dame Caroline... Usted dijo que habían ido al colegio juntas. ¿Siempre quiso ser cantante?
Plummy rió.
—Caro ha sido el centro desde el día en que nació. En el colegio cantaba los papeles protagonistas en todos los programas. La mayoría de las niñas la despreciaban, pero nunca pareció notarlo. Era como si hubiera llevado anteojeras negras. Sabía lo que quería y nunca pensó en otra cosa.
—Empezó su carrera bastante pronto, ¿no? —Gemma recordó lo que le había explicado Alison Douglas.
—En parte fue cosa de Gerald. La sacó del coro y la colocó en medio del escenario. Ella tenía el empuje y la ambición necesarias para superar el desafío, a pesar de no tener experiencia. —Alargó la mano y rompió un pedazo de una rebanada de pan que había dejado en la mesa. Luego mordisqueó como experimentando—. Tan sólo compruebo —dijo—. Control de calidad. —Tomó un sorbo de su té y continuó—. Pero entienda que todo esto pasó hace más de treinta años, y sólo unos pocos recordamos a Gerald y Caro antes de que fueran estrellas.
Gemma meditó sobre lo que acababa de oír. Siguiendo el ejemplo de Plummy alargó el brazo y cogió otra rebanada de pan.
—¿Les gusta que se les recuerde que hubo una época en que fueron gente corriente?
—Supongo que ofrece cierto consuelo.
Gemma se preguntó cómo debía de haber sido para Julia crecer a la sombra de sus padres. Ya era suficientemente difícil, en cualquier circunstancia, deshacerse de la influencia de los padres y convertirse en una persona autónoma. Tomó un sorbo de su té para ayudar a bajar el pan:
—¿Y es así como Julia conoció a Connor? ¿A través de sus padres?
Tras pensar un momento, Plummy dijo:
—Creo que fue en una recepción para recaudar fondos para la ópera. En aquellos días, Julia todavía asistía ocasionalmente a funciones musicales. Estaba justo empezando a distinguirse como artista y aún no había dejado la órbita de sus padres por completo. —Negó con la cabeza—. Me cogió por sorpresa desde el principio. Julia siempre había preferido los tipos intelectuales o artistas bohemios y Con era totalmente lo opuesto. Traté de hablar con ella, pero no quería oír una palabra.
—¿Hacían tan mala pareja como usted pensaba?
—Oh, sí —contestó con un suspiro, dando vueltas al té que había en el fondo de su taza—. Incluso más.
Al ver que Plummy no se explicaba, Gemma preguntó:
—¿Sabía que Connor estaba saliendo con alguien?
Levantó la mirada con sorpresa:
—Querrá decir recientemente. ¿Una novia?
—Una joven con una hija pequeña.
—No. No lo sabía. —Con la compasión que Gemma había empezado a esperar de ella, Plummy añadió—: Pobre chica. Supongo que se habrá tomado su muerte bastante mal.
Las palabras al contrario que Julia parecían flotar en el ambiente.
—Ella ha regresado, ¿lo sabía? —dijo Plummy—. Julia. Al piso. Le dije que pensaba que no quedaba demasiado bien, pero me contestó que era su piso, después de todo, y que tenía derecho a hacer lo que quisiera con él.
Gemma pensó en el estudio de la planta superior sin la inquietante presencia de Julia Swann y sintió una inexplicable sensación de alivio.
—¿Cuándo se ha ido?
—Esta mañana temprano. Había echado de menos su estudio, la pobre. Nunca entendí por qué dejó que Con se quedara en el piso. Pero no hay manera de razonar con ella una vez ha tomado una decisión.
El afecto y exasperación que había en la voz de Plummy le recordó a Gemma la de su propia madre, quien juraba que su hija pelirroja había nacido terca. Vaya una, Vi Walters, pensó Gemma con una sonrisa.
—¿Siempre ha sido tan obstinada?
Plummy la observó sin apartar la vista durante un largo espacio de tiempo, luego dijo:
—No, no siempre. —Echó un vistazo a su reloj de pulsera—. ¿Ha terminado su té, querida? Caro ya debe de estar libre ahora. Y esta tarde vendrá otra estudiante, así que será mejor que la colemos antes de que llegue.
* * *
—Caro, ésta es la sargento James —anunció Plummy cuando llevó a Gemma al salón. Luego se retiró y al cerrar la puerta, Gemma notó una corriente de aire frío.
Caroline Stowe estaba de espaldas al fuego, igual que su marido cuando Gemma y Kincaid lo interrogaron dos días antes. Salió al encuentro de Gemma con la mano extendida.
—Encantada de conocerla, sargento. ¿En qué puedo ayudarla?
Gemma notó su mano pequeña y fría dentro de la suya, y tan suave como la de un niño. Sin quererlo, Gemma echó una ojeada a la fotografía de encima del piano. Si bien le había dado una pista acerca de la delicadeza femenina de la mujer, no había ni empezado a expresar su vitalidad.
—Se trata simplemente del seguimiento de rutina de la declaración que ofreció al CID de Thames Valley, Dame Caroline. —Su propia voz le sonó áspera.
—Siéntese, por favor. —Dame Caroline se trasladó al sofá y dio unas palmaditas al cojín a modo de invitación. Llevaba un jersey largo de color granate por encima de unos pantalones de lana blancos. El cuello vuelto enmarcaba su cara; el color granate resaltaba el cutis pálido y el cabello oscuro.
Gemma, que había pasado por su piso y se había cambiado de ropa poniendo especial atención, le pareció de repente que su falda y blusa de seda verde oliva eran de un tono muy soso. Al sentarse se sintió torpe y poco elegante. La vergüenza provocó que el rubor le calentara las mejillas y rápidamente preguntó:
—Dame Caroline, veo por su declaración inicial que estuvo en casa el pasado jueves por la noche. ¿Puede decirme qué hizo?
—Por supuesto, si lo cree necesario, sargento —dijo Caroline con aire de cortés resignación—. Cené con Plummy —Vivian Plumley— luego miramos algo en la televisión. Me temo que no recuerdo qué. ¿Importa?
—¿Qué hizo luego?
—Plummy preparó cacao. Eso debió ser alrededor de las diez. Charlamos un rato y luego me fui a la cama. —Y añadió, excusándose—: Fue una noche muy corriente, sargento.
—¿Recuerda a qué hora llegó su marido?
—Me temo que no. Duermo muy bien y tenemos camas separadas. De modo que rara vez me despierta cuando llega tarde de una actuación.
—¿Y su hija no la despertó cuando llegó a primera hora de la mañana? —Gemma trató de agitar un poco la refinada complacencia de Dame Caroline.
—No. Mi hija es una mujer adulta y hace lo que le viene en gana. No tengo la costumbre de llevar el control de sus idas y venidas.
Justo en la diana, pensó Gemma. Había puesto el dedo en la llaga.
—Según la señora Plumley, su hija ha regresado al piso que compartía con Connor. ¿Aprueba que esté sola tan pronto, teniendo en cuenta las circunstancias?
Caroline fue a responder algo, pero se contuvo y luego suspiró.
—Lo encuentro desacertado, pero mi aprobación nunca ha influido demasiado en el comportamiento de Julia. Y desde el primer momento ha actuado muy mal ante la muerte de Connor. —De repente le salió el cansancio. Caroline se frotó los pómulos con los dedos, pero Gemma pudo notar que evitaba estirar su cutis.
—¿De qué modo? —preguntó Gemma, a pesar de que tenía suficientes pruebas de que Julia no estaba haciendo el papel de perfecta viuda acongojada.
Caroline encogió los hombros y dijo:
—Hay cosas que se han de hacer; y la gente espera ciertas cosas... Sencillamente, Julia no ha cumplido con sus obligaciones.
Gemma se preguntó si Julia habría hecho lo necesario de no estar segura de que sus padres tomarían cartas en el asunto y se encargarían de todo. El hecho de que Julia parecía resentir que lo hicieran sólo servía para ilustrar la perversidad de la naturaleza humana, y Gemma había empezado a pensar que la relación entre ellos era más perversa que la de la mayoría. Pasó la página de su cuaderno de notas, repasando mentalmente las preguntas.
—Connor vino a almorzar aquí el jueves, ¿no es cierto? —Continuó después de que Caroline asintiera—: ¿Notó algo fuera de lo corriente en su comportamiento?
Caroline dijo, sonriendo:
—Con era muy ameno, pero no había nada poco corriente en ello.
—¿Recuerda de qué hablaron? —Gemma observó a Caroline mientras ésta pensaba la respuesta y se dio cuenta de que nunca antes había visto a una mujer que frunciera el ceño con gracia.
—Nada memorable o importante, sargento. Cotilleos locales, la actuación de Gerald de aquella noche...
—¿De modo que Connor sabía que su marido iba a estar en Londres?
Perpleja, Caroline respondió:
—Por supuesto que Con sabía que Gerald estaría en Londres.
—¿Tiene idea de por qué Connor habría ido al Coliseum esa misma tarde?
—No tengo idea. No nos dijo nada sobre ir a Londres. ¿Dice que fue al teatro?
—Según la hoja de registro del portero. Pero nadie más admite haberlo visto.
—Qué extraño —dijo Caroline despacio. Gemma notó que por primera vez se alejaba de un guión ensayado—. Claro que se fue en un estado de agitación...
—¿Qué pasó? —Gemma notó como un hormigueo de entusiasmo—. Ha dicho que no hizo nada fuera de lo corriente.
—Yo no lo describiría como fuera de lo corriente. Con no sabía estarse quieto. Se excusó por un momento mientras Gerald y yo tomábamos el café. Iba a echar una mano a Plummy en la cocina, y fue la última vez que lo vimos. Unos minutos más tarde le oímos arrancar su coche.
—¿Y pensó si algo le podría haber disgustado?
—Bueno, supongo que pensamos que había sido extraño que no se despidiera.
Gemma pasó las páginas de su cuaderno con cuidado, luego miró a Caroline.
—La señora Plumley dijo que lavó los platos sola. No vio a Connor después de dejar el comedor. ¿Cree que pudo subir a ver a Julia? ¿Quizás tuvieron una pelea?
Caroline juntó las manos en su regazo. Las sombras de su suéter granate cambiaron de forma al inspirar.
—No lo sé, sargento. Si ese fuera el caso estoy segura de que Julia hubiera dicho algo.
Gemma no compartió su opinión.
—¿Sabía que Connor tenía una novia, Dame Caroline? Técnicamente habría sido su amante, puesto que él y Julia seguían casados.
—¿Una novia? ¿Con? —dijo Caroline en voz baja. Luego, mirando el fuego, añadió todavía más bajo—: Nunca lo dijo.
Gemma recordó lo que le había explicado Kincaid.
—Su nombre es Sharon Doyle y tiene una hija de cuatro años. Aparentemente era una relación seria y él... la recibió a menudo en su casa.
—¿Una hija? —Caroline devolvió la mirada a Gemma. Sus ojos negros se habían dilatado y Gemma vio el fuego reflejado en su superficie líquida y luminosa.
Había anochecido mientras hablaban y ahora el fuego y la luz de las lámparas proyectaban un resplandor evidente en el silencioso salón. Gemma pudo imaginar horas serenas pasadas aquí con música y conversación, o matando el tiempo en el cómodo sofá de chintz en compañía de un libro; pero nunca habría gritos de ira.
—¿Qué habría pasado si Julia hubiera descubierto lo de Sharon? ¿Le habría gustado que Connor estuviera con otra mujer en su piso?
Tras una larga pausa, Caroline dijo:
—Julia hace a menudo lo que le da la gana. No puedo ni imaginar cómo reaccionaría en una situación dada. Y en cualquier caso ¿por qué es importante? —añadió, cansada—. ¿Cree que Julia pudo tener algo que ver con la muerte de Con?
—Tratamos de hallar una explicación para el comportamiento de Connor durante su última tarde y noche. Visitó inesperadamente el teatro. También se reunió con alguien esa noche, después de regresar a Henley, pero todavía no sabemos quién era.
—¿Qué es lo que saben? —Caroline se puso derecha y miró a Gemma directamente.
—Los resultados de la autopsia no nos han dicho demasiado. Estamos esperando algunos informes del forense. Todo lo que podemos hacer hasta entonces es recopilar información.
—Sargento, creo que es usted deliberadamente imprecisa —dijo Caroline, tomándole un poco el pelo.
Gemma no estaba dispuesta a dejarse llevar y se concentró en lo primero que le vino a la cabeza. Había estado examinando distraídamente las pinturas sobre las que Kincaid y Julia habían hablado. ¿Cómo había dicho Julia que se llamaba el artista? ¿Flynn? No, Flint. Eso es. Las sonrosadas mujeres con el pecho descubierto eran voluptuosas, de alguna manera inocentes y ligeramente decadentes, todo a la vez. Y el brillo de los vestidos de satén hizo pensar a Gemma en las telas que había visto aquella mañana en LB House.
—Hoy he conocido a un viejo amigo suyo, Dame Caroline. Tommy Godwin.
—¿Tommy? Dios mío. ¿Qué demonios podría querer usted de Tommy?
—Es muy inteligente, ¿verdad? —Gemma se recostó cómodamente en el sofá y metió su cuaderno de notas en el bolso—. Me ha hablado mucho sobre los viejos tiempos, cuando todos ustedes empezaron en la ópera. Debió de ser muy emocionante.
La expresión de Caroline se suavizó. Miró distraídamente el fuego y al cabo de un rato dijo:
—Fue maravilloso. Pero claro, no me di cuenta de lo especial que era porque no tenía con qué compararlo. Pensaba que la vida sólo podía ir a mejor, que todo lo que yo tocara se convertiría en oro. —Se encontró con la mirada de Gemma otra vez—. En fin, así son las cosas, ¿verdad? Uno aprende que los buenos tiempos no pueden durar.
Las palabras contenían un eco de tanto dolor que Gemma sintió su peso en el pecho. Las fotografías del piano la atraían con insistencia, pero sostuvo la mirada en la cara de Caroline. No tenía necesidad de mirar esas fotos —la imagen sonriente de Matthew Asherton se había grabado en su memoria. Inspiró y dijo con un arrojo nacido de sus propios temores:
—¿Cómo hace para seguir adelante?
—Protegiendo lo que se tiene —dijo Caroline en voz baja, con vehemencia. Luego rió, rompiendo el hechizo—. Tommy no era tan elegante en aquellos días, aunque uno no lo diría viéndolo ahora. Se deshizo de su pasado como una serpiente muda de piel. Pero no había completado el proceso. Había todavía algunos detalles por acabar.
Gemma dijo:
—No lo puedo imaginar —y rieron las dos.
—Tommy siempre fue al menos gracioso, incluso cuando no era tan refinado. Hubo momentos estupendos... y teníamos una visión. Gerald, Tommy y yo íbamos a revolucionar la ópera. —Caroline sonrió con cariño.
¿Cómo soportaste dejarlo todo? pensó Gemma y dijo en voz alta:
—La he oído cantar. Compré una cassette de La Traviata. Es maravillosa.
Caroline cruzó los brazos por debajo del pecho y estiró los delicados pies hacia el fuego.
—¿Verdad? Siempre me gustó interpretar a Verdi. Sus heroínas tienen una naturaleza espiritual que no se encuentra en Puccini y dan más espacio para la interpretación. A Puccini hay que cantarlo tal como está escrito o se convierte en algo vulgar. Con Verdi, una ha de hallar el corazón de la heroína.
—Es lo que sentí cuando escuché a Violeta —dijo Gemma con placer. Caroline había dado definición a sus impresiones vagamente formadas.
—¿Conoce la historia de La Traviata? —Gemma negó con la cabeza y Caroline continuó—: En París, en la década de 1840, vivió una joven cortesana llamada Marie Duplessis. Falleció el dos de febrero de 1846, justo diecinueve días después de su vigésimo segundo cumpleaños. Entre los numerosos amantes que tuvo el último año se contaban Franz Liszt y Alejandro Dumas, hijo. Dumas escribió una obra basada en la vida de Marie, llamada La Dama de las Camelias, o Camille...
—Y Verdi adaptó la obra como La Traviata.
—Vaya. Ha hecho los deberes —dijo Caroline con fingida decepción.
—No, sólo he leído lo que ponía en la caja. Y no sabía que el personaje de Violeta se basaba en alguien real.
—La pequeña Marie está enterrada en el cementerio de Montmartre, justo debajo del Sacré Coeur. Su tumba se puede visitar.
Gemma no se vio capaz de preguntarle si había hecho tal peregrinaje. Era algo demasiado cercano al territorio prohibido que era la muerte de Matthew. Tembló al pensar en tamaña pérdida. Marie Duplessis debió agarrarse a la vida con la misma pasión que Verdi puso en la música de Violeta.
Sonó un timbre e hizo eco en el pasillo que había justo afuera del salón. Era la puerta principal; Plummy ya le había dicho que Caroline esperaba a otra alumna.
—Lo siento, Dame Caroline. La he entretenido demasiado. —Gemma se pasó la correa del bolso por el hombro y se levantó—. Gracias por su tiempo. Ha sido muy paciente.
Caroline se levantó y de nuevo le ofreció a Gemma su mano.
—Adiós, sargento.
Justo cuando Gemma se estaba acercando a la puerta, Plummy la abrió y dijo:
—Ha llegado Cecily, Caro.
Al cruzarse con la chica en la entrada, vio brevemente a alguien de piel y ojos oscuros, y tímida sonrisa. Luego Plummy la acompañó con delicadeza afuera. La puerta se cerró y Gemma respiró el aire frío y húmedo. Sacudió la cabeza para despejarse, pero no llegó a deshacerse del incómodo pensamiento que la invadía.
Había sido seducida.
* * *
—Un mensaje para usted, señor Kincaid —gritó alegremente Tony desde la barra cuando Kincaid entró en el Chequers—. Y tiene la habitación lista. —Daba la impresión de que Tony se encargaba de todo en el pub, y que todo lo hacía con la misma inagotable alegría. Cogió un papel con un mensaje y se lo entregó a Kincaid.
—¿Ha llamado Jack Makepeace?
—Por cinco minutos no se ha cruzado con él. Utilice el teléfono del salón si lo desea. —Con un ademán Tony apuntó al área situada en el lado opuesto a la barra.
Kincaid llamó al departamento de High Wycombe y al poco rato Makepeace se puso al aparato.
—Hemos seguido una posible pista sobre ese Kenneth Hicks, comisario. Rumores de fuentes procedentes de las carreras indican que frecuenta un pub de Henley llamado Fox and Hounds. Está en el extremo de la ciudad, en una salida de la carretera de Reading.
Kincaid había pasado por Henley al volver de Reading y ahora tendría que dar la vuelta y retroceder. Soltó un taco por lo bajo, pero no criticó a Makepeace por no llamarle al localizador o al teléfono del coche. No valía la pena echar a perder el buen rollo entre ellos.
—¿Se sabe algo sobre él?
—Nada en los archivos, que digamos, sólo un par de delitos juveniles. Por lo que parece se trata de un maleante insignificante, nada serio. Alguna vez ha metido mano en alguna caja; ese tipo de cosas.
—¿Descripción?
—Entre alrededor de un metro setenta y cinco; sesenta kilos; pelo claro y ojos azules. Sin dirección conocida. Si quiere hablar con él, imagino que tendrá que ir a tomar una copa al Fox and Hounds.
Kincaid suspiró con resignación ante la perspectiva:
—Gracias, sargento.
* * *
Al contrario que el pub de Reading donde había almorzado, el Fox and Hounds resultó ser tan deprimente como había imaginado. La escasa actividad de última hora de la tarde se centraba alrededor de la mesa de billar situada en la sala del fondo, pero Kincaid prefirió el bar y se sentó de espaldas a la pared en una mesa con tablero de plástico. Comparado con otros clientes, pensó que llamaba la atención vestido con sus tejanos y su jersey de lana gruesa. Sorbió la espuma de la pinta de cerveza Brakspear y se dispuso a esperar.
Había bebido la mitad de su cerveza lo más lentamente que había podido cuando entró un hombre cuya descripción coincidía con la de Kenneth Hicks. Kincaid lo miró mientras se acercaba a la barra, dirigía unas palabras en voz baja al camarero y finalmente aceptaba una cerveza. Llevaba ropa de aspecto caro, pero que le sentaba mal debido a su cuerpo menudo. La cara estrecha tenía el mal aspecto de los que en su infancia pasaron hambre. Kincaid vio por encima del borde de su vaso de cerveza cómo el hombre miraba nerviosamente por el bar y luego se sentaba en una mesa junto a la puerta.
La paranoia del maldito granuja le hubiera delatado incluso si su aspecto no lo hubiera hecho, pensó Kincaid, sonriendo con satisfacción. Bebió algo más de su cerveza, luego se levantó y con aire indiferente se llevó el vaso a la mesa del otro hombre.
—¿Le importa que me siente? —Apartó una silla y se sentó.
—¿Qué pasa si me importa? —respondió el hombre, que retrocedió y sostuvo el vaso contra su cuerpo, como si fuera un escudo.
Kincaid se fijó en las motas de caspa mezcladas con gel fijador que oscurecía su pelo.
—Si es Kenneth Hicks, no está de suerte, porque necesito hablar con usted.
—¿Y qué si lo soy? ¿Por qué iba yo a hablar con usted? —Sus ojos no dejaban de moverse por el cuerpo de Kincaid, pero éste se había colocado entre él y la puerta. La luz gris que venía de las ventanas iluminaba las imperfecciones de la cara de Hicks: una zona donde no se había afeitado bien la barba rubia, una marca oscura en la barbilla justo donde se había hecho un corte...
—Porque se lo he pedido amablemente —Kincaid sacó sus credenciales del bolsillo y sostuvo la tarjeta delante de la cara de Hicks—. Si no le importa, déjeme ver alguna identificación.
Un brillo de sudor apareció encima del labio superior de Hicks.
—No tengo por qué. Esto es acoso.
—No creo que sea acoso, en absoluto —dijo Kincaid con suavidad—, pero si quiere puedo llamar a la policía local y podemos tener esta conversación en la comisaría de Henley.
Por un momento pensó que Hicks echaría a correr y se asentó mejor en la silla, con los músculos tensos. Luego Hicks dejó su vaso en la mesa con un golpe y, sin dirigir la palabra a Kincaid, le entregó su carné de conducir.
—¿Una dirección de Clapham? —preguntó Kincaid después de examinarlo.
—Es de mi madre —dijo Hicks con resentimiento.
—Pero usted vive aquí, en Henley, ¿no es así? —Kincaid meneó la cabeza—. Tiene que poner estas cosas al día, ¿sabe? Queremos saber dónde encontrarlo cuando lo necesitemos. —Sacó un cuaderno de notas y un bolígrafo de su bolsillo y los empujó al otro lado de la mesa—. ¿Por qué no me escribe su dirección antes de que nos olvidemos? Asegúrese de que sea la correcta —añadió mientras Hicks cogía el bolígrafo a regañadientes.
—¿Qué le importa? —preguntó Hicks mientras anotaba unas líneas en el papel y se lo devolvía a Kincaid.
El comisario alargó la mano para que le devolviera el bolígrafo.
—Bueno, tengo un gran interés por no perder el contacto con usted. Estoy investigando la muerte de Connor Swann y creo que sabe mucho sobre él. Sería raro que no fuera así, teniendo en cuenta la cantidad de dinero que le pagaba todos los meses. —Kincaid bebió otro sorbo de su cerveza y sonrió a Hicks. La piel cetrina de éste pasó a ser casi de color verde ante la mera mención de Connor.
—No sé de qué está hablando —chilló Hicks. Kincaid pudo oler su miedo.
—Yo creo que sí lo sabe. Lo que yo he oído es que usted hace de recaudador extraoficial para un corredor de apuestas, aquí en la ciudad, y que Connor le debía dinero.
—¿Quién le ha dicho eso? Si ha sido esa fulana suya, la voy a...
—Ni se te ocurra tocar a Sharon Doyle —le tuteó Kincaid, inclinándose hacia Hicks y abandonando su fingida afabilidad—. Y será mejor que no sea propensa a los accidentes, porque te consideraré responsable, incluso si sólo se rompe el meñique. ¿Queda claro? —Esperó a que asintiera y luego dijo—: Bien. Sabía que eras un tipo listo. En fin, lamentablemente Connor no comentó sus problemas financieros con Sharon, de modo que vas a tener que ayudarme. ¿Si Connor debía dinero a tu jefe, por qué te pagaba a ti directamente?
Hicks tomo un trago largo de su cerveza y luego sacó del bolsillo de su chaqueta un paquete arrugado de Benson & Hedges. El sobre de cerillas que usó para encender un cigarrillo llevaba el nombre del pub. Parecía armarse de valor con cada calada.
—No sé de qué habla, y no puede...
—Puede que Connor no cuidase mucho ciertos aspectos de su vida, pero en cambio en otros era muy meticuloso. Documentaba cada cheque que escribía, ¿lo sabías, Kenneth? ¿Te importa que te llame Kenneth? —añadió Kincaid, todo cortesía. Al no obtener respuesta de Hicks, continuó—: Te pagaba grandes sumas regularmente. Tengo curiosidad por saber si esas cantidades coinciden con lo que él debía a tu jefe.
—¡Déjele fuera de esto! —Hicks casi gritó, y vertió cerveza sobre la mesa. Miró a su alrededor para ver si alguien más lo había oído, luego se inclinó hacia delante y bajó la voz hasta un susurro—. Se lo advierto, déjelo.
—¿Qué estabas haciendo, Kenneth? ¿Un poco de usura por tu cuenta? ¿Cobrabas intereses sobre las deudas de Con? Por alguna razón no creo que tu jefe se tome demasiado bien que peles así a sus clientes.
—Teníamos un acuerdo privado. Lo ayudaba cuando tenía problemas, lo mismo que hubiera hecho él por mí, lo mismo que cualquier colega.
—Colegas, ¿eh? Bueno, esto le da un nuevo cariz al asunto. En ese caso estoy seguro de que a Connor no le importaba que te sacaras un sobresueldo gracias a sus deudas. —Kincaid se inclinó hacia delante, con las manos en el borde de la mesa, reprimiendo el deseo de coger a Hicks por las solapas de su cazadora de cuero y zarandearlo como a un muñeco—. Eres una sanguijuela, Kenneth, y con amigos así, ¿quién necesita enemigos? Quiero saber cuándo fue la última vez que viste a Connor, y quiero saber de qué hablasteis exactamente, porque empiezo a pensar que Connor se cansó de pagarte tu parte. Quizás te amenazó con ir a hablar con tu jefe. ¿Es eso lo que pasó, Kenneth? Luego quizás tuvisteis una pelea y lo empujaste al río. ¿Qué opinas, majote? ¿Es así como ocurrió?
El bar había empezado a llenarse de gente y Hicks tuvo que levantar la voz un poco para hacerse oír por encima del murmullo de voces.
—No, ya se lo he dicho, no fue así.
—¿Cómo fue entonces? —Kincaid trató de ser razonable.
—Con había tenido un par de fuertes pérdidas, una detrás de otra, y no consiguió la guita. Yo andaba bien de dinero y lo cubrí. Después, empezó a ser un hábito.
—Un mal hábito, como el juego. Y un hábito del cual Con se cansó rápido, ¿no? Con no te había extendido un solo cheque en las últimas semanas antes de su muerte. ¿Te estaba evitando, Kenneth? ¿Había tenido ya bastante?
El labio superior de Hicks estaba lleno de gotitas de sudor y se las limpió con el dorso de su mano.
—No, tío. Los caballos se habían portado bien con él durante las últimas semanas, para variar. Me pagó lo que me debía. Estábamos en paz, lo juro.
—Eso es verdaderamente reconfortante, como dos amiguitos. Seguro que también os disteis la mano. —Kincaid tomó un sorbo de su vaso otra vez, luego dijo en tono distendido—: Es buena la cerveza local ¿no crees? —Antes de que Hicks pudiera contestar se inclinó por encima de la mesa hasta llegar a pocos centímetros de la cara del hombre—. Incluso si te creyera, que no es el caso, creo que buscarías otra manera de desplumarlo. Pareces saber mucho sobre su vida personal, teniendo en cuenta vuestro acuerdo comercial. ¿Buscabas otro mercado, Ken? ¿Descubriste algo sobre Connor que no quería que nadie más supiese?
Hicks retrocedió.
—No sé de qué está hablando —dijo y se limpió un poco de baba del labio inferior—. ¿Por qué no le pregunta a esa puta lo que sabe? Quizás descubrió que antes muerto que casarse con ella. —Sonrió mostrando sus dientes manchados de nicotina. Kincaid pensó que su sonrisa no era mejor que su mirada de desdén—. A lo mejor fue ella quien lo empujó al río. ¿Lo ha pensado, señor sabelotodo?
—¿Qué te hace pensar que no se hubiera casado con Sharon?
—¿Por qué habría de hacerlo? ¿Quedarse pillado con una vaca estúpida como ella, y encima cargar con la hija de otro cabronazo? ¡Ni loco! —Hicks se rió por lo bajo y sacó otro cigarrillo del paquete. Lo encendió con la colilla del primer cigarrillo—. Y ella... con una bocaza como la de una verdulera.
—Eres un verdadero señor, Kenneth —dijo Kincaid, generoso en sus piropos—. ¿Cómo sabes que Sharon pensaba que Con tenía intención de casarse con ella? ¿Te lo dijo ella?
—¡Claro que lo hizo! Me dijo: «Entonces se librará de ti, Kenneth Hicks. Me aseguraré de ello». Estúpida.
—Sabes, Kenneth, de haber sido tú a quien encontraron flotando en el Támesis, no creo que hubiéramos tenido que investigar demasiado los motivos.
—¿Me está amenazando? No puede... Eso es...
—Acoso, lo sé. No, Kenneth, no te estoy amenazando. Tan solo hago una observación. —Kincaid sonrió—. Estoy segurísimo de que velabas por los intereses de Connor.
—Solía explicarme cosas cuando había tomado unas cuantas copas. —Hicks bajó la voz confidencialmente—. Su esposa lo tenía cogido por las pelotas. A la que movía un dedo, él iba con el rabo entre las piernas. Ese día tuvo un buen jaleo con ella, la muy puta.
—¿Qué día, Kenneth? —Kincaid pronunció muy claramente, muy bajito.
Hicks, con el cigarrillo medio consumido colgándole de los labios, miró a Kincaid como una rata sorprendida por un hurón.
—No lo sé. No puede probar nada.
—Fue el día que murió, ¿verdad, Kenneth? Viste a Connor el día que murió. ¿Dónde?
Los ojos muy juntos de Hicks apartaron la mirada de la cara de Kincaid. Tomó una fuerte calada del cigarrillo.
—Suéltalo, Kenneth. Lo descubriré, lo sabes. Empezaré por preguntar a esta gente tan amable de aquí. —Kincaid indicó el bar—. ¿No crees que es una buena idea?
—¿Y qué pasa si me tomé un par de cervezas con él? ¿Cómo iba a saber que sería un día distinto a cualquier otro?
—Dónde y cuándo.
—Aquí, como siempre. No sé la hora —dijo Hicks evasivo. Luego, al ver la expresión de Kincaid, añadió—: Quizás hacia las dos.
Después de comer, pensó Kincaid. Con había venido directamente desde Badger’s End.
—¿Te dijo que había tenido una pelea con Julia? ¿Sobre qué?
—No lo sé, ¿vale? Nada que ver conmigo. —Hicks cerró la boca tan decididamente que Kincaid cambió de táctica.
—¿Sobre qué otras cosas hablasteis?
—Nada. Simplemente tomamos una cerveza. ¿No está prohibido, verdad, tomar una amigable cerveza con un compañero? —Hicks agudizó la voz como si estuviera sucumbiendo a la histeria.
—¿Viste a Connor después?
—No. Nunca. No después de que se fuera. —Tomó la última calada y apagó el cigarrillo en el cenicero.
—¿Dónde estuviste aquella noche, Kenneth? A partir de las ocho o así.
Movió la cabeza negando y dijo:
—No es de su jodida incumbencia. Ya he tenido bastante de su maldito acoso. No he hecho nada. La maldita bofia no tiene por qué ir detrás de mí. —Apartó su vaso vacío y empujó la silla hacia atrás, mirando a Kincaid con el blanco de los ojos destacando bajo los iris.
Kincaid sopesó el beneficio de empujarlo un poco más, pero decidió que era mejor no hacerlo.
—Está bien, Kenneth, como tú quieras. Pero quédate por aquí, donde pueda encontrarte, por si necesito visitarte otra vez. —La silla de Hicks rechinó al levantarse. Al pasar, Kincaid alargó el brazo y hundió sus dedos en la manga de la cazadora de Hicks—. Si piensas en desaparecer, chaval, te echaré a la poli encima tan rápido que no serás capaz de encontrar un hoyo lo suficientemente grande para esconder tu culo estrecho. ¿Me entiendes, colega?
Tras un largo rato Hicks asintió. Kincaid sonrió y lo dejó ir.
—Buen chico, Ken. Nos veremos.
Kincaid se giró y vio a Hicks escabullirse por la puerta. Luego se pasó cuidadosamente los dedos por los tejanos.